Ya he escrito muchas veces sobre el poco respeto que me merece el gobierno actual y el partido que lo sustenta. La escandalosa noticia que acabamos de conocer sobre las artimañas del siniestro ministro del interior, me produce una mezcla de rabia y asco. Todo ello confirma las malas formas, la escasa catadura moral y la ausencia de una actitud democrática de la pandilla de desaprensivos que nos gobierna. Una prueba más de que los ciudadanos hemos de aprovechar estas elecciones para decir con nuestro voto que ya estamos hartos de todo esto. No quiero resignarme ante la rabia que me produce seguir viendo la cara de cínico de Mariano Rajoy, un mediocre burócrata que parece que no haya roto un plato, pero ya sabemos que además de la incompetencia que suponía su parálisis y falta de iniciativa hacia la cuestión catalana, se suma ahora su actitud claramente mafiosa de intentar socavar al adversario con las peores artes.
jueves, 23 de junio de 2016
miércoles, 22 de junio de 2016
Une étoile caresse le sein d’une négresse
A Joan Miró
Como en
un sueño, el árbol de la vida centra en la Masía su metafísica relación: la Tierra
conecta con el cosmos. La raíz es ojo negro de insondable profundidad, punto
luminoso que engendra la florida copa que enlaza con un místico cielo de
surreal belleza. La luna preside con su influjo el fascinante hecho de la vida.
Vida que es naturaleza domada, objeto cotidiano convertido en símbolo que escribe
el lenguaje por el que el Universo toma sentido. La matemática del hombre
empeñada en su geometría del sentido. Raro sello. Luz de otro mundo, que sin
embargo es cotidiana razón. Síntesis de lo creado. Raíz.
Amébicos
personajes mueven sus ciliares miembros en límpidos espacios siderales. Estrellas
que acarician sus recios senos. Criaturas ingrávidas, con vaginas y penes improbables,
sugieren potentes emociones. Escueta insinuación erótica, signo cósmico de la
semilla de la vida universal. Asombrosa belleza. Vaginas con cilios insinúan la
entrada en nuevos universos, amebas de lo minúsculo que conducen al
macrocosmos. Rostros orientados a las estrellas en un afán por alcanzarlas.
Misterio de la vida.
L’ocell
diví llisca per les constel·lacions
Límpidos
colores primarios que son la pureza misma. Sobre diáfano fondo ocre que sueña
el infinito; rojo, negro y blanco. Una caligrafía de signos nuevos que sugieren
un más allá soñado, con puros objetos primigenios, que inducen un estado y un
sentir más que una forma. Mágico Universo convertido en acogedora morada soñada.
¿Acaso
el Ser visto a través de los ojos de un niño?
Constelaciones
que lamen mórbidos senos matemáticos. Geometrías imposibles que dibujan la idea
platónica. Síntesis de lo esencial. Perros que ladran a la luna, ante una
escalera wittgensteiniana. Rojo, blanco, amarillo y azul sobre Noche oscura.
Soledad inmensa, infinita. Estrellas que se refugian en el sexo de los
caracoles.
Vida
protozoaria de la que emerge la atónita mirada del hombre. La gran pregunta
universal reflejada en solícitos ojos redondos, ingenuamente abiertos, curiosos.
Agresivas dentaduras perfilan en fondos siderales sus figuras y escriben la
ferocidad de la vida.
Las revueltas
aguas de pasiones telúricas, reflejadas en esta caligrafía de sexuados signos,
conducen al remanso Zen de Azul. Inmenso tríptico azul, meditación
trascendental. Magistral poema de sosegada madurez. Estupefacta emoción. Síntesis
de la vida, pacífica respuesta a las turbulencias de la existencia. Fuego por
fin apagado en una quietud que promete la liberación de la muerte.
Culmina
la trilogía en blanco, donde apenas una tímida traza rompe el eterno silencio
del universo. Contemplación del Vacío. Sabiduría por fin alcanzada.
Paco Marfull
Barcelona, marzo de 2012
viernes, 10 de junio de 2016
La gran transformación pendiente (2)
La democracia arrastra un grave
defecto desde su implantación en la era moderna. Las élites nunca han querido
someterse a ella y, desdeñándola, se han mantenido fuera del sistema. No les
convenía estar bajo el control democrático, que nos iguala a todos, ni mucho
menos les interesaba la redistribución de la riqueza, que unos pocos acaparan
desde la noche de los tiempos. Así, la revolución democrática, en su punto de
partida, no pudo abarcar a todos los estamentos sociales. Las nuevas reglas del
juego se aplicaron a la sociedad en su conjunto, pero los verdaderamente ricos
encontraron la manera de zafarse. Los que acumulaban la riqueza, se mantuvieron
fuera del sistema. Impusieron, de forma soterrada, su propia exclusión para no
ser arrollados por la ola democratizadora. Por el otro lado, las incipientes
instituciones democráticas, temerosas del verdadero poder fáctico que éstas
representaban, consintieron estas condiciones, en un pacto no escrito, para
evitar la guerra y preservar el nuevo orden naciente. La situación, aunque
injusta, representaba aun así una clara mejora para las gentes, con respecto a
las condiciones anteriores.
De aquellos vientos, cosechamos
estas tempestades. Después de un periodo socialdemócrata, en el que parecía que
las democracias mejoraban poco a poco, gracias a políticas fiscales y
redistributivas cada vez más eficaces, hemos entrado de nuevo en una edad
oscura. Parece como si, de repente, anduviéramos para atrás como los cangrejos.
No voy a entrar ahora en las razones de este retroceso, que se debe sin duda a
las condiciones históricas que han facilitado el desarrollo sin límite del
capitalismo neoliberal.
Lo cierto es que seguimos pagando
el precio de ese acuerdo injusto, de ese pacto no escrito, que hace que la
riqueza se quede a la orilla del sistema democrático. Se entiende por una
verdadera democracia, aquel sistema por el que todos –sin ningún tipo de
exclusión-- debemos contribuir al bien común, proporcionalmente a nuestra
riqueza. Así, nos encontramos ahora, a la entrada del siglo XXI, con que la
riqueza de las naciones se sigue volatilizando como antaño, pues los muy ricos
disponen de mecanismos “legales” que les permiten pagar muchos menos impuestos
de los que les tocarían. En muchos casos, incluso, rehúyen la propia ley,
aunque les sea favorable, y en su codicia por llevarse el máximo al saco,
deciden evadir sus capitales ilegalmente. Yo diría que con mucha más facilidad
y sofisticación que antes y en cantidades inmensamente más importantes, pues la
riqueza que ha producido Occidente desde la Segunda Guerra Mundial es
fabulosamente gigantesca. Una parte muy significativa de este patrimonio se nos
ha escurrido de las manos y escapa de nuestro control gracias a la perversidad
del lado malo de la globalización, que permite emboscarse con la riqueza que se
ha generado en nuestros países y esconderla en paraísos que medran a la orilla
del estado de derecho democrático.
Es un hecho que la polarización
entre ricos y pobres está creciendo. Es decir, que vamos para atrás. Es la
muestra evidente de la ineficacia de nuestros sistemas fiscales. Esta situación
de estancamiento a la que ha sido conducida la democracia, en la que los
recursos han vuelto a concentrarse –más que nunca-- en las manos de cuatro, que los retiran del terreno de juego, nos aboca a la gente común
a una situación perversa, pues en lugar de buscar los mecanismos para recuperar
los recursos ahí donde ilegítimamente se han acumulado, nos despedazamos entre
nosotros para repartirnos las migajas que nos dejan “en casa” los poseedores de
grandes fortunas. Me explico: ante la impotencia que sentimos por no poder dar
caza a los poderosos evasores, nos devoramos entre nosotros. Así vemos, con
desanimo, como los partidos en el poder, sean de izquierdas o de derechas --es
igual--, sangran al pobre contribuyente –sea más rico o no tanto--, ante la
imposibilidad de gravar a quienes realmente deberían gravar, pues son los que
realmente acumulan el grueso de la riqueza. Por esto se dice, y con razón, que las
clases medias están desapareciendo, pues están siendo esquilmadas por el propio
estado de derecho, ante su urgente y desesperada necesidad de recursos. Una
situación peligrosa, pues las clases medias han sido la argamasa que ha hecho
posible la cohesión social y la paz después de la Gran guerra. Con su
desaparición, el mundo volverá a ser un polvorín.
Así pues, lo apropiado es dar la
gran batalla en el campo de la evasión fiscal. Dinamitar de una vez por todas
los paraísos que han existido hasta ahora, off
shore, con impunidad y hasta con una cierta connivencia de muchos estados
occidentales. El momento histórico está maduro para acabar con ese pacto no
escrito y emprender la gran transformación que representaría cazar a los
evasores y a sus inmensas fortunas. Asistimos, insisto, con impotencia, al
desvío de esta inmensa riqueza fuera del control del fisco, que pierde así los
tan necesarios recursos para asistir a la gente desamparada después de una
crisis tan devastadora y remontar nuestras pequeñas y medianas empresas, que
son el verdadero nervio de nuestra sociedad. El dinero está globalizado y se
mueve a la velocidad de la luz, escapando del control de los estados nacionales
y de las situaciones de “riesgo”, buscando la rentabilidad puntual aquí y allá,
en los vericuetos del mercado global, ocultándose en el paraíso off shore. Pero las personas estamos aquí
y no podemos estar sometidos a la incertidumbre, a esta volatilidad de la
inversión por la que el dinero fluye a un sitio u a otro en función de
criterios de rentabilidad, haciéndonos ahora ricos según sopla el viento, ahora
sumidos en la pobreza, cuando los inversores consideran que las condiciones ya
no son óptimas. Hay que colocar a los seres humanos en el centro de las cosas.
Son dos, por lo tanto, las
grandes tareas pendientes para conquistar la plena democracia a nivel global: regular
democráticamente el sistema financiero y acabar con la evasión fiscal. Poco a
poco, las nuevas generaciones empiezan a contestar el principio de impunidad
–conforme al pacto no escrito al que nos referíamos más arriba—por el que las
élites evaden su capital fuera del sistema. Parece evidente que la siguiente
revolución pendiente de la humanidad es abolir estos limbos y hacer entrar en
vereda a los evasores. También, y sobre todo, someter al sistema financiero a
una regulación que considere al hombre la medida de todas las cosas. Acabar ya
de una vez por todas con ese doble estado, a la sombra del democrático, y que
socava gravemente la prosperidad de la humanidad. Es revolucionario que jóvenes
empleados del sistema bancario hayan tenido las agallas de desvelar las listas
de los evasores, de centenares de periodistas de investigación que –en un
esfuerzo de trabajo ingente-- unen sus recursos a nivel internacional para
poder desvelar las redes de evasores, con nombres y apellidos, forzando de esta
manera a los estados –muchas veces en connivencia con los evasores—a
perseguirlos y a plantear batalla, por primera vez en la historia, contra este
doble estado ilegal consentido a los largo de los siglos XVIII, XIX y XX, como
forma de preservar los privilegios. La Gran recesión impide sostener por más
tiempo esta situación. Ahora está madura la fase para iniciar el gran salto, la
gran transformación pendiente de la humanidad, que tendrá consecuencias altamente
benéficas, consiguiendo una sociedad más justa e integrada y, lo que es más
importante, representará un avance gigantesco hacia la erradicación de la pobreza y las
desigualdades.
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jueves, 9 de junio de 2016
La segunda transición democrática (1)
El estado español se encuentra
hoy en una encrucijada. Es un momento muy difícil, histórico. Las
circunstancias son muy graves. Es preciso buscar una solución a problemas que
no pueden continuar enquistados. Identifico tres principales: el paro, la
corrupción y la identidad nacional. La parálisis del sistema frente a los retos
planteados es tal, que corremos el riego de que salte todo por los aires. Yo
creo que una mayoría de ciudadanos concuerda en que hemos llegado a un camino
sin salida, que estamos en un atolladero y urge tomar una decisión valiente
para salir adelante. Yo quiero creer que todos nosotros, independientemente de
nuestras ideas, estamos de acuerdo en que se necesita un profundo cambio. Hablo
de una transformación pacífica, de un cambio contundente pero guiado por un
escrupuloso proceso ciudadano de regeneración política. No importa a que ideas
políticas se adhiere uno; o cualquiera que sea la nacionalidad a la que cada
uno se sienta pertenecer. Ya nos sintamos españoles o, por el contrario,
tengamos otro sentimiento identitario, todos estamos de acuerdo en que
necesitamos una transformación profunda de las instituciones, de nuestras actitudes
ante los retos planteados y de las estrategias para avanzar hacia una nueva
etapa de nuestra historia que sea próspera y pacífica.
Todos somos conscientes de que la
convivencia se ha enrarecido. Como pasa, desgraciadamente, en tantas ocasiones
en la vida en común, ya sea en familia o en la sociedad nacional, la rutina,
los malos hábitos y las propias condiciones de los seres humanos –que son
imperfectos--, acaban pervirtiendo, deteriorando y pudriendo la propia convivencia.
Cuando llega ese momento --circunstancia que es cíclica--, la paz está en
peligro, pues se ha instalado la injusticia, a fuerza de pervertir las normas que
hemos convenido entre todos, en favor de unos pocos egoístas y espabilados.
Además, los tiempos cambian, y los hábitos deben adaptarse a las
circunstancias. En definitiva, llega un momento en que se hace indispensable
coger al toro por los cuernos, armarse de valor, dotarse de un espíritu elevado
y avanzar hacia un cambio profundo que instale una nueva forma de convivencia,
que garantice el bienestar y la prosperidad de todos los miembros de la
comunidad.
Este momento ha llegado para
nosotros, para el estado español. Hay gente que aún no lo ve. Otros que, por
egoísmo y por conservar lo que tienen, dicen que no. Otros aún que dudan si lo
que vendrá no será peor que lo que tenemos y con esta excusa no se mueven. Pero,
por encima de todo, lo que hay es un establishment
que no desea el cambio, pues su situación privilegiada se sustenta en el
desequilibrio y la desgracia de otros. Ellos tienen las riendas y no quieren
soltarlas. Por desgracia, nuestros organismos “democráticos” han sido violentados,
poco a poco, para servir intereses ajenos a los de los ciudadanos. Nuestras
instituciones han sido secuestradas, lentamente socavadas, para bien de unas
minorías extractivas que arramblan con la riqueza común y dejan a la sociedad
en la estacada. Desafortunadamente, también, los políticos que –en teoría—hemos
elegido, resulta que estaban comprados
por estas mismas minorías. Unas élites que han conseguido que nuestros representantes políticos
gobiernen para ellos, a cambio de sobornarlos con cargos, dinero y privilegios.
Ya sé que me diréis: ¡siempre ha sido así, es la historia del mundo! Sí… es
verdad. Pero no podemos ser complacientes y mirar hacia otro lado, sino
acabaran con nosotros. La codicia no tiene límites. Hemos de poner freno a esta
situación y hemos de revertir las cosas para devolverlas a su cauce. Yo creo
que es posible y también creo que ahora tenemos una gran oportunidad. Constato
que la ciudadanía de este país está viva, que es capaz de impulsar movimientos
ciudadanos de regeneración. La sociedad tiene nervio. Es una señal que invita
al optimismo.
El problema que tenemos va mucho
más allá de una disputa entre partidarios de distintas ideas políticas. Espero
que estéis de acuerdo, en esto, conmigo. No se trata de pertenecer a una
ideología o a otra. La prueba es que, en España, todos los partidos están
implicados en la corrupción, por la simple razón de que el sistema es así, funciona
de esta manera. El sistema actual ha funcionado básicamente con la alternancia
de dos partidos, el PP y el PSOE. Ambos han llegado al poder por que han estado
dispuestos a dejarse financiar de forma ilegal por aquellos que, precisamente,
iban a sobornarlos e utilizarlos. Las comisiones ilegales afectan tanto al
receptor como al dador. Ambos partidos están gravemente implicados en el
desmantelamiento de nuestro sistema democrático. Ellos han sido los que han
construido este sistema corrupto que ha funcionado en los últimos treinta años.
Han llegado al poder político por selección natural, pues para llegar ahí había
que entrar en complicidad con intereses corruptos. Había llegado un momento en
que no se podía estar en la cúpula de un partido, si no estabas de acuerdo en
hacer trampas, en favorecer intereses que dan la espalda a la gente.
Mientras las cosas nos iban bien,
todos mirábamos hacia otro lado. Pero la dimensión, profundidad y gravedad de
la gran recesión en la que aún estamos es tal, que se hace indispensable tomar
cartas en el asunto. Hemos aprendido que la política es cosa de todos y no se
puede delegar, a riesgo de que secuestren nuestros derechos. Las élites
financieras internacionales, que hoy detentan un inmenso poder fáctico global,
tienen una evidente responsabilidad en lo que ha ocurrido. No hay inocentes. El
gravísimo delito que se ha cometido contra una extensa ciudadanía en todo el
mundo, tiene responsables. Hoy, el poder político en España, no sólo esconde a
estos responsables, sino que los sigue protegiendo y les sigue dotando de
fondos que nos pertenecen. Estoy convencido que es una grave irresponsabilidad volver
a votar a cualquiera de los partidos de la vieja política. No podemos permitir
que el PP vuelva a gobernar en España, sería un gravísimo error del que nos
arrepentiríamos más pronto que tarde. Sería, igualmente, negligente un gobierno
en coalición PP-PSOE, como se nos intentará imponer por el propio viejo
sistema. Tienen mucho que tapar y proteger. Buscarán la manera de sustraernos
de la vista todos los trapos sucios en que han fundamentado sus desgobiernos e
intentarán blindarse, no sólo para mantener sus privilegios, sino para esconder
información adicional que delataría las fechorías cometidas a lo largo de sus
mandatos. Es imperativo renovar completamente la política. Los viejos partidos
no sirven. El 26 de junio tenemos la oportunidad de decir la nuestra en todo
esto. Nos jugamos mucho, ahora es nuestra oportunidad. Hay que votar a partidos
nuevos que nos garanticen que se someterán a nuestro estricto control.
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viernes, 3 de junio de 2016
La receta es como una partitura
A mí siempre me ha gustado pensar
que la receta de cocina es como la partitura de música. Un solfeo que permite interpretar
la música que representa. Por si sola, la receta, como la partitura, no dicen nada. Tanto una como otra, precisan
de un lector hábil, que interprete más allá de los símbolos escritos. Por esto
no es lo mismo Daniel Baremboim que un mindundis
cualquiera. Porque, en definitiva, la receta no es más que un burdo instrumento
para intentar reproducir una fórmula culinaria. Por lo general, obra de un
maestro. Una maestría que pretendemos interpretar en la receta para acercarnos,
lo máximo posible al original.
Como muchos sabéis, he sido
editor gastronómico durante más de 30 años y esta cuestión conceptual ha sido
una de mis principales preocupaciones profesionales. ¿Cómo reproducir aquel
plato magistral de tal maestro, en el papel, para que el lector --aquel
cocinero aficionado o profesional--, lo pueda llevar a cabo con la máxima
fidelidad? La cuestión no es baladí. Es mucho más difícil y complicado de lo
que parece. Si sois cocineros o cocineras –como
se dice hoy en día, para ser políticamente correctos, cosa que encuentro horrible
y desafortunado--, o aficionados a la cocina o, simplemente, cocineros
eventuales, os habréis encontrado muchas veces con libros de recetas de cocina
que no funcionan. ¿Qué quiero decir con ello? Pues que son libros que aportan
recetas que, cuando las realizas, se obtiene un verdadero churro. Ahí se queda
uno con cara de verdadero pasmarote, preguntándose qué caray ha hecho mal. La
respuesta es muy sencilla: no ha hecho nada mal. Lo que ocurre es que el libro
que tiene en las manos es un fraude.
¿Por qué se hacen tan mal tantos
libros de cocina? Hay muchas razones. Intentaré aclararos algunas, aún a riesgo
de no ser exhaustivo. La primera de todas es lo que podríamos llamar el pecado
del editor. ¡Ay, dichoso beneficio, dichoso margen y dichosa codicia! ¡Si
quieres ser un buen editor, olvídate de hacerte rico! ¡Escoge otro oficio!: por
ejemplo, conviértete en un soldado
del sistema financiero internacional y, así, sirviendo a tus señores, que nos
esquilman despiadadamente a todos, comerás las suculentas migajas que te dejen.
Pero volvamos a nuestro editor codicioso; ¿qué hace para ganar dinero? Pues sisa todo lo que puede en la edición del
libro. Por ejemplo: evitará pagar un corrector especializado que repase y
corrija las recetas o, en el peor de los casos, comprará por cuatro duros un
libro de recetas en el mercado internacional y lo publicará aquí de cualquier
manera. Este es un recurso muy manido. Pero, claro, los lectores quieren libros
baratos. ¡Pues toma barato!
Un libro de cocina es un tema
complicado, créeme. No se trata de ir a buscar al chef estrella de turno,
pedirle cuatro recetas y traspasarlas al papel. Si haces esto, cosa que hacen
un gran número de editores, obtendrás un libro de recetas que será una mierda
--¡con perdón! —. Ese libro al que me refería, cuando uno intenta realizar la
receta y le sale un churro. Para empezar, te diré que los cocineros – todos los
cocineros, incluidos las estrellas—no
tienen ni idea de escribir una receta. Una cosa es cocinar, incluso cocinar muy
bien, y otra muy distinta es transformar esto en una partitura, en una receta.
Para esto necesitas un editor de verdad. Y, además, que este editor entienda de
cocina, lo que hace la cosa mucho más complicada. Sólo un editor de estas
características, metiendo horas como un tonto, será capaz de interpretar lo que
hace el cocinero –a veces, pasando largas horas con él en la cocina, observando
y preguntando, paso a paso, todo lo que hace—Sólo de esta forma tan artesanal
puede armarse un libro como dios manda. La conjunción del maestro cocinero y el
conocimiento del editor para convertir la habilidad del chef en una receta
interpretable por el lector aficionado, harán posible un libro de cocina único,
diferente a los demás, que funcione y no defraude.
Pero volvamos a la imagen de la
receta como partitura. Aún en el caso de haber conseguido un buen libro, la
receta sigue siendo sólo una receta. Me explico; la receta no es una panacea,
sólo contiene una parte del arte del cocinero. La cocina es un oficio
misterioso en el que el gusto, la intuición y la experiencia son indispensables
para llegar a la excelencia. Hay muchos procesos que no se pueden transcribir en
el papel y que dependen de la pericia del cocinero lector. Me refiero a que, el
lector, deberá interpretar la receta del maestro que tiene en el libro. ¿Cómo?
Bueno… su experiencia le dará orientación de cómo realizar una determinada
cocción, a qué intensidad debe estar el fuego, cómo se debe corregir en función
de situaciones cambiantes del propio producto, de las condiciones técnicas
específicas en las que estamos trabajando, etc. Todo eso no lo explica, ni
puede explicarlo la receta; tiene que formar parte del acervo del cocinero
lector. Cuanto mayor sea su pericia, mejor será el resultado culinario de la
receta.
Y por último otra cosa. Durante
años me desesperaba ver que muchos de mis clientes compraban los libros de
cocina sólo por las recetas que contenían. Y se empeñaban en reproducir
fielmente, como loros, las recetas ahí explicadas. Yo creo que esto es un
error. Un libro de cocina, si es bueno, es una fuente de información
inagotable: una salsa por aquí, el descubrimiento de un nuevo ingrediente por
allá, una técnica que no conocíamos acullá… Un libro es, por encima de todo, una
fuente de inspiración. Si no cumple con esta función, no es un gran libro de
cocina. Y, lo que es peor, el cocinero lector no es un verdadero cocinero. Pues
la característica principal que debe ostentar un verdadero cocinero es su afán
por la creatividad. Por improvisar, pues ahí está el gran gusto por la cocina.
martes, 31 de mayo de 2016
La identidad y la nación
La construcción de la identidad
Es este un tema espinoso. Lo es en todo el mundo, también entre nosotros, en Europa, en España, en Cataluña. Una cuestión que levanta hondas emociones, que remueve cuestiones profundas. Con este asunto hay que ir con mucho tiento, como el artillero que inspecciona una mina anti-personal. La identidad nacional es un combustible altamente inflamable, que puede traer funestas consecuencias. Ya lo hemos vivido en Europa. En estas cuestiones conviene tener muy presente el pasado, para corregir errores. Ya sabemos que el que no conoce la historia, o la olvida, está condenado a repetirla.
Es este un tema espinoso. Lo es en todo el mundo, también entre nosotros, en Europa, en España, en Cataluña. Una cuestión que levanta hondas emociones, que remueve cuestiones profundas. Con este asunto hay que ir con mucho tiento, como el artillero que inspecciona una mina anti-personal. La identidad nacional es un combustible altamente inflamable, que puede traer funestas consecuencias. Ya lo hemos vivido en Europa. En estas cuestiones conviene tener muy presente el pasado, para corregir errores. Ya sabemos que el que no conoce la historia, o la olvida, está condenado a repetirla.
He releído a Manuel Castells,
para saber lo que dice sobre este tema. Hay una interesante reflexión sobre la
identidad en su libro La Era de la
información: el poder de la identidad. Me interesa exponer, muy resumidos,
algunos conceptos básicos que me servirán como punto de partida de mis
argumentos.
Empezaremos con una definición:
La identidad es la fuente de sentido y experiencia para la gente.
Por identidad, en lo referente a los actores sociales, Manuel Castells entiende
el proceso de construcción del sentido atendiendo a un atributo cultural, o a un
conjunto relacionado de atributos culturales, al que se da prioridad sobre el
resto de las fuentes de sentido. La identidad debe distinguirse del concepto de
rol: los roles sociales (ser madre,
futbolista, trabajadora…) son las funciones que realiza el actor social. Las identidades organizan el sentido, mientras que
los roles organizan las funciones. Pero, ¿qué se entiende por sentido? Se puede definir como la
identificación simbólica que realiza un actor social del objetivo de su acción.
Las identidades son fuentes de sentido para los propios actores sociales y son
construidas por ellos mismos mediante un proceso de individualización. Las
identidades sólo se convierten en tales si los actores sociales las
interiorizan y construyen su sentido en torno a esta interiorización.
Deseo centrarme en la identidad colectiva. Podemos
convenir que todas las identidades son construidas. Los individuos, las
sociedades, organizan los materiales de la historia, de la geografía, de la
biología, de su experiencia vital, etc., para darles un sentido: este sentido
es la identidad. Puesto que la construcción social de la identidad siempre tiene
lugar en un contexto marcado por las
relaciones de poder, Castells propone tres formas u orígenes de la
construcción de la identidad. Yo me quiero centrar en la forma que él denomina identidad
legitimadora.
La identidad legitimadora es aquella que ha sido introducida por las
instituciones dominantes de la sociedad para extender y racionalizar su
dominación frente a los actores sociales. Esta definición está en la base del
tema que me interesa: abordar el
nacionalismo. La identidad legitimadora genera una sociedad civil. Se entiende por tal, un conjunto de organizaciones
e instituciones, así como una serie de actores sociales estructurados y
organizados, que reproducen, si bien a veces de modo conflictivo, la identidad
que racionaliza las fuentes de dominación estructural.
Castells sostiene que la era de
la globalización es también la del surgimiento nacionalista. Esto es
interesante, pues supone una inquietante paradoja. ¿Cómo se entiende que, en un
momento en el que empieza a estructurarse una sociedad globalizada, se produzca
al mismo tiempo un intenso renacimiento de los nacionalismos? La tesis
tradicional es que los nacionalismos han estado ligados con el estado-nación moderno y soberano. El
autor opina que la explosión de los nacionalismos en la actualidad, en estrecha
relación con el debilitamiento de los estados-nación existentes, no encaja bien
con este modelo teórico que asimila naciones y nacionalismos al surgimiento y
la consolidación del estado-nación moderno tras la Revolución francesa. La
conclusión de Castells es que el nacionalismo, y las naciones, tienen vida
propia, independientemente de la condición de estado. Por ejemplo, Escocia,
Cataluña, Quebec, Kurdistán o Palestina son naciones o nacionalismos que no
alcanzaron la condición de estados-nación modernos, sin embargo, muestran una
fuerte identidad cultural/territorial que se expresa como un carácter nacional. Para resumir, Manuel
Castells considera que deben destacarse cuatro aspectos principales cuando se
analiza el nacionalismo contemporáneo:
- El nacionalismo contemporáneo puede, o no, orientarse hacia la construcción de un estado-nación soberano. Por tanto, las naciones son entidades independientes del estado.
- Las naciones y los estados-naciones no están históricamente limitados al estado-nación moderno constituido en Europa en los doscientos años posteriores a la Revolución francesa.
- El nacionalismo no es necesariamente un fenómeno de élite. De hecho, el actual suele ser una reacción contra las élites globales.
- Debido a que el nacionalismo contemporáneo es más reactivo que proactivo, tiende a ser más cultural que político y, por ello, se orienta más hacia la defensa de una cultura ya institucionalizada que hacia la construcción o defensa de un estado.
En conclusión, el nacionalismo se
construye por la acción y la reacción social, tanto por parte de las élites
como de las masas. Reducir las naciones y los nacionalismos al proceso de
construcción del estado-nación hace imposible explicar el ascenso simultaneo
del nacionalismo y el declive del estado-nación.
Naciones sin estado: Cataluña
No voy a entrar en el debate de
si Cataluña es o no una nación. Pienso que está suficientemente documentado y
explicado, no hay ninguna duda al respecto. Los historiadores y especialistas
lo saben. Otra cosa es la manipulación a la que está sujeta la población
española, a la que se le hace creer que los catalanes pertenecen exclusivamente
a la nación española.
Pensar que la nación y el
nacionalismo son un fenómeno directamente vinculado con la construcción del
estado moderno, es un error muy común y arraigado. La población, en general,
tiene esta falsa creencia, que le ha sido inducida a través de la educación
escolar. Una larga mayoría cree que el estado coincide con la nación y, por
tanto, el estado español es la consecuencia natural de la nación española. Pero
esto es un error. A muchos les parece inconcebible que el estado español sea
una estructura organizativa que engloba varias naciones, consecuencia de los
avatares de la historia en la península ibérica. Pero, en este caso, dado que
estamos hablando de identidad, el error no produce indiferencia –como sería el
caso si se tratara de otro tema--, sino una verdadera inflamación. Con esta
cuestión, estamos tocando una materia sensible que apela a las emociones, a
algo arraigado y profundo, pues implica al conjunto de símbolos que definen lo
que somos. Como decía antes, removemos un tema delicado, que levanta pasiones,
que puede llegar a ser explosivo: nuestra identidad nos conforma y sembrar
dudas al respecto produce un vértigo enorme, un gran vacío, como si uno ya no
supiera dónde sostenerse.
Deberíamos aprender a convivir
respetando las identidades ajenas. Sobre todo, no intentando imponer la propia
a los demás. El problema del nacionalismo no es el nacionalismo en sí, sino su
perversa voluntad de querer ser hegemónico. La obstinación de los que se
arrogan el papel de vigilantes de las esencias nacionales, tratando de imponer
el sentimiento propio a los otros, aquellos que no se identifican simbólicamente
con este marco de sentido. Es el caso del nacionalismo español, que trata de
imponer por la fuerza el sentimiento españolista en Cataluña. Pero, atención,
también es el caso del hegemonismo catalanista, que intenta imponer el suyo en
el País valenciano o en Mallorca. Este hegemonismo es directamente un reflejo fascistoide y está en el origen de todas
las explosiones de violencia que hemos conocido en la Europa moderna, desde el
Nazismo hasta el hegemonismo serbio que incendió los Balcanes en los años
noventa. Es curioso, pero los nacionalismos proactivos, es decir, aquellos que
están consolidados y plenamente reconocidos, que gozan de un estado, no se
consideran nacionalistas en el
sentido común del término. Consideran el nacionalismo como un mal que aqueja a
las naciones que no están plenamente reconocidas, cuyo nacionalismo es
reactivo, defensivo. Al no estar dotados de un estado, ponen en duda su
reconocimiento nacional. Una cosa lleva a la otra. Este es nuestro caso, el que
se da entre España y Cataluña. Un ejemplo muy ilustrativo de lo que digo: desde
las instituciones y administraciones públicas del estado español se habla del
nacionalismo catalán y vasco con cierto desdén y prevención, pero no se ven a sí
mismos como nacionalistas españoles, representantes de un nacionalismo bien más
agresivo que los que critican. No perciben su propio hegemonismo, pues al no
reconocer al otro como nación, no
reconocen tampoco sus símbolos. Es el caso de la lengua: para España es
inconcebible la política de inmersión lingüística --una ley de Normalización
Lingüística que se aprobó en Cataluña por unanimidad--, pues en el fondo no se
acaban de creer que el catalán sea la lengua propia de Cataluña e insisten,
cada cierto tiempo, en devolver las cosas al orden fomentando la vuelta del castellano como lengua hegemónica.
Si nos fijamos, la intransigencia
provoca un fenómeno reactivo que va en contra de la cohesión del estado español
como estado plurinacional. Cuando menor es el respeto y reconocimiento de las
diversas identidades plurinacionales del estado, mayor es el peligro de ruptura
y de que España salte por los aires. Con la llegada de la democracia y la
Constitución de 1978, las nacionalidades históricas aceptaron formar parte del
estado español y renunciar a un estado propio.
Fue un pacto acomodado a las circunstancias del momento. Ahora resurge
de nuevo un hondo sentimiento nacionalista, como consecuencia de que esos
pactos y acuerdos han quedado obsoletos y, sobre todo, que se produce una
fuerte recentralización por parte del estado. En la medida en que el poder
central ha estado en manos del bipartidismo PP/PSOE, ambos partidos fuertemente
españolistas, los catalanes se han vuelto más reactivos y, donde estuvieron
dispuestos a aceptar el statu quo
constitucional, ahora, casi un 50% de la población, desea independizarse de
España –a medida que el estado presiona e intenta reprimir este sentir, aumenta
proporcionalmente el anhelo de separarse y buscar una solución propia--.
Ya sabemos que son tres la
razones –básicamente--, por las que los catalanes han ido mostrando esa
progresiva reacción: la financiación,
la lengua y la educación. Son los tres pilares a dinamitar para evitar el
surgimiento de un nuevo estado-nación. Es una lucha por la hegemonía, una
competencia entre naciones --pues en definitiva se trata también de esto--, de
dos naciones que compiten entre ellas por la hegemonía política; en el caso de
Cataluña por encontrar un nuevo acomodo que le permita, aparte de ejercer
libremente sus derechos nacionales, ganar posiciones en el tablero de juego
global; en el caso de España, por evitar su desmantelamiento, perdiendo su
pieza más codiciada. Durante los sucesivos mandatos del PP ha ido aumentando de
forma vertiginosa el porcentaje de catalanes que se inclina por la
independencia, fruto de su política re-españolizadora.
Todo ello alimentado por la actitud cómplice del Partido socialista, que se ha
ido escorando hacia el nacionalismo español en contra del reconocimiento de las
otras nacionalidades, alineándose con el PP en esta cuestión y que ha llevado a
la exasperación a los catalanes, viendo como poco a poco este cerrado
bipartidismo bloqueaba cualquier posibilidad de adaptar la realidad catalana a
los tiempos. En definitiva, de la impotencia de la mitad –por lo menos—de los
catalanes que ven como los mecanismos del estado de derecho bloquean cualquier
solución a sus problemas y anhelos.
Ya hemos visto que los sociólogos
explican la identidad como una fuente de sentido para las comunidades
nacionales. Pues bien, nadie duda tampoco, que uno de los principales símbolos
de una comunidad nacional y su principal fuente de sentido es la lengua. Así pues, podemos afirmar
que la lengua catalana es el cimiento de la identidad catalana. Pero muchos se
preguntarán, ¿Puede considerarse al castellano una lengua más de la identidad
catalana? Espinosa cuestión, de difícil contestación. La lengua propia de
Cataluña es el catalán, claro. Pero la realidad es que los catalanes han
convivido en el estado español durante más de quinientos años. La lengua
estatal, el castellano, se ha impuesto en largos periodos. Los movimientos
migratorios han asentado el castellano entre nosotros. Hoy es una lengua
cooficial junto al catalán. ¿Tiene sentido hablar de que Cataluña tiene hoy dos
lenguas propias? Ya sé que los más puristas dirán que el castellano ha sido
impuesto por la fuerza. Incluso, los más enragés,
comentarán que hemos sido víctimas de invasiones que han desvirtuado nuestras
esencias. Bueno… ¿Y qué? ¿Acaso las invasiones y la promiscuidad étnica y
cultural no son consustanciales a las comunidades humanas, especialmente de una
comunidad mediterránea como la catalana? El tema de la lengua no es baladí, de
hecho, es el núcleo mismo del conflicto. Pues está bien determinado por los
estudiosos que la lengua es, y ha sido en la historia, un mecanismo de dominación, el principal instrumento por el que una
nación intenta imponer su sentido, su identidad, a otras. Esta es la razón que
explica, también, que los constitucionalistas que han inspirado la nueva constitución catalana propongan el
catalán como única lengua oficial del estado; son perfectamente conscientes del
papel determinante del castellano en la expansión de la identidad española. Y
reproducen su esquema fascistoide con
el catalán. Todo esto nos lleva a una cuestión interesante, ambigua: ¿Cómo
catalanes que hemos convivido tanto tiempo con otras nacionalidades de la
península, bajo un mismo estado, podemos hablar de una nación de naciones? ¿se
ha forjado en este tiempo una nueva identidad española? Yo creo que no. Por la sencilla razón de que los
catalanes—y otras comunidades ibéricas—no lo han sentido así. En definitiva, el
sentimiento nacional es eso: un sentimiento. Una adopción de identidad que se
hace por amor o vocación, o convicción, pero jamás por la fuerza. Si analizamos
la historia, veremos que se han dado pocas razones para que catalanes y vascos
se sientan españoles, por la simple razón de que esa nacionalidad moderna se ha intentado imponer por coacción,
suplantando la identidad nacional autóctona, violentando la situación en contra
de la voluntad de los afectados. En una palabra, fue voluntad del estado
español recién nacido, en el siglo XV, uniformizar la nueva “nación española”
bajo la pauta del código identitario de una de ellas: el hegemonismo
castellano.
No será fácil resolver la
cuestión nacional en España. El hecho mismo de que la población catalana esté
dividida a este respecto, apunta las enormes dificultades para acomodar una
solución que satisfaga a todo el mundo. El surgimiento de la Unión Europea y su
progresiva consolidación, podrían dar paso a un “nuevo estado” supranacional,
que esta vez sí, reconociera la plurinacionalidad de su constitución. De esta
forma, podría esperarse que el actual estado español fuese disolviéndose en
beneficio del estado europeo y, una vez consolidado, Cataluña –como
nación—encontrara su acomodo definitivo. Al igual que España, que sería fuerte
en Europa y no se vería desarmada de lo hoy es uno de sus principales
constituyentes –Cataluña--, sin el cual no cree poder sobrevivir.
*Mapa publicado en el año 1652 en Ámsterdam en la obra Atlantis nova pars secunda
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sábado, 28 de mayo de 2016
La muerte de Europa
El campamento de Idomeni se ha
desmantelado casi sigilosamente. La policía se presentó de buena mañana,
medrosamente, en una operación alejada de las cámaras. Se ha evitado la presencia
de periodistas. Poco a poco se han desalojado a las pobres gentes de sus
precarios campamentos. Se trata de mantener la mirada del mundo alejada de esta
ignominia. Europa esconde sus vergüenzas. Con caras tristes, decepcionados, los
refugiados se resignan a lo inevitable. Niños y mayores, miembros de estas
desvalidas familias que ahora esgrimen la faz real de nuestro hiriente mundo,
deshacen lo andado y reemprenden su camino de vuelta al infierno. La ostentosa
y lacerante presencia de las excavadoras, que recogen los restos andrajosos del
campamento, materializa el fracaso de Europa como civilización capaz de acoger
y dar asilo a los que huyen de la persecución y de la guerra, intentando
escapar de una muerte segura. Seres acorralados por la historia y, también, por
sus propios congéneres. Humanos que no tienen cabida en este mundo. Personas a
las que se les da la espalda y, con una resignada hipocresía, se mira hacia
otro lado esperando que, por arte de magia, desaparezcan de la faz de la Tierra
para no incomodar nuestras existencias egoístas. Son un estorbo, una escoria
sobrante de la humanidad. Material de rechazo.
Con estos hechos, se constata el
fin de la Europa de los derechos humanos y civiles, de un modelo de sociedad
que para muchos ha sido ejemplar, único en la historia. Una milagrosa y efímera
contingencia, una edad dorada que desaparece para siempre y nos conduce, de
nuevo, a la dura realidad de nuestro mundo, un lugar áspero y desabrido. Ya
estamos en otros tiempos. En tiempos aciagos dónde los individuos ya no
importan. El hombre ya no es la medida de todas las cosas. Hay otras
prioridades. En un abrir y cerrar de ojos, los ideales por los que han luchado
varias generaciones –y han estado dispuestos a dejarse la piel--, se han
esfumado.
Pero no seamos hipócritas. El
cierre de fronteras y la vuelta a casa de los refugiados no es sólo una
cuestión de mala gestión política. Siempre culpamos a nuestros políticos. Es
fácil echarles la responsabilidad de que haya fracasado la política de acogida.
La verdad es que la culpa es enteramente nuestra, del conjunto de los
ciudadanos europeos. La mayoría de los europeos, seamos francos, estaba en
contra de acoger a estas gentes. Pero esta mayoría callaba cobardemente. Sólo
una minoría, a quien no importaba que su conducta fuese tachada de
políticamente incorrecta e insolidaria, se mostraba claramente contraria a
aceptar a los refugiados. Otros, seguramente otra minoría, apelaba a los
valores supremos que sustenta nuestra civilización. Esgrimían el deber moral de
proteger a los desesperados, de anteponer, sin ningún tipo de excusa, por
encima de todo, los derechos humanos. Así, los políticos que mueven los
engranajes de esta máquina infernal en que se ha convertido Europa, han
maniobrado sigilosamente para frenar esta ola migratoria, a sabiendas de que
cuentan con la aquiescencia de una parte importante de la población del
continente.
Pero, podríamos preguntarnos: ¿por
qué tantos ciudadanos del viejo continente no aceptan a los refugiados? Esta es
una pregunta clave, pero que nadie se atreve a plantear abiertamente. ¿Lo que
late detrás es la xenofobia? ¿El miedo a lo diferente? ¿La convicción, vamos a
decir bienintencionada, de que estas olas migratorias pueden amenazar nuestra
civilización, diluir nuestra esencia, hasta hacerla desaparecer completamente?
Los europeos, en su mayoría, no quieren una sociedad pluricultural. ¡No! ¡ni
hablar! A lo sumo, aceptarían que los inmigrantes se integraran. Es decir, que
asumieran que, al ser acogidos por la generosidad y solidaridad europea, deberían
dejar atrás sus creencias y sus hábitos para integrarse en las costumbres
europeas. En una palabra, la condición sería que estuvieran dispuestos a convertirse en europeos. ¿Qué se
entiende por esta conversión? Pues
que aprendan los idiomas de los países de acogida, que se vistan como ellos,
que coman lo mismo que sus anfitriones y, en última instancia, que adopten sus
mismos ideales y valores. ¿Se puede exigir todo esto, como condición para ser
recibido y aceptado? Muchos creen firmemente que sí. Y lo defienden con
vehemencia. Alegan que los recién llegados lo hacen por elección y, al disfrutar
de la generosidad que representa la acogida entre nosotros, se les puede exigir
como mínimo que acepten integrarse plenamente en nuestro modo de vida. ¿Hemos
pensado lo que representaría para nosotros irnos a vivir, por ejemplo, a Afganistán
y adaptarnos plenamente a sus costumbres e ideales? ¿Seríamos capaces? No sé
cómo nos sentiríamos si, además de la humillación que representa la huida de la
guerra, sin nada, con una mano delante y otra detrás, nos viéramos obligados a
ponernos un nicab, escolarizar a nuestros hijos a una madrasa para que aprendan
El Corán…
Como dice Manuel Castells, la
oposición entre globalización e identidad está dando forma a nuestro mundo y a
nuestras vidas. La integración es una formula muy conflictiva. Sí, es cierto
que las culturas deben preservarse, que los europeos temen que la intromisión
de culturas foráneas pueda romper la homogeneidad y la cohesión social de sus
comunidades. En oposición, los extranjeros que llegan a Europa desean conservar
sus costumbres y, una vez entre nosotros, buscan la manera de convivir con los
suyos, amparados entre ellos, buscando formar comunidades cerradas donde puedan
reproducir la vida de sus países de origen. Dicho todo esto, hemos de convenir
que el conflicto convivencial es comprensible. Nacen los recelos entre unos y
otros. Hasta cierto punto, cabe comprender la dificultad de establecer una
convivencia sin alteraciones y tensiones. Claro. Pero, por desgracia, no
podemos escoger. Ya no es posible pensar el mundo como un lugar con
departamentos estancos, como si se tratara de un zoológico humano, aquí los
leones, allá las cebras… La progresiva mundialización, o globalización –como le
queramos llamar—aboca a la humanidad a un proceso imparable de convergencia.
Aunque este proceso es muy traumático, nada será capaz de detenerlo. Es como si
la humanidad tuviese trazado este camino de antemano. El lento caminar de
nuestra especie a través del tiempo, en su devenir, señala la convergencia de
la humanidad, a ser sólo una. Por mucho empeño que pongamos en revertir este
proceso, no lo conseguiremos. Es un devenir irrevocable, imposible de torcer o
de cambiar. En un futuro, más o menos lejano, la sociedad humana estará
plenamente integrada, será “una sola tribu”. Ya caminamos hacia ese nuevo
mundo.
El choque que provoca esta
globalización se opera, sobre todo, en las grandes urbes de Occidente; son las
verdaderas megalópolis cosmopolitas del mundo, el laboratorio en el que ya
podemos observar los conflictos que nos acechan y que señalan el camino hacia
el futuro. Este juntarse gentes de las más diversas procedencias, etnias,
religiones, lenguas y valores es lo que llamamos multiculturalismo. Desde mi
punto de vista, el multiculturalismo es una utopía. Lo digo muy a mi pesar,
pues que hay más bello que la diversidad humana. Se está demostrado muy
complicado y difícil establecer sociedades estables multiculturales. Pongamos
algún ejemplo, en Francia, por buscar un caso paradigmático: ¿Cómo conseguimos
casar el derecho de la igualdad, conquistada por los franceses en un
costosísimo proceso revolucionario y al que no están dispuestos a renunciar de
ninguna manera, con el derecho de los musulmanes a considerar a sus mujeres, en
muchos aspectos, subordinadas a los hombres? ¿Puede alguien, legítimamente,
erigirse en juez y parte y decidir que los musulmanes no están en su derecho de
establecer la prelación de derechos según el sexo, o como les plazca? ¿Cómo
hacemos para no romper la convivencia cuando las leyes de unos conculcan las de
los otros y viceversa? Es evidente que el futuro no pasará por subordinar una
cultura a otra. Por hacer pasar por el tubo a unos en favor de un supuesto
valor superior de los otros. Los europeos están convencidos de su superioridad,
pues consideran su sistema de derechos civiles mucho más evolucionado y justo
que el del mundo islámico, por ejemplo. Esta convicción los lleva a tratar a los
demás con prepotencia y a menoscabar sus costumbres por anticuadas y obsoletas,
tratando de imponer el sistema de valores propio como si se fuese un sistema
universal. La solución se establecerá por consenso, por un proceso lento de
asimilación. Surgirá, de algún modo, una síntesis cultural fruto de las
anteriores formas. De hecho, así ha sido en otras etapas de la formación de las
sociedades humanas; pensemos en el paso de los clanes y tribus a las sociedades
complejas avanzadas. También fue muy traumático, pero se consiguió.
Así que, por mucho que nos
opongamos, no podremos contener el río, la fuerza de la corriente se llevará
por delante nuestros prejuicios y nuestros legítimos deseos de conservar ese
patrimonio cultural intangible que ahora constituye nuestra identidad. Se
construirán nuevas identidades sobre las viejas. La humanidad dará un salto
cualitativo que implicará una nueva forma de organización. Un nuevo avance de
la vida, ineludible, en su camino hacia una mayor complejidad.
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