miércoles, 18 de julio de 2018

Gregorio



—¡Gregorio, Gregorio! —susurró alguien—. Creo que te has dormido.
Era mi dentista, que a menudo me hacía esperar. Yo acudía siempre a última hora de la tarde, al salir del trabajo. Cansado. Odiaba esta triste y desangelada sala de espera, en la que sólo se oía el monótono tictac de un antiguo reloj de sobremesa. La sala estaba llena de vitrinas como esas que tienen los viejos laboratorios de las universidades. En ellas se exhibían, como en un museo, viejos utensilios médicos, aparatos de medición, truculentas dentaduras postizas con dientes de oro y plata, y otras estrafalarias herramientas de ortodoncista que recordaban tiempos felizmente pasados. Uno se sentía como en esos laboratorios de las películas de miedo antiguas, en la que taimados aprendices de brujo le cambiaban la cabeza al franquestein de turno.
La enfermera me acomodó en el sillón de dentista con una sonrisa. Con un gesto maquinal accionó unas palancas metálicas para ponerme en posición horizontal, sirvió agua en el vasito de plástico y prendió la luz del foco, que me deslumbró. Luego, con una sonrisa, presionó suavemente mi mano, y me dijo:
—Ahora mismo lo atiende el doctor. 
Me extraño constatar que me encontraba en un espacioso salón con grandes ventanales góticos. Las paredes, interminables, parecían no tener techo. Qué curioso, no lo recordaba así. Los últimos rayos de sol entraban casi horizontales en la estancia, como haces de colores en medio del polvo. Pensé que me encontraba en uno de esos delirantes castillos de Baviera. Intente moverme, pero no podía. Oía el monótono tictac del péndulo de un reloj. Era uno de esos ridículos relojes de cuco. Estaba situado muy alto, en una de las paredes laterales, y el péndulo era largo, larguísimo, demasiado grande en proporción al chaletito del que pendía. Qué raro. Me reí, y pensé en Alicia en el País de las Maravillas. Al sonar la hora en punto, se oyeron los sonidos metálicos de las ruedas y engranajes de sus tripas y apareció del interior del mecanismo la figura de la muerte, representada por un esqueleto que llevaba una campanilla en la mano derecha y una clepsidra en la izquierda. La inquietante figura avanzaba hacia adelante y agitaba su campanita, mientras sonaba música fúnebre. Me fijé que el esqueleto me guiñaba un ojo. Un acto grotesco que su sonrisa congelada hacía aún más inquietante. Intenté moverme de nuevo, pero me di cuenta que estaba atado, inmovilizado con correas de cuero en las muñecas y los tobillos, como esos condenados a muerte cuando los sientan en la silla eléctrica.
No había pasado ni un segundo desde que, una vez marcada la hora, la muerte volviera a las tripas del cuco, cuando pude oír el eco de una carcajada. “Es la risotada de un ogro”, pensé, con un escalofrió. Quise taparme los oídos, pero no podía. Iba a cerrar los ojos cuando apareció desde el fondo de la estancia un insecto gigantesco. Era tan grande, que apenas cabía en el frío e inmenso salón. Su piel de queratina era una gruesa coraza brillante y sus patas articuladas y peludas se desplazaban lentamente. Lo que me llamó más la atención, eran sus inmensos ojos inexpresivos, formados por miles de celdillas geométricas, parecidas a los panales de las abejas. Yo solamente había visto algo así en el cole, en los libros de ciencias naturales que mostraban los cuerpos de moscas, arañas o escarabajos vistos bajo el microscopio. Las últimas luces del crepúsculo, a mi espalda, iluminaron las enormes mandíbulas del animal. Al abrir sus fauces, exhaló un olor pestilente. ¡Qué asco! De su aparato bucal, emergió una larga lengua granulosa de formas irregulares que acercaba hacia mí, amenazante. Por un instante pensé que el insecto quería trepanarme el cerebro y sorber todos mis líquidos, pero la idea era tan horripilante que me quedé como paralizado, la mente en blanco. Yo temblaba, y noté que me había orinado encima. Empecé a respirar entrecortadamente. La lengua del bicho repugnante, goteando saliva, se acercó más y más, y noté una presión. Una sensación húmeda y rasposa en la mejilla. Era la lengua, que parecía alargarse por momentos. Recordé que estaba inmovilizado, no podía defenderme. Los globos oculares del animal, como la escafandra de un alienígena, me devolvieron en su mirada vacía repetidos reflejos de mi propio espanto. Intenté desprenderme de las correas. Imposible. Moví la cabeza a un lado y otro, pero no pude evitar que el insecto introdujera su asquerosa trompa por mi boca, que fue penetrando poco a poco por mi esófago. Notaba una sensación viscosa y peluda al mismo tiempo. El largo apéndice del animal penetró más y más en mi interior, hasta que lo sentí en la boca del estómago. Apenas podía respirar por la nariz. Se apoderó de mi un pavor que aún no había sentido en mi vida. Sudaba. Sentí que el insecto me iba vaciando por dentro, como si yo fuera un simple gusano y sorbiera toda mi linfa hasta dejarme seco como la piel recién mudada de una serpiente.
Fue entonces cuando sentí que poco a poco… No se como explicarlo. Mi cerebro parecía haberse mudado de lugar. Para ser más preciso, noté que mi punto de vista se había cambiado al del insecto. Sí… Pensaba desde la mente del insecto. ¡Eso es! No sé si me entendéis. Una sensación muy curiosa. Me había convertido en el insecto. Mis ojos reticulares reproducían en blanco y negro mil imágenes iguales de los restos de lo que antes había sido mi cuerpo. Un pellejo inerte que apenas recordaba a quién yo fuera algún día. No sentí pena, sino todo lo contrario: una petulante satisfacción que me hacía mirar el seco cadáver con un punto de desprecio.
El reloj de cuco dio de nuevo las campanadas. Una vez más apareció la figura de la muerte con su sonrisa de esqueleto. Sonaron las notas, como de caja de música. Gregorio movió su pesado armatoste como si se tratara de un artefacto acorazado de ciencia ficción. Todas las articulaciones de sus patas chirriaron y las pezuñas repiquetearon en el suelo, al mismo tiempo que se oía el ric-rac de los engranajes del cuco. Los ojos enfocaron ahora, como en un caleidoscopio, la imagen de mil pacientes aterrorizados sentados en la silla de dentista. Gregorio se acercó lentamente hacia su presa. Con un placer morboso, estiró su larga lengua en busca de nueva vida.  

El carnicero de Olot


A sus treinta años, el carnicero Fermín Bernades era ya un maestro en su oficio. Meticuloso, suspendió el cuerpo de los ganchos por las patas, previamente decapitado, y tiró de las cadenas para colgarlo a la altura de trabajo. Se paró frente a él afilando el cuchillo con la chaira, equipado con su delantal y altas botas de agua. Desolló el cuerpo como si fuera de ganado porcino, separando y desgajando las vísceras, y depositándolas cuidadosamente en la mesa del obrador. Luego dio agua a la manguera y limpió bien la cavidad abdominal, y la torácica, ya vacías. Prendió el motor de la sierra circular. Acercó la cuchilla a la entrepierna, que emitió un desagradable chirrido cuando comenzó a cortar el cuerpo, hasta quedar separado en dos mitades. Ambas piezas se balancearon en la luz mortecina de la vieja sala del matadero. El monótono sonido de una gota de agua, resonaba con su eco cada vez que percutía en el fondo de la pica metálica. El lugar estaba ahora medio abandonado, pues una normativa reciente obligaba a realizar la matanza en los mataderos municipales y este viejo obrador de trastienda ya no se utilizaba. Salvo hoy; la ocasión lo requería. Cuidadoso, afiló cuchillos finos y, con profesional destreza, procedió, poco a poco, al despiece, separando con la puntilla la carne de los huesos. Luego, recogió y lavó bien todas sus herramientas. Limpió a fondo las picas y las mesas de trabajo, y dispuso el resultado de su despiece en los frigoríficos. Finalmente, miró la cabeza con el rabillo del ojo y sintió un escalofrío. No quería pensar, no quería recordar. Deshacerse de ella sería más complicado.

Sonó la campanilla de la carnicería cuando María Pardal entró. Se frotó las manos y retiró la capucha de su anorak.
—Maldito tiempo, Fermín. ¡Qué frío!
Fermín Bernades encendió los neones del frigorífico expositor para que luciera el género expuesto. Una luz blanca, mortecina, iluminó los solomillos, la casquería y los embutidos.
—María, ¿ternera como siempre? —inquirió el carnicero, mostrando una pieza de culatín, que ahora aquilataba en su mano.
—Muy blanca la veo, Fermín. No sé.
—Blanca, de ternera lechal, María. Muy buen género. Me lo traen de Girona. Si te quedas dos kilos, va de oferta un hígado y huesos para el caldo —remachó Bernades.
Habían pasado apenas dos días desde que Genoveva Salas había entrado en la carnicería. Era a última hora de una tarde fría de diciembre. Poco antes, en su casa, Genoveva pensó que pasaría por donde Fermín, para comprar unas butifarras y, de paso, charlar un rato con él. Se aburría. (la tele aún no había invadido el tedio de los hogares). “A ver si aún lo engancho abierto”, pensó. En invierno, las calles de Olot son frías y solitarias, y no apetece mucho salir. Son días que la gente se recoge en su casa. Pero Genoveva vivía sola, y las tardes se le hacían muy largas. ¡Maldito invierno! Así que decidió airearse un poco. Fermín era un hombre de su edad y, que caray, no le desagradaba.
—¿Te apetece un vaso de vino? —propuso el carnicero, después de despacharla.
Fermín Bernades la invitó a la trastienda. Antes echó una ojeada a la calle a través del escaparte entelado. Condensación, pensó. Nada, ni un alma. Negro como boca de lobo. Cerró los portones de la carnicería. Ya no atendería a nadie más aquel día.

El inspector Robledo entró en la oficina del comisario jefe. Repantingado, con los pies sobre la mesa, y hurgándose el oído con un palillo, el comisario jefe le señaló a su subalterno el diario que estaba encima de la mesa, con el tacón de la bota.
—¿Lo ha leído, Robledo? Échele una ojeada al titular: Un año desde la misteriosa desaparición de Genoveva Salas. ¿Alguna pista?
—No me joda comisario… —replicó el inspector.
—¡No me jodas tú a mí, Robledo! ¡Que ya tengo al Ministerio encima! —despotricó el comisario, de mal humor—. ¡Cómo puede ser que la tía esa se haya esfumado así! ¡Dónde coño está el maldito cuerpo, Robledo! ¿No decías que había un testigo que la vio entrar en la carnicería la noche del 19 de diciembre?
—Sí, un mendigo. Fue el último en verla. A partir de ahí, parece que la tierra se la haya tragado.

Florencio Gañán tenía instalado su campamento en las afueras de Olot. Vivía en la calle desde que llegara un buen día a la ciudad y se instalara con su perro, Merlín, en una barraca abandonada. Nadie parecía preocuparse mucho por él, más bien lo ignoraban, con esa actitud que a veces adopta la gente frente a una situación incómoda, como es la miseria ajena, y no se atreve a preguntar. Las autoridades hacían la vista gorda y consentían que malviviera donde estaba. Bien es verdad que Florencio Gañán no molestaba a nadie, hacia su vida de ermitaño y parecía totalmente inmune al trato indiferente que recibía de los vecinos.
Una semana después de la desaparición de Genoveva Salas, el inspector Robledo apareció, como si no quisiera la cosa, por el descampado donde se levantaban las cuatro chapas que cobijaban al mendigo y a su can Merlín. En ese momento, el indigente calentaba una aguachirri en un pote de latón, sobre la lumbre de cuatro carbones mal encendidos. Removía el mejunje con una cuchara vieja, torpemente, pues llevaba puestos unos sucios mitones de lana que apenas evitaban la torpeza de sus manos a causa de un frío inmisericorde. Mientras, Merlín, roía entretenido un hueso de considerables dimensiones, mirando de reojo al policía con esa astucia propia de los chuchos callejeros.
—Buenos días, Florencio; ¿cómo te trata la vida? —dijo el inspector Robledo con un punto de ironía.
—Pues ya ve, inspector: hoy, desayuno intercontinental. ¿Qué le trae por aquí?
—Verás… Ha desaparecido una vecina, Genoveva Salas. ¿La conoces? —inquirió el inspector.
—¿Esa chica tristona que vive sola? Claro. Le gustan los perros, hace buenas migas con Merlín —dijo Florencio Gañán mirando a su amigo, que ahora movía la cola en señal de aprobación—. La vi hará cosa de una semana, ¿verdad que sí, Merlín? Era noche cerrada, fría de cojones. Ella entró donde Bernades.
—¿Y qué hacías tú ahí?
—No me mire mal, inspector, que soy pobre de solemnidad, pero no malo. A mi edad, ya no ando tras las mozas, ¡dios me libre! Yo estaba acurrucado al otro lado de la calle, en un rincón para evitar el frío, mecagüendiez. A veces el carnicero me echa algo de carne, y algún hueso para mi Merlín, ¿a que sí bonito? La vi como entraba… luego marché. Nada más.

Poco después, el juez había autorizado el registro de la carnicería Bernades, pero nada, ni rastro. El inspector Robledo se sentía impotente. El comisario jefe vertía sobre él toda su mala leche, como si de esta manera fuese a aparecer la maldita Genoveva. Ni que yo fuera el culpable. ¡Que se había pensado, el muy hijoputa!

Ya está otra vez, pensó Fermín. Se llevó las manos a la cabeza, como si fuera a arrancarse los cabellos. Tengo que acabar con esto, tengo que acabar con esto, tengo que acabar con esto, repetía como una letanía, sollozando para sí. De nuevo el tormento de los recuerdos. Aquello había pasado hacía ya mucho tiempo, pero lo atormentaba y lo obligaba a actuar. No puedo evitarlo, se decía, gimoteando, escudándose en viejos pretextos que el paso del tiempo había desdibujado. Y su mirada perdida, desolada como una ciudad vacía, hablaba de un mal que provenía del pozo sin fondo de su interior, como si las garras de una rapaz le agarraran por el estómago. No puedo evitarlo, no puedo evitarlo, repetía, como una obsesión. Y se miraba las manos, y miraba a Genoveva, una muñeca rota, los ojos sin párpados, su mirada congelada en la luz fría de la solitaria trastienda. De repente, su mente pareció recuperar la lucidez perdida. Su expresión se mudó de tal forma que hubiera producido un escalofrió en un observador furtivo. Afirmó su actitud con un punto de prepotente seguridad. ¡Mala puta, te lo merecías!, dijo con un aplomo cargado de desprecio.

viernes, 6 de julio de 2018

Rehenes


La furia desató sobre ellos
su frío vendaval
de odio y resentimiento.

La frágil concordia
estalló en mil pedazos:
ya eran ellos y los otros.

Y después del rompimiento
un estupor vestido de helado silencio
invadió la paz rota del ágora.

*

Así cundió la fetidez de la venganza.
Un tufo tan palpable como invisible
envenenó todos los rincones.

La cólera liquidaba frágiles convicciones.
Volátiles eran los pactos.
Y jueces torticeros tomaron parte.

¡Ay de aquellos que fundan su ser
en la negación del otro!

*

Fue entonces cuando a ellos
les negaron la libertad.
Y podían, porque tenían más fuerza.

Y los otros los mantenían presos
porque necesitaban rehenes.
Tenían miedo…

Sí… el miedo pudo sobre las leyes.
Pensaban que así, evitarían lo peor:
¡No podían vivir sin ellos!

¡Que perverso sentido de posesión
el que atenaza al otro para ser!
Hay un miedo atávico a perderlo.

No sabe este atavismo de sutiles seducciones:
solamente conoce la imposición cerril.
¡Que peligrosa es la torpeza! ¡Y la arrogancia!

*

Supieron entonces los presos
que de nuevo habían despertado a la bestia.
Recordaron que sus aspiraciones no valían.

¡Ay de aquellos que fundan su ser
en la negación del otro!

No sabían que eran rehenes todos:
rehenes del miedo, ellos;
presos de un equívoco deseo, los otros.


Barcelona, julio de 2018