jueves, 20 de septiembre de 2018

El crepúsculo de la democracia en España

La salud de la democracia en España ha levantado las alarmas en todo el mundo. La deriva autoritaria del Estado, bajo la excusa del pulso independentista en Cataluña, está dinamitando las libertades.
La revista digital OPEN DEMOCRACY, cuyo lema es “Free thinking for the world” acaba de editar varios artículos sobre la alarmante situación de los derechos y libertades en nuestro país. Yo estoy apuntado y la recibo por email. Open Democracy es un medio independiente que edita sesenta artículos a la semana que atraen a ocho millones de lectores de todo el mundo cada año. El artículo al que me refiero hoy se llama “Catalan National Day: free speech under threat” y el autor es Andrew Davis, director ejecutivo del Catalonia America Council, una organización que vela por estrechar las relaciones entre Cataluña y Estados Unidos. Davis ha sido, además, el jefe de la delegación del Govern de la Generalitat en EE.UU., Canadá y México.
El autor afirma que “las leyes actuales (en España) amenazan la protesta pacífica, a la que consideran un problema de orden público (algo, dice él, impensable en EE.UU.), se imponen multas severas por actos de desobediencia civil y se criminaliza la opinión de opositores online, dando a los servicios de seguridad poderes extraordinarios, mientras se limita la protección de los ciudadanos.”
Andrew Davis explica sus lectores que, a medida que crecía la tensión entre Madrid y Barcelona, “las restricciones en la libertad de expresión y de reunión han ido en aumento”. Explica igualmente que “los líderes de las mayores organizaciones sociales de Cataluña languidecen en prisión preventiva desde octubre de 2017 por cargos que las propias evidencias muestran que son falsas acusaciones” (y muestra el video en el que se demuestra lafalsedad de las pruebas acusatorias), recuerda, alarmado, que “nueve miembros del Govern de Cataluña y del Parlament se encuentran igualmente bajo arresto, mientras otros , incluyendo al President Carles Puigdemont, viven en libertad en toda Europa.”
No cabe duda que el mundo civilizado, el mundo democrático al que queremos pertenecer se muestra escandalizado por lo que está pasando. Somos muchos los ciudadanos que hemos apretado el botón de alarma, pero la animadversión generada contra los independentistas y los soberanistas es tan grande, que muchos, llevados por este espíritu de indignación, olvidan la tolerancia que debieran observar hacia los adversarios políticos y miran hacia otro lado cuando ven las graves conculcaciones de los derechos civiles, y el rápido desmantelamiento de nuestras libertades. Está en juego la libertad de todos, no sólo la de los independentistas. Debemos recordar, una vez más, que, en España, desde la proclamación de la Constitución del 78, nunca han estado prohibidas las ideas independentistas. Por lo tanto, no podemos quejarnos de que concurran con su programa a las elecciones y, como es el caso ahora, que las ganen, y que intenten materializar su programa, que para eso les han votado los electores.  
Vale la pena leer completo el artículo de Davis, del que recojo algunos puntos. Habla también del uso perverso de la ley antiterroristapara perseguir opositores, de que España es ahora el país del mundo que tienemás artistas con sentencias de prisión, o el denigrante uso de la calumnia y la difamación, llamando nazis a los líderes independentistas y comparando al President Torra con Hitler.
Ya sé que muchas de las cosas que se expresan en este trabajo son bien conocidas de todos nosotros, pero lo que me parece pertinente es que lo explique un extranjero, para un público extranjero. De esta forma vemos como el mundo se hace eco de nuestro conflicto y lo que opinan de él. Sin duda, un efecto importante a la hora de que ponderemos lo que pasa en casa, con la opinión de gente que, en principio, ven el conflicto con más sosiego, digamos, con menor implicación emocional.
Pero hay más. En esta edición tenemos la dudosa gloria de ser protagonistas (ojalá lo fuera por cuestiones más edificantes que constatar ante el mundo que aún somos un país de brutos).
Krystyna Schreiber firma una colaboración que se llama “Two kinds of justice in Spain”, en el que relata el caso de los jóvenes de Alsasua. Un caso flagrante de la utilización perversa de la ley antiterrorista. Habla también de los cargos de rebelión contra Cuixart y Sánchez, incomprensible para la mentalidad democrática de los europeos: También comenta la mentalidad retrógrada y ultraconservadora de muchos jueces en España, por desgracia los que dominan hoy la judicatura en nuestro país.
Finalmente, Open Democracy publica también un trabajo de Galvão Debelle dos Santos, que se llama “Exception in Catalonia one year after the referéndum”, en el que analiza como el cooperativismo influye en el movimiento independentista de Catalunya y viceversa. El autor es un estudioso del movimiento okupa y anticapitalista, la crisis y los rescates financieros. Es interesante como este autor explica las incidencias de estos fenómenos en la “pelea” entre Cataluña y España. Quién quiera saber más: https://www.opendemocracy.net/can-europe-make-it/galv-o-debelle/exception-in-catalonia-one-year-after-referendum


El pope


Este es un nuevo cuento del libro de relatos ambientado en la isla griega de Andros que estoy escribiendo. El otro día, publiqué “El desterrado de Calígula”. Las Cícladas son para mí una fuente de inspiración fascinante. Grecia, aparte de cuna de nuestra civilización, ha sido el escenario, a lo largo de la historia, del encuentro de prácticamente todos los pueblos del Mediterráneo. Quiero que este libro refleje, a parte de mi fascinación por estos parajes, el pulso de vida que aún late en ellos desde la noche de los tiempos. Aquí tenéis en primicia un nuevo relato del libro, esta vez una historia que ocurre en la actualidad y con un tono muy distinto al anterior; espero que os guste.

Irene dijo que la habitación le parecía bien. Me la quedo. Yes, yes, it’s okey. El casero salió y, tras de sí, cerró la Puerta. Se asomó a la modesta terraza que daba al mar, como desganada, pensativa. Las paredes descascarilladas por el salitre. No me extraña, ¡qué humedad! Había una mesa y una silla oxidadas, balanceadas por las ráfagas de aire. El viento del Norte entraba casi directo en su terraza, frente a la bahía de Ormos Korthiou (¡qué pueblo más desangelado!). Era una tarde desapacible, las olas batían (el mar rugiente) en la playa y contra las rocas que protegían el solitario paseo marítimo. Una bruma pegajosa descendía, rauda, desde los montes cercanos. Una luz sucia, amarillenta, anunciaba la inminente llegada de la noche. Se ajustó la chaquetilla al cuerpo con ambas manos, uy qué frío (a pesar de ser el 19 de agosto) y, recogiéndose como pudo su largo pelo rizado, desmelenado por el viento, entró de nuevo en la oscura habitación y cerró las batientes de la puerta de la terraza.
Estaba cansada, pero sobre todo estupefacta. ¿Cómo estaba, además? ¿rabiosa? ¿decepcionada? ¿triste? No lo sabía, se sentía confundida, con sentimientos encontrados. Eso es: sentimientos encontrados. Tenía que asimilar los hechos. Había sido un día largo, muy largo. Lo que me ha ocurrido es tan fuerte, se decía, (¡sólo me puede pasar a mí!) que no me lo acabo de creer. El espejo le devolvía una imagen que no le gustaba, desaliñada. Bah, vaya día. ¡Churri, cuando te lo cuente vas a alucinar!, le dijo a su amiga, imaginándola junta a ella, mirándose en el espejo y arreglándose el pelo. Estoy hecha unos zorros. Hizo una mueca con los labios, carnosos. Sí, ya lo sabía, era uno de sus encantos, e hizo un gesto como de burla. Se acercó algo más y examinó sus ojos (preciosos, negros, grandes y almendrados; ella lo sabía), como un entomólogo escruta un insecto con la lupa. Hizo un gesto de contrariedad, pura impostura. ¡Qué ojeras! Se ajustó la falda, puso ambas manos en la cadera y la cimbreó con un movimiento sexi. Estudió el efecto con cara de mujer fatal (ojos achinados) y se dio media vuelta dejándose caer como un saco sobre la cama.
No podía dormir, su cabeza no paraba de darle vueltas, y los acontecimientos del día, de los últimos meses, se agolpaban en su mente.
Había llegado a Andros con el ferry de las 7.30 h. Dos horas de trayecto. Un viento del demonio. Poco después de embarcar, al salir del puerto, salió un momento afuera; imposible. Volvió al confort de la sala interior, con aire acondicionado y sillones cómodos. ¡Qué guay! Echó una dormidita. La noche anterior llegó a Atenas con un vuelo nocturno. Llegada a las cuatro de la madrugada. ¡Qué palo! El aeropuerto solitario. Bares cerrados. Ni un puto café. Solamente el personal de limpieza. La peña estirada por el suelo durmiendo, con la mochila y eso, de cojín. Pues yo también. Hasta las seis no sale el primer bus a Rafina. Así que se repantingó a gusto en el sofá del ferry. Música de Twenty One Pilots. A él también le molaba; ¿recuerdas Irenita? Stressed out. Now I´m insecure and care for what people thinkUf.
Se enteró que llegaba a Gavrio por el movimiento de la gente. Se quitó los auriculares. Una voz estridente, en griego, luego en inglés, anunció por megafonía la llegada. Salió a cubierta. El ferry, enorme, enfocaba su popa hacia el dique para atracar (parece imposible con este viento). Dos marinos con chalecos amarillos recogían los cabos y los amarraban. En un santiamén, el buque escupió su carga humana, como hormigas recién atizadas se desparramaban nerviosas entre los coches, que pitaban. Ya estoy aquí, se dijo Irene. Y echó una larga ojeada sobre el pequeño puerto y su tranquila avenida marítima a estas horas de la mañana. Un café, lo primero. Luego veremos.
¿Y ahora qué, nenita? ¡Churri, que ya estoy aquí! Aún no sabías, Irenita, que él no te esperaba. Sí, lo habías escrito decenas de veces. Y él no te había contestado. Claro, dijiste, todos lo tíos son iguales. Primero te enamoran, te dicen cosas bonitas… los ves tan dulces, ¿verdad, Elías? Y, luego, si te he visto no me acuerdo. Bueno, miento; al final me envió un correo, ¡por fin! Vente si quieres, yo estaré ocupado, pero ya encontraremos el momento de vernos. ¿Quería o no quería verla? Firmaba: love, Ilías. A ver, ¿cómo lo entiendes? Dudas. Bah, pues sabes qué: para allá voy. Ya verás cuando te lo cuente, Churri, no te lo vas a creer. Elías no decía ni mu, pero yo dale que te dale. Que sí, que voy a verlo. No contestaste ninguno de mis emails, bribón. Eres un empanao. ¿Se arrepentía, Irene, de haber ido? No; había saciado un cierto morbo. Sí, Churri, estoy enamorada; el chico es mono, me gusta, le había confesado en Barcelona. Mi griego morenito, mi Elias, con esa cara de buen niño, que no ha roto un plato. ¡Bribón! Irenita, con la de sitios, de países distintos a los que podrías acudir estas vacaciones, le decía su amiga Núria. Núria era su Churri, (con la que ahora hablaba para sí), la Coneja, que así la llamaban cariñosamente por sus dientes superiores ligeramente salidos. Pero, ¡ojo!, muy mona. Atractiva. Incluso, algunos chicos decían, que así, tenía un cierto sex appeal. ¡Tú sí que eres mona!, le decía la Coneja a Irene. Ves con cuidado con los tíos, son todos unos violadores en potencia, le decía en broma cuando Irene le contó que quería ir a Andros, a la aventura, a ver si daba con Elías, aquel chico que conoció en Formentera. ¡Olvídate!, le decía la Coneja con un gesto de la mano; con la de tíos buenos que corren por el mundo y la de sitios guais que te quedan por visitar… ¡Qué yo no quiero ir a pasar frío a Alaska, ni se me ha perdido nada en los templos de Birmania! Llámale romanticismo trasnochado, pero Irene quería ir a ver a su chico. ¡Qué guapo!, decía. Sí, ya sé que es bajito y con gafotas, con montura de concha negra. Parece un empollón de primero de informática. Pero a Irenita le hacía gracia. Un escalofrío le recorría ahora de la cabeza a los pies al pensar en la escena de esta tarde, en el monasterio. Aún no se lo podía creer. Alucinaba pepinos de colores. El corazón se le aceleró.
Inquieta, se levantó de la cama. Definitivamente, no podía pegar ojo. Fue hacia la puerta de la terraza. Miró a través del cristal. La noche ya había caído sobre Ormos Kortiou. A lo lejos, apenas se veían algunas luces macilentas de las escasas tabernas abiertas que servían a un turismo incipiente, basado principalmente en los andriotas que habían emigrado a los Estados Unidos y que, enriquecidos, volvían a su tierra para pasar el verano. Las sencillas casas blancas, en la lontananza, le recordaron a Formentera. Abrió su móvil instintivamente: una foto suya con Ilías, en Espalmador, iluminó la estancia.
What´s your name?
—Me llamo Ilías (Elías). Soy griego, pero hablo un poco de español.
Ilías le explicó entonces que era de Andros, una isla muy bella en el Egeo, que formaba parte de la Cícladas.
—¿No la conoces? ¡Te encantaría!
Se dedicaba al turismo, le dijo. Por eso estaba en España: “Es un modelo para nosotros, y me envían aquí para aprender”, dijo Ilías. “Hace ya varios años que vengo, he aprendido un poco el español, me gusta mucho Formentera. Es un modelo para nuestras islas, ¿sabes?; se parecen a esto”. ¡Y un huevo!, me tomaste bien el pelo, sinvergüenza. Con esa carita de empollón. Y apagó su móvil.
Aquel verano, Irene había decidido veranear en Formentera. ¡Qué guay! Alquiló una habitación en Es Pujols. La consiguió por enchufe. Uf, sino, en Formentera, imposible. Aquel día, se había acercado hasta La Sabina. Quería ir a Espalmador. Alquilaron la barca entre varios. Así es como Irene se juntó con un grupo de guiris franceses y, claro, Ilías. Ahí estaba, solo como ella. Mirando cómo un bobo, tímido, me apunto o no me apunto. Se miraron el uno al otro, disimulando. Qué mono, pensó; es como un osito de peluche. Ella hizo como que no le interesaba, mirándolo con desdén. En Espalmador, precioso, aguas transparentes turquesas, se dieron unos baños inolvidables. Una pasada. Y tomaron el sol, uf. Pura sensualidad. Ilías pescaba lenguaditos diminutos con un tenedor, que se arracimaban alrededor del cabo del ancla. ¡Cómo nos reíamos! Vaya guasa verlo, con esas piernas como palillos que le salían de su traje de baño bermuda, que parecía una talla mayor, y ese pelo tan rizado y espeso que no le calaba el agua, y qué risa verlo aparecer por la borda con un lenguadito clavado en su tenedor. Al caer la tarde, ¡qué colores!, decidieron acercarse hasta la playa. Les habían dicho que había baños de barro. ¿De qué? Sí, allá, dijo uno. No, no, es por ahí. Yo, aquí, no me meto, dijo otro. Ilías, desnudo, fue el primero en enfangarse en la charca. El niño no estaba nada mal, tal como te lo digo, Churri. Irene se retiró el bikini (guau, qué cuerpazo, pensó él) y también se embadurno con el fino limo, uf, que suave, parece una segunda piel. Churri, que para qué voy a seguir. A la vuelta (puesta de sol brutal), me sentía flotar ¿él también? El barro y las risas los pusieron de buen humor. Luego vinieron los mojitos, primero uno, después otro, y luego otro. Qué risa. Sí, Churri, me gustaba; ¿quién me iba a decir a mí que luego me encontraría con lo que me encontré? ¡Es qué hay que ver!, la cosa tiene morbo.
Por la noche, qué quieres… borrachina, luna llena, sííí, Coneja, luna llena, además. A Irene le tentaba una historia de verano, intrascendente. Pero romántica, ¿eh? Las cosas no le habían ido del todo bien ese invierno. Desengaños, podríamos decir. ¿Soledad? También. Vivía sola. Había roto con su novio. Ya hacía tiempo. Una historia triste. Él la había dejado, sin más. Eso era lo peor, Coneja; nunca me dio una explicación. Pero yo sé que había otra; no tuvo huevos de decirme nada, ¡calzonazos! Irene paso el invierno reconcomida, triste, llorosa. Necesitaba oxigenarse, aire puro. Olvidar (¡qué difícil!). Había acabado la carrera. Estaba de vacaciones, merecido descanso. Habitación para ella solita. Y yo, ven, mi osito de peluche. Uy, qué risa. No sabes lo tímido que es. Me excitaba. ¡Uyy! ¡qué me lo como! Aún no te lo había explicado, Churri, pero lo manejé a mi antojo. No me negó nada, Coneja, qué vergüenza.
Por la mañana, Irene se despertó sobre el pecho de él. Ilías la acariciaba. Una luz cálida entraba por la pequeña ventana entreabierta. Afuera ya cantaban las cigarras. Sí, Churri; por una vez un tío no se me levantaba de la cama con la excusa que he de marcharme, me esperan, uy qué tarde. Y yo me sentía en la gloria. Así pasamos quince días, Coneja…Tan bonito, de verdad.
Irene volvió a la cama. Luces apagadas, apenas un resplandor entraba por las puertas de la terraza. El viento silbaba, la mesa y la silla seguían traqueteando (¡uf, qué bronca!) y el mar rujía contra la costa de Ormos Kortiou. Ya era medianoche y seguía sin poder dormir. Vuelta hacia arriba, veía como en el techo se dibujaban extrañas sombras. ¡Churri, como me gustaría tenerte ahora mismo a mi lado!
Esa misma mañana, en el puerto de Gavrio, nada más desembarcar, había pedido por un taxi en el bar donde le sirvieron el café (Uf, qué bueno; frappé, le llaman). El taxista no tenía ni puta idea de inglés. Mi go to Ormos Kortiou, suplicaba Irene; Ne, ne, la tranquilizaba el taxista, un tipo rubio y fornido. El trayecto duró una hora, después de cruzar un par de valles y atravesar de un lado a otro la isla. Irene constató la belleza del paisaje, la soledad salvaje de esos parajes. También constató que Kortiou era el valle más remoto hacia el sur de Andros, y, también, el más rústico y abandonado. Pero, no sé, tenía un algo mágico, como de cuento; parecía que una hubiera atravesado el túnel del tiempo y regresado cien años atrás. El taxista la dejó a la entrada del pueblo. Cuatro casas desparramadas en la costa a resguardo del norte. Frente al mar, al final del poblado, una ermita blanca inmaculada, campanario azul eléctrico. Un pequeño pueblo de pescadores, se dijo. Más allá, hacía el sur, una sierra considerable caí hacia el mar cerrando la amplía bahía que se abría hacia el Este. A esa hora del mediodía, las calles estaban abandonadas. Calor mortal. Solamente unos niños jugaban al futbol en una callejuela lateral al amparo de la sombra. Les preguntó por un bar, y se arracimaron en torno a ella formando una gran algarabía; allí, allí, señalaban varios con el índice, y la miraban como un extraterrestre. Siguiendo el paseo marítimo (las algas secas barrían el paseo, había un viento del demonio) llegó hasta la taberna Vintsi. Preguntó, mostrando las señas escritas en un papel: Ilías Theonas, Ormos Kortiou. Su interlocutor le hizo ver, en un perfecto inglés, que no había una dirección concreta. Irene lo miraba impotente. Un momento, le dijo él, comprensivo, con un gesto de la mano; ¡Dimitriiiii!, y se acercó el cocinero. Y, movida por la curiosidad, se acercó también una camarera jovencita. Se pasaron el papel entre ellos, discutiendo. Irene sólo entendía Ilías Theonas, por aquí, Ilías Theonas por allá. Parecían enzarzados en un complicado litigio, hasta que, al fin, uno de ellos se alzó con la palabra y le indicó que indagara en la pastelería del pueblo; eran familiares de Ilías y sabrían indicarle dónde localizarlo. Irene se dirigió hacia donde le habían dicho, por una calle paralela al paseo marítimo, en el interior del pueblo. Qué coñazo, Elías ya me podría haber dado la dirección completa, pensó. En la pastelería del pueblo la atendió una mujer bajita de mediana edad, risueña y rechonchita (debía ser la pastelera). Simpática, pero ni pajolera idea de inglés. Le lanzó a Irene una parrafada en griego. Irene se quedó igual. La pastelera la miró unos segundos, hasta que constató que no entendía nada. Sonrió (qué simpa). Se armó de paciencia (pobrecilla, esta no se entera de nada) y haciendo un esfuerzo por sintetizar la respuesta en una palabra milagrosa, declaró: ¡Moni! La pastelera espero ansiosa la reacción. ¿Moni? ¡Moni qué!, repitió Irene, suplicante. Ilías: moni… monastry, anunció de nuevo la pastelera, señalando con el índice la montaña que tenía enfrente. ¡Ah!, ¿un monasterio? ¿en la montaña?, adivinó, por fin, Irene. ¡Moni Panachrandou, Moni Panachrandou!, abundó la buena mujer, en el momento en que ya salía su marido, el pastelero, en camiseta de tirantes. El hombre andaba con parsimonia, como si fuera cojo. Se arrimó a la conversación. Intentó ayudar él también, y escupiendo sus palabras sobre sus dedos cerrados hacia arriba, como para enfatizar la simpleza de su mensaje, dijo: Ilías Moni Panachrandou taxi éxi kilometro y, cambiando el gesto de su mano, señaló con la palma abierta la carretera y, luego, a lo alto de la montaña que teníamos enfrente.
Irene (ya lo he entendido) se dirigió de nuevo a la entrada del pueblo. Uf. Era una rotonda que hacía las veces de plaza donde se reunían los vecinos al caer la tarde para charlar. Al llegar, se encontró al taxista que la había acompañado desde Gavrio, dentro de su taxi aparcado, con la ventanilla abierta, y sacando el codo por ella. (Qué sorpresa, pensó que ya estaría de vuelta en Gavrio). El rubio fornido la miraba como si ya hubiera adivinado desde el principio todo lo que tenía que ocurrirle a Irene. La vio acercarse impertérrito, con un punto de impostura en su mirada solícita. ¿Taxi, free?, preguntó ella; y el hombre saltó raudo a abrirle la puerta y colocó de nuevo su bolsa de viaje (¿o era una mochila?) en el maletero. Entró en el coche, se giró inquisitivo y, ella, seria, solemne, espetó: Moni Pacanchandru, please. Se produjeron unos segundos de embarazoso silencio. Él entornó la mirada, y justo en el momento en que ella entraba en el umbral de la desolación, el taxista contestó: ¡Moni Panachrandou! ¡Ne,ne, no problem!
El taxi tomó la carretera que salía del pueblo y, poco después, se enfilaba por una pista de montaña, con tantas curvas y tan empinada que Irene pensó que el coche no subiría. Lo que te decía, al cabo de un rato, traqueteó un momento (¡que se cala, que se cala!) y se paró bruscamente. Joder, joder, Churri, adónde me lleva este tío. ¡Qué estoy en el culo del mundo! Parecía que estuviera colgada de un precipicio, ¡qué miedo, tía! El valle al fondo, y a lo lejos el pueblecito de Ormos Kortiou, junto al mar, todo a vista de pájaro. No problem, no problema, dijo el colega forzudo y, patinando, arrancamos no sé cómo cuesta arriba, culeando, hasta que, al cabo de veinte minutos, ¡por fin!, llegamos a un edificio enorme de altísimas paredes blancas, antiguas y muy rústicas, acabadas en sardineta: ¡el monasterio!, como si estuviéramos en el mismísimo Potala, churri.
El taxista hizo un gesto con las manos en señal de que habían llegado. Irene pagó con un billete de 20 euros, le pidió que la esperara y le dijo que guardara el cambio a cuenta de la próxima carrera (Churri, aquí los taxis son más baratos que en Barcelona). Accedió al recinto a través de una escalinata que daba acceso a un patio con una fuente y un plátano centenario. Uf, ¡que sombra!, ¡qué alivio! Bebió agua de la fuente, ¡qué fresca! Coneja, no te puedes imaginar el calor que hacía. Bueno, pensó, ahora a ver si lo encuentro. ¿Y si no está aquí? Vaya sitio más raro para hacer de guía turístico. Uy, Cuqui, qué emoción. Todo un año esperando para verlo. Irene entró a través de un largo pasillo abovedado de piedra seca y encalado que abocaba a un patio interior (¡qué guay!, ¡qué paz!). No te lo pierdas, Núria: aquí te hacen poner una falda para taparte las piernas y un pañuelo en la cabeza. ¡Puretas a tope! Avanzó algo más hacia el interior. Nadie. A la izquierda una puerta abierta, el interior iluminado. Hasta ahora, el monasterio parecía sumido en la más perfecta soledad. Silencio total. Irene asomó la cabeza. ¿Hello? Una ancianita con el pelo blanco como la nieve, recogido en un moño, que se entretenía ensobrando souvenirs en papel de celofán, se giró sobre su asiento: Yassas, saludó, y miró a Irene como si fuera un bicho raro, con una mezcla de fastidio y curiosidad. ¿Elías Theonas?, inquirió Irene. La mujer dudó un instante, luego abrió los ojos y declaró: ¡Iliiaas Zionas! Miro la hora y proclamó de nuevo: Yes, Ilías church now, y señaló con la mano la entrada de la iglesia, al otro lado del patio. Estará con un grupo de guiris, dándoles la turra con que si esto es del tal siglo o de tal otro, aquello del estilo cuál, pensó Irene. Qué mono, tan modosito él, y se lo imaginó con sus maneras apocadas, medio tímido, largándoles el rollo, con esas gafas de concha que parece un estudiante en un concurso de la tele. Entró en la iglesia. Desde afuera se oían los salmos cantados ¿Había misa, o cómo se llame? Sí. Eran las cinco de la tarde. Dentro, oscuridad total. Olor penetrante a incienso. La capilla le pareció chulísima; era un recinto pequeño, acogedor, muy recargado, super antiguo. Las paredes con pinturas al fresco, como aquellas que vio en el Pirineo (aquel viaje con sus padres). De la cúpula colgaban varias lámparas de plata, a cual más bonita. Molaba. Algunas personas, pocas, asistían a la misa. Una mujer, también mayor (uf, esto parece un geriátrico), situada de pie frente al atril, replicaba Kyrie Eleison, Kyrie Eleison a las letanías del cura (se llama pope). ¿Dónde estaba? Irene solamente oía la voz, pero no lo veía. Claro, el pope oficia en el altar, que en la iglesia ortodoxa se halla oculto a la vista de los feligreses. Churri, parecía una película de tan antiguo. Y ya estaba por salir, pues era evidente que allí no estaba Ilías, cuando por fin apareció el dichoso pope, salmodiando, de detrás de unas puertas de filigrana, cantando sus letanías con voz de pito. ¡Noooo! ¡A-di-vi-na-quién-era, churriiii! Sí, ya lo sé; ya hace rato que lo has adivinado (que poca gracia tengo para contarte las cosas): ¡Elíííaasss! ¡Qué heavy, Coneja! El puto Elías vestido como un papa, que le sobraba el atuendo por todos lados. ¡Me quería morir, Churri! ¿te imaginas?
  Irene estaba de pie, en el pasillo central de la pequeña capilla, demasiado pequeña para pasar desapercibida. ¡Trágame tierra! Esto le pasaba por estúpida, a quién se le ocurre pasarse un año embobada por un tío que conoció en Formentera. ¡Por-fa-vorrr! ¡que ya tienes veintitrés años!¡cuándo aprenderás de una puta vez!
El pope avanzó por el pasillo central saludando a los feligreses con un gesto de cabeza. ¿La había visto? Claro que sí. Disimulaba. ¡Qué cabrón! Avanzaba, aparentando seguridad en sí mismo, por el pasillo central. Estudiaba su reacción. Despedía a sus feligreses con un gesto displicente de la mano, brazos abiertos, como si fuera Jesucristo.
—Elías, ¿de qué vas?
—¡Iriiiina! ¡bienvenida a Andros!
—¡Qué bienvenida a Andros ni que leches! ¡Qué eres un puto cura, tío! ¿de qué vas?
—Puto cura, ¿qué es?
—¡Pope!, o cómo coño le llames.
—Irina, Irina, cálmate.
—Te he enviado al menos veinte emails, porque tú del WhatsApp pasas totalmente. Y ni puto caso. Tío… ¿y todo lo que me dijiste en Formentera? Nos queríamos…
—Irina, espera…
—Me has engañado, Elías; eres un mierder.
Flipa, Núria, flipa por un tubo. El tío me estuvo troleando todo el tiempo, con esa cara de empanao. Pero es que yo lo quiero, churri, me gusta mogollón. ¿Por qué tendré tan mala suerte con los tíos, tía? ¡Un pope! ¡y vestido como el Papa, tía! Pero no sé, mola, tiene un punto. Guárdame el secreto, dime que se me ha ido la olla, pero vestido de pope está super molón. Sí, ya sé; es muy friki. Pero he venido hasta aquí por él, ¿no? Pues aquí me quedo, a ver qué pasa.
Ilías acompañó a Irene hasta una sala que los monjes hacían servir de recepción y sala de estar. Era una amplia estancia, muy luminosa, paredes de piedra seca, muy rústicas, con vistas muy chulas sobre el valle de Korthi y la bahía cercana. Mirando a través de las ventanas, parecía que una estuviera colgada de un precipicio. Hay que ver dónde viven estos monjes, pensó Irene. Y no saliendo de su asombro, se preguntaba por qué Ilías la había engañado diciéndole que se dedicaba al turismo, cuando en realidad era un pope ortodoxo. Irene esperó cómodamente sentada a que Ilías, que le había servido una infusión y unas cookies, se cambiara de ropa. Apareció poco después con una sotana negra que le llegaba hasta los pies (flipa, Cuqui). Tan zalamero como siempre, cariñoso a tope. Como si no hubiera roto un plato. Y, ¡míralo! Con sus gafotas y su cara de buen niño de siempre.
—Irene, ¡me hace tanta ilusión que hayas venido! —y la estrechó hacia su cuerpo con un abrazo largo y sentido, apoyando su mejilla contra la suya.
No sabes como lloré, churri. Y le golpeaba en el hombro con el puño, impotente. Y él me acariciaba el pelo. Irene se dio cuenta que no podía sustraerse a él, era un sentimiento más fuerte que ella. Por un lado, se sentía humillada, vejada; por el otro, la aparición del Ilías de carne y hueso, la atraía poderosamente. Era un sentimiento contradictorio, pero no podía evitarlo. Hablaron largo y tendido. Luego, Ilías miró por la ventana como declinaba el día (el sol pronto se pondría detrás de los montes de Kaparia). Le sugirió a Irene una pensión en Ormos Kortiou (estarás bien; yo mismo me ocuparé de llamar desde aquí y reservarte una habitación). El jardinero del monasterio, un monje sudoroso y desgarbado, la bajaría en un coche destartalado antes de anochecer. Mañana sería otro día. Ilías la tranquilizó; él debía quedarse en el monasterio, pero mañana bajaría al pueblo y podrían estar juntos.
Irene seguía sin pegar ojo. Las dos de la madrugada. Se levantó de nuevo de la cama. El viento del norte se había incrementado y silbaba con fuerza. Los rugidos del mar, cada vez más levantado, acrecentaban su sensación de desamparo y tristeza. Apoyó las manos contra el vidrio húmedo de la ventana. A través del vaho veía el paisaje distorsionado, y su propio reflejo en la luz mortecina de la habitación: el aleteo furioso de las adelfas, las brumas frente al mar, su cabello revuelto, sus ojeras… todo parecía irreal. Qué solita me siento ahora, Churri. Lo que daría por que estuvieras conmigo. Te pediría consejo: mañana, ¿qué hago?, Coneja. Si es que estoy perdida. Pero este chico me gusta, churri, que le vamos a hacer. Soy una friki, ya lo sé. Pero el sentimiento es más fuerte que yo, que quieres que le haga. Es un amor imposible, ¿no? Dímelo, Coneja. No me engañes. Pero es que lo quiero, Cuqui, que voy a hacerle.



sábado, 1 de septiembre de 2018

El desterrado de Calígula


Estoy escribiendo un libro de relatos ambientado en la isla griega de Andros. Las Cícladas son para mí una fuente de inspiración fascinante. Grecia, aparte de cuna de nuestra civilización, ha sido el escenario, a lo largo de la historia, del encuentro de prácticamente todos los pueblos del Mediterráneo. Quiero que este libro refleje, aparte de mi fascinación por estos parajes, el pulso de vida que aún late en ellos desde la noche de los tiempos. Aquí tenéis en primicia uno de los relatos que lo componen; espero que os guste.

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Por fin he llegado a mi destino. Es duro el destierro, amigo mío, pero el recuerdo de todos aquellos a los que amas, que sabes que te protegen y velan por ti, te reconforta en los momentos de infortunio. He sido leal a Roma, mi conciencia está tranquila. ¡Quién iba a decirme que el príncipe al que serví tan fielmente en mi puesto de gobernador de Egipto, me proscribiría a estos lejanos confines del Imperio! Calígula nunca me perdonó mi amistad con Tiberio Gemelo. Y no puedo evitar pensar que me cree afín a su partido. Dice el Príncipe que, en los confusos días previos a su coronación, yo me pronuncié partidario del nieto de Tiberio como legítimo heredero del trono. No es así. Yo oí del propio Tiberio, antes de morir, que era su voluntad que su nieto Tiberio Gemelo y el propio Calígula gobernaran el Imperio conjuntamente. Supongo que su intención era evitar la división del Imperio. ¡El eterno problema de Roma!
Como te decía, he llegado a mi destino. Te agradezco que hayas intervenido para suavizar mi destierro, de forma que pueda permanecer en Andros en lugar de Gyaros. Andros es una isla pequeña, pero muy agradable. En todo caso, infinitamente mayor y mejor que Gyaros, a decir de los propios Andriotas. Según ellos es un lugar espantoso, donde no crece ni un árbol, abrasado por el sol, castigado por el salitre y el viento. Peor, creo, que una prisión.
Llegué aquí en los idus de junio, después de un viaje horrible; primero en un mercante hasta Siracusa, luego me embarcaron en un navío apestoso de transporte de esclavos, que iba de vacío a Delos a recoger su mercancía. Tuvimos vientos del Oeste que levantaban una mar insidiosa, que te mantenía mareado día y noche. La humedad te calaba hasta los huesos. Por fin llegamos a Delos, donde pude ofrecer un sacrificio a Apolo en el mismísimo lugar de su nacimiento. Ah, amigo mío: ésta fue la única satisfacción del viaje. Delos ya no es ni una sombra de lo que fue. Hoy no se respeta nada. La isla sagrada de los antiguos se ha convertido en un puerto clave del comercio de esclavos. ¡No puedes imaginarte el trajín! Allí me embarcaron en un trirreme junto a la flota que se dirigía a Siria y que hacía escala en Andros. Me acordé de ti, cuando ambos nos embarcamos en un navío de la Armada en Alejandría para volver a Roma ¿recuerdas? El viaje discurrió aquella vez con fuertes vientos de levante, y mucho calor. Flavia estuvo encerrada en el camarote durante toda la travesía, pálida como la cera. Nunca agradeceré lo suficiente a esta mujer lo que ha hecho por mí, y tú lo sabes: ¿puede un hombre aspirar a una mujer más leal y sacrificada? No quiero ni pensar todo lo que tiene que haber sufrido con esto… La llegada a Andros resultó una bendición de los dioses. Fondeamos en Gavrion, un puerto tranquilo y bien protegido de los vientos, acondicionado durante la época de Tiberio. Allí me recogieron con la chalupa de la guarnición y me llevaron a tierra. En Gavrion, donde aparte del destacamento militar viven algunos pescadores con sus familias, ensillaron las caballerizas para Flavia y para mi y nos custodiaron camino arriba hacia un lugar donde se halla una torre de vigía. Desde ahí pudimos hacernos una buena idea de adónde hemos ido a parar. Andros parece minúscula en la inmensidad del mar, y es una más entre las numerosas islas que pude observar sembradas a lo largo del horizonte. En esta época del año la isla es tan verde como nuestros parajes de Etruria. Una vez en el collado, descendimos por un valle muy frondoso. Y luego, aún volvimos a ascender hasta un lugar llamado Arni. Se encuentra al pie de una montaña bastante alta. El lugar es muy húmedo, salen fuentes por todos lados, lo que convierte este emplazamiento en un lugar fresco y agradable para vivir. Ahí nos instalaron en una casa de campo donde ahora vivo. No me puedo quejar. Flavia dice que es el culo del mundo, pero en el fondo ambos nos consolamos pensando que estamos juntos. Las gentes aquí son amables y generosas. Son campesinos y ganaderos. Gentes sencillas que nos tratan con deferencia y nos observan con curiosidad, sin entender por qué ilustres patricios romanos como nosotros han decidido recluirse en este humilde rincón.
Querido Marco Emilio, buen amigo, una vez más agradezco tus desvelos ante el emperador, pues sin ti, mi restringida libertad sería hoy mucho más precaria. Sólo pienso en volver a verte pronto. Flavia te envía su saludo. Y ambos os deseamos nuestros mejores deseos a ti, a tu deliciosa hermana Emilia y a tu esposa Julia Drusila. Que los dioses os protejan.

Aulo Avilio Flaco, en Andros
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Marco Emilio Lépido saluda a su estimado Aulo Avilio Flaco

Nada puede satisfacerme más, noble Aulo Avilio, que saberte a salvo en Andros, donde, como esperaba, disfrutarás de mayores comodidades que en la áspera Gyaros, un yermo descampado ni siquiera digno para galeotes rebeldes. Estoy impaciente por saber cómo os habéis adaptado, ahora que ya lleváis varias semanas (y algunas más antes de que recibas mi carta). Espero que me expliques cómo discurre tu día.
En cuanto a las razones que te han llevado al destierro, no creo que sean otras que las que te condujeron a juicio en Roma como consecuencia de los graves disturbios en Judea y en la comunidad hebrea de Alejandría. Debes saber que los judíos tienen ahora gran influencia en Roma. Calígula los necesita, pues tiene importantes intereses compartidos. Ya sabes que hoy en día, el poder es insostenible si no eres fuerte en los negocios y viceversa. El César secundó el ascenso al trono de Herodes Agripa, pues aspira al apoyo financiero de la comunidad hebrea para sus proyectos de reconstrucción. A Calígula no le gustó la vehemencia con la que reprimiste las manifestaciones de los hebreos en Alejandría. Puso en pie de guerra a la facción gobernante en Judea, con Herodes Agripa a la cabeza, que se quejó al emperador. Los cargos por los que fuiste acusado fueron una simple pantomima, una excusa para relevarte como prefecto. El destierro, un castigo ejemplarizante, para calmar los ánimos. Ya sabes que los judíos son un pueblo combativo, orgulloso de sus costumbres milenarias y de sus dioses. No les gustó que sus templos fueran saqueados por militares a tus órdenes, sus sinagogas profanadas y sus símbolos sagrados sustituidos por nuestras divinidades. Créeme, amigo mío, la tempestad escampará y podrás volver a Roma. ¡Por Hércules, que la has servido con fidelidad en tus seis años de prefectura en Egipto y Libia! No son provincias fáciles de gobernar. Y tu lo has hecho con gran dignidad, hasta la nefasta aclamación de Herodes Agripa.
Julia Drusila ha intercedido por ti ante su hermano, el César. Me ha asegurado que Calígula siente por ti un gran aprecio y le ha confirmado que una vez se aplaquen los ánimos, permitirá tu regreso. Nada indica que tu amistad por Tiberio Gemelo pueda influir en su ánimo para perjudicarte. No se ha podido demostrar tu participación en la conspiración para derrocarle en favor de Tiberio gemelo. Y nada parece indicar, al decir de su hermana, que el César tenga alguna duda al respecto.
Por mi parte, el mes que viene parto para Germania, antes de que entren los rigores del invierno. Ahora debo partir, con harta frecuencia, a los confines del Imperio para supervisar las guarniciones del ejército. Ya sabes que en allí los combates son continuos, para mantener a raya a nuestros enemigos. Siempre he pensado que el Imperio se ha hecho demasiado grande y, poco a poco, se convierte en un monstruo ingobernable. El emperador, en Roma, ya no puede estar por todo. Y, finalmente, el Estado está en manos de una miríada de funcionarios que actúan como reyezuelos.
Saluda a Flavia de mi parte. Estoy seguro que pronto os veré de nuevo en Roma. Que los dioses os acompañen.

Marco Emilio Lépido, en Roma
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Aulo Avilio Flaco saluda a su estimado Marco Emilio Lépido

Recibí tu carta con gran regocijo. A Flavia y a mi nos liberó por un momento de la soledad de nuestro destierro.
Te agradezco igualmente tus esfuerzos y los de Julia Drusila, tu esposa, por levantar nuestros ánimos y tranquilizarnos respecto a las intenciones del Emperador hacia mí. Sigo pensando que las razones de mi destierro poco tienen que ver con el juicio por los acontecimientos de Alejandría. El Príncipe sabe que yo era un favorito de Tiberio, que me nombró hace siete años prefecto de Egipto y Libia. Yo gozaba entonces de su total confianza. El César me comentó con frecuencia sus intenciones respecto a la sucesión del trono. No se fiaba de Calígula, al que consideraba demasiado ambicioso, y optó por un reinado bicéfalo, en el que su nieto Tiberio Gemelo pudiera moderar los impulsos de su primo. Sin embargo, puedo asegurarte que Tiberio favorecía claramente a Calígula, por quién sentía una clara preferencia, como pude comprobar cuando lo visité en Capri y ambos herederos convivían con el Emperador. Yo hice entonces amistad con Tiberio Gemelo, por quién sentía mayor afinidad. ¿Acaso se puede culpar a alguien por mostrar las predilecciones de su corazón? Se ha dicho que Calígula mandó asesinar a Tiberio gemelo estando el Emperador enfermo, poco antes de morir. Yo no tengo constancia de ello. Es más, me permito dudarlo, y así lo he expresado numerosas veces en privado, cuando con cierta malacia era inquirido sobre ello, por patricios o senadores quisquillosos que pretendían sondearme, insinuando con sus miradas que yo debía saber más de lo que aparentaba.
Como te decía, querido Marco Emilio, mi falta consistió en caer en las provocaciones de Herodes Agripa y su partido. El nuevo rey de los hebreos fue aclamado por los judíos como un soberano con capacidad de resucitar los viejos anhelos nacionalistas judíos. Esta nación es muy quisquillosa con Roma, a la que ve con recelo como invasora. Son muy orgullosos de su independencia, de su religión y de su lengua, y rechazan de forma vehemente aprender el latín, asimilar nuestras costumbres o permitir que se construyan en su tierra templos donde poder adorar a nuestros dioses. Siempre andan conspirando, sólo faltó una chispa para que se encendiera todo. En Alejandría salió a la calle el populacho: miles de hebreos soliviantados por la profanación de las sinagogas. Hubo violencia. Ordené reprimir las manifestaciones. Hubo sangre, y muertos. La cosa se me escapó de las manos. Asumo mi responsabilidad. Tú sabes lo difícil que es mantener la unidad del Imperio. En cualquier caso, en el juicio se me acusó de haber ordenado la profanación de las sinagogas de Alejandría y se dictó sentencia en función exclusivamente de este delito. Es verdad que yo era el responsable, pero este acto execrable, que no apruebo, se realizó sin mi beneplácito, por centuriones desmandados del ejército, que actuaron por cuenta propia, sin órdenes —que se sepa— de sus superiores. Y mucho menos mías. Los responsables de estos actos ignominiosos nunca fueron detenidos. Lo que confirma la hipocresía de Roma, que por un lado contemporiza con los hechos, como represalia por el levantamiento de una provincia díscola, pero por el otro me condena a mí. ¿Con que intenciones? No lo dudes, noble amigo; Calígula no me quiere bien. Poco le importan los hechos de Alejandría. Me percibe como un riesgo potencial. Teme que pueda conspirar contra él.
Bien. Dejemos este asunto por el momento. Como insinúas, ahora es mejor mostrar un perfil bajo y esperar tiempos propicios, una vez la ira se aplaque. No importan las razones. Al fin y al cabo, todo está en manos del César.
En cuanto a Flavia y a mí, nos encontramos razonablemente bien, teniendo en cuenta las circunstancias (la procesión va por dentro). Flavia procura hacerme la vida tan agradable como puede, disimulando los momentos de angustia que sin duda padece como yo. Es una mujer fuerte; por las noches, cuando el desánimo se apodera de mí (¡ah, qué difíciles son las madrugadas!), Flavia me toma en su regazo y, sin decir una palabra, me acaricia suavemente el pelo. Es dulce y cariñosa, y agradezco cada día a Apolo su compañía.
Hemos adquirido una propiedad, cercana al lugar donde hemos vivido de forma provisional estos cuatro meses desde que llegamos a Andros la pasada primavera. Es un caserío muy agradable. Lo ha escogido Flavia y se muestra encantada. Se parece a nuestras mansiones romanas, con un atrio interior precioso. Flavia se ha entretenido en restaurarlo y plantar un verdadero vergel, con la ayuda de nuestro masovero Alexis y su mujer Ifigenia. También ha ordenado una reforma de las estancias, de tal forma que yo pueda disponer de un estudio y todo esté adecuadamente habilitado para nuestro confort este próximo invierno. Así se entretiene y olvida los sinsabores. ¡Quién te lo iba a decir! Nosotros que hemos conocido los lujos de la corte… ¡Y los esplendores de Alejandría! Nada se parece aquí al incomparable templo de Serapis, el edificio más fabuloso del mundo. ¡Y qué decir de la Biblioteca de Alejandría, con sus 700.000 volúmenes! Yo ahora debo conformarme con la lectura de Plinio, Julio César o Séneca (son los únicos volúmenes que he podido llevar conmigo) en el austero y humilde reducto de mi escritorio, con vistas a los bosques del monte Pétalo.
Ya que me preguntas como paso la jornada en Andros, ahí va. Mi vida aquí, estimado Marco Emilio, discurre de la siguiente manera: me levanto hacia las 6; aquí, este verano ha sido muy caluroso y a esa hora del día la sensación de frescor es deliciosa y despierta mis sentidos. Salgo a pasear hasta una fuente cercana (me gusta el rumor del agua). Cuando vuelvo a casa, Ifigenia nos ha preparado un buen desayuno. Flavia acude también, dejando sus labores (¡siempre anda ocupada!) y es uno de los momentos del día que aprovechamos para estar juntos y charlar. A las 9, según el tiempo, acudo al atrio, donde leo un rato en voz alta algún discurso latino de Séneca o repaso algún pasaje de la Guerra de las Galias de Julio César; o acudo a mi escritorio, donde he empezado a escribir mis memorias (sobre todo ahora, que ya ha entrado el otoño y el ambiente ha refrescado). Al mediodía, dedico un tiempo a la gimnasia. Y un día a la semana, acudimos con Flavia a los baños, en unas fuentes naturales cercanas. En la hora octava, comemos. Y luego aquí es obligada la siesta, una buena costumbre que los Andriotas usan como nosotros. De esta forma, sorteábamos los rigores del calor estival hace dos meses, en los peores momentos de la canícula. A la hora undécima, con la caída de la tarde, salimos a pasear; algunas veces caminando y otras a caballo. En ciertas ocasiones, sobre todo ahora en otoño, salimos a cazar perdices con Alexis. Cenamos tarde, pues ya sabes que Flavia y yo somos trasnochadores. A veces, en la velada, el joven hijo de nuestros masoveros, Antenor, tañe para nosotros un instrumento parecido al laúd, pero más rústico, lo que nos pone algo melancólicos, esa es la verdad. Y así, nos envuelve poco a poco el sueño de Morfeo.
Adiós, amigo. Que los dioses te guarden a ti y a los tuyos.

Aulo Avilio Flaco, en Andros
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Flavia Licinia Aurelia saluda a su estimado Marco Emilio Lépido

Salve, Marco Emilio. Te preguntarás por mi prolongado silencio, a pesar de las numerosas cartas que me has enviado. Una mujer debe guardar para sí las penas que afligen a su corazón, sobre todo si estas afectan a lo más hondo de su intimidad, a los asuntos del amor. Estos últimos meses han sido un tormento para mí. He debido (y he querido) afrontar en soledad, en mi casa de Andros, el infortunio al que me han sometido los dioses valiéndose de la mano de Cayo César. Son muy largas y amargas las noches llorando la muerte del ser al que has querido como a un hijo. Bueno, yo no he tenido hijos, pero ¿qué mujer no siente el instinto de madre? Aulo Avilio lo fue todo para mí; un padre, un esposo, un compañero (sobre todo mientras sufrimos ambos el destierro) y, por que no, un hijo. Así lo he amado.
Puesto que deseas conocer los pormenores de lo que pasó, ahí va. Guárdate mucho, estimado Marco Emilio, el Estado es un artefacto implacable (muchas veces ciego e imprevisible) y no se detiene ante nada cuando la voluntad del Emperador es firme a la hora de destruir a los que cree sus enemigos. Ingratitud es lo que hay, si no otra cosa. Ya no temo a nada, ni a nadie. No me asusta la muerte. ¡Por Zeus, que Roma ha perdido a uno de sus más fieles servidores! Pero así son los tiempos que nos tocan vivir. Lejos quedan ya los valores republicanos y el Estado se embrutece con la peste de la corrupción.
Poco después de empezado el nuevo año, hacia el final del invierno (pronto se cumpliría el ciclo anual desde nuestra llegada a Andros), llegó a la isla un destacamento romano al mando de Marco Arrecino. Entonces no sabíamos que era el flamante nuevo prefecto del Pretorio después del suicidio del nefasto Macrón. ¡Ah, Marco Arrecino, amigo mío! ¡qué dura prueba te mandó Cayo César! ¡Ejecutar (o debería decir asesinar) a tu compañero Aulo Avilio, con quién diste los primeros pasos en el ejército! ¿Acaso quería el Emperador asegurarse de tu lealtad comprobando si no te temblaba el pulso a la hora de hundir el frío metal en el pecho de tu amigo Aulo Avilio? ¿Pensaba Calígula que esta sería una prueba de que no estabas implicado en una conspiración que, por otro lado, nunca existió?
Esa fatídica noche llamaron a la puerta por sorpresa. Los perros ladraron. Ifigenia abrió y se hicieron paso diez centuriones al mando de Marco Arrecino. Al oír el tumulto, Aulo Avilio y yo saltamos de la cama. Inquietos. No parecía un buen augurio. Escuchamos voces severas abajo. Aulo Avilio me miró fijamente a los ojos, su mirada lo decía todo. Nunca lo olvidaré. Aunque hice un esfuerzo por evitarlo, no pude impedir que se me humedecieran los ojos. Nos abrazamos. Fue un abrazo largo, muy sentido. Uno y otro sabíamos que no nos volveríamos a ver. Descendimos abajo, cruzamos el atrio y nos dirigimos a la entrada de la casa. Al ver a Marco Arrecino, mi esposo quedó paralizado. “Amigo mío… ¿tú?”, inquirió mi marido. El prefecto del Pretorio cayó de rodillas desfondado, la mirada clavada en los adoquines, no se atrevía a mirarlo a la cara: “Cayo Julio César Augusto Germánico me ha ordenado que sea yo mismo quién te dé muerte. El Emperador piensa que la mano del amigo hará más dulce tu tránsito. Querido Aulo Avilio…”, balbuceó. Y la voz se le quebró. Fue entonces cuando mi esposo lo cogió del brazo por el codo y lo ayudó a levantarse. Se abrazaron. Marco Arrecino sollozaba. Un centurión leyó la orden imperial de ejecución. Debía procederse inmediatamente. Un centurión alto y robusto desenfundó su espada hispánica y esperó la orden del prefecto del Pretorio. Éste miró a Aulo Avilio a los ojos por primera vez. Mi esposo le hizo una leve señal de consentimiento. Marco Arrecino tomó el arma de las manos del centurión. Aulo Avilio lo tomo por el puño y apoyó la espada en su pecho junto al corazón. Ambos amigos se abrazaron. En ese momento, Aulo Avilio, mi querido Aulo, me miró por última vez. Nunca lo olvidaré. Y, entonces, ambos amigos se empujaron uno hacia el otro, firmes los puños, para que la espada penetrara hondo, y en un golpe certero, acabara con su vida.
El cadáver fue quemado a la orilla del mar. Nadie asistió a la sencilla ceremonia, salvo mis fieles Alexis, Ifigenia y Antenor. El ritual se cumplió al alba. Parecía que el mundo se hubiera detenido. Solamente se oía el crepitar del fuego. No hacía viento y la columna de humo apenas se disipaba en el aire fresco de la mañana. Ifigenia lloraba discretamente. Alexis cuidó de que todo se consumara decorosamente. En el horizonte marino, leves tonalidades púrpuras anunciaban la inmutable indiferencia del Universo. Entonces sentí un enorme vacío…
Algunos días más tarde ascendí hasta la ermita del monte Pétalo. Me conducía a lomos de un asno el benévolo Antenor. Ahí se encuentra, sobre una roca inmensa que mira a la costa lejana, sobre el valle, una pequeña capilla dedicada al dios Hermes, que los lugareños guardan desde los viejos tiempos helénicos. A Aulo Avilio le encantaba ese lugar, adónde acudía de vez en cuando para ahogar sus penas en la soledad del monte, apenas acompañado por la presencia ocasional de los rebaños de cabras y su cabrero. Allí deposité dos piedras blancas de la playa de Achla, donde habíamos incinerado su cuerpo, como ofrenda a Mercurio por las dos décadas de convivencia con él.
Ahora sólo me queda el recuerdo, el dulce recuerdo. He decidido no volver a Roma. Tampoco me veo con ánimos. Andros es ahora mi hogar. Aquí debo encontrar la paz y el sosiego que no conseguiría en la gran urbe. Sí, creo que quiero vivir en las recogidas montañas de Arni hasta el final de mi vida. Qué paradoja, ¿verdad?, pero, decepcionada de los hombres, mi alma ha aprendido a apreciar el canto de los pájaros, el rumor del agua en la fuente, o el suave mecer de los árboles en el viento. Adiós.

Flavia Licinia Aurelia, en Andros