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sábado, 28 de mayo de 2016

La muerte de Europa


El campamento de Idomeni se ha desmantelado casi sigilosamente. La policía se presentó de buena mañana, medrosamente, en una operación alejada de las cámaras. Se ha evitado la presencia de periodistas. Poco a poco se han desalojado a las pobres gentes de sus precarios campamentos. Se trata de mantener la mirada del mundo alejada de esta ignominia. Europa esconde sus vergüenzas. Con caras tristes, decepcionados, los refugiados se resignan a lo inevitable. Niños y mayores, miembros de estas desvalidas familias que ahora esgrimen la faz real de nuestro hiriente mundo, deshacen lo andado y reemprenden su camino de vuelta al infierno. La ostentosa y lacerante presencia de las excavadoras, que recogen los restos andrajosos del campamento, materializa el fracaso de Europa como civilización capaz de acoger y dar asilo a los que huyen de la persecución y de la guerra, intentando escapar de una muerte segura. Seres acorralados por la historia y, también, por sus propios congéneres. Humanos que no tienen cabida en este mundo. Personas a las que se les da la espalda y, con una resignada hipocresía, se mira hacia otro lado esperando que, por arte de magia, desaparezcan de la faz de la Tierra para no incomodar nuestras existencias egoístas. Son un estorbo, una escoria sobrante de la humanidad. Material de rechazo.

Con estos hechos, se constata el fin de la Europa de los derechos humanos y civiles, de un modelo de sociedad que para muchos ha sido ejemplar, único en la historia. Una milagrosa y efímera contingencia, una edad dorada que desaparece para siempre y nos conduce, de nuevo, a la dura realidad de nuestro mundo, un lugar áspero y desabrido. Ya estamos en otros tiempos. En tiempos aciagos dónde los individuos ya no importan. El hombre ya no es la medida de todas las cosas. Hay otras prioridades. En un abrir y cerrar de ojos, los ideales por los que han luchado varias generaciones –y han estado dispuestos a dejarse la piel--, se han esfumado.
Pero no seamos hipócritas. El cierre de fronteras y la vuelta a casa de los refugiados no es sólo una cuestión de mala gestión política. Siempre culpamos a nuestros políticos. Es fácil echarles la responsabilidad de que haya fracasado la política de acogida. La verdad es que la culpa es enteramente nuestra, del conjunto de los ciudadanos europeos. La mayoría de los europeos, seamos francos, estaba en contra de acoger a estas gentes. Pero esta mayoría callaba cobardemente. Sólo una minoría, a quien no importaba que su conducta fuese tachada de políticamente incorrecta e insolidaria, se mostraba claramente contraria a aceptar a los refugiados. Otros, seguramente otra minoría, apelaba a los valores supremos que sustenta nuestra civilización. Esgrimían el deber moral de proteger a los desesperados, de anteponer, sin ningún tipo de excusa, por encima de todo, los derechos humanos. Así, los políticos que mueven los engranajes de esta máquina infernal en que se ha convertido Europa, han maniobrado sigilosamente para frenar esta ola migratoria, a sabiendas de que cuentan con la aquiescencia de una parte importante de la población del continente.

Pero, podríamos preguntarnos: ¿por qué tantos ciudadanos del viejo continente no aceptan a los refugiados? Esta es una pregunta clave, pero que nadie se atreve a plantear abiertamente. ¿Lo que late detrás es la xenofobia? ¿El miedo a lo diferente? ¿La convicción, vamos a decir bienintencionada, de que estas olas migratorias pueden amenazar nuestra civilización, diluir nuestra esencia, hasta hacerla desaparecer completamente? Los europeos, en su mayoría, no quieren una sociedad pluricultural. ¡No! ¡ni hablar! A lo sumo, aceptarían que los inmigrantes se integraran. Es decir, que asumieran que, al ser acogidos por la generosidad y solidaridad europea, deberían dejar atrás sus creencias y sus hábitos para integrarse en las costumbres europeas. En una palabra, la condición sería que estuvieran dispuestos a convertirse en europeos. ¿Qué se entiende por esta conversión? Pues que aprendan los idiomas de los países de acogida, que se vistan como ellos, que coman lo mismo que sus anfitriones y, en última instancia, que adopten sus mismos ideales y valores. ¿Se puede exigir todo esto, como condición para ser recibido y aceptado? Muchos creen firmemente que sí. Y lo defienden con vehemencia. Alegan que los recién llegados lo hacen por elección y, al disfrutar de la generosidad que representa la acogida entre nosotros, se les puede exigir como mínimo que acepten integrarse plenamente en nuestro modo de vida. ¿Hemos pensado lo que representaría para nosotros irnos a vivir, por ejemplo, a Afganistán y adaptarnos plenamente a sus costumbres e ideales? ¿Seríamos capaces? No sé cómo nos sentiríamos si, además de la humillación que representa la huida de la guerra, sin nada, con una mano delante y otra detrás, nos viéramos obligados a ponernos un nicab, escolarizar a nuestros hijos a una madrasa para que aprendan El Corán…

Como dice Manuel Castells, la oposición entre globalización e identidad está dando forma a nuestro mundo y a nuestras vidas. La integración es una formula muy conflictiva. Sí, es cierto que las culturas deben preservarse, que los europeos temen que la intromisión de culturas foráneas pueda romper la homogeneidad y la cohesión social de sus comunidades. En oposición, los extranjeros que llegan a Europa desean conservar sus costumbres y, una vez entre nosotros, buscan la manera de convivir con los suyos, amparados entre ellos, buscando formar comunidades cerradas donde puedan reproducir la vida de sus países de origen. Dicho todo esto, hemos de convenir que el conflicto convivencial es comprensible. Nacen los recelos entre unos y otros. Hasta cierto punto, cabe comprender la dificultad de establecer una convivencia sin alteraciones y tensiones. Claro. Pero, por desgracia, no podemos escoger. Ya no es posible pensar el mundo como un lugar con departamentos estancos, como si se tratara de un zoológico humano, aquí los leones, allá las cebras… La progresiva mundialización, o globalización –como le queramos llamar—aboca a la humanidad a un proceso imparable de convergencia. Aunque este proceso es muy traumático, nada será capaz de detenerlo. Es como si la humanidad tuviese trazado este camino de antemano. El lento caminar de nuestra especie a través del tiempo, en su devenir, señala la convergencia de la humanidad, a ser sólo una. Por mucho empeño que pongamos en revertir este proceso, no lo conseguiremos. Es un devenir irrevocable, imposible de torcer o de cambiar. En un futuro, más o menos lejano, la sociedad humana estará plenamente integrada, será “una sola tribu”. Ya caminamos hacia ese nuevo mundo.

El choque que provoca esta globalización se opera, sobre todo, en las grandes urbes de Occidente; son las verdaderas megalópolis cosmopolitas del mundo, el laboratorio en el que ya podemos observar los conflictos que nos acechan y que señalan el camino hacia el futuro. Este juntarse gentes de las más diversas procedencias, etnias, religiones, lenguas y valores es lo que llamamos multiculturalismo. Desde mi punto de vista, el multiculturalismo es una utopía. Lo digo muy a mi pesar, pues que hay más bello que la diversidad humana. Se está demostrado muy complicado y difícil establecer sociedades estables multiculturales. Pongamos algún ejemplo, en Francia, por buscar un caso paradigmático: ¿Cómo conseguimos casar el derecho de la igualdad, conquistada por los franceses en un costosísimo proceso revolucionario y al que no están dispuestos a renunciar de ninguna manera, con el derecho de los musulmanes a considerar a sus mujeres, en muchos aspectos, subordinadas a los hombres? ¿Puede alguien, legítimamente, erigirse en juez y parte y decidir que los musulmanes no están en su derecho de establecer la prelación de derechos según el sexo, o como les plazca? ¿Cómo hacemos para no romper la convivencia cuando las leyes de unos conculcan las de los otros y viceversa? Es evidente que el futuro no pasará por subordinar una cultura a otra. Por hacer pasar por el tubo a unos en favor de un supuesto valor superior de los otros. Los europeos están convencidos de su superioridad, pues consideran su sistema de derechos civiles mucho más evolucionado y justo que el del mundo islámico, por ejemplo. Esta convicción los lleva a tratar a los demás con prepotencia y a menoscabar sus costumbres por anticuadas y obsoletas, tratando de imponer el sistema de valores propio como si se fuese un sistema universal. La solución se establecerá por consenso, por un proceso lento de asimilación. Surgirá, de algún modo, una síntesis cultural fruto de las anteriores formas. De hecho, así ha sido en otras etapas de la formación de las sociedades humanas; pensemos en el paso de los clanes y tribus a las sociedades complejas avanzadas. También fue muy traumático, pero se consiguió.

Así que, por mucho que nos opongamos, no podremos contener el río, la fuerza de la corriente se llevará por delante nuestros prejuicios y nuestros legítimos deseos de conservar ese patrimonio cultural intangible que ahora constituye nuestra identidad. Se construirán nuevas identidades sobre las viejas. La humanidad dará un salto cualitativo que implicará una nueva forma de organización. Un nuevo avance de la vida, ineludible, en su camino hacia una mayor complejidad.