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martes, 4 de abril de 2017

Gran chef de la cocina francesa muere haciendo un corte de mangas

Yo mismo asistí al funeral, que era de lo menos habitual. Estaba estupefacto. El finado, que exhibía una posición grotesca, estaba perfectamente aseado, niquelado y amortajado con una impecable y almidonada chaquetilla, lo que denotaba sin lugar a dudas su condición de cocinero –en vida, claro—. Un congelado gesto burlesco, o mejor dicho, tragicómico, despedía a su postrera audiencia. Para sorpresa de los presentes, el traspasado exhibía de forma ostentosa, sorprendente y me atrevería a decir que indigna de tan trascendente momento, un solemne corte de mangas. Con este gesto inmortalizado, imposible de cambiar por el rigor mortis, recibía el difunto la respetuosa presencia de quienes habían acudido a despedirle. Lo han leído bien: el muerto brindaba a los discretos asistentes con un indecoroso e inapropiado corte de mangas, lo que los catalanes llamamos una butifarra de payés. ¿Deseaba el fenecido, en un último gesto de franqueza o de afirmación personal insinuar algún mensaje póstumo?
El finado, Didier Chante-Canard, prestigioso chef francés, Tres Estrellas Michelin, Chevalier de l’Ordre des Manduquaires de France y Médaille de La Légion d’Honneur, destacadas distinciones entre una larga lista de condecoraciones, yacía en su lecho de muerte con atusados bigotes dalinianos, impecable peinado con raya en medio y abundante brillantina. Más chocante todavía era su expresión: con ojos abiertos como de congelada sorpresa –lo que no es habitual, incluso considerado de mal gusto y perturbador para los vivos, que aterrados observan la muerte cara a cara—, reforzaba aún más si cabe ese acto de reafirmación final: este enigmático, soberano y torero corte de mangas… ¡ala, ahí va eso!
El fallecido parecía una alimaña disecada – ¡perdón! --, de esas que se ven en las viejas películas en las que aparecen huraños taxidermistas en sus abarrotados y polvorientos talleres de disecación. Su gesto, entre cómico y agresivo, potenciado por los estupefactos ojos inermes, como de vidrio, recordaba el detenido instante del felino disecado a punto de saltar sobre su presa.
No podía sustraerme a la fascinación. Entre el estupor y la curiosidad, no pude por menos que preguntarme qué podría haber llevado al chef Chante-Canard a tan sorprendente afirmación final. Sabemos que la cocina francesa no pasa por sus mejores momentos, pero esto no parece afectar en demasía al cerrado y soberbio Club des Grands Chefs de France.
¿Acaso rabiaba por no haber logrado la excelencia con su última langosta Termidor, o sus Vieiras Façon Dupérrier, o aún su reciente Carré d’Agneau sur feuille Églantine, mi cuit côté-côté et potiron soignée confit? Sin duda, los cocineros galos siguen siendo los más perseverantes y disciplinados, vehementes y tenaces hasta dar con la perfección. Pero nos resistimos a creer que el fracaso en una elaboración suprema pueda haber sido el motivo de su grotesco gesto, mordazmente apuntando hacia la eternidad. ¿Acaso mostraba así su enfado por la humillante Declaración-de-la-cocina-francesa-como-Patrimonio-de-la-Humanidad? Seguro que a un hombre sagaz como Didier Chante-Canard no se le escapaba la burla que esta Declaración representa para la Alta Cocina Francesa: una condena al museo, al desván de los recuerdos de la Historia. ¿O acaso era un último gesto en honor de Ferran Adrià, en un sarcástico y póstumo homenaje a la cocina molecular? ¿Cabe plantearse la posibilidad de que un cocinillas de chichinabo, vendedor de crecepelos cocineriles, artífice de espurias sferificaciones, pueda ni siquiera haber inquietado al Chef Chante-Canard, luz y faro de la haute cuisine française? Me pregunto, y lo hago con la boca pequeña, si por el contrario no recibió en el último momento, en el trascendental trance de entregar su alma, una postrera iluminación que lo hiciera dudar de su forma de cocinar, de las pautas académicas heredadas de sus maestros desde los lejanos tiempos de los clásicos de la Grande Cuisine Française… ¿Pudo realmente abjurar a última hora de Vétel, de Carême, de Escoffier, de Bocusse y de tantos otros astros del art culinaire?
¿A quién dio el gran Chante-canard las muy precisas instrucciones para ser mostrado de esta manera, en este exabrupto final con vocación de permanecer congelado en la memoria de los tiempos?
Mi innata timidez y discreción, sumadas a mi condición de único extranjero en la ceremonia, no me permitieron indagar, entre la compungida concurrencia, la razón de tamaña afirmación existencial. Puedo decir que los presentes parecían menos sorprendidos que yo mismo, como si fueran conocedores y cómplices del póstumo manifiesto y, entendiendo y compartiendo las razones del finado, se dispusieran a amparar con su presencia la indignada militancia del admirado Chante-Canard. Las estrafalarias últimas voluntades del fallecido parecían recibir aquí una soterrada aceptación. Un truculento desafío a las desafortunadas circunstancias del destino que habían obligado al laureado chef a dedicarnos este explicito corte de mangas. El desabrido despido de quién en vida servía la mesa de los principales con inmaculada sonrisa, con un punto de orgullo –marca de la casa entre los profesionales galos-- pero siempre con humildad. La magna cocina tiene razones que la razón no entiende…

P.S.: Ya han pasado algunos meses desde la muerte y feliz entierro del portentoso Chef Didier Chante-Canard. No hemos podido descubrir los reivindicativos motivos del condecorado cocinero. Nada dicen los periódicos y las revistas especializadas. Silencio. Las razones del despechado gesto continúan sumidas en el más grande de los misterios. Mutis por la audiencia. Un tupido velo se ha extendido alrededor de este hecho. La corporación de los Grands Chefs de France ha cerrado filas en torno a su venerado colega, y como si de un agujero negro se tratara que todo se lo traga, nada ha trascendido del singular gesto cocineril. Apelo aquí a otros colegas de profesión, para que aporten algo de luz a esta misteriosa historia, en el caso de ser conocedores de algún detalle que nos acerque al curioso enigma de Chante-Canard. Hoy, desde su tumba, nos sigue inquietando con su solemne y póstumo corte de mangas.


viernes, 3 de junio de 2016

La receta es como una partitura


A mí siempre me ha gustado pensar que la receta de cocina es como la partitura de música. Un solfeo que permite interpretar la música que representa. Por si sola, la receta, como la partitura, no dicen nada. Tanto una como otra, precisan de un lector hábil, que interprete más allá de los símbolos escritos. Por esto no es lo mismo Daniel Baremboim que un mindundis cualquiera. Porque, en definitiva, la receta no es más que un burdo instrumento para intentar reproducir una fórmula culinaria. Por lo general, obra de un maestro. Una maestría que pretendemos interpretar en la receta para acercarnos, lo máximo posible al original.

Como muchos sabéis, he sido editor gastronómico durante más de 30 años y esta cuestión conceptual ha sido una de mis principales preocupaciones profesionales. ¿Cómo reproducir aquel plato magistral de tal maestro, en el papel, para que el lector --aquel cocinero aficionado o profesional--, lo pueda llevar a cabo con la máxima fidelidad? La cuestión no es baladí. Es mucho más difícil y complicado de lo que parece. Si sois cocineros o cocineras como se dice hoy en día, para ser políticamente correctos, cosa que encuentro horrible y desafortunado--, o aficionados a la cocina o, simplemente, cocineros eventuales, os habréis encontrado muchas veces con libros de recetas de cocina que no funcionan. ¿Qué quiero decir con ello? Pues que son libros que aportan recetas que, cuando las realizas, se obtiene un verdadero churro. Ahí se queda uno con cara de verdadero pasmarote, preguntándose qué caray ha hecho mal. La respuesta es muy sencilla: no ha hecho nada mal. Lo que ocurre es que el libro que tiene en las manos es un fraude.

¿Por qué se hacen tan mal tantos libros de cocina? Hay muchas razones. Intentaré aclararos algunas, aún a riesgo de no ser exhaustivo. La primera de todas es lo que podríamos llamar el pecado del editor. ¡Ay, dichoso beneficio, dichoso margen y dichosa codicia! ¡Si quieres ser un buen editor, olvídate de hacerte rico! ¡Escoge otro oficio!: por ejemplo, conviértete en un soldado del sistema financiero internacional y, así, sirviendo a tus señores, que nos esquilman despiadadamente a todos, comerás las suculentas migajas que te dejen. Pero volvamos a nuestro editor codicioso; ¿qué hace para ganar dinero? Pues sisa todo lo que puede en la edición del libro. Por ejemplo: evitará pagar un corrector especializado que repase y corrija las recetas o, en el peor de los casos, comprará por cuatro duros un libro de recetas en el mercado internacional y lo publicará aquí de cualquier manera. Este es un recurso muy manido. Pero, claro, los lectores quieren libros baratos. ¡Pues toma barato!

Un libro de cocina es un tema complicado, créeme. No se trata de ir a buscar al chef estrella de turno, pedirle cuatro recetas y traspasarlas al papel. Si haces esto, cosa que hacen un gran número de editores, obtendrás un libro de recetas que será una mierda --¡con perdón! —. Ese libro al que me refería, cuando uno intenta realizar la receta y le sale un churro. Para empezar, te diré que los cocineros – todos los cocineros, incluidos las estrellas—no tienen ni idea de escribir una receta. Una cosa es cocinar, incluso cocinar muy bien, y otra muy distinta es transformar esto en una partitura, en una receta. Para esto necesitas un editor de verdad. Y, además, que este editor entienda de cocina, lo que hace la cosa mucho más complicada. Sólo un editor de estas características, metiendo horas como un tonto, será capaz de interpretar lo que hace el cocinero –a veces, pasando largas horas con él en la cocina, observando y preguntando, paso a paso, todo lo que hace—Sólo de esta forma tan artesanal puede armarse un libro como dios manda. La conjunción del maestro cocinero y el conocimiento del editor para convertir la habilidad del chef en una receta interpretable por el lector aficionado, harán posible un libro de cocina único, diferente a los demás, que funcione y no defraude.

Pero volvamos a la imagen de la receta como partitura. Aún en el caso de haber conseguido un buen libro, la receta sigue siendo sólo una receta. Me explico; la receta no es una panacea, sólo contiene una parte del arte del cocinero. La cocina es un oficio misterioso en el que el gusto, la intuición y la experiencia son indispensables para llegar a la excelencia. Hay muchos procesos que no se pueden transcribir en el papel y que dependen de la pericia del cocinero lector. Me refiero a que, el lector, deberá interpretar la receta del maestro que tiene en el libro. ¿Cómo? Bueno… su experiencia le dará orientación de cómo realizar una determinada cocción, a qué intensidad debe estar el fuego, cómo se debe corregir en función de situaciones cambiantes del propio producto, de las condiciones técnicas específicas en las que estamos trabajando, etc. Todo eso no lo explica, ni puede explicarlo la receta; tiene que formar parte del acervo del cocinero lector. Cuanto mayor sea su pericia, mejor será el resultado culinario de la receta.

Y por último otra cosa. Durante años me desesperaba ver que muchos de mis clientes compraban los libros de cocina sólo por las recetas que contenían. Y se empeñaban en reproducir fielmente, como loros, las recetas ahí explicadas. Yo creo que esto es un error. Un libro de cocina, si es bueno, es una fuente de información inagotable: una salsa por aquí, el descubrimiento de un nuevo ingrediente por allá, una técnica que no conocíamos acullá… Un libro es, por encima de todo, una fuente de inspiración. Si no cumple con esta función, no es un gran libro de cocina. Y, lo que es peor, el cocinero lector no es un verdadero cocinero. Pues la característica principal que debe ostentar un verdadero cocinero es su afán por la creatividad. Por improvisar, pues ahí está el gran gusto por la cocina.