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viernes, 3 de noviembre de 2017

¿Qué pasa en España?


La Constitución del 78 ha dejado de ser un instrumento para la cohesión, la armonía y la paz entre los españoles. La ley es una herramienta al servicio de los ciudadanos y no al revés. Cuando una parte importante de la sociedad pone en cuestión la legitimidad de la ley, porque ha dejado de considerarla justa, quiere decir que ha llegado el momento de cambiarla. Esto es lo que ocurre ahora mismo en España.

El problema es que España está dividida entre aquellos que esgrimen la Constitución como un marco legal intocable y aquellos que consideran que se ha convertido en un freno a sus legítimas aspiraciones.

Esta realidad ha llegado a su paroxismo con el conflicto catalán. Pero hay muchas otras cuestiones, hoy larvadas, que hacen que muchos ciudadanos, no solamente catalanes, crean que hemos llegado al final de un recorrido.

El encarcelamiento de los miembros del Govern de Catalunya por una juez de Madrid ha desbordado el marco del conflicto catalán y se ha convertido en un problema mayor que ha abierto los ojos a muchos, en todo el mundo, sobre la salud de la democracia en España. La puesta en prisión de los cargos electos del pueblo catalán por una juez de la Audiencia Nacional, de forma arbitraria y contraria a la ley, en un acto que obedece a la venganza más que a la aplicación de la justicia, demuestra que la ley en España pasa por encima de la voluntad popular soberana. La soberanía popular, que consagra la tan blandida Constitución, vuelve a ser enmendada una vez más por los tribunales.

La situación es insostenible. El conflicto ha adquirido unas proporciones descomunales. España ya está incendiada. El Gobierno del Estado y los estamentos del poder judicial conjurados para castigar de forma implacable a Cataluña, no se detendrán hasta que los ciudadanos demócratas de todo el Estado destituyan al gobierno actual y permitan que un nuevo equipo inicie un proceso de pacificación. El conflicto catalán tiene solución, pero no con unos partidos en el poder que tienen el propósito de desmontar el Estado Autonómico. Hay que aceptar la realidad de que España es un estado plurinacional y que la actual Constitución discrimina esta realidad. No podemos seguir rigiéndonos por una ley suprema que se redactó al final del Franquismo. Ahora ya no sirve; a las pruebas me remito: por culpa de ella, el país está sumido en el caos camino de su destrucción. Los llamados “constitucionalistas”, encastillados en el Régimen corrupto del 78, han optado por la fuerza, por el aplastamiento del adversario. Los catalanistas, desesperados, se refugian en el independentismo. Están a la vista unas elecciones que todos miramos con recelo, pues difícilmente se darán las condiciones para que sean libres. Para empezar, los líderes civiles y los cargos electos de los ciudadanos de Cataluña están en la cárcel. ¿Qué más tienen preparado para hurtarnos un resultado que no toleran?

Europa debe implicarse. Ya está bien de mirar hacia otro lado. En la Guerra de los Balcanes miraron para otro lado y asistieron impasibles a un genocidio. En la crisis de los refugiados, han mostrado su rostro más inhumano y execrable, dando de lado a millones de seres humanos desesperados que escapaban de la muerte. En lo más crudo de la crisis económica, han dado la espalda a los ciudadanos europeos pobres para proteger los derechos de los ricos. ¿Van a hacer el mismo papel ahora con Cataluña?


Hay una cosa que está muy clara. La represión no va a funcionar. Los ciudadanos oprimidos no van a conformarse con callar y renunciar a sus derechos y legítimas aspiraciones. La lucha será larga y encarnizada. 

Foto: Emilia Gutiérrez. La Vanguardia


domingo, 24 de julio de 2016

Europa, Europa…


¡¿Pero cómo pueden irse por el sumidero los sueños de millones de europeos?! ¿Alguien lo entiende?, pero, ¿qué ha pasado?
Vayamos por partes: ¿existe acaso un sueño llamado Europa? ¿o es una excusa convenientemente utilizada por los padres de la patria europea con la intención de montar un suculento tinglado? ¿qué oscuros intereses se esconden detrás de frustrada construcción de Europa? ¿de verdad los europeos hemos soñado alguna vez con ver a Europa unificada y sentirlo como un proyecto común ilusionante?
No lo sé, no lo tengo muy claro. Pienso, más bien, que nos han embaucado. Nos han azuzado con una nueva utopía: una Europa unificada que acabaría con las guerras entre nosotros, con los odios ancestrales. Pero al final todo ha sido un puro engaño, un espejismo. Una cuartada para organizar una “buena jugada” que permitiera a las grandes multinacionales y al poderoso sistema financiero satisfacer su insaciable necesidad de mercado, de más y mayores ventas. El objetivo era un incremento inacabable de dividendos, para que la rueda no se pare, pues el capitalismo no es más que una insaciable y enfermiza espiral que sólo puede sobrevivir a base de crecer continuamente. Sí, eso ha sido. No hay más. Puro interés. Un gran festín. Una enorme comilona, hasta que la bestia ha reventado.
Una vez más, las gentes engañadas… Promesas incumplidas. Nos han echado las migajas del pastel. Pero ahora ya sólo queda el reparto de la miseria. Muchos de nosotros hemos dejado tras de sí sueños y esfuerzos ingentes, para quedar en nada al final. Dejadme recordar cuando aparecieron los primeros síntomas del desencanto… sí, fue con la guerra de los Balcanes ¿recordáis? Una vez más los europeos se destripaban entre sí. Un auténtico genocidio. Y nadie, absolutamente nadie movió un dedo. Asistimos impasibles al horror, impotentes. Todos mirábamos hacia las jóvenes instituciones europeas y nada. No hubo manera de concertar una maniobra conjunta. Los días, las semanas y los meses pasaron. Serbios y bosnios volvieron a escenificar la macabra historia europea, una vez más. Sólo cincuenta años después de la peor de las barbaries que la humanidad haya producido. Aún a día de hoy vemos impasibles como se cuece un golpe de estado en Turquía, cerquísima de casa, que puede tener unas consecuencias gravísimas para nuestra seguridad y bienestar, y no decimos ni pío. Un incendio a las puertas de casa y la UE no existe, no actúa, no dice nada. ¿Alguien lo entiende? No aprendemos. Somos incorregibles.
Pero, ¿todo ha sido malo? No, claro. Ahí están los fondos europeos que tanto han ayudado a desarrollar ciertas regiones, menos favorecidas. Pero no puedo dejar de pensar que, en el fondo, las cuentas no salen. Millones de europeos se encuentran hoy sumidos en una gran depresión, estupefactos al constatar que sus vidas están estancadas, que no se ha producido el esperado progreso.
Ha llegado la hora de la desbandada. Los primeros, claro, los ingleses. El Brexit, una bravuconada de niños de papá que atizan los bajos instintos de las clases bajas británicas. Inglaterra es el único país de Europa donde las clases altas miran con desprecio y desdén a las clases bajas. Incluso hablan otro idioma. La soberbia y la mirada por encima del hombro de los “chicos de Eaton”. Se creen que aún están en pleno Imperio británico. Estos ingleses viven en un globo. Los alimenta un quijotismo casi cómico. Definitivamente se creen superiores. Su salida de la Unión es una machada, un acto de sublime desprecio y autosuficiencia. O peor aún, un acto de mezquino egoísmo. Así vamos. Seguimos en las de siempre. Las naciones europeas, en el fondo, no se respetan entre sí. Se miran una a la otra con una mezcla de recelo, autosuficiencia y desprecio. Los ingleses sienten superioridad sobre todos los demás. Los franceses, chovinistas ellos, creen que sus valores son los mejores. Y miran por encima del hombro a sus vecinos mediterráneos españoles o italianos, quizás porque se parecen demasiado y les hace sentir incómodos. ¡Prejuicios y más prejuicios! Y no digamos de los españoles, que consideran de tercera a sus vecinos portugueses. Así vamos…
Hemos de cambiar. ¡Y mucho! Nos han tomado el pelo, claro. Pero la verdad es que existían pocas opciones adicionales para hacer de Europa algo más que un mercado. No nos engañemos, nos guste o no, no tenemos otra opción que la Unión Europea. Es lo que nos conviene. Pero hay que empezar de nuevo y rehacer el proyecto sobre otras bases. La guía para ello son los derechos humanos, los valores de ciudadanía. Para ello, hemos de establecer las condiciones de confianza entre nosotros. Crear instituciones realmente democráticas, y no como ahora. Hay que construir una Europa de ciudadanos europeos, solidarios e iguales. Y no como ahora, que hemos creado las condiciones para que una nación, Alemania, la más poderosa, con ambiciones hegemónicas, se arrogue el control del continente, ganando así la guerra que perdió con las armas y que ahora ha sabido ganar legalmente con astucia, pero, lamentablemente, sin legitimidad. 


sábado, 28 de mayo de 2016

La muerte de Europa


El campamento de Idomeni se ha desmantelado casi sigilosamente. La policía se presentó de buena mañana, medrosamente, en una operación alejada de las cámaras. Se ha evitado la presencia de periodistas. Poco a poco se han desalojado a las pobres gentes de sus precarios campamentos. Se trata de mantener la mirada del mundo alejada de esta ignominia. Europa esconde sus vergüenzas. Con caras tristes, decepcionados, los refugiados se resignan a lo inevitable. Niños y mayores, miembros de estas desvalidas familias que ahora esgrimen la faz real de nuestro hiriente mundo, deshacen lo andado y reemprenden su camino de vuelta al infierno. La ostentosa y lacerante presencia de las excavadoras, que recogen los restos andrajosos del campamento, materializa el fracaso de Europa como civilización capaz de acoger y dar asilo a los que huyen de la persecución y de la guerra, intentando escapar de una muerte segura. Seres acorralados por la historia y, también, por sus propios congéneres. Humanos que no tienen cabida en este mundo. Personas a las que se les da la espalda y, con una resignada hipocresía, se mira hacia otro lado esperando que, por arte de magia, desaparezcan de la faz de la Tierra para no incomodar nuestras existencias egoístas. Son un estorbo, una escoria sobrante de la humanidad. Material de rechazo.

Con estos hechos, se constata el fin de la Europa de los derechos humanos y civiles, de un modelo de sociedad que para muchos ha sido ejemplar, único en la historia. Una milagrosa y efímera contingencia, una edad dorada que desaparece para siempre y nos conduce, de nuevo, a la dura realidad de nuestro mundo, un lugar áspero y desabrido. Ya estamos en otros tiempos. En tiempos aciagos dónde los individuos ya no importan. El hombre ya no es la medida de todas las cosas. Hay otras prioridades. En un abrir y cerrar de ojos, los ideales por los que han luchado varias generaciones –y han estado dispuestos a dejarse la piel--, se han esfumado.
Pero no seamos hipócritas. El cierre de fronteras y la vuelta a casa de los refugiados no es sólo una cuestión de mala gestión política. Siempre culpamos a nuestros políticos. Es fácil echarles la responsabilidad de que haya fracasado la política de acogida. La verdad es que la culpa es enteramente nuestra, del conjunto de los ciudadanos europeos. La mayoría de los europeos, seamos francos, estaba en contra de acoger a estas gentes. Pero esta mayoría callaba cobardemente. Sólo una minoría, a quien no importaba que su conducta fuese tachada de políticamente incorrecta e insolidaria, se mostraba claramente contraria a aceptar a los refugiados. Otros, seguramente otra minoría, apelaba a los valores supremos que sustenta nuestra civilización. Esgrimían el deber moral de proteger a los desesperados, de anteponer, sin ningún tipo de excusa, por encima de todo, los derechos humanos. Así, los políticos que mueven los engranajes de esta máquina infernal en que se ha convertido Europa, han maniobrado sigilosamente para frenar esta ola migratoria, a sabiendas de que cuentan con la aquiescencia de una parte importante de la población del continente.

Pero, podríamos preguntarnos: ¿por qué tantos ciudadanos del viejo continente no aceptan a los refugiados? Esta es una pregunta clave, pero que nadie se atreve a plantear abiertamente. ¿Lo que late detrás es la xenofobia? ¿El miedo a lo diferente? ¿La convicción, vamos a decir bienintencionada, de que estas olas migratorias pueden amenazar nuestra civilización, diluir nuestra esencia, hasta hacerla desaparecer completamente? Los europeos, en su mayoría, no quieren una sociedad pluricultural. ¡No! ¡ni hablar! A lo sumo, aceptarían que los inmigrantes se integraran. Es decir, que asumieran que, al ser acogidos por la generosidad y solidaridad europea, deberían dejar atrás sus creencias y sus hábitos para integrarse en las costumbres europeas. En una palabra, la condición sería que estuvieran dispuestos a convertirse en europeos. ¿Qué se entiende por esta conversión? Pues que aprendan los idiomas de los países de acogida, que se vistan como ellos, que coman lo mismo que sus anfitriones y, en última instancia, que adopten sus mismos ideales y valores. ¿Se puede exigir todo esto, como condición para ser recibido y aceptado? Muchos creen firmemente que sí. Y lo defienden con vehemencia. Alegan que los recién llegados lo hacen por elección y, al disfrutar de la generosidad que representa la acogida entre nosotros, se les puede exigir como mínimo que acepten integrarse plenamente en nuestro modo de vida. ¿Hemos pensado lo que representaría para nosotros irnos a vivir, por ejemplo, a Afganistán y adaptarnos plenamente a sus costumbres e ideales? ¿Seríamos capaces? No sé cómo nos sentiríamos si, además de la humillación que representa la huida de la guerra, sin nada, con una mano delante y otra detrás, nos viéramos obligados a ponernos un nicab, escolarizar a nuestros hijos a una madrasa para que aprendan El Corán…

Como dice Manuel Castells, la oposición entre globalización e identidad está dando forma a nuestro mundo y a nuestras vidas. La integración es una formula muy conflictiva. Sí, es cierto que las culturas deben preservarse, que los europeos temen que la intromisión de culturas foráneas pueda romper la homogeneidad y la cohesión social de sus comunidades. En oposición, los extranjeros que llegan a Europa desean conservar sus costumbres y, una vez entre nosotros, buscan la manera de convivir con los suyos, amparados entre ellos, buscando formar comunidades cerradas donde puedan reproducir la vida de sus países de origen. Dicho todo esto, hemos de convenir que el conflicto convivencial es comprensible. Nacen los recelos entre unos y otros. Hasta cierto punto, cabe comprender la dificultad de establecer una convivencia sin alteraciones y tensiones. Claro. Pero, por desgracia, no podemos escoger. Ya no es posible pensar el mundo como un lugar con departamentos estancos, como si se tratara de un zoológico humano, aquí los leones, allá las cebras… La progresiva mundialización, o globalización –como le queramos llamar—aboca a la humanidad a un proceso imparable de convergencia. Aunque este proceso es muy traumático, nada será capaz de detenerlo. Es como si la humanidad tuviese trazado este camino de antemano. El lento caminar de nuestra especie a través del tiempo, en su devenir, señala la convergencia de la humanidad, a ser sólo una. Por mucho empeño que pongamos en revertir este proceso, no lo conseguiremos. Es un devenir irrevocable, imposible de torcer o de cambiar. En un futuro, más o menos lejano, la sociedad humana estará plenamente integrada, será “una sola tribu”. Ya caminamos hacia ese nuevo mundo.

El choque que provoca esta globalización se opera, sobre todo, en las grandes urbes de Occidente; son las verdaderas megalópolis cosmopolitas del mundo, el laboratorio en el que ya podemos observar los conflictos que nos acechan y que señalan el camino hacia el futuro. Este juntarse gentes de las más diversas procedencias, etnias, religiones, lenguas y valores es lo que llamamos multiculturalismo. Desde mi punto de vista, el multiculturalismo es una utopía. Lo digo muy a mi pesar, pues que hay más bello que la diversidad humana. Se está demostrado muy complicado y difícil establecer sociedades estables multiculturales. Pongamos algún ejemplo, en Francia, por buscar un caso paradigmático: ¿Cómo conseguimos casar el derecho de la igualdad, conquistada por los franceses en un costosísimo proceso revolucionario y al que no están dispuestos a renunciar de ninguna manera, con el derecho de los musulmanes a considerar a sus mujeres, en muchos aspectos, subordinadas a los hombres? ¿Puede alguien, legítimamente, erigirse en juez y parte y decidir que los musulmanes no están en su derecho de establecer la prelación de derechos según el sexo, o como les plazca? ¿Cómo hacemos para no romper la convivencia cuando las leyes de unos conculcan las de los otros y viceversa? Es evidente que el futuro no pasará por subordinar una cultura a otra. Por hacer pasar por el tubo a unos en favor de un supuesto valor superior de los otros. Los europeos están convencidos de su superioridad, pues consideran su sistema de derechos civiles mucho más evolucionado y justo que el del mundo islámico, por ejemplo. Esta convicción los lleva a tratar a los demás con prepotencia y a menoscabar sus costumbres por anticuadas y obsoletas, tratando de imponer el sistema de valores propio como si se fuese un sistema universal. La solución se establecerá por consenso, por un proceso lento de asimilación. Surgirá, de algún modo, una síntesis cultural fruto de las anteriores formas. De hecho, así ha sido en otras etapas de la formación de las sociedades humanas; pensemos en el paso de los clanes y tribus a las sociedades complejas avanzadas. También fue muy traumático, pero se consiguió.

Así que, por mucho que nos opongamos, no podremos contener el río, la fuerza de la corriente se llevará por delante nuestros prejuicios y nuestros legítimos deseos de conservar ese patrimonio cultural intangible que ahora constituye nuestra identidad. Se construirán nuevas identidades sobre las viejas. La humanidad dará un salto cualitativo que implicará una nueva forma de organización. Un nuevo avance de la vida, ineludible, en su camino hacia una mayor complejidad.