viernes, 7 de abril de 2017

La Guerra de Siria


Es el horror. Asistir al espeluznante espectáculo de esos niños asesinados con gas sarín. Caras inocentes, seres ilusionados que apenas despertaban a la vida, con sus rostros pervertidos por el veneno. Imagen de la ignominia. ¿Dónde se esconden esos monstruos que perpetran, en nuestro nombre, estos crímenes? Sí, somos culpables por omisión. No recuperaremos nuestra dignidad hasta que no tengamos la valentía de liberarnos de ellos. Monstruos que nos gobiernan, que usurpan nuestra soberanía. Hemos de acabar definitivamente con ellos.
He releído un nuevo pasaje de mi libro Viaje a Grecia: La tríada helénica y el enigmático íbice de oro --del que ayer mismo os presentaba un fragmento-- y he encontrado un pasaje en el que el protagonista, en un soliloquio, relata sus impresiones sobre la Guerra de Siria. Aparece como una entrada de su diario: el 1 de octubre de 2015. De esto hace ya casi dos años… y todo sigue igual.



1 de octubre de 2015. La guerra de Siria es el gran conflicto de nuestro tiempo. Esto acabará mal. ¡Qué horror! ¿Cómo se puede llegar a un tal grado de devastación? No lo puedo comprender. No puedo pensar en otra cosa. A la que me descuido, ya estoy dándole vueltas de nuevo. En casa me dicen que estoy en la Luna de Valencia, siempre pensando en las musarañas. Miles de refugiados que huyen de la guerra. Creo que son más de cuatro millones de desplazados. Ya ha habido más de 250.000 muertos. Es tremendo. Insoportable. El mundo está atónito… e indignado. Los que huyen quieren entrar en Europa a toda costa. Son cientos de miles. Alemania es el nuevo “América, América!”. Elia Kazan. Los armenios. Siempre es lo mismo. Pero como siempre, los países intentan sacarse el problema de encima. En este asunto Alemania ha sido ejemplar. Pero Hungría… que vergüenza. Las declaraciones de algunos políticos son indignantes, ofensivas. ¿Cómo lo vamos a hacer? Solidaridad. La gente es buena. En Barcelona, muchas familias se han ofrecido para acoger un refugiado en su casa. Lo mismo en otras ciudades. Buena gente. Pero los gobiernos no están por la labor. Intentarán evitar a toda costa que entren. Darán los permisos con cuentagotas. Siempre ha sido igual. El mundo se repite. Ahora los rusos han entrado en la guerra. ¡Vaya lío! Americanos, franceses, saudíes, iranís, y los rusos… claro. Estos van a la suya, en otro bando que la coalición. Van con Bashar el Asad, defienden al régimen sirio. ¿Por qué? ¿Quién tiene razón? ¡Yo que sé! Pero si el gobierno sirio machaca a su gente; ¿cómo puede defender Rusia a un Régimen que bombardea a su población civil indefensa? No sé. Impresionante exposición fotográfica en La virreina de Ricard García Vilanova. Destellos en la oscuridad. Y los otros… tampoco puede decirse que tengan las manos limpias, ni mucho menos. Vaya lío que ha organizado Estados Unidos en la región. Desde que inició la invasión de Irak, todo ha ido a peor. ¡Vaya chapuza! Esta todo incendiado: Afganistán, Pakistán, Irak, Yemen, Siria… Que desastre. Lo peor es que lo veíamos venir. ¿Qué demonios hacen metiéndose en este avispero? decíamos después del atentado de las Torres gemelas. Nuestros políticos son unos irresponsables. Han incendiado el mundo. ¿Y nuestros jóvenes, qué? Sin trabajo. Y los musulmanes europeos… La integración no ha funcionado. Unos dicen; ¡que se vayan a su país si no les gusta observar nuestras costumbres! No sé. No es tan sencillo. Se sienten humillados. Despreciados. No pueden ascender socialmente. Sí, pero se les ayuda. Tienen derechos que en sus países no pueden ni soñar. Seguridad social, la protección del estado del bienestar. ¡Y encima se quejan, dicen algunos! No sé, yo no entiendo de estas cosas. Se podrían integrar, pero ellos prefieren conservar su cultura y sus costumbres. Quieren vivir aquí como si estuvieran allá. Los franceses no les dejan llevar el velo. “Liberté, Fraternité, Egalité”, los principios revolucionarios. Los derechos del Hombre. La esencia de la República francesa. On s’en fou! Dicen ellos. Los jóvenes se van a luchar a Siria con el DAESH. ¡Qué horror! Como decapitan a sus víctimas, a sus prisioneros. Es dantesco. Nunca pensamos que volveríamos a ver imágenes como estas. La barbarie. Parecía cosa del pasado, de los tiempos oscuros. Pero no. Aquí está. No cambiaremos nunca. Pero estos jóvenes combatientes del estado islámico se han criado en Europa, en Francia, en España… han nacido aquí, se han educado en nuestras escuelas. Hablan perfectamente nuestra lengua. ¿Qué les hace movilizarse por esta causa? ¿Por qué tanto odio? No sé… A mí me parece inexplicable. Algo hemos hecho mal. Choque de civilizaciones. ¿Islam contra cristianismo? ¿Cómo en la época de las cruzadas? No, dicen. La mayoría de los musulmanes son pacíficos. Y es cierto. Se horrorizan tanto como nosotros con todo esto. Y son los que más lo sufren. Por las represalias. ¡No me gustaría encontrarme en el lugar de un musulmán en Europa! ¡Lo de Charlie Hebdo fue muy fuerte! ¡Qué bestias! Pero a mí no me parecieron bien los contenidos que publicaron antes y después del atentado. No muestran ningún respeto por el islam. Es la libertad de expresión dicen. ¡Es sagrada! Sí, pero humillar a los musulmanes y menoscabar sus sentimientos religiosos… No sé. Pero hay odio. Hay un rencor larvado de siglos. No es políticamente correcto decirlo. No, no, no. Pero… Fueron colonias de Europa. ¿Qué barbaridades hicimos en el pasado? No nos lo perdonan. El círculo del odio, un proceso del nunca acabar. Israel, Palestina… ¡Hay tantas cosas! Cómo acabaremos con todo esto. Hoy los cazas rusos han atacado posiciones rebeldes. Pero estos rebeldes son aliados de EE.UU. Madre mía, que lío. Todos contra todos. Y de momento, más y más familias sacrificadas, más muertos. Más refugiados desamparados que intentan entrar en Europa. El gobierno de Hungría montó un telón de acero en una noche. Avalancha humana, ocho mil refugiados llegan cada día a las fronteras del espacio Schengen. No sólo sirios, también afganos, iraquíes… Dicen que los afganos son agresivos. Se pelean con los otros migrantes. La miseria y la necesidad, hacen miserables a los hombres. El gobierno de España decide aprovechar la situación para hacerse un anuncio con la causa. El migrante que fue agredido hace unas semanas por una periodista húngara xenófoba, ha sido invitado a residir en España con su familia. El padre de familia es el entrenador de un equipo de futbol en su ciudad natal. Le han ofrecido entrar en el Madrid. Salió en el telediario del mediodía. ¡Qué buenos somos! Jeje. Un portavoz del gobierno salió a explicarlo. Qué hipócritas; me parece que intentan escaquearse de acoger migrantes: sólo los que pidan asilo político. Los otros no, que se cuelan aquí por la cara para conseguir trabajo. Además, puede filtrarse algún terrorista… dicen. Alemania, quiere imponer cupos. Los socios miran para otro lado. Una vez más, los europeos no nos ponemos de acuerdo. Inacción. No se toma la iniciativa. La realidad nos desborda. Cómo en los Balcanes en los años noventa, como tantas veces… ¿Funciona el proyecto de Europa? Tengo mis dudas.


miércoles, 5 de abril de 2017

Mikonos


Siempre me ha parecido curiosa la transformación de las personas en turistas. Cuando vemos un turista por las calles de nuestra ciudad, lo miramos con un cierto desdén. Hay algo de anodino, de ridículo en su actitud y su aspecto. Incluso, aquí, les hemos dado un nombre original: los guiris. Una palabra cargada con el significado del desprecio. Pero la realidad es que todos, mal que nos pese, nos convertimos a su vez en turistas en algún momento. Y nos vemos obligados a meternos en ese triste papel durante unos días, quizás incomodados, viendo como los nativos nos miran por encima de la nariz.
En mi primer libro, aún inédito, el protagonista relata su experiencia en su visita a la afamada isla griega de Mikonos, paradigma del turismo contemporáneo. Os ofrezco un fragmento de este libro de viajes que he titulado Viaje a Grecia: la tríada helénica y el enigmático íbice de oro. Espero que os guste.


22 de julio de 2015. Mikonos. El ferry Blue star Naxos, cargado hasta los topes, desembarca a la horda de turistas en los muelles del puerto nuevo. Igual que si se abrieran las reclusas de una inmensa represa, el Naxos nos vomita de su enorme panza. Como guiados por un sexto sentido, todos los guiris nos desplazamos como corderos hacia la pequeña embarcación que a su vez nos conducirá, por tandas, hasta el puerto viejo de Hora, la pequeña y aclamada capital de Mikonos. El calor es insoportable. El sol, inflexible, nos castiga sobre la expuesta cubierta de la embarcación. Formamos parte de un variopinto grupo de turistas en su sentido más estricto. Uniformados con nuestros impresentables atuendos veraniegos, lo más ligeros posibles, producimos una impresión más bien deprimente. Gorro playero, algunos anudados con su ridícula cinta. Sudadera impresa, en muchos casos con explícitos mensajes alusivos al viaje en curso, como I love Greece, mochila, cámara fotográfica colgando del cuello y botellín de agua en la mano. Los más británicos, impertérritos con sus calcetines blancos bien estirados y zapatillas de deporte de mil y un colorines. 
En cinco minutos ya estamos atracando de nuevo, esta vez en el puerto tradicional de la isla. Los escasos habitantes de Mikonos, que a esta hora se refugian a la sombra de las tabernas del puerto, nos miran socarrones. La embarcación nos escupe como si se tratara de un hormiguero repentinamente agredido. Nos dirigimos hacia lo que llaman la plaza de los taxis por el paseo marítimo que bordea la bucólica playa, dejando el ayuntamiento a nuestra derecha y la pequeña ermita que los marineros de Mikonos dedican a la virgen. Poco a poco se van dispersando los turistas, que se pierden por el laberinto de callejuelas que llevan a la Pequeña Venecia o hacia Plateia Alefkandra, donde podrán disfrutar de uno de los rincones más venerados por el Homo turisticus. Las callejuelas de Mikonos y sus casas, de un blanco deslumbrantes apenas roto por el azul que es la marca distintiva del paisaje urbano de las Cícladas, serpentean por una intrincada medina. La vida de antaño prácticamente ha desaparecido y los habitantes han vendido sus propiedades, ante la inexorable presión del turismo. En su lugar, se han instalado las grandes marcas de lujo de medio mundo que han calado su red en este pintoresco laberinto para obtener caza mayor. Hace tanto calor que decidimos irnos a bañar. Queremos evitar la visita de la villa de Mikonos durante el sofocante calor del mediodía. Decidimos averiguar el precio de un taxi que nos lleve a algún insospechado lugar de la isla, a alguna de las playas paradisíacas que se anuncian y hacen su fama. En la plaza Manto Mavrogenous, llamada plaza de los taxis, deslumbrantes reclamos ofrecen servicios de taxi o paseos turísticos por la isla. Entramos en uno de los chiringuitos. Nos atiende una mujer joven, muy bella. Sin duda, la empresa es consciente de la importancia de este factor para pillar a sus clientes. Profesional y eficiente, la empleada habla un inglés impecable. Nos atiende con evidente deferencia. Podríamos estar en una oficina turística en el barrio más pijo de Londres, tal es el trato. Con la mosca detrás de la oreja, preguntamos precios. Son de escándalo. Con sorprendente eficacia, la chica –que ya parece acostumbrada a la sorpresa que muestran la mayoría de los clientes--, nos ofrece una solución alternativa interesante. Por el mismo coste que un taxi –al que hemos desistido por su importe desorbitado—, nos propone un transporte a nuestra disposición durante todo el día, con chofer. Sorpresa. Podrán llevarnos hasta la playa que queramos y recogernos de nuevo cuando así lo deseemos. Además, nos llevarán de vuelta hasta el embarcadero para tomar el ferry una vez abandonemos Mikonos al atardecer. Aceptamos. Sigue sin ser barato, pero no hay otro remedio si queremos sacar el mejor partido de nuestra corta visita. Escogemos la playa. Nos ofrece varias posibilidades. Dudamos. Nos pregunta si lo que deseamos es una playa más turística o menos, para gais o para heteros, más convencional y familiar o más desmadrada. Con envidiable profesionalidad, nuestra bella asistente propone la playa Super Paradise. Nos la vende como una playa divertida, muy bonita y con gente joven. “¡Es la mejor de Mikonos!”, nos dice con un guiño de complicidad. Nos miramos entre nosotros. Decidimos que sí. 
Al instante llega ante la puerta un imponente monovolumen de nueve plazas. Soberbio, gris metalizado, nuevo de trinca y recién salido del lavado. El chofer, vestido con terno, camisa y corbata –lo que produce una cierta alergia, pues estamos a 40 ºC a la sombra­­-- nos abre la puerta corredera del flamante monovolumen para que podamos entrar. Somos seis. El tipo es simpático, pero la comunicación es prácticamente imposible. No habla inglés. Llegamos a comprender que es albanés y trabaja aquí durante la temporada turística. Inquirimos su opinión sobre la playa a la que nos conduce. Sin dudarlo, nos indica que es la mejor de Mikonos. Bueno… parece que hemos acertado. La suerte ya está echada. Al fin y al cabo, se trata de tomarse un baño y refrescarse, comer algo rápidamente y volver a Mikonos para callejear. El lujoso monovolumen avanza por una carretera serpenteante, sembrada de quats conducidos por guiris veinteañeros que, a pecho descubierto, se desplazan febriles de un lado a otro de la isla. Es un trajín increíble. Parecen aquellos nerviosos vehículos voladores que menudean de un lado a otro en las ciudades siderales de La guerra de las galaxias. Nosotros vamos como príncipes en el interior perfectamente climatizado. Llegamos a nuestro destino después de una carrera de aproximadamente veinte minutos. Nuestro conductor aparca frente a la puerta de un recinto totalmente “fortificado”, vallado con postes de madera, que no permiten por su altura otear lo que hay del otro lado. El albanés salta del coche y nos abre la puerta como si fuéramos ministros. Se despide señalándonos la entrada y nos confirma, tal como hemos convenido en la oficina con su jefa, que volverá dos horas más tarde para recogernos de nuevo y llevarnos de vuelta a Hora. 
Nos encontramos frente a la entrada del Super paradise beach. Esto es lo que reza el rotulo de estilo californiano. El sol es abrasador. La temperatura, después de veinte minutos de tregua en el fresco interior de nuestro monovolumen, nos deja totalmente aturdidos. Nos acercamos a la puerta del recinto. De momento, el mar, aunque se intuye, no se ve por ningún sitio debido al cerramiento del recinto. Es evidente que lo hacen expresamente, pues sólo accediendo al local puede uno disfrutar de la playa y el mar. Suena la música a todo taco. Un portero guarda la entrada a Super Paradise, como es habitual en las puertas de las discotecas. Es un verdadero gigante de raza negra. La naturaleza le ha dotado de una potente musculatura, pero no contento con ello, la ha cultivado además con su evidente afición a la halterofilia. Viste anchas bermudas y una sudadera, expresamente pensadas para enseñar a los amedrentados visitantes las poderosas “armas” de sus colosales brazos y piernas, así como el gigantesco cuello sobre el que se asienta una cabeza negra como un tizón, pelada al cero y brillante como una bola de marfil, con oscuras gafas de sol y dotada de auriculares para avisar, en caso de un altercado, a sus forzudos compañeros y que acudan a recoger los cadáveres, producto de sus expeditivos modales. Poca broma. Para mayor capacidad disuasoria, le acompaña un portentoso perro negro, de pelo brillante y ojos encendidos, que nos mira con cara de pocos amigos. El respetable can tiene aspecto de atender solicito a su amo, en caso de que sea requerido. Amedrentados, nos acercamos a él y nos facilita la entrada en el recinto con un gesto amable, que nos tranquiliza. Nada más pasar, nos encontramos ante un amplio espacio de recepción al aire libre. A nuestra derecha, han construido una instalación “artística” sobre la arena, de grandes dimensiones y dudoso gusto, a base de botellas de champán. La música house suena ahora mucho más alto. Da la impresión que hemos entrado en una discoteca, lo cual nos descoloca un poco. Parece como si nuestra idea de darnos un chapuzón en Super Paradise, no cuadrara con este espacio discotequero. En una rápida ojeada descubrimos que, efectivamente, el recinto cierra por completo la playa, convirtiéndola en un reservado. Una medida de opinable legalidad. 
Frente al mar se encuentran centenares de tumbonas, alineadas en un orden perfecto, en las que se tuestan otros tantos turistas, en su mayoría muy jóvenes. Es un inmenso aparcamiento de cuerpos bronceados. Tal es el abigarramiento de cuerpos expuestos que no se distingue la arena de la playa. Frente a la primera línea, apurada hasta el linde del mar, se extiende un mar en calma que cierra una pequeña bahía. Un paraje que en su día fuera, sin duda, un lugar paradisíaco. Frente a este amplio tostadero de carne humana, en la zona más interior de la playa, un amplio parasol de obra cobija un inmenso local con toda suerte de ofertas gastronómicas fast food. Al fondo y cerrando el local por detrás, largas barras de bar, inacabables, con infinitos surtidores de cerveza y un surtido discreto de botellería barata en los anaqueles del fondo. La primera sensación al entrar en este lugar es una impresión olfativa. Las ingentes raciones de fast food que se consumen aquí en grandes mesas, a las que pueden sentarse más de veinte personas en cada una, desprenden un olor rancio y ligeramente desagradable. Buscamos sitio para sentarnos a alguna de las mesas disponibles. No es fácil, pues se hallan casi todas ocupadas o reservadas. No hace falta hablar de las tumbonas, a las que es imposible acceder pues a estas horas del mediodía ya se encuentran ocupadas, desde que a primeras horas de la mañana han aparecido los más previsores. 
Los guiris parecen encontrarse a sus anchas en Super Paradise. Una vez instalados, lo que no ha sido nada fácil, me coloco el bañador e intento llegar hasta la orilla, sorteando las tumbonas, para darme por fin el baño tan esperado. En un agua caliente como en un baño turco nado nervioso unos metros mar adentro para sentirme liberado del agobio.  Me detengo en una zona lo suficiente distante de la playa como para sentirme a “salvo” y, mirando perplejo hacia la distante orilla, no puedo evitar sentir tristeza por el espectáculo que se me ofrece por delante. 
Un rato más tarde, sentado a la mesa, acabo mi sobrio plato combinado que me ha servido una camarera altiva e impertinente, que parecía reprochar con su mirada mi presencia aquí, tan desplazado, en el lugar equivocado. Al poco, sube de nuevo el volumen de la música, que ahora ya es casi insoportable. Ante nuestra sorpresa, aparecen unas gogó, chicas y chicos, que, disfrazados con sus estridentes trapos de faunos postmodernos, suben a distintos podios distribuidos en el amplio recinto para bailar ante un público que, al son de la música y su creciente volumen, va entrando en trance por momentos. 
De repente, salimos de nuestro embobamiento y caemos en la cuenta de que ya es prácticamente la hora concertada con nuestro chófer, que debe recogernos donde nos depositó hace un par de horas. Y, como una exhalación, desaparecemos discretamente de este Averno para volver al mundo de los vivos.

martes, 4 de abril de 2017

Gran chef de la cocina francesa muere haciendo un corte de mangas

Yo mismo asistí al funeral, que era de lo menos habitual. Estaba estupefacto. El finado, que exhibía una posición grotesca, estaba perfectamente aseado, niquelado y amortajado con una impecable y almidonada chaquetilla, lo que denotaba sin lugar a dudas su condición de cocinero –en vida, claro—. Un congelado gesto burlesco, o mejor dicho, tragicómico, despedía a su postrera audiencia. Para sorpresa de los presentes, el traspasado exhibía de forma ostentosa, sorprendente y me atrevería a decir que indigna de tan trascendente momento, un solemne corte de mangas. Con este gesto inmortalizado, imposible de cambiar por el rigor mortis, recibía el difunto la respetuosa presencia de quienes habían acudido a despedirle. Lo han leído bien: el muerto brindaba a los discretos asistentes con un indecoroso e inapropiado corte de mangas, lo que los catalanes llamamos una butifarra de payés. ¿Deseaba el fenecido, en un último gesto de franqueza o de afirmación personal insinuar algún mensaje póstumo?
El finado, Didier Chante-Canard, prestigioso chef francés, Tres Estrellas Michelin, Chevalier de l’Ordre des Manduquaires de France y Médaille de La Légion d’Honneur, destacadas distinciones entre una larga lista de condecoraciones, yacía en su lecho de muerte con atusados bigotes dalinianos, impecable peinado con raya en medio y abundante brillantina. Más chocante todavía era su expresión: con ojos abiertos como de congelada sorpresa –lo que no es habitual, incluso considerado de mal gusto y perturbador para los vivos, que aterrados observan la muerte cara a cara—, reforzaba aún más si cabe ese acto de reafirmación final: este enigmático, soberano y torero corte de mangas… ¡ala, ahí va eso!
El fallecido parecía una alimaña disecada – ¡perdón! --, de esas que se ven en las viejas películas en las que aparecen huraños taxidermistas en sus abarrotados y polvorientos talleres de disecación. Su gesto, entre cómico y agresivo, potenciado por los estupefactos ojos inermes, como de vidrio, recordaba el detenido instante del felino disecado a punto de saltar sobre su presa.
No podía sustraerme a la fascinación. Entre el estupor y la curiosidad, no pude por menos que preguntarme qué podría haber llevado al chef Chante-Canard a tan sorprendente afirmación final. Sabemos que la cocina francesa no pasa por sus mejores momentos, pero esto no parece afectar en demasía al cerrado y soberbio Club des Grands Chefs de France.
¿Acaso rabiaba por no haber logrado la excelencia con su última langosta Termidor, o sus Vieiras Façon Dupérrier, o aún su reciente Carré d’Agneau sur feuille Églantine, mi cuit côté-côté et potiron soignée confit? Sin duda, los cocineros galos siguen siendo los más perseverantes y disciplinados, vehementes y tenaces hasta dar con la perfección. Pero nos resistimos a creer que el fracaso en una elaboración suprema pueda haber sido el motivo de su grotesco gesto, mordazmente apuntando hacia la eternidad. ¿Acaso mostraba así su enfado por la humillante Declaración-de-la-cocina-francesa-como-Patrimonio-de-la-Humanidad? Seguro que a un hombre sagaz como Didier Chante-Canard no se le escapaba la burla que esta Declaración representa para la Alta Cocina Francesa: una condena al museo, al desván de los recuerdos de la Historia. ¿O acaso era un último gesto en honor de Ferran Adrià, en un sarcástico y póstumo homenaje a la cocina molecular? ¿Cabe plantearse la posibilidad de que un cocinillas de chichinabo, vendedor de crecepelos cocineriles, artífice de espurias sferificaciones, pueda ni siquiera haber inquietado al Chef Chante-Canard, luz y faro de la haute cuisine française? Me pregunto, y lo hago con la boca pequeña, si por el contrario no recibió en el último momento, en el trascendental trance de entregar su alma, una postrera iluminación que lo hiciera dudar de su forma de cocinar, de las pautas académicas heredadas de sus maestros desde los lejanos tiempos de los clásicos de la Grande Cuisine Française… ¿Pudo realmente abjurar a última hora de Vétel, de Carême, de Escoffier, de Bocusse y de tantos otros astros del art culinaire?
¿A quién dio el gran Chante-canard las muy precisas instrucciones para ser mostrado de esta manera, en este exabrupto final con vocación de permanecer congelado en la memoria de los tiempos?
Mi innata timidez y discreción, sumadas a mi condición de único extranjero en la ceremonia, no me permitieron indagar, entre la compungida concurrencia, la razón de tamaña afirmación existencial. Puedo decir que los presentes parecían menos sorprendidos que yo mismo, como si fueran conocedores y cómplices del póstumo manifiesto y, entendiendo y compartiendo las razones del finado, se dispusieran a amparar con su presencia la indignada militancia del admirado Chante-Canard. Las estrafalarias últimas voluntades del fallecido parecían recibir aquí una soterrada aceptación. Un truculento desafío a las desafortunadas circunstancias del destino que habían obligado al laureado chef a dedicarnos este explicito corte de mangas. El desabrido despido de quién en vida servía la mesa de los principales con inmaculada sonrisa, con un punto de orgullo –marca de la casa entre los profesionales galos-- pero siempre con humildad. La magna cocina tiene razones que la razón no entiende…

P.S.: Ya han pasado algunos meses desde la muerte y feliz entierro del portentoso Chef Didier Chante-Canard. No hemos podido descubrir los reivindicativos motivos del condecorado cocinero. Nada dicen los periódicos y las revistas especializadas. Silencio. Las razones del despechado gesto continúan sumidas en el más grande de los misterios. Mutis por la audiencia. Un tupido velo se ha extendido alrededor de este hecho. La corporación de los Grands Chefs de France ha cerrado filas en torno a su venerado colega, y como si de un agujero negro se tratara que todo se lo traga, nada ha trascendido del singular gesto cocineril. Apelo aquí a otros colegas de profesión, para que aporten algo de luz a esta misteriosa historia, en el caso de ser conocedores de algún detalle que nos acerque al curioso enigma de Chante-Canard. Hoy, desde su tumba, nos sigue inquietando con su solemne y póstumo corte de mangas.