Mostrando entradas con la etiqueta sentido. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta sentido. Mostrar todas las entradas

martes, 31 de mayo de 2016

La identidad y la nación


La construcción de la identidad
Es este un tema espinoso. Lo es en todo el mundo, también entre nosotros, en Europa, en España, en Cataluña. Una cuestión que levanta hondas emociones, que remueve cuestiones profundas. Con este asunto hay que ir con mucho tiento, como el artillero que inspecciona una mina anti-personal. La identidad nacional es un combustible altamente inflamable, que puede traer funestas consecuencias. Ya lo hemos vivido en Europa. En estas cuestiones conviene tener muy presente el pasado, para corregir errores. Ya sabemos que el que no conoce la historia, o la olvida, está condenado a repetirla.
He releído a Manuel Castells, para saber lo que dice sobre este tema. Hay una interesante reflexión sobre la identidad en su libro La Era de la información: el poder de la identidad. Me interesa exponer, muy resumidos, algunos conceptos básicos que me servirán como punto de partida de mis argumentos.
Empezaremos con una definición: La identidad es la fuente de sentido y experiencia para la gente. Por identidad, en lo referente a los actores sociales, Manuel Castells entiende el proceso de construcción del sentido atendiendo a un atributo cultural, o a un conjunto relacionado de atributos culturales, al que se da prioridad sobre el resto de las fuentes de sentido. La identidad debe distinguirse del concepto de rol: los roles sociales (ser madre, futbolista, trabajadora…) son las funciones que realiza el actor social. Las identidades organizan el sentido, mientras que los roles organizan las funciones. Pero, ¿qué se entiende por sentido? Se puede definir como la identificación simbólica que realiza un actor social del objetivo de su acción. Las identidades son fuentes de sentido para los propios actores sociales y son construidas por ellos mismos mediante un proceso de individualización. Las identidades sólo se convierten en tales si los actores sociales las interiorizan y construyen su sentido en torno a esta interiorización.
Deseo centrarme en la identidad colectiva. Podemos convenir que todas las identidades son construidas. Los individuos, las sociedades, organizan los materiales de la historia, de la geografía, de la biología, de su experiencia vital, etc., para darles un sentido: este sentido es la identidad. Puesto que la construcción social de la identidad siempre tiene lugar en un contexto marcado por las relaciones de poder, Castells propone tres formas u orígenes de la construcción de la identidad. Yo me quiero centrar en la forma que él denomina identidad legitimadora.  
La identidad legitimadora es aquella que ha sido introducida por las instituciones dominantes de la sociedad para extender y racionalizar su dominación frente a los actores sociales. Esta definición está en la base del tema que me interesa: abordar el nacionalismo. La identidad legitimadora genera una sociedad civil. Se entiende por tal, un conjunto de organizaciones e instituciones, así como una serie de actores sociales estructurados y organizados, que reproducen, si bien a veces de modo conflictivo, la identidad que racionaliza las fuentes de dominación estructural.

Castells sostiene que la era de la globalización es también la del surgimiento nacionalista. Esto es interesante, pues supone una inquietante paradoja. ¿Cómo se entiende que, en un momento en el que empieza a estructurarse una sociedad globalizada, se produzca al mismo tiempo un intenso renacimiento de los nacionalismos? La tesis tradicional es que los nacionalismos han estado ligados con el estado-nación moderno y soberano. El autor opina que la explosión de los nacionalismos en la actualidad, en estrecha relación con el debilitamiento de los estados-nación existentes, no encaja bien con este modelo teórico que asimila naciones y nacionalismos al surgimiento y la consolidación del estado-nación moderno tras la Revolución francesa. La conclusión de Castells es que el nacionalismo, y las naciones, tienen vida propia, independientemente de la condición de estado. Por ejemplo, Escocia, Cataluña, Quebec, Kurdistán o Palestina son naciones o nacionalismos que no alcanzaron la condición de estados-nación modernos, sin embargo, muestran una fuerte identidad cultural/territorial que se expresa como un carácter nacional. Para resumir, Manuel Castells considera que deben destacarse cuatro aspectos principales cuando se analiza el nacionalismo contemporáneo:
  1. El nacionalismo contemporáneo puede, o no, orientarse hacia la construcción de un estado-nación soberano. Por tanto, las naciones son entidades independientes del estado.
  2. Las naciones y los estados-naciones no están históricamente limitados al estado-nación moderno constituido en Europa en los doscientos años posteriores a la Revolución francesa.
  3. El nacionalismo no es necesariamente un fenómeno de élite. De hecho, el actual suele ser una reacción contra las élites globales.
  4. Debido a que el nacionalismo contemporáneo es más reactivo que proactivo, tiende a ser más cultural que político y, por ello, se orienta más hacia la defensa de una cultura ya institucionalizada que hacia la construcción o defensa de un estado.
En conclusión, el nacionalismo se construye por la acción y la reacción social, tanto por parte de las élites como de las masas. Reducir las naciones y los nacionalismos al proceso de construcción del estado-nación hace imposible explicar el ascenso simultaneo del nacionalismo y el declive del estado-nación.

Naciones sin estado: Cataluña
No voy a entrar en el debate de si Cataluña es o no una nación. Pienso que está suficientemente documentado y explicado, no hay ninguna duda al respecto. Los historiadores y especialistas lo saben. Otra cosa es la manipulación a la que está sujeta la población española, a la que se le hace creer que los catalanes pertenecen exclusivamente a la nación española.
Pensar que la nación y el nacionalismo son un fenómeno directamente vinculado con la construcción del estado moderno, es un error muy común y arraigado. La población, en general, tiene esta falsa creencia, que le ha sido inducida a través de la educación escolar. Una larga mayoría cree que el estado coincide con la nación y, por tanto, el estado español es la consecuencia natural de la nación española. Pero esto es un error. A muchos les parece inconcebible que el estado español sea una estructura organizativa que engloba varias naciones, consecuencia de los avatares de la historia en la península ibérica. Pero, en este caso, dado que estamos hablando de identidad, el error no produce indiferencia –como sería el caso si se tratara de otro tema--, sino una verdadera inflamación. Con esta cuestión, estamos tocando una materia sensible que apela a las emociones, a algo arraigado y profundo, pues implica al conjunto de símbolos que definen lo que somos. Como decía antes, removemos un tema delicado, que levanta pasiones, que puede llegar a ser explosivo: nuestra identidad nos conforma y sembrar dudas al respecto produce un vértigo enorme, un gran vacío, como si uno ya no supiera dónde sostenerse.
Deberíamos aprender a convivir respetando las identidades ajenas. Sobre todo, no intentando imponer la propia a los demás. El problema del nacionalismo no es el nacionalismo en sí, sino su perversa voluntad de querer ser hegemónico. La obstinación de los que se arrogan el papel de vigilantes de las esencias nacionales, tratando de imponer el sentimiento propio a los otros, aquellos que no se identifican simbólicamente con este marco de sentido. Es el caso del nacionalismo español, que trata de imponer por la fuerza el sentimiento españolista en Cataluña. Pero, atención, también es el caso del hegemonismo catalanista, que intenta imponer el suyo en el País valenciano o en Mallorca. Este hegemonismo es directamente un reflejo fascistoide y está en el origen de todas las explosiones de violencia que hemos conocido en la Europa moderna, desde el Nazismo hasta el hegemonismo serbio que incendió los Balcanes en los años noventa. Es curioso, pero los nacionalismos proactivos, es decir, aquellos que están consolidados y plenamente reconocidos, que gozan de un estado, no se consideran nacionalistas en el sentido común del término. Consideran el nacionalismo como un mal que aqueja a las naciones que no están plenamente reconocidas, cuyo nacionalismo es reactivo, defensivo. Al no estar dotados de un estado, ponen en duda su reconocimiento nacional. Una cosa lleva a la otra. Este es nuestro caso, el que se da entre España y Cataluña. Un ejemplo muy ilustrativo de lo que digo: desde las instituciones y administraciones públicas del estado español se habla del nacionalismo catalán y vasco con cierto desdén y prevención, pero no se ven a sí mismos como nacionalistas españoles, representantes de un nacionalismo bien más agresivo que los que critican. No perciben su propio hegemonismo, pues al no reconocer al otro como nación, no reconocen tampoco sus símbolos. Es el caso de la lengua: para España es inconcebible la política de inmersión lingüística --una ley de Normalización Lingüística que se aprobó en Cataluña por unanimidad--, pues en el fondo no se acaban de creer que el catalán sea la lengua propia de Cataluña e insisten, cada cierto tiempo, en devolver las cosas al orden fomentando la vuelta del castellano como lengua hegemónica.
Si nos fijamos, la intransigencia provoca un fenómeno reactivo que va en contra de la cohesión del estado español como estado plurinacional. Cuando menor es el respeto y reconocimiento de las diversas identidades plurinacionales del estado, mayor es el peligro de ruptura y de que España salte por los aires. Con la llegada de la democracia y la Constitución de 1978, las nacionalidades históricas aceptaron formar parte del estado español y renunciar a un estado propio.  Fue un pacto acomodado a las circunstancias del momento. Ahora resurge de nuevo un hondo sentimiento nacionalista, como consecuencia de que esos pactos y acuerdos han quedado obsoletos y, sobre todo, que se produce una fuerte recentralización por parte del estado. En la medida en que el poder central ha estado en manos del bipartidismo PP/PSOE, ambos partidos fuertemente españolistas, los catalanes se han vuelto más reactivos y, donde estuvieron dispuestos a aceptar el statu quo constitucional, ahora, casi un 50% de la población, desea independizarse de España –a medida que el estado presiona e intenta reprimir este sentir, aumenta proporcionalmente el anhelo de separarse y buscar una solución propia--.
Ya sabemos que son tres la razones –básicamente--, por las que los catalanes han ido mostrando esa progresiva reacción: la financiación, la lengua y la educación. Son los tres pilares a dinamitar para evitar el surgimiento de un nuevo estado-nación. Es una lucha por la hegemonía, una competencia entre naciones --pues en definitiva se trata también de esto--, de dos naciones que compiten entre ellas por la hegemonía política; en el caso de Cataluña por encontrar un nuevo acomodo que le permita, aparte de ejercer libremente sus derechos nacionales, ganar posiciones en el tablero de juego global; en el caso de España, por evitar su desmantelamiento, perdiendo su pieza más codiciada. Durante los sucesivos mandatos del PP ha ido aumentando de forma vertiginosa el porcentaje de catalanes que se inclina por la independencia, fruto de su política re-españolizadora. Todo ello alimentado por la actitud cómplice del Partido socialista, que se ha ido escorando hacia el nacionalismo español en contra del reconocimiento de las otras nacionalidades, alineándose con el PP en esta cuestión y que ha llevado a la exasperación a los catalanes, viendo como poco a poco este cerrado bipartidismo bloqueaba cualquier posibilidad de adaptar la realidad catalana a los tiempos. En definitiva, de la impotencia de la mitad –por lo menos—de los catalanes que ven como los mecanismos del estado de derecho bloquean cualquier solución a sus problemas y anhelos.
Ya hemos visto que los sociólogos explican la identidad como una fuente de sentido para las comunidades nacionales. Pues bien, nadie duda tampoco, que uno de los principales símbolos de una comunidad nacional y su principal fuente de sentido es la lengua. Así pues, podemos afirmar que la lengua catalana es el cimiento de la identidad catalana. Pero muchos se preguntarán, ¿Puede considerarse al castellano una lengua más de la identidad catalana? Espinosa cuestión, de difícil contestación. La lengua propia de Cataluña es el catalán, claro. Pero la realidad es que los catalanes han convivido en el estado español durante más de quinientos años. La lengua estatal, el castellano, se ha impuesto en largos periodos. Los movimientos migratorios han asentado el castellano entre nosotros. Hoy es una lengua cooficial junto al catalán. ¿Tiene sentido hablar de que Cataluña tiene hoy dos lenguas propias? Ya sé que los más puristas dirán que el castellano ha sido impuesto por la fuerza. Incluso, los más enragés, comentarán que hemos sido víctimas de invasiones que han desvirtuado nuestras esencias. Bueno… ¿Y qué? ¿Acaso las invasiones y la promiscuidad étnica y cultural no son consustanciales a las comunidades humanas, especialmente de una comunidad mediterránea como la catalana? El tema de la lengua no es baladí, de hecho, es el núcleo mismo del conflicto. Pues está bien determinado por los estudiosos que la lengua es, y ha sido en la historia, un mecanismo de dominación, el principal instrumento por el que una nación intenta imponer su sentido, su identidad, a otras. Esta es la razón que explica, también, que los constitucionalistas que han inspirado la nueva constitución catalana propongan el catalán como única lengua oficial del estado; son perfectamente conscientes del papel determinante del castellano en la expansión de la identidad española. Y reproducen su esquema fascistoide con el catalán. Todo esto nos lleva a una cuestión interesante, ambigua: ¿Cómo catalanes que hemos convivido tanto tiempo con otras nacionalidades de la península, bajo un mismo estado, podemos hablar de una nación de naciones? ¿se ha forjado en este tiempo una nueva identidad española? Yo creo que no. Por la sencilla razón de que los catalanes—y otras comunidades ibéricas—no lo han sentido así. En definitiva, el sentimiento nacional es eso: un sentimiento. Una adopción de identidad que se hace por amor o vocación, o convicción, pero jamás por la fuerza. Si analizamos la historia, veremos que se han dado pocas razones para que catalanes y vascos se sientan españoles, por la simple razón de que esa nacionalidad moderna se ha intentado imponer por coacción, suplantando la identidad nacional autóctona, violentando la situación en contra de la voluntad de los afectados. En una palabra, fue voluntad del estado español recién nacido, en el siglo XV, uniformizar la nueva “nación española” bajo la pauta del código identitario de una de ellas: el hegemonismo castellano.

No será fácil resolver la cuestión nacional en España. El hecho mismo de que la población catalana esté dividida a este respecto, apunta las enormes dificultades para acomodar una solución que satisfaga a todo el mundo. El surgimiento de la Unión Europea y su progresiva consolidación, podrían dar paso a un “nuevo estado” supranacional, que esta vez sí, reconociera la plurinacionalidad de su constitución. De esta forma, podría esperarse que el actual estado español fuese disolviéndose en beneficio del estado europeo y, una vez consolidado, Cataluña –como nación—encontrara su acomodo definitivo. Al igual que España, que sería fuerte en Europa y no se vería desarmada de lo hoy es uno de sus principales constituyentes –Cataluña--, sin el cual no cree poder sobrevivir.

*Mapa publicado en el año 1652 en Ámsterdam en la obra Atlantis nova pars secunda


jueves, 19 de mayo de 2016

Andamos en busca de nuevo sentido

de nuevo Svetlana Aleksiévich (2)


Andamos a la búsqueda de un nuevo sentido. Por esto me gusta el libro de Svetlana Aleksiévich. Sugiere caminos, y narrando la incertidumbre y desasosiego del presente, muestra la luz al final del túnel. No se puede vivir sin esperanza. Las sociedades, al igual que las personas, pueden encontrarse en encrucijadas, incluso en caminos sin salida. La perseverancia es esencial para la supervivencia.
Sigo leyendo con avidez y fascinación a Aleksiévich. La versión catalana de su libro, Temps de segona m: la fi del home roig. Ayer dio una conferencia en el CCCB de Barcelona. Lleno a reventar. Llegué una hora antes, por prevención. No sirvió de nada; tuve que seguirla por stremming, de vuelta a casa. “Yo no puedo vivir sin esperanza” dice. Y también: “La vida puede germinar a pesar de todas las adversidades” o aún, “el odio no nos salvará; sólo nos salvará el amor”. La lectura de este libro le deja a uno totalmente exhausto, anonadado. ¿Cómo es posible que colapse de esta manera un imperio –el imperio soviético-- forjado con el esfuerzo y la fe ciega de centenares de millones de personas? ¿Cómo puede haber terminado así el comunismo? ¿Qué ha ocurrido para que una idea que sedujo a una parte de la humanidad se haya convertido en la peor de las pesadillas de la historia? Rusia, o mejor, el vasto territorio de lo que fuera la URSS, que comprendía varias repúblicas europeas y asiáticas, se ha convertido en un campo devastado. Millones de ciudadanos se sienten humillados, o desorientados, o directamente hundidos en la miseria física y moral. Es un mundo sin perspectivas. La caída del imperio comunista, que muchos vieron como la oportunidad de una vida nueva, de la recuperación de la libertad, resultó igualmente un fiasco inmenso. A la ignominia del comunismo han sucedido las “ratas” –término literal que utiliza la propia escritora-- del capitalismo mafioso moscovita. Los delincuentes asaltaron el estado y arramblaron con todo. Hoy los ladrones y los asesinos mandan en Rusia y la gente, que no tiene nada, asiste impotente a esta tragedia.
Los rusos han sido triturados por la rueda de la historia. Pero, cuidado… No seamos ingenuos; si bien no se puede comparar la situación de Rusia con la de la UE, tampoco podemos afirmar que caminamos por un sendero alfombrado con flores. Nuestros problemas son graves, sin llegar al paroxismo de la sociedad soviética y post soviética y el sufrimiento infinito de sus gentes. Por encima de todo, también nos afecta este “cansancio de la civilización”. Estamos todos en un callejón sin salida. La búsqueda de un nuevo sentido es también nuestro objetivo. Así lo ve Aleksiévich, que saltó como un muelle de su asiento cuando le pareció interpretar –por un malentendido a causa de la traducción simultánea—que el moderador insinuaba que nosotros estamos libres de males y observamos la realidad rusa con cierta condescendencia.
Lo que maravilla de la inmensa novela de Aleksiévich, a parte de la emoción y la precisión de su relato, es la tenue esperanza que subyace. Es posible reconstruir, volver a empezar… a pesar del embrutecimiento que todo ello ha causado, del hastío, del agotamiento, “del profundo sentimiento de derrota”. El ser humano es como una hormiga. Hacendoso y persistente. Resiliente, que se dice ahora. La gran escritora bielorrusa sabe que la reconstrucción sólo es posible desde el diálogo sincero con la historia reciente. A partir de un relato fundado en la honestidad, en la franqueza, que huya de la impostura del relato oficial con el que se ha engañado --¡y se sigue engañando! --, de forma persistente, al pueblo ruso. Este es un objetivo venerable de su libro.
Aleksiévich concibe la novela como el relato de la vida. No es partidaria de la ficción. La literatura es vida. El libro debe abrir su relato a la pulsión de lo vital. Temps de segona mà es como el retablo de El Bosco, un ingente universo de personajes variopintos, donde cada uno tiene su papel, su personalidad propia. Es esta inmensa sinfonía la que constituye el sentido de ese universo. La novela es como el coro del antiguo teatro griego, una polifonía que explica la cadencia del acontecer, del paso real del tiempo –¡el tiempo humano! --. La verdad se encuentra ahora en la inmediatez de los testimonios personales, centrándose en lo esencial: el modo como el destino afecta a los humanos. En cierto modo, el libro es un libro de historia. Pero un libro de historia en el que lo que importan son las voces de las personas, de “la gente pequeña” --como le gusta recordar a Aleksiévich--. Es la pulsión subjetiva de la historia, las voces de las gentes, de los que la sufren en sus carnes, con toda su crudeza, los grandes hechos –cataclismos-- de la Historia con mayúscula, que se lo lleva todo como un río desbordado. Podríamos poner un símil: la Historia es como el registro de la propiedad, un lugar frío y burocrático en el que están formalmente registrados –como las fincas--, con precisión científica, la descripción de los grandes hechos.  A la escritora, por el contrario, le interesan los sentimientos y las emociones que se producen entre las frías paredes de esa casa que describe el registro, ahí es dónde late la vida.
La lectura de su libro nos permite descubrir a una escritora meticulosa. Ella misma dice que escribir es una labor muy ardua y costosa, pues llegó a tardar hasta diez años para acabar este libro. Se percibe la labor de síntesis, de depuración de los textos hasta dejar lo esencial. Este trabajo minucioso nos deja un relato cristalino y de gran simplicidad. Pero detrás de esta aparente simplicidad, se esconde mucho trabajo. No hay nada que cueste más que depurar un texto para que refleje, de forma clara y transparente, la esencia de las cosas. Vivimos –dice la galardonada con el Nobel—en un mundo sobresaturado de información. Pero esta información es esencialmente periodística y no nos acerca al secreto, al misterio de las cosas.
Detrás de esta polifonía de voces a través de la cual habla la vida, por encima de la literatura, se filtra espontánea la verdad. Una verdad que se encuentra enterrada entre las múltiples experiencias, a menudo contradictorias y ambiguas, de los personajes que han conversado con Aleksiévich. Pues ella misma afirma que no son entrevistas, sino conversaciones entre amigas, como aquellas que eran tan habituales en las antiguas cocinas soviéticas, al amparo de las indiscreciones. Una verdad fundada en las diversas visiones de la realidad –pues cada persona genera una respuesta diferente ante los mismos hechos-- cuya principal y nada desdeñable función, consistiría en abrir los ojos a los rusos. Y de esta forma, desde el reconocimiento de su “ser en la historia”, construir una nueva “voluntad de ser”. El hallazgo de un camino, de una salida del largo y amargo túnel en el que la historia los ha metido. Por su bien, pero también por el nuestro.
Y ahí late el misterio, el secreto, al que se refiere la escritora. La obra suscita más interrogantes que los que uno se planteaba antes de leerla. Así es como debe ser; de esta forma se mide un gran libro. Esta es una obra con punto ciego, en el sentido que le atribuye Javier Cercas en su reciente libro y del que ya he hablado en este blog*. Me atrevo a decir que ahí está el valor primordial de su escritura, lo que explica la grandeza de su obra y justifica la merecida entrega del premio Nobel. Un misterio que habla del alma rusa, pero también del alma humana en general, de cómo somos, de hasta qué punto somos inaprensibles y nos comportamos de una forma misteriosa, inexplicable, muchas veces paradójica y contradictoria. Como la historia de amor, inaudita, de Elena Razduieva, que se enamora de un preso --¡que no conoce! -- condenado a cadena perpetua en la Siberia profunda, adonde se desplaza para verlo ¡sólo los días de visita!, abandonando a su marido y a sus hijos, a los que por otra parte quiere con locura. ¿Quién entiende esto? En este misterio está toda la esencia del libro. El alma humana aparece como un inmenso agujero negro, inaprensible. La eterna búsqueda del sentido.



miércoles, 20 de abril de 2016

¿Se te traga un remolino?


En cierta ocasión le hicieron una entrevista al filósofo Rafael Argullol en la que daba un consejo que me llamó la atención. Conocí fugazmente a Rafael Argullol en la Universidad de Barcelona cuando yo estudiaba y él comenzaba a dar clases. He leído un par de libros suyos y me parece interesante. Pues bien, volvamos al tema que suscitaba mi interés en su entrevista; Argullol explicaba cuál era el mejor consejo que le dieron en su vida. Parece ser que, siendo niño, le angustiaba pensar que ocurriría si nadando le atrapara un remolino. Consultó entonces a un viejo pescador amigo de la familia, que le dijo: “déjate succionar por él, al llegar al fondo, el propio remolino te impulsara hacia afuera”. Este consejo debió parecerle bien paradójico. ¡Y que difícil de seguir!, pues uno tiende a dejarse llevar por su instinto y éste parece indicar todo lo contrario. Comparto con Argullol la convicción de la sabiduría que encierra el astuto consejo del pescador, al convertirse en una brillante y acertada metáfora de cómo reaccionar en momentos cruciales de nuestra vida. Aquellos momentos en los que sentimos que nuestra vida naufraga y pateamos desesperadamente para salir a flote. En nuestra desesperación, cegados por el pánico, no podemos ni imaginar que la solución está precisamente en dejarse ir.

En un mundo de locos como el que nos toca vivir, en el que no nos queda tiempo ni para respirar, es fácil que las personas no puedan seguir el ritmo trepidante que marca el absurdo sistema de vida que nos hemos inventado. Así, muchos se hunden en el abismo incapaces de seguir la marcha. Frustrados, piensan que son incapaces, que han fracasado. Los demás, enfrascados en su loca carrera, ni siquiera se paran para mirar atrás y pensar en el sentido de sus vidas. Pero en realidad lo que falla es este sistema, injusto y perverso, que no está al servicio del propio individuo – como debiera ser—sino al servicio del correr por correr con un objetivo ajeno al interés de la persona. Es una creciente espiral perversa y absurda que no nos lleva a ninguna parte. Por esa razón, es mejor dejarse ir y, en un gesto supremo de libertad y de lucidez, descubrir que el camino va por otro lado. 

Foto: Miquel Barceló. Ou sont-ils tous mes dessins, II - 1986