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viernes, 19 de mayo de 2017

Reflexiones sobre la globalización: ¿Han traicionado las élites a la humanidad, abandonándola a su suerte, conduciéndola a la destrucción?


La globalización es el proyecto hacia la aldea global, que ya preconizaban los sociólogos en los años ochenta. Ya hemos llegado, gracias a la sociedad de la información. Internet ha acelerado el proceso y lo ha hecho inevitable. Pero, sobre todo, la telefonía móvil y las redes sociales, que son su consecuencia más incisiva, son las que han hecho realidad esta interconectividad humana y todo lo que conlleva. La globalización, que tenía que tener efectos benéficos para la humanidad, se ha convertido de momento en un infierno para la mayoría. En esta primera fase, ha tenido un efecto perverso, sobre todo, en las democracias occidentales. Ha empobrecido a las clases medias y ha precarizado a las clases trabajadoras. En definitiva, ha acabado con millones de puestos de trabajo en Occidente, ha empobrecido a millones de familias y ha tenido un efecto demoledor sobre el Estado del Bienestar.
La globalización ha producido la siguiente perversión; mientras que, por un lado, ha favorecido el capitalismo global, con la libre circulación de capitales e inversiones, que ha conseguido escapar a las regulaciones de los Estados nacionales, por el otro, ha dinamitado las conquistas sociales que las democracias occidentales habían conquistado en los últimos dos siglos. El Estado del Bienestar está en franca regresión y los ciudadanos se ven impotentes para obligar a sus Estados a preservarlo y a defenderlos de los embates de una globalización caótica. De hecho, los Estados nacionales ya son impotentes para defender los derechos de sus ciudadanos en este sentido, pues su ámbito nacional no les permite regular más que en su propio territorio, pero las leyes económicas y las regulaciones del mercado ya son a escala global. Lo que se llama la desregulación: una situación que favorece al poder fáctico financiero, a las grandes corporaciones, a la élite de millonarios que ahora se miran el mundo desde arriba.
Este efecto perverso de la globalización está en el origen del resurgimiento de los populismos de cualquier signo. Las mayorías nacionales votan ahora a partidos que, contra toda lógica, defienden una vuelta al pasado reinstaurando fronteras e intentando devolver al Estado nación su poder regulador. A este fenómeno contribuye el miedo que genera la inmigración, que los occidentales perciben como una amenaza. Asustados, los votantes dirigen sus votos hacia partidos que les garantizan la “vuelta al pasado”. Pero, eso ya no es posible. La globalización ha venido para quedarse. Resistirse a ella es ilusorio e ineficaz.
Es curioso constatar que muchos votantes de la izquierda, votan ahora a los partidos populistas neofascistas, pues se acogen a sus mensajes falsarios como a un clavo ardiendo. A su vez, los partidos de izquierda se decantan ahora por la antiglobalización y el anti europeísmo. Véase el ejemplo de Mélanchon en las últimas elecciones francesas, aconsejando a sus votantes abstenerse en la segunda vuelta, en lugar de frenar al Frente Nacional. Ahora, más que nunca, los extremos se tocan.
Los políticos visionarios deberían hacer hincapié en las ventajas que se vislumbran, de todas maneras, en el horizonte de la globalización. Por de pronto, la pérdida de poder adquisitivo de los europeos como consecuencia de la rebaja de sus sueldos durante el periodo de austeridad, es consecuencia del acceso al mercado de millones de puestos de trabajo de países del tercer mundo. Muchos millones de personas tienen ahora un trabajo y un sueldo en lugares como India o China, donde antes no tenían nada. Se está produciendo un efecto de vasos comunicantes que tenderá, a lo largo de las próximas décadas, a igualar a los trabajadores de todo el mundo. Es cierto que se han acabado los privilegios de las clases trabajadoras occidentales. Pero es en favor de un proceso de igualación en todo el mundo. Se dirá, con razón, que lo que se ha conseguido es precarizar a la humanidad en su conjunto, mientras una élite de privilegiados acumula una riqueza inmensa, nunca igualada antes. Es rigurosamente cierto. La humanidad ya ha entrado en un periodo de fuerte polarización en lo que a la riqueza se refiere. La globalización ha permitido esta abominable perversión: los ricos escapan del control de los Estados, acumulan más riqueza que nunca, en pocas manos, se escabullen de los sistemas fiscales…
Pero la humanidad acomete un nuevo episodio de su evolución: la lucha por los derechos de la humanidad en su conjunto. Solamente unas leyes universales, una regulación universal del mercado, únicas e iguales para todos, permitirán la recuperación del orden lógico de las cosas, la lucha contra la injusticia y una nueva etapa de prosperidad para la humanidad en su conjunto. Ya lo dije en reflexiones anteriores en este mismo blog; se precisa un neo-humanismo. Un código de valores que ponga por encima de todo, la conservación del planeta y la vida, e instaure la supremacía de la solidaridad humana.
Y aquí apunto el tema esencial, el regulador de toda la cuestión. El factor determinante que regulará la globalización: el cambio climático o, lo que es lo mismo, la conservación de la naturaleza. Si no nos aplicamos en construir un sistema sostenible con la conservación de la Tierra, estamos perdidos. La posibilidad de su destrucción es real y muy cercana. Ya no nos queda tiempo. No podemos perdernos en excusas y dilaciones. ¡Va, apuremos unos añitos más! – dicen los populistas de uno y otro signo--. No, imposible.
Así pues, la globalización está en directa relación con esta amenaza: el cambio climático. En el sentido que es el regulador para evitar nuestra destrucción. La amenaza es tan grave que sólo la podremos enfocar todos juntos. Paradójicamente, uno de los países que más puede hacer por revertir la situación, Estados Unidos, acaba de elegir a un presidente negacionista. Trump ha prometido a los americanos un sueño imposible. Y él lo sabe. No se puede hacer como si no supiéramos que estamos al borde del cataclismo ecológico. No se puede volver atrás, como si la grave amenaza que tenemos planteada, inminente, no existiera. El presidente Trump miente: sabe perfectamente que las amenazas climáticas son ciertas. Pero ha preferido esconder la cabeza debajo del ala y hacer ver que la cosa no existe. ¡Grave irresponsabilidad! Según Bruno Latour*, experto en ciencia política, lo que Trump y los negacionistas hacen es mucho más grave que esconder la cabeza debajo del ala. Trump y las élites enriquecidas planean una traición a la humanidad. En una palabra, quieren salvarse ellos y vender al resto de la humanidad, pues saben que, con sus planes, no hay vida futura para todos. Desean deshacerse rápido del lastre de la solidaridad. En su desesperación, las clases medias y las clases trabajadoras, se han refugiado en sus promesas. Pero son falsas promesas, que no pueden cumplirse de ninguna manera. El engaño consiste en alargar un poco más la orgía del dividendo ilimitado –maniobran las élites oscurantistas--. ¡Vamos a sangrar al animal herido un poco más! –piensan—, pues ellos deliran con conseguir su objetivo egoísta y traicionero. Y el precio para ello, es abandonar al resto de la humanidad.
Bruno Latour pone un ejemplo escalofriante para ilustrar la situación; el símil del Titánic: Las personas iluminadas (las élites) ven llegar el iceberg claramente desde la proa. Saben que se producirá el naufragio. Se apropian de los botes salvavidas. Piden a la orquesta que no deje de tocar amables melodías, mientras aprovechan la oscuridad de la noche para pirarse, antes de que la excesiva escora del barco alerte a las demás clases. Esta minoría privilegiada, las élites que en adelante llamaremos oscurantistas, han comprendido que, si querían sobrevivir, había que dejar de parecer que compartían el espacio con los demás. De pronto, la globalización toma un cariz muy diferente: desde la borda, las clases inferiores, en ese momento ya totalmente despiertas, ven cómo los botes salvavidas se alejan cada vez más. La orquesta sigue tocando Cerca de ti, Señor, pero la música no basta para ahogar los gritos de rabia…


*Bruno Latour: El gran retroceso: La Europa refugio. Editorial Seix barral, 2017


viernes, 10 de junio de 2016

La gran transformación pendiente (2)


La democracia arrastra un grave defecto desde su implantación en la era moderna. Las élites nunca han querido someterse a ella y, desdeñándola, se han mantenido fuera del sistema. No les convenía estar bajo el control democrático, que nos iguala a todos, ni mucho menos les interesaba la redistribución de la riqueza, que unos pocos acaparan desde la noche de los tiempos. Así, la revolución democrática, en su punto de partida, no pudo abarcar a todos los estamentos sociales. Las nuevas reglas del juego se aplicaron a la sociedad en su conjunto, pero los verdaderamente ricos encontraron la manera de zafarse. Los que acumulaban la riqueza, se mantuvieron fuera del sistema. Impusieron, de forma soterrada, su propia exclusión para no ser arrollados por la ola democratizadora. Por el otro lado, las incipientes instituciones democráticas, temerosas del verdadero poder fáctico que éstas representaban, consintieron estas condiciones, en un pacto no escrito, para evitar la guerra y preservar el nuevo orden naciente. La situación, aunque injusta, representaba aun así una clara mejora para las gentes, con respecto a las condiciones anteriores.

De aquellos vientos, cosechamos estas tempestades. Después de un periodo socialdemócrata, en el que parecía que las democracias mejoraban poco a poco, gracias a políticas fiscales y redistributivas cada vez más eficaces, hemos entrado de nuevo en una edad oscura. Parece como si, de repente, anduviéramos para atrás como los cangrejos. No voy a entrar ahora en las razones de este retroceso, que se debe sin duda a las condiciones históricas que han facilitado el desarrollo sin límite del capitalismo neoliberal.

Lo cierto es que seguimos pagando el precio de ese acuerdo injusto, de ese pacto no escrito, que hace que la riqueza se quede a la orilla del sistema democrático. Se entiende por una verdadera democracia, aquel sistema por el que todos –sin ningún tipo de exclusión-- debemos contribuir al bien común, proporcionalmente a nuestra riqueza. Así, nos encontramos ahora, a la entrada del siglo XXI, con que la riqueza de las naciones se sigue volatilizando como antaño, pues los muy ricos disponen de mecanismos “legales” que les permiten pagar muchos menos impuestos de los que les tocarían. En muchos casos, incluso, rehúyen la propia ley, aunque les sea favorable, y en su codicia por llevarse el máximo al saco, deciden evadir sus capitales ilegalmente. Yo diría que con mucha más facilidad y sofisticación que antes y en cantidades inmensamente más importantes, pues la riqueza que ha producido Occidente desde la Segunda Guerra Mundial es fabulosamente gigantesca. Una parte muy significativa de este patrimonio se nos ha escurrido de las manos y escapa de nuestro control gracias a la perversidad del lado malo de la globalización, que permite emboscarse con la riqueza que se ha generado en nuestros países y esconderla en paraísos que medran a la orilla del estado de derecho democrático.

Es un hecho que la polarización entre ricos y pobres está creciendo. Es decir, que vamos para atrás. Es la muestra evidente de la ineficacia de nuestros sistemas fiscales. Esta situación de estancamiento a la que ha sido conducida la democracia, en la que los recursos han vuelto a concentrarse –más que nunca-- en las manos de cuatro, que los retiran del terreno de juego, nos aboca a la gente común a una situación perversa, pues en lugar de buscar los mecanismos para recuperar los recursos ahí donde ilegítimamente se han acumulado, nos despedazamos entre nosotros para repartirnos las migajas que nos dejan “en casa” los poseedores de grandes fortunas. Me explico: ante la impotencia que sentimos por no poder dar caza a los poderosos evasores, nos devoramos entre nosotros. Así vemos, con desanimo, como los partidos en el poder, sean de izquierdas o de derechas --es igual--, sangran al pobre contribuyente –sea más rico o no tanto--, ante la imposibilidad de gravar a quienes realmente deberían gravar, pues son los que realmente acumulan el grueso de la riqueza. Por esto se dice, y con razón, que las clases medias están desapareciendo, pues están siendo esquilmadas por el propio estado de derecho, ante su urgente y desesperada necesidad de recursos. Una situación peligrosa, pues las clases medias han sido la argamasa que ha hecho posible la cohesión social y la paz después de la Gran guerra. Con su desaparición, el mundo volverá a ser un polvorín.

Así pues, lo apropiado es dar la gran batalla en el campo de la evasión fiscal. Dinamitar de una vez por todas los paraísos que han existido hasta ahora, off shore, con impunidad y hasta con una cierta connivencia de muchos estados occidentales. El momento histórico está maduro para acabar con ese pacto no escrito y emprender la gran transformación que representaría cazar a los evasores y a sus inmensas fortunas. Asistimos, insisto, con impotencia, al desvío de esta inmensa riqueza fuera del control del fisco, que pierde así los tan necesarios recursos para asistir a la gente desamparada después de una crisis tan devastadora y remontar nuestras pequeñas y medianas empresas, que son el verdadero nervio de nuestra sociedad. El dinero está globalizado y se mueve a la velocidad de la luz, escapando del control de los estados nacionales y de las situaciones de “riesgo”, buscando la rentabilidad puntual aquí y allá, en los vericuetos del mercado global, ocultándose en el paraíso off shore. Pero las personas estamos aquí y no podemos estar sometidos a la incertidumbre, a esta volatilidad de la inversión por la que el dinero fluye a un sitio u a otro en función de criterios de rentabilidad, haciéndonos ahora ricos según sopla el viento, ahora sumidos en la pobreza, cuando los inversores consideran que las condiciones ya no son óptimas. Hay que colocar a los seres humanos en el centro de las cosas.


Son dos, por lo tanto, las grandes tareas pendientes para conquistar la plena democracia a nivel global: regular democráticamente el sistema financiero y acabar con la evasión fiscal. Poco a poco, las nuevas generaciones empiezan a contestar el principio de impunidad –conforme al pacto no escrito al que nos referíamos más arriba—por el que las élites evaden su capital fuera del sistema. Parece evidente que la siguiente revolución pendiente de la humanidad es abolir estos limbos y hacer entrar en vereda a los evasores. También, y sobre todo, someter al sistema financiero a una regulación que considere al hombre la medida de todas las cosas. Acabar ya de una vez por todas con ese doble estado, a la sombra del democrático, y que socava gravemente la prosperidad de la humanidad. Es revolucionario que jóvenes empleados del sistema bancario hayan tenido las agallas de desvelar las listas de los evasores, de centenares de periodistas de investigación que –en un esfuerzo de trabajo ingente-- unen sus recursos a nivel internacional para poder desvelar las redes de evasores, con nombres y apellidos, forzando de esta manera a los estados –muchas veces en connivencia con los evasores—a perseguirlos y a plantear batalla, por primera vez en la historia, contra este doble estado ilegal consentido a los largo de los siglos XVIII, XIX y XX, como forma de preservar los privilegios. La Gran recesión impide sostener por más tiempo esta situación. Ahora está madura la fase para iniciar el gran salto, la gran transformación pendiente de la humanidad, que tendrá consecuencias altamente benéficas, consiguiendo una sociedad más justa e integrada y, lo que es más importante, representará un avance gigantesco hacia la erradicación de la pobreza y las desigualdades.


sábado, 28 de mayo de 2016

La muerte de Europa


El campamento de Idomeni se ha desmantelado casi sigilosamente. La policía se presentó de buena mañana, medrosamente, en una operación alejada de las cámaras. Se ha evitado la presencia de periodistas. Poco a poco se han desalojado a las pobres gentes de sus precarios campamentos. Se trata de mantener la mirada del mundo alejada de esta ignominia. Europa esconde sus vergüenzas. Con caras tristes, decepcionados, los refugiados se resignan a lo inevitable. Niños y mayores, miembros de estas desvalidas familias que ahora esgrimen la faz real de nuestro hiriente mundo, deshacen lo andado y reemprenden su camino de vuelta al infierno. La ostentosa y lacerante presencia de las excavadoras, que recogen los restos andrajosos del campamento, materializa el fracaso de Europa como civilización capaz de acoger y dar asilo a los que huyen de la persecución y de la guerra, intentando escapar de una muerte segura. Seres acorralados por la historia y, también, por sus propios congéneres. Humanos que no tienen cabida en este mundo. Personas a las que se les da la espalda y, con una resignada hipocresía, se mira hacia otro lado esperando que, por arte de magia, desaparezcan de la faz de la Tierra para no incomodar nuestras existencias egoístas. Son un estorbo, una escoria sobrante de la humanidad. Material de rechazo.

Con estos hechos, se constata el fin de la Europa de los derechos humanos y civiles, de un modelo de sociedad que para muchos ha sido ejemplar, único en la historia. Una milagrosa y efímera contingencia, una edad dorada que desaparece para siempre y nos conduce, de nuevo, a la dura realidad de nuestro mundo, un lugar áspero y desabrido. Ya estamos en otros tiempos. En tiempos aciagos dónde los individuos ya no importan. El hombre ya no es la medida de todas las cosas. Hay otras prioridades. En un abrir y cerrar de ojos, los ideales por los que han luchado varias generaciones –y han estado dispuestos a dejarse la piel--, se han esfumado.
Pero no seamos hipócritas. El cierre de fronteras y la vuelta a casa de los refugiados no es sólo una cuestión de mala gestión política. Siempre culpamos a nuestros políticos. Es fácil echarles la responsabilidad de que haya fracasado la política de acogida. La verdad es que la culpa es enteramente nuestra, del conjunto de los ciudadanos europeos. La mayoría de los europeos, seamos francos, estaba en contra de acoger a estas gentes. Pero esta mayoría callaba cobardemente. Sólo una minoría, a quien no importaba que su conducta fuese tachada de políticamente incorrecta e insolidaria, se mostraba claramente contraria a aceptar a los refugiados. Otros, seguramente otra minoría, apelaba a los valores supremos que sustenta nuestra civilización. Esgrimían el deber moral de proteger a los desesperados, de anteponer, sin ningún tipo de excusa, por encima de todo, los derechos humanos. Así, los políticos que mueven los engranajes de esta máquina infernal en que se ha convertido Europa, han maniobrado sigilosamente para frenar esta ola migratoria, a sabiendas de que cuentan con la aquiescencia de una parte importante de la población del continente.

Pero, podríamos preguntarnos: ¿por qué tantos ciudadanos del viejo continente no aceptan a los refugiados? Esta es una pregunta clave, pero que nadie se atreve a plantear abiertamente. ¿Lo que late detrás es la xenofobia? ¿El miedo a lo diferente? ¿La convicción, vamos a decir bienintencionada, de que estas olas migratorias pueden amenazar nuestra civilización, diluir nuestra esencia, hasta hacerla desaparecer completamente? Los europeos, en su mayoría, no quieren una sociedad pluricultural. ¡No! ¡ni hablar! A lo sumo, aceptarían que los inmigrantes se integraran. Es decir, que asumieran que, al ser acogidos por la generosidad y solidaridad europea, deberían dejar atrás sus creencias y sus hábitos para integrarse en las costumbres europeas. En una palabra, la condición sería que estuvieran dispuestos a convertirse en europeos. ¿Qué se entiende por esta conversión? Pues que aprendan los idiomas de los países de acogida, que se vistan como ellos, que coman lo mismo que sus anfitriones y, en última instancia, que adopten sus mismos ideales y valores. ¿Se puede exigir todo esto, como condición para ser recibido y aceptado? Muchos creen firmemente que sí. Y lo defienden con vehemencia. Alegan que los recién llegados lo hacen por elección y, al disfrutar de la generosidad que representa la acogida entre nosotros, se les puede exigir como mínimo que acepten integrarse plenamente en nuestro modo de vida. ¿Hemos pensado lo que representaría para nosotros irnos a vivir, por ejemplo, a Afganistán y adaptarnos plenamente a sus costumbres e ideales? ¿Seríamos capaces? No sé cómo nos sentiríamos si, además de la humillación que representa la huida de la guerra, sin nada, con una mano delante y otra detrás, nos viéramos obligados a ponernos un nicab, escolarizar a nuestros hijos a una madrasa para que aprendan El Corán…

Como dice Manuel Castells, la oposición entre globalización e identidad está dando forma a nuestro mundo y a nuestras vidas. La integración es una formula muy conflictiva. Sí, es cierto que las culturas deben preservarse, que los europeos temen que la intromisión de culturas foráneas pueda romper la homogeneidad y la cohesión social de sus comunidades. En oposición, los extranjeros que llegan a Europa desean conservar sus costumbres y, una vez entre nosotros, buscan la manera de convivir con los suyos, amparados entre ellos, buscando formar comunidades cerradas donde puedan reproducir la vida de sus países de origen. Dicho todo esto, hemos de convenir que el conflicto convivencial es comprensible. Nacen los recelos entre unos y otros. Hasta cierto punto, cabe comprender la dificultad de establecer una convivencia sin alteraciones y tensiones. Claro. Pero, por desgracia, no podemos escoger. Ya no es posible pensar el mundo como un lugar con departamentos estancos, como si se tratara de un zoológico humano, aquí los leones, allá las cebras… La progresiva mundialización, o globalización –como le queramos llamar—aboca a la humanidad a un proceso imparable de convergencia. Aunque este proceso es muy traumático, nada será capaz de detenerlo. Es como si la humanidad tuviese trazado este camino de antemano. El lento caminar de nuestra especie a través del tiempo, en su devenir, señala la convergencia de la humanidad, a ser sólo una. Por mucho empeño que pongamos en revertir este proceso, no lo conseguiremos. Es un devenir irrevocable, imposible de torcer o de cambiar. En un futuro, más o menos lejano, la sociedad humana estará plenamente integrada, será “una sola tribu”. Ya caminamos hacia ese nuevo mundo.

El choque que provoca esta globalización se opera, sobre todo, en las grandes urbes de Occidente; son las verdaderas megalópolis cosmopolitas del mundo, el laboratorio en el que ya podemos observar los conflictos que nos acechan y que señalan el camino hacia el futuro. Este juntarse gentes de las más diversas procedencias, etnias, religiones, lenguas y valores es lo que llamamos multiculturalismo. Desde mi punto de vista, el multiculturalismo es una utopía. Lo digo muy a mi pesar, pues que hay más bello que la diversidad humana. Se está demostrado muy complicado y difícil establecer sociedades estables multiculturales. Pongamos algún ejemplo, en Francia, por buscar un caso paradigmático: ¿Cómo conseguimos casar el derecho de la igualdad, conquistada por los franceses en un costosísimo proceso revolucionario y al que no están dispuestos a renunciar de ninguna manera, con el derecho de los musulmanes a considerar a sus mujeres, en muchos aspectos, subordinadas a los hombres? ¿Puede alguien, legítimamente, erigirse en juez y parte y decidir que los musulmanes no están en su derecho de establecer la prelación de derechos según el sexo, o como les plazca? ¿Cómo hacemos para no romper la convivencia cuando las leyes de unos conculcan las de los otros y viceversa? Es evidente que el futuro no pasará por subordinar una cultura a otra. Por hacer pasar por el tubo a unos en favor de un supuesto valor superior de los otros. Los europeos están convencidos de su superioridad, pues consideran su sistema de derechos civiles mucho más evolucionado y justo que el del mundo islámico, por ejemplo. Esta convicción los lleva a tratar a los demás con prepotencia y a menoscabar sus costumbres por anticuadas y obsoletas, tratando de imponer el sistema de valores propio como si se fuese un sistema universal. La solución se establecerá por consenso, por un proceso lento de asimilación. Surgirá, de algún modo, una síntesis cultural fruto de las anteriores formas. De hecho, así ha sido en otras etapas de la formación de las sociedades humanas; pensemos en el paso de los clanes y tribus a las sociedades complejas avanzadas. También fue muy traumático, pero se consiguió.

Así que, por mucho que nos opongamos, no podremos contener el río, la fuerza de la corriente se llevará por delante nuestros prejuicios y nuestros legítimos deseos de conservar ese patrimonio cultural intangible que ahora constituye nuestra identidad. Se construirán nuevas identidades sobre las viejas. La humanidad dará un salto cualitativo que implicará una nueva forma de organización. Un nuevo avance de la vida, ineludible, en su camino hacia una mayor complejidad.