miércoles, 28 de junio de 2017

Un rey de cartón piedra


Solemne sesión en el Congreso para celebrar los cuarenta años de democracia. Discurso del Rey convertido en una proclama propagandística contra la voluntad independentista en Cataluña. Lamentable. Con estos discursos, el Estado remacha su voluntad de criminalizar a los ciudadanos que piensan diferente. En una puesta en escena de afirmación nacionalista --de un nacionalismo españolista, por supuesto--, los poderes del Estado, la Monarquía y la Cámara de diputados, han afirmado sus convicciones democráticas y su adhesión a la Constitución en un acto que, de forma torticera, pretende demostrar que ellos son los verdaderos defensores de la Constitución y la democracia y no los catalanes partidarios de encontrar un nuevo encaje.
Una manipulación tan sutil como mezquina y cobarde, pues no es cierto que los ciudadanos catalanes que estamos indignados con la situación actual seamos anti constitucionalistas o anti demócratas. Más bien al contrario, muchos de nosotros luchamos en los años setenta por el advenimiento de esta democracia y ratificamos entonces con nuestro voto la presente Constitución. Es más, curiosamente veo muchas caras, hoy militantes en el PP, que en aquellos días estaban del lado del franquismo más recalcitrante, no sólo contrarios a lo que se estaba gestando sino claramente beligerantes con la nueva Constitución y el orden democrático que estábamos instituyendo.

Así que lo de hoy, además de vergonzoso, injusto y manipulador, es una muestra más del cinismo de un Estado que ha orillado intencionadamente a una parte nada desdeñable de la ciudadanía, no aceptando la diferencia de pensamiento que estos representan. Así, mientras el gobierno incumple con su principal función, que es la de dar salida a los conflictos democráticos que la sociedad plantea, escondiendo la cabeza debajo del ala y rehuyendo su responsabilidad, cuando no azuzando el fuego, el Estado abunda en la injusticia y muestra su talante intolerante al abandonar a miles de ciudadanos que, impotentes, ven como, no solo no se da solución a sus problemas, sino que se utilizan las instituciones de todos para criminalizarlos y exponerlos ante el resto de los españoles como delincuentes.


domingo, 25 de junio de 2017

Experiencia esencial


Los comensales, circunspectos, entraron en la biblioteca. En completo silencio husmearon la estancia preparada para la ocasión. La mesa, impecablemente parada, anunciaba por anticipado las solemnidades gastronómicas que iban a tener lugar. El profesor Butrón, acentuando la trascendencia del momento, asentía pomposamente a medida que los invitados, algunos de ellos avezados especialistas del paladar, entraban en el improvisado comedor. Los viejos anaqueles cargados de libros se habían ocultado tras unas mamparas japonesas con la intención de distraer lo menos posible la atención de los comensales e invitarlos a concentrarse en la degustación que iban a servirles. Los doce invitados cuidadosamente seleccionados para este acontecimiento, escrutaban sobre la mesa los nombres que indicaban en dónde debía sentarse cada uno. ¿Por qué este número?, se preguntó el viejo editor… ¿acaso tenía que ver con los doce apóstoles? O, mejor… ¿con los doce componentes tradicionales de un jurado? Los profesores Butrón y Saguer, perfeccionistas y meticulosos, no habían dejado nada al azar, haciendo valer su máxima que la medida, el orden y la exactitud son valores esenciales de su oficio. La luz roja del rótulo Esencia, que anunciaba a través de la amplia fachada acristalada la existencia de este templo dedicado a los sabores complejos, extendía un vaporoso velo rojo sobre la estancia. Acentuaban esta atmósfera misteriosa las tenues luces blancas, que iluminaban los doce platos de madera clara de sendos comensales, subrayando el que debía ser el principal centro de atención a lo largo de la velada. Y, al mismo tiempo, proyectaban las sombras de los libros que se escondían detrás de las fusumas japonesas, levemente opacas, así como la silueta de una hormiga gigante que corría entre ellos. Así, a la experta circunspección de los expertos se añadía la jocosa ironía de la inquietante presencia de esta hormiga agigantada, acaso una sutil sugerencia, inconscientemente inducida por los profesores Butrón y Saguer, acerca de las hacendosas habilidades y de la tenaz persistencia en el trabajo de este insecto inverosímil.

El profesor Butrón pontificó sobre el sabor complejo. El mutismo de la sala confirmaba la trascendencia del tema expuesto. Fue entonces cuando los camareros, como si se tratara de un desfile de oficiantes en una ceremonia iniciática, sirvieron el primer plato frente a cada uno de los comensales. Con un gesto trascendente de su mano, la cabeza erguida y una mirada profesoral que planeó, condescendiente, sobre las cabezas de los comensales, el profesor Butrón, como un sacerdote de Amón, dio su aquiescencia para iniciar la degustación, seguro de los positivos resultados de su infalible sabiduría culinaria. Mientras tanto, el profesor Saguer, complemento perfecto de su colega en su carácter discreto y disciplinado, se aplicaba a preparar un spoiler del plato Mediterráneo –¿casualidad? …acaso, un inconfesable deseo de llevarle la contraria a su viejo colega, una forma sumergida en el inconsciente de rebelarse contra su preeminencia magistral-- depositando, con parsimoniosa maestría, unas gotas de un cremoso de aceite de oliva virgen extra de la variedad picual, con su manga pastelera, sobre la tepanyaki cryo, que humeaba vapores gélidos en la cabecera de la mesa.

El observador gastronómico Regol acabó, goloso, con el último bocado del plato Vinagre. Expectantes, los profesores Butrón y Saguer esperaban su veredicto, así como el resto de comensales, curiosos por conocer los sesudos algoritmos de su avezado paladar psicológico y su exhaustiva biblioteca de sabores. Contra el parecer del viejo editor, el observador Regol sentenció severo que, precisamente el vinagre, era el elemento estrella del postre, hilo conductor de la creación y el que dotaba al plato de su nervio, enlazando la equilibrada estructura de matices gustativos dulces, agrios, sutilmente salados… y las diferentes texturas acuosas, o cremosas o, aún, crujientes del apio y el hinojo.

Mientras el profesor Butrón aleccionaba a los presentes acerca de las virtudes de la pimienta sansho, entre las que destaca su original perfume cítrico, espolvoreando en la palma de sus manos, con la ayuda de un enorme molinillo, una exhalación de la exótica especie, el sumiller Caballero, verdadero mago de las pociones, artífice de singulares maridajes, servía la infusión que debía acompañar al siguiente plato, Cítricos. La infusión, era una delicia que utilizaba la hierbaluisa como elemento conductor hacia un ramillete de complejos matices, entre los que destacaban las medrosas tonalidades del hidromiel, que condujeron las ensoñaciones de algún comensal hasta los profundos bosques del Finisterre donde, a parte de las meigas, moran los secretos aromas de las resinas y el eucalipto.

Empireumático fue el postre culminante. En las profundidades de este plato se miden las singulares destrezas que se aprenden en esta escuela del sabor. Es aquí donde las dotes culinarias del profesor Butrón y su alter ego Saguer se mostraron más extraordinarias. En un alarde de conocimiento, buscando mayor complejidad y elegancia en el sabor, la sofisticada familia gustativa de los ingredientes que se caracterizan por las notas ahumadas, torrefactas, tostadas, de cavernosos retrogustos achocolatados, representadas en este portento por el café, el mascarpone, el té english breakfast, la melaza, el regaliz, el chocolate con leche y la ciruela, componían un raro equilibrio, en el que en un alarde técnico –como un triple salto mortal de la culinaria—dos ingredientes, el té y el café, aparentemente incompatibles en la paleta de las armonías, mostraban una perfecta integración en la arquitectura de este plato. Un postre realmente conseguido, lo que el profesor Butrón, en sus clases, arrastrado por la vehemencia de sus convicciones, llamaría la sublimación en la elegancia del sabor.


La medianoche marcó el fin de los murmullos que procedieron a la cena y los doce comensales se despidieron de los profesores Butrón y Saguer, así como de Caballero, el habilidoso druida de las pociones que había iluminado los platos con los líquidos de su sabiduría, un hombre alto, espigado y misterioso, con ojos pequeños y profundos en sus cavernosas cuencas, dotado de una perilla que acentuaba su quijotesca esbeltez y, acaso, acababa de construir su aspecto mefistofélico.


martes, 20 de junio de 2017

La cosa está caliente


La canícula ha entrado de pleno. Calor insoportable en Barcelona. Coincide con un incendio tremendo en el centro de Portugal, que ocasiona 69 muertos y veinte mil hectáreas de bosque de eucalipto calcinadas. Greenpeace sostiene que son el efecto del cambio climático. Otras voces alertan de la progresiva desertización de la península ibérica. Un proceso que avanza rápida e inexorablemente. Muchos, somos partidarios de un cambio radical para revertir la situación, que pasa por eliminar progresivamente la utilización de las energías fósiles y sustituirlas, de forma urgente, por energías alternativas que sean limpias y no dañen al planeta. Pero este programa choca con una considerable resistencia. Una oposición que no proviene sólo de las grandes corporaciones industriales, del sector del automóvil, de los grandes intereses petroleros, etc., sino de una parte significativa de la ciudadanía, de la propia población trabajadora que, con las políticas ecologistas, ven peligrar su puesto de trabajo. Difícil encrucijada. ¿Cómo abordar la solución de un problema que nos arrastra al desastre y, al mismo tiempo, no dañar la ya frágil situación de muchos puestos de trabajo? La magnitud del dilema es de proporciones gigantescas. No es fácil. Y lo que es peor; su solución requiere de unas circunstancias que son muy complicadas que se den. ¿Cómo convencer a los mercados –esa figura fantasmal, pero que existe—para que renuncien a unos recursos que suponen jugosos beneficios? ¿Cómo convencerlos a que renuncien a semejante tajada –es evidente que no podemos obligarlos-- en un mundo cada vez más polarizado, dónde los poderosos –los dueños del mundo--, cuya riqueza –inmensa, como nunca antes en la historia de la humanidad-- está ahora concentrada, más que nunca, en pocas manos? Algunas personas tienen un poder de decisión casi absoluto sobre los asuntos del mundo. Estamos entrando en un mundo neofeudal. En una época de claro retroceso de la democracia, en la que los ciudadanos tienen cada vez menor poder de decisión, pues los estados les han ido sustrayendo este poder en beneficio de las élites financieras, o de esas entidades fantasmales que llamamos mercados, que no tienen rostro, pues el capitalismo avanzado se ha sustraído a la tangibilidad, pero que son, aun así, unas entidades más que reales, incluso implacables por sus efectos. ¿Cómo maniobramos para cambiar todo esto, si los propios ciudadanos, como decía más arriba, temen perder lo poco que tienen si se aplican las necesarias políticas de sostenibilidad?
El ejemplo del presidente Trump es una clara ilustración de esta paradoja. Por primera vez, en EE.UU. --en el Imperio--, la opinión de una mayoría de ciudadanos se alinea con un presidente negacionista. Paradójica coincidencia de intereses. Tal como se temía, Trump salió del acuerdo sobre el clima firmado en París. Un retroceso decepcionante. Seguramente de consecuencias desastrosas pues, si no me equivoco, EE.UU. es el responsable de una cuarte parte de las emisiones nocivas de todo el planeta. Lo peor es el ejemplo que esta práctica puede ofrecer al mundo, animando a otros a hacer lo mismo, con la excusa de que “si lo hace el imperio, por qué no yo”. Un escándalo. Un gravísimo atentado contra la sostenibilidad de nuestra vida futura y la continuidad de nuestra especie.
Estados Unidos, con esta huida de su responsabilidad climática, ha perdido definitivamente el liderazgo moral del mundo. Su actual presidente es un síntoma. Trump nos recuerda a los Calígula y los Nerones de la antigua Roma. Y, como ella, ha entrado en una época de decadencia. La humanidad se encuentra ahora huérfana de un “hermano mayor” que ha velado durante un largo periodo de tiempo por los derechos humanos y los principios democráticos. Esto ya se ha acabado. Europa tiene aún prestigio, pero poco poder para ejercer su influencia. El fracaso de su unificación, su incapacidad para intervenir en los conflictos del mundo, le han restado autoridad. Y el caso del reino Unido, con el Brexit, nos presenta la desolación de una nación a la deriva, que ha cometido el inmenso error de desvincularse del único proceso que puede salvarnos y fortalecernos, a pesar de ser uno de los miembros fundadores de la UE. Ya nada es lo que era. Nuestros políticos, mediocres, hablan de crisis; pero lo que está ocurriendo es simplemente que estamos cambiando de mundo, de la misma forma que el Renacimiento dio paso a un mundo nuevo dejando atrás la Edad media.
Ante este panorama, no queda más que esperar que surja una iniciativa, ahora inconcebible, para hacer frente a nuestros ingentes desafíos. Si somos optimistas, creeremos en la infinita capacidad creativa y la resiliencia de la humanidad, de su determinada capacidad para la lucha y la supervivencia, de su tenacidad para sobreponerse a lo peor, anteponiendo finalmente su sensatez. En todas las épocas, los analistas, sobrecogidos por las tragedias de la humanidad, han pensado que estaban al borde del precipicio, que se acercaba el fin del mundo. Pero siempre hemos sido capaces de resurgir, ¿por qué no debería ser así ahora?
Para abordar los ingentes problemas que tenemos por delante, lo primero es analizarlos bien y decidir prioridades. Yo pienso que nuestra prioridad es el cambio climático, pues si no revertimos la situación actual, el planeta no sobrevivirá y nosotros desapareceremos con él. Por esta razón sostengo que debe aparecer un nuevo humanismo que ponga a la preservación de la Tierra en el centro de nuestro interés, desplazando el anterior humanismo, que nació con el Renacimiento, y que sostenía que “el hombre es la medida de todas las cosas”. Ahora descubrimos que nuestra acción debe ser necesariamente limitada. No podemos aspirar a un crecimiento infinito como creían nuestros antepasados. El planeta Tierra no lo hace sostenible.
Este nuevo humanismo, que yo llamo Neohumanismo, debe formar a las nuevas generaciones en un nuevo código ético. Uno de los puntos fundamentales en los que debe incidir es en nuestro concepto de la riqueza. Hasta ahora nadie discutía que la riqueza era un valor positivo para la humanidad. Ni nadie discutía la necesidad de su crecimiento ilimitado a fin del bien de la comunidad humana. Lo que sí se discutía era el reparto de la misma. Se disentía respecto al uso y propiedad de la misma; mientras que unos sostenían que la riqueza pertenecía a una minoría, por derecho de sangre, o bien por que la hubieran acumulado haciendo uso de sus habilidades, otros defendían que la riqueza debía redistribuirse socialmente, compartirse de forma común beneficiando a la sociedad en su conjunto. Este escenario se ha presentado a lo largo de las épocas como una lucha de clases, como un proceso progresivo que llevaría a la humanidad hacia un comunismo de la propiedad. Sin embargo, debemos enfrentarnos a la constatación de que ahora el problema no es sólo como se distribuye la riqueza, sino que esta misma riqueza ya no puede crecer infinitamente. Por primera vez, la humanidad toma conciencia que nuestra capacidad de crear riqueza tiene un límite: la sobreexplotación de la Tierra que, exhausta y agotada, está a punto de abocarnos a la autodestrucción, si no encontramos rápidamente una solución.

En consecuencia, en el futuro no será sólo más difícil crecer, sino que la riqueza existente, al ser limitada, provocará mayores tensiones en la comunidad humana. Los ricos se encastillarán para protegerse de la presión redistributiva y la humanidad – los humanos comunes—deberán ingeniárselas para dar un salto adelante que suponga, primero, la salvaguarda de la especie y, luego, el acceso a la dignidad que ahora está muy lejos de existir, redistribuyendo la limitada riqueza disponible.

Foto: Nuestra responsabilidad es preservar la naturaleza para las futuras generaciones


viernes, 16 de junio de 2017

Afganistán


Lectura de Els Nois del Zinc. Conmovedora historia, de nuevo, de Svetlana Aleksiévich sobre Afganistán. La Guerra Afgano-soviética de 1978-1992. Terrible. Leo que murieron entre 600.000 y 2 millones de civiles… espeluznante. Los soviéticos tuvieron 15.000 bajas militares. Es mucho, considerando que la mayoría eran chicos muy jóvenes, que no sabían dónde se metían. No tenían suficiente preparación y murieron como moscas. Carne de cañón. Ocasionó una verdadera conmoción nacional. Contribuyó, sin duda, a la debacle final de la URSS. Aleksiévich describe el drama, como siempre, con una maestría conmovedora hasta convertir el texto en un clásico antibelicista. Aconsejo la lectura de la obra que, en catalán, tiene una excelente traducción de Marta Rebón en editorial Raig Verd.
No puedo resistirme a ofreceros un pasaje del libro, pues a su impactante alegato contra la guerra, que lo convierte a mi entender en uno de los grandes relatos antibelicistas de la historia de la literatura, cabe añadirle la sublime destreza de la escritora bielorusa, premio Nobel de literatura 2015, para dotar al texto de una tremenda fuerza dramática, de una gran tensión emocional. El libro se titula Els nois de zinc, impactante imagen de estos miles de chicos inocentes que devolvían envueltos en sus ataúdes de zinc. Aleksiévich tiene una habilidad prodigiosa para hacerte revivir el punzante dolor de las madres, de las familias, que recibían así los masacrados cadáveres de sus hijos. El testimonio de una madre; ahí va:
Van picar a la porta… Corro a obrir: no hi ningú. Em sobresalto a cada instant. Que potser és el meu fill que ha tornat?
Dos dies més tard truquen a la meva porta el militars:
__ El meu fill, ja no hi és?
__ Exacte, ja no hi és.
Es fa fer un gran silenci. Vaig caure de genolls a l’entrada, davant del mirall:
__ Déu! Déu! Déu meu!
Sobre la taula encara hi havia una carta que no havia acabat d’escriure-li:
Hola, fill meu!
He llegit la teva carta i m’he posat molt contenta. Aquesta vegada no hi ha un sol error de gramàtica. Només dos errors de sintaxi, com en l’anterior: “al meu parer” és un incís i “en cas que” una locució conjuntiva que no requereix coma. Sisplau, no t’enfadis amb la teva mare per aquestes observacions.
A l’Afganistan fa calor. Mira de no constipar-te. Et refredes fàcilment...
Al cementiri tots callaven, hi havia molta gent, però no se sentia ni un piu. Jo tenia un tornavís a la mà, no me´l van poder agafar:
__ Deixeu-me obrir el taüt... Deixeu-me veure el meu fill... __ Volia obrir el taüt de zinc amb aquell tornavís.
El meu marit va intentar llevar-se la vida: “No vull viure. Perdona´m, però jo no vull continuar vivint”. El vaig convèncer:
__ Has de ocupar-te de posar la làpida, de posar una tanca a la tomba. Cal prendre´n cura, com fan els altres.
Li costava molt de agafar el son. Em deia:
__ Quan m’adormo, ve el nostre fill. Em besa, m’abraça.
Segons l’antic costum, vaig conservar un tros de pa durant quaranta dies... (a l’església ortodoxa es commemora el difunt quaranta dies després de la seva mort, a més del dia de la seva defunció). Després de l’enterrament... Al cap de tres setmanes el pa es va fer miques. Significa que la família desapareixeria...
Vaig penjar fotografies del meu fill per tota la casa. A mi em feia sentir millor; al meu marit, però, pitjor:
__ Treu-les. Em mira.
Vam posar la làpida. Una de bona, de mabre car. Els diners, que teníem estalviats per al casament del nostre fill se´n va anar en aquesta làpida. Vam fer construir també una coberta per a la tomba, una làmina vermella, i també van plantar unes flors vermelles. Unes dàlies. El meu marit va pintar la tanca:
__ Ja he fet tot el que calia. El nostre fill pot estar-hi ben content.
Aquell matí em va acompanyar a la feina. Es va acomiadar de mi. Vaig tornar a casa després del meu torn i el vaig trobar penjat a la cuina, just davant de la fotografia del nostre fill, la meva preferida.
__ Déu! Déu! Déu meu!
Digui´m vostè: són herois o no? Per què haig de suportar tant de dolor? Què m’ajudarà a resistir-lo? De vegades penso: “Sí, són herois!”. No només ell... N’hi ha desenes... Files senceres de tombes al cementiri municipal...
Els dies de festa hi retrunyen les salves. S’hi fan discursos solemnes. La gent hi porta flors. Allí s’organitzen les cerimònies d’admissió als Pioners de l’URSS... Hi ha vegades que maleeixo al govern, al Partit... El nostre règim... Encara que jo sóc comunista... però vull saber: a què treu cap, tot això? Per què al meu fill el van embolcallar en zinc? Em maleeixo a mi mateixa... Sóc professora de llengua i literatura russes. Jo mateixa li ensenyava: “El deure és el deure, fill meu. Cal complir-lo” Maleeixo el món sencer, però l’endemà corro a la seva tomba i li demano perdó:
__ Perdona´m, fillet meu, pel que he dit. Perdona´m.
Una mare

Tenéis hijos?... No hay palabras... o sí... estas. Terrible.
La guerra afgano-rusa se inició a consecuencia de los intereses soviéticos en la región –o debería decir, mejor, los temores--. La invasión soviética ya suscitó muchos interrogantes en la época de Gorbachov, que éste aclaró en parte. ¿Por qué la URSS de Brezhnev se embarcó en la guerra afgana? No fue, como se cree, una aventura expansionista como se dijo en su momento, la propia cúpula militar soviética desaconsejó la operación, pues los militares estaban convencidos de que sería un fracaso. En realidad, la invasión fue una reacción de los soviéticos ante el temor de que la revuelta de la sociedad afgana no se iba a llevar tan sólo por delante al régimen político de Kabul sino que, a tenor de quienes comandaban la rebelión, existían fundadas sospechas que Afganistán pudiera caer en manos “enemigas” –entiéndase EE.UU. y sus aliados-- perdiendo su tradicional neutralidad y amistad con la URSS. Hay que tener en cuenta, además, la frágil situación política como consecuencia del triunfo de la Revolución islámica de Jomeini en Irán. El temor a un brote de radicalismo islámico no sólo en Irán, sino en Afganistán, ponía a las repúblicas soviéticas de mayoría musulmana –Turkmenistán, Uzbekistán. Tayikistán y Kirguistán—en una posición delicada. Gasolina junto al fuego. Así, las autoridades soviéticas temían, con razón, lo que acabó sucediendo.
La propia URSS era ya un ente en descomposición. En este sentido, también las novelas de Aleksiévich son un retrato portentoso de esta caída, del embrutecimiento de mucha gente y, en el mejor de los casos, de la inmensa desilusión de tantos rusos, de tantos millones de ciudadanos que se sacrificaron por la construcción de un mundo mejor --¡que sarcasmo!--, o que dejaron la vida, detrás de un sueño que no pudo ser y acabó corrompiéndose.
Volvamos a Afganistán. Posteriormente, el país se enzarzó de nuevo en una guerra. Esta vez fueron los norteamericanos que lo invadieron para librarlo de los talibanes. Es el periodo 2001-2014. Una vez más, acaba en un caótico desastre. ¡Cuántos errores se cometieron! Al igual los soviéticos anteriormente, los americanos salieron también con el rabo entre las piernas. Muchas de las tempestades que hemos cosechado en estos tiempos, provienen de sembrar aquellos vientos… aunque ahora, nadie parece acordarse.
Afganistán está situado en un cruce de civilizaciones. Por el norte, en Kabul, conecta con las grandes estepas de Asia central a través de la imponente cordillera del Hindú Kush; al sur, Kandahar y Ghazni se abren hacia Pakistán y las llanuras indias y el valle del Indo, tradicional camino de penetración en esta región del mundo. Afganistán es una encrucijada de caminos comerciales y culturales desde el neolítico, quizás más lejano en el tiempo de lo que conocemos o imaginamos. Pensemos en la ruta de la seda, posiblemente la transición más emblemática de la historia de la humanidad. Tiene una dimensión mítica, casi fabulosa… Marco Polo. Pero no es sólo un lugar de paso, sino un universo riquísimo en sí mismo, donde habitan centenares de etnias distintas, con culturas, lenguas y costumbres muy diversas. Afganistán, contra una primera impresión precipitada, tiene un colorido impresionante, fascinante. Debajo de su apariencia gris y polvorienta de las grandes estepas y cordilleras de Eurasia, se esconde un centro neurálgico del planeta.
Podríamos afirmar que Afganistán es, en sentido figurado, como las fallas tectónicas de la Tierra, que de vez en cuando se quiebran o se deslizan una sobre otra, produciendo inmensos cataclismos. Afganistán es una falla geoestratégica del planeta, en el sentido que lo es también, por ejemplo, Oriente Medio. Siempre lo ha sido. Es decir, uno de aquellos lugares de la Tierra que están permanentemente en conflicto, a consecuencia de su situación geoestratégica. Además, Afganistán es un país rico en recursos minerales de lo más variado. Con toda seguridad suscita la codicia de Rusia, China o los EE.UU. Razones inconfesadas subsisten también en los conflictos actuales y de todos los tiempos.
Desde la época del Imperio británico en la India, Afganistán se convirtió en un estado bisagra entre las potencias de la zona, Rusia e Inglaterra. La falla geoestratégica, el vórtice en el que chocan los contrapuestos intereses humanos generan una energía inaudita, volcánica, que se expande en un temblor diabólico por todo el planeta. Unos y otros aspiraban a saber más de este remoto reino del que casi nada se sabía desde la campaña de Alejandro de Macedonia. Curiosidad… acaso codicia, también. La embajada de Napoleón, desplazada unos años antes hasta Teherán, en 1807, para intentar penetrar en el país, resulta infructuosa. Lo mismo por parte de los rusos, unos años más tarde. El reino era todavía un misterio para las potencias europeas, en aquellos tiempos de aventura y, aún, de descubrimiento, con la velada intención del saqueo.
Afganistán es un país intrincado, difícil de invadir. No sabían dónde se metían. Sus gentes son aguerridas, difíciles de vencer. Así ha sido desde la antigüedad. Veamos sino lo que le pasó a Alejandro Magno, un genio militar que conquistó el mundo, pero que también encalló aquí, más de trescientos años antes de nuestra era. Afganistán, más allá del Hindú Kush, era el fin del mundo según Aristóteles --contemporáneo del conquistador macedonio, por cierto--. Era una proeza llegar hasta Kandahar en aquellos tiempos, que los helenos bautizaron con el nombre de Alejandría. Y más allá, atravesando desiertos y peligrosos desfiladeros, hasta Herat o Kabul. La ferocidad de los nativos era más peligrosa que el frío y el hielo, y diezmaron más a su ejército que las inclemencias del clima riguroso. Algo parecido había de ocurrirles a los ingleses veintidós siglos más tarde. Algunos antropólogos han sugerido que existe una etnia remota en una apartada región montañosa de Afganistán en la que sus habitantes son rubios de ojos azules y muestran un extraordinario parecido con europeos nórdicos. ¿Casualidad? O, acaso, una parte del ejército del gran macedonio decidió quedarse aquí para siempre y hoy contemplamos a sus descendientes, apenas mezclados con las gentes de otros valles. No hay pruebas concluyentes, pero alimentan la fábula de un país fascinante y aún desconocido. Son los nuristaníes, habitantes del Kafiristán, una región aún más misteriosa en las estribaciones de los Himalayas. Ahí donde se separa el Afganistán del Chitral. Una tierra de “paganos”, que jamás se convirtieron al islam, altos y rubios, y que gustan de beber vino… como sus ancestros… ¿macedonios? Lo que es seguro, es que son muy fieros; les precede la fama de no dejar salir vivo de su territorio a ningún extranjero. Monstuart Elphinstone, agente británico de la Compañía de Indias, llega a Kabul en 1809, pero no puede entrar en Kafiristán. Envían a un emisario local, que reúne información sobre los usos y costumbres de esta etnia misteriosa. “Poseen rasgos europeos –decía Elphinstone, en el libro que escribió más tarde—y sus mujeres, de cabellos a menudo rubios, son destacables por su belleza –imaginamos que a Elphinstone le emocionaba el canon de belleza europeo, pues no vemos que las mujeres de otras etnias sean menos hermosas en esta tierra--. Hablan una lengua totalmente desconocida por sus vecinos –continúa--, utilizan mesas y sillas bajas, contrariamente a los musulmanes de la llanura. Beben vino en grandes copas de plata, que constituyen sus más preciadas posesiones. Rinden culto a sus antepasados y adoran a un gran número de ídolos a los que ofrecen sacrificios de cabras o vacas” –como en las antiguas hecatombes de los helenos--. Y, atención, aquí viene lo más sorprendente: “para ellos constituye un deber matar musulmanes y ningún joven podrá casarse en tanto no haya matado a uno.” Una cosa está clara, ni Elphinstone, ni los estudiosos posteriores pudieron jamás demostrar que la lengua que hablan los nuristaníes tenga nada que ver con el griego clásico. En cualquier caso, todo lo que concierne a este pueblo está cubierto bajo un misterioso velo, poco se sabe. Alexander Burnes, un aventurero inglés que viajó por estos parajes en 1826, afirmó que eran los auténticos aborígenes del Afganistán.
La destrucción de los budas de Bamiyan, verdaderos gigantes tallados en las altas laderas de piedra de los imponentes valles del Afganistán central, dinamitados por el fanatismo de los talibanes, mostraron al mundo el retorno de las tinieblas, como si la humanidad se sumergiera de nuevo en los tiempos oscuros y todos nosotros, estupefactos, descubríamos de repente, detrás de la barbarie, la suntuosidad y grandeza de estos dioses de piedra que nos hablan del fervor de civilizaciones desaparecidas. Hoy inquietan de nuevo a los fanáticos, que nada entienden. Bárbaros de tiempos oscuros y violentos a los que se les escapa la comprensión de la edad de oro de sus antepasados. En tiempos muy lejanos, entre los siglos V y VII, peregrinos chinos que se dirigían a India atraídos por la buena nueva del budismo, habían oído contar fascinantes historias de estos budas tallados en los inmensos macizos montañosos de Bamiyan. Atravesaron entonces los desiertos de Xinyiang –que, por cierto, tiene la particularidad de ser el punto de la Tierra más alejado de cualquier mar-- y se aventuraron en ese mundo difícil, desconocido y fascinante de Afganistán.
Efectivamente, Afganistán es un país deslumbrante. Único en el mundo. Lástima que sus guerras contemporáneas, ligadas al fundamentalismo islamista, hayan producido una imagen aborrecible. La realidad es, sin embargo, que pocos países en el mundo tienen una mayor diversidad humana y cultural. Tierra de paso en medio de Eurasia, constituye un cruce de caminos fundamental en la larga y compleja historia de la humanidad. Los occidentales, siempre tan egocéntricos, creemos que Afganistán es un país desértico y desabrido, abandonado de la mano de Dios, donde hombres pobres y atrasados, medran en una vida monótona y miserable. Al contrario, Afganistán esconde una paradójica riqueza cultural. Ha sido una verdadera encrucijada de la humanidad; por aquí han pasado desde los griegos hasta los grandes emperadores de la civilización Mogol, paso obligado de la mítica ruta de la seda que une China y Occidente desde la noche de los tiempos, mucho antes de lo que nos pensamos. Y volverá a serlo, como apuntan los planes de Xi Jinping para construir un inmenso corredor euroasiático que acercará a todos los pueblos de Asia, Europa y África. ¿Un retorno a los orígenes?
En los felices años setenta, época de reivindicaciones pacifistas y ensoñaciones románticas que nos hicieron creer a muchos occidentales, ingenuamente, que la revolución hippie iba a cambiar el mundo, algunos de nosotros, privilegiados de una civilización opulenta, recalamos aquí para sucumbir a los encantos del hachís y otros exotismos. ¿Qué sabían entonces esos jóvenes ingenuos, que defendían el amor y no la guerra, de placas tectónicas, de los avatares de antiguas civilizaciones o de vórtices geoestratégicos… ¡Ay, como perdimos la inocencia… y la virginidad de nuestros ideales, despertando de nuestro sueño a un mundo más desabrido, acaso más… ¿real?... y, con toda seguridad, mucho más truculento!

Foto: Bellísima figura de influencia helenística encontrada en Hadda, Afganistán. Se llama El genio de las flores. S. III-IV



sábado, 10 de junio de 2017

Mi homenaje a las víctimas de la barbarie

Mi homenaje a las víctimas de la barbarie, sean del signo que sean, pues la violencia es una inmensa corriente que todo lo invade, desde siempre. No importa que venga desde arriba, provocada por los grandes imperios, para imponer sus perentorios intereses o desde abajo, por las muchedumbres oprimidas, en su implacable venganza por los oprobios recibidos. La violencia es un fenómeno consustancial a la especie humana. Tiene un comportamiento curioso, que podría explicarse con las leyes de la física: se comporta como la energía. Le convienen los conceptos de energía potencial y cinética. La violencia obra como un movimiento inercial: una vez provocada, tiene una prolongada inercia, que se ceba principalmente en los inocentes. Este hecho provoca un maremoto de rabia y rencor, que aviva de nuevo el movimiento. Y así desde la noche de los tiempos. Es el estigma de nuestra especie.

¡Qué saben ellos!

Asuela la Tierra una tormenta
de sangre y fuego que la furia desata.
Calcina el rayo ciego de la rabia
el verde brote de colorida vida
y el odio desparrama sus despojos.

Decidme en el alma: ¿de dónde vienen
estos funestos nubarrones? ¿dónde?
¿qué originó estos aciagos torbellinos?
¿qué mal auguran sendos truenos en la
triste y desolada lontananza?

Son tenebrosos nubarrones que no
auguran nada bueno; vendaval del mal
que turbias legiones antes sembraron.
Viene de la noche de los tiempos
un maremoto que todo lo arrasa.

¡Ay, ay… sembradores del mal!¡Malditos!
¡Qué saben ellos!, son seres débiles
que se llevan el mundo por delante,
egoístas sembradores del odio
¡Qué saben ellos, del daño que han hecho!

Son hienas de mirada encendida,
bestias de piel hirsuta y mal aliento,
que despojan a su ilusa víctima,
desaprensivos, egoístas, malvados,
son el azote de la humanidad.

¡Qué saben ellos del mal que han sembrado!
Tientan una implacable venganza,
desatarán la tormenta de un dolor
mal contenido, eco de odio vivo
que golpeará secamente, de nuevo.

Es el triste vaivén del odio y del mal
que pagarán, ¡ay! otros miserables,
almas mortificadas por la inercia
de una violencia que nunca cesa
¡Qué saben ellos, del daño que han hecho!

¡Qué saben ellos de humillaciones,
de la impotencia del débil, del dolor,
sufrimiento mantenido en silencio,
de la frustración de tantas vidas rotas!
¡Que saben ellos, son almas corruptas!

No saben ellos que así alimentan
el lacerante rencor de los seres.
Se alzan ofendidos y silenciosos,
su dignidad mortalmente herida.
¡Son miles, no que digo, son millones!

¡Qué saben ellos, de los que ya traman
al acecho de una oportunidad!
Un sórdido murmullo se levanta,
se rebelan las víctimas de la Tierra,
ya no toleran tanta injusticia.

¡Qué saben ellos de madres que lloran
sin consuelo a sus hijos muertos!
Así crece el negro resentimiento,
virulento como el ojo de un huracán
violento giro que el odio alimenta.

Y así, ciclo perverso que no cesa,
se duele una trágica humanidad
en la que sólo la ira fermenta.
¡Qué saben del mal que todo lo arrasa!
pues se llevan el mundo por delante.

Barcelona, junio de 2017