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domingo, 22 de octubre de 2017

El golpe del 155

Yo te pregunto a ti… ¡sí, a ti; el que estás leyendo esto ahora mismo! ¿te parece bien el desmantelamiento de las Instituciones de Cataluña en aras a “restablecer el orden” que decidirá el Partido Popular? ¿un partido que tiene una representación residual en Cataluña y que levanta fundadas sospechas de sentir odio hacia los que defienden ideales independentistas, con los que se sienten identificados al menos la mitad de los catalanes?

No me quiero dirigir ahora a todos los que legítimamente defienden la independencia – hace falta recordar que estas ideas están permitidas por la Constitución que tanto se esgrime--, sino a todos aquellos que, en Cataluña, pero también en España, creen que la democracia es el marco en el que deben resolverse los conflictos. ¿Entienden, todas estas personas, que esta es la manera de resolver el gravísimo conflicto que nos ocupa? Estoy convencido que no. Yo creo que, en España, igual que en Cataluña, los ciudadanos razonables entienden que los gobiernos no han estado a la altura, han encauzado mal el conflicto y lo han abocado a un campo minado.

Se puede estar fervorosamente en contra de la independencia, ¡sólo faltaría! Pero yo pregunto: ¿esa es la manera –el golpe del 155-- como mis conciudadanos creen que se debe resolver el conflicto? Seamos honestos: ¿puede considerarse legítimo que el Gobierno y el establishment español destruyan las Instituciones que los catalanes hemos construido a lo largo de los últimos cuarenta años? Se escudan en la ley para perpetrar tamaña barbaridad, pero son ellos los primeros que se la saltan a la torera organizando este desaguisado. Vuelvo a apelar al sentido de la legitimidad y de la proporción de mis conciudadanos: El actual gobierno del PP pretende, bajo el amparo del golpe del 155, hacerse con las riendas del gobierno de Cataluña, amordazar al Parlament, censurar los medios de comunicación, encarcelar a adversarios políticos, amedrentar a nuestros representantes políticos con la amenaza de arruinarlos o encarcelarlos, someter a funcionarios públicos que no acaten las nuevas directrices con la suspensión de su sueldo y un largo etcétera que todos conocéis. ¿Esta es la manera de defender la Constitución, de apelar al orden y la ley? Yo creo que no.. ¿y tu? Algunos alegan que lo que nos pasa nos lo hemos buscado. Volveré sobre una imagen que ya he utilizado en posts anteriores: El maltratador justifica sus hechos diciendo que la víctima lo provocó. Como si esa provocación justificara la violencia que sobre ella ha ejercido de una forma intolerable y cobarde. Pero ahora la cosa va más allá: en una venganza tan ciega como arbitraria, después de haber perpetrado su execrable crimen, las autoridades han designado al propio violador como custodio de la víctima.

Volvamos al principio de realidad. Hay un problema: 2,3 millones de catalanes llevan pidiendo una solución a su problema desde hace años sin que el Estado lo haya atendido. Al contrario, en una actitud de desprecio y de prepotencia se ha negado a trabajar en una conciliación que aviniera a todas las partes y siguiera garantizando la convivencia. Así hemos llegado a dónde estamos. Ahora, además, se suman en Cataluña muchos más ciudadanos que sin ser ni mucho menos independentistas ven con rabia e indignación que el Estado en el que han creído hasta ahora, conculca las más elementales formas democráticas. Y no están de acuerdo.

Y yo vuelvo a preguntarle a mis conciudadanos, dejando aparte el conflicto catalán, ¿creen realmente que el sistema que compone el PP, con la complicidad de Ciudadanos y del PSOE, es democrático? ¿se han preguntado qué hay detrás de esta actitud intransigente? ¿tiene algo que ver la corrupción del sistema y el temor a que, poco a poco, los ciudadanos vayamos destapando el inmenso fraude con el que nos han estado engañando y robando en los últimos decenios?

Hoy pagamos los catalanes con el infortunio de ver como se nos reprime y se destruye nuestra libertad. Muchos de vosotros, hoy ciegos por ver cómo se castiga la iniciativa independentista en la que legítimamente no creéis, ignoráis el ultraje contra las libertades que se está perpetrando. Pero pensad que mañana seréis los siguientes cuando, enarbolando con orgullo vuestras convicciones, veáis como ese mismo Estado autoritario masacra también vuestras libertades.


viernes, 29 de septiembre de 2017

Yo iré a votar, por dignidad


El pasado martes 26 de septiembre viajé de Barcelona a La Rioja y pude comprobar los preparativos de la operación Jaula y Anubis (inquietante Dios egipcio de la muerte, ¡vaya nombre que han buscado!) para evitar que los catalanes votemos el próximo domingo. Estupefacto, constaté como decenas de furgonetas de la Guardia civil subían en sentido contrario al mío hacia Barcelona. Un continuo de vehículos, uno detrás de otro, circulaban hacia la Ciudad Condal durante la hora y media que viajé entre Barcelona y Lleida. Sinceramente, impresionaba. Podría decir incluso que amedrentaba. Sí. Y sentí una profunda rabia. Es una sensación realmente vejatoria pensar que envían todos estos efectivos –algunas fuentes hablan de 35.000 policías—para reprimir a la gente corriente que sólo pretende ejercer un derecho que es legítimo.

No quiero que nadie se confunda al leer esto. Yo no estoy en guerra contra España. Ni estoy aquí haciendo propaganda del independentismo. No estoy ni mucho menos a favor de una declaración unilateral de independencia. Es lamentable que los medios españolistas nos metan a todos en el mismo saco. España es un gran país, al que quiero mucho. Me gustan sus gentes, me gustan sus paisajes, y me gusta por encima de todo su diversidad cultural. Pero no me gusta nada, ya lo he repetido varias veces en mis escritos, el Gobierno que tenemos y el partido que lo sustenta. Creo sinceramente que no han actuado bien. Algunos individuos, altos cargos del Gobierno, han mostrado abiertamente su animadversión hacia el oponente político catalanista, incurriendo en la incitación al odio, que por cierto está penado por nuestras leyes. Véase, a modo de ejemplo, el execrable video “Hispanofobia”. Son gente peligrosa. Son peligrosos sobre todo porque evitando el dialogo, desde su (i)responsabilidad en el Gobierno de España, han incendiado la situación y no han perdido ocasión de echar más gasolina al fuego. Son peligrosos e irresponsables. La prueba es la situación a la que hemos llegado. Dejen ya de una vez las mentiras y reconozcan que una parte mayoritaria de la sociedad catalana está harta y soliviantada. Dejen de engañar al resto de los españoles explicándoles que somos unos revoltosos y nos quejamos de vicio. No es así. Los catalanes no se han levantado porque sí. No somos gente follonera. Todo el proceso se ha conducido con una actitud pacífica impecable, fuera de incidentes puntuales inevitables y que yo soy el primero en denostar. Y no es cierto que estamos siendo manipulados por nuestros gobernantes. Urge que la UE medie en el conflicto. Al fin y al cabo, es un problema europeo; ¡y tanto que lo es!

Hace por lo menos diez años que esto se veía venir. No se puede ignorar a la gente durante tanto tiempo y después pretender que, desesperados, impotentes y acorralados, no busquen una solución. Si todas las puertas han sido cerradas, ya sólo queda ejercer nuestro derecho a la autodeterminación. Es un derecho legítimo y lo queremos ejercer in extremis, ante la desesperación de haber comprobado que todas las vías están cerradas.

Yo iré a votar el domingo. En primer lugar, porque estoy convencido que el derecho me corresponde, por mucho que el Gobierno, manipulando el sistema judicial, pretenda hacernos creer que no. Se aducirá que es inconstitucional, pero esta Constitución que tanto esgrimen se ha convertido en una mordaza para nosotros, en un cepo para mantenernos inmovilizados. En mi propia familia, o entre mis amigos, hay partidarios del SÍ y del NO; también partidarios de que este referéndum no se debe convocar. Todas las posiciones son respetables. Pero es intolerable que el Estado imponga su criterio por la fuerza. Por todas estas razones, iré a votar: por dignidad. Ahora ya no se trata sólo de si SÍ o si NO. Quiero hacer oír mi indignación. Para hacer valer mi protesta por una situación que considero intolerable: la vulneración de nuestros derechos civiles. No quiero quedarme en casa amordazado y viendo cómo se utiliza mi amedrentamiento, para imponer por la fuerza lo que piensa una facción: el relato mezquino y mentiroso de que por fin han defendido los derechos de Cataluña salvaguardando el orden perturbado por una pandilla de tumultuosos. 

Desde que el pasado día 20 de septiembre el Estado intervino la autonomía de Cataluña –por cierto, a partir de esa día todos los ciudadanos hemos podido comprobar que una autonomía puede ser intervenida en menos de 48 horas; así que, para nuestra sorpresa, este es el Estado de las Autonomías del que nos hemos dotado, así de fácil lo tiene el Estado para acabar con esas libertades en el momento que lo considera oportuno--, los catalanes hemos constatado el atropello a nuestras Instituciones, deteniendo de forma arbitraria a nuestros alcaldes y representantes públicos, represaliándolos con la amenaza de la cárcel y la confiscación de sus bienes, sembrando entre los ciudadanos el temor a represalias si acuden a votar, amenazándoles con penas desproporcionadas; hemos asistido a una auténtica invasión policial para sembrar el miedo y la intimidación de una población pacífica, destituyendo a los mandos policiales autonómicos y nombrando un coordinador venido de Madrid para mandar a todos estos efectivos venidos de fuera; a los padres se nos amenaza con que nuestros hijos no estén en la calle, pues si reciben nosotros seremos los responsables… es ignominioso; hemos visto como se cerraban los grifos de la financiación de nuestra comunidad impidiendo, entre otras muchas cosas más importantes, que nuestros equipos científicos puedan pagar a sus colaboraciones extranjeros, comprometiendo nuestro prestigio internacional; hemos visto como se entra a saco en nuestras empresas, sin orden de registro, para detectar materiales para el referéndum; hemos visto cuarteles de la Guardia Civil en algunos lugares de España donde familiares, mandos policiales y voluntarios espontáneos, hacen vítores a los efectivos que se desplazan a Cataluña para reprimir a la gente, animándoles a “darles su merecido”, en una injustificada y miserable explosión de rencor y odio. Ahora acabo de saber que se ha dispuesto cerrar el espacio aéreo sobre Barcelona el domingo 1-0 por temor a que puedan tomarse fotos aéreas de Barcelona y pueda conocerse el abasto de la voluntad de los Barceloneses por votar. En definitiva, constatamos con tristeza que el Gobierno de España, en una actuación arbitraria que más parece una venganza que otra cosa, ha puesto patas para arriba Cataluña, entrando como elefante en cacharrería, perjudicando seriamente nuestra economía como diciendo, “¡Fastidiaros!¡así aprenderéis quien manda!”


Sostengo pues que es una cuestión de dignidad. Si hoy dejamos pisotear nuestros derechos impunemente, nuestra democracia –por desgracia, tan vapuleada y mermada—acabará por desaparecer. Con su actitud cerril, desproporcionada y visceral, las instituciones del Estado central que defienden la involución a un Estado jacobino, incompatible con la diversidad de España, han hecho ver a muchos españoles que aquello de lo que las acusaban desde la periferia tenía un fundamento real; así lo ven ahora muchos españoles que, sin querer la ruptura de España, ven como se conculcan los derechos y se pisotean los sentimientos de los catalanes. Yo voy a ir a votar; no diré si voy a votar SÍ o NO; para mí, ahora, es lo de menos. Voy a votar para que mis hijos vean que siempre hemos de estar vigilantes por nuestros derechos y libertades. No nos los han regalado y hay que conquistarlos de nuevo. Así es la Historia. Ahora hay que defenderlos. Y yo creo firmemente que los defiendo votando el domingo.


viernes, 12 de mayo de 2017

Reflexiones sobre la crisis de civilización


Apuntes en el dietario:

Lunes, 8 de mayo de 2017
Crisis. Este es el estado de cosas. En esto, todo el mundo está de acuerdo. Pero, ¿qué crisis? ¿Es una crisis política, económica?... No. No nos engañemos: es una crisis de valores. Sí, asumámoslo ya de una vez: nuestra sociedad está en decadencia. Nos hemos corrompido poco a poco. Y, además, no somos capaces de dar respuesta a los complejos problemas de hoy. Estamos desbordados. Asistimos a una crisis de civilización. ¡Esto se acaba, amigos: nos lo hemos cargado! Se habla mucho de la corrupción; claro, la hay. En todo el mundo. En nuestro país, el partido gobernante es una sociedad de delincuentes para saquear la Hacienda pública. Ya lo sabemos. Y no hacemos (casi) nada. En Francia, crece el neofascismo. También en Estados Unidos. Y en otros muchos sitios. El divorcio entre la política y los ciudadanos es un hecho, en todo el mundo. El mundo está en guerra de nuevo; estallan conflictos por todos lados. Los que huyen de la tragedia y la muerte se cuentan por millones, pero el mundo “civilizado” se los saca de encima como un estorbo: son los desperdicios humanos (lo dice Zygmunt Bauman). Muchos ciudadanos están cabreados, hartos. Y votan cualquier cosa… o no votan, pasan del sistema. Los políticos, ya no son servidores públicos; medran en la política para beneficiarse, para enriquecerse… ¡Yo también me quiero forrar!, piensan. Se han vendido al mejor postor, en detrimento de la gestión de los asuntos de sus conciudadanos. Los grandes lobbies pagan bien a cambio de que se legisle y gobierne a su favor. Las grandes corporaciones, todopoderosas, ya no temen a la opinión pública. La tienen cautiva al servicio de sus intereses; nos exprimen a conveniencia y nosotros, impotentes, estamos desarmados para defendernos. ¿Puede hablarse de un neo-feudalismo? La honestidad ya no es un valor. Muchos, hacia sus adentros, se ríen de la honestidad. ¡Es un principio para ingenuos, para tontos! Pronto, los padres reñirán a sus hijos honestos:
__ ¿Qué no ves que siendo honesto no te vas a comer un rosco? ¡Serás un desgraciado toda tu vida!

Martes, 9 de mayo
Pero no nos engañemos; el retroceso de la democracia tiene mucho que ver con la dejación de responsabilidades por parte de los ciudadanos en general, no solamente de los políticos. Todos nos pasamos la culpa de unos a otros. Siempre se busca un culpable. Pero las excusas ya no valen. Tarde o temprano la dura realidad nos golpeará en los morros… si es que no lo ha hecho ya. Seamos valientes y digamos las cosas por su nombre: la corrupción y la decadencia nos han carcomido por dentro. Los principios éticos se han perdido; la sociedad en su conjunto los ha dejado de lado. La corrupción de nuestro sistema de valores está en la base de la crisis. Es una crisis de civilización, pues el sistema de valores es lo que sustenta una civilización. Son los cimientos. Nos hemos cargado los fundamentos y, ahora, el edificio se viene abajo.
La crisis, que es una crisis de valores y ha dinamitado los cimientos de nuestra civilización, ha producido un dramático efecto, el más terrible de todos: la deshumanización de la sociedad. Nuestra sociedad ya no tiene rostro humano. El valor dominante ahora es la codicia y el egoísmo. Yo me salvo, ¡a los demás que les den un duro! Aparece en el horizonte el fantasma del fascismo. Como siempre, el lobo se viste de cordero, pero detrás de su máscara se esconden el odio, la rabia, la sed de venganza, el racismo, la repulsión por la diferencia, la intolerancia… Y su remate final: la violencia que aboca a la destrucción. Al final, el fascismo es una borrachera de sangre y fuego. Una orgía de la muerte. Una destrucción que ahora sería total, pues la humanidad ya dispone de los medios para autodestruirse.
¿Cómo acabará todo esto? ¿Cómo podemos evitar la caída en el precipicio? ¿Hay solución?

Miércoles, 10 de mayo
La regeneración pasa por comprender que hemos de ir hacia un nuevo humanismo. Hemos olvidado lo más importante, anteponiendo cosas que son secundarias. Hemos de ir a lo esencial. Y lo esencial es un sistema de valores. Nuestra civilización actual --ahora en decadencia, con su camino ya prácticamente agotado--, es la consecuencia del Humanismo renacentista. Aquel que, con Erasmo de Rotterdam, entre otros, estableció que “el hombre es la medida de todas las cosas” y que culmina en el Siglo de las luces con los derechos del hombre, una de las grandes conquistas de la humanidad. Las democracias occidentales de mediados del siglo XX, son una gloriosa excepción en la turbulenta historia de nuestra especie, su resultado más brillante. El apogeo de este ciclo civilizatorio, su edad dorada, ya ha terminado y nos ha sumido a todos en el desconcierto. Hemos de crear nuevas reglas del juego. Me refiero a un código ético que enmarque toda nuestra actividad humana, como individuos y como sociedad. No es un nuevo contrato social; es algo que está por encima y lo regula. En cierto modo, es un imaginario que nos define (de nuevo) como humanos. Algo así como lo que queremos ser. Un ideal. Sólo una pauta como esta, nos servirá de guía para salir del embrollo. Un nuevo humanismo que sea como un código genético que nos permitirá generar un nuevo “ser vivo”.
¿Cómo debería ser este neohumanismo? Se me ocurre, en primer lugar, que este nuevo sistema de valores debería tener un principio supremo: la conservación de nuestro planeta. Si, antes, el hombre era la medida de todas las cosas, ahora la preservación de la Tierra debe ser el valor que lo mida todo y el hombre el garante de este principio sagrado y de la vida en su totalidad. Hemos de volvernos a poner en nuestro lugar. Al acto de autoafirmación que representó la aparición del hombre libre e independiente frente al Universo, ahora corresponde volver a la humildad de un lugar más acorde con la realidad y la conveniencia de las cosas. Hemos abusado de nuestra condición de reyes del Universo y, en la borrachera de nuestra prepotencia, nuestra codicia ha arrasado con todo. Se impone un poco de humildad; un ejercicio de responsabilidad y constatar que no estamos solos… y no me refiero a Dios. No podemos hacer lo que nos dé la gana. No señor. La preservación del planeta debe convertirse en un tabú, en un asunto sagrado, como en los tiempos más remotos de nuestra especie lo fue la prohibición del incesto, por ejemplo. Cualquier actividad tendente a la destrucción del planeta debe ser severamente penada. Pero no solo eso, la educación de las futuras generaciones debe operar un mecanismo inconsciente como el tabú, en cada ser humano. ¿Quién piensa en matar a su madre? Solo pensarlo, produce un escalofrío, ¿verdad? Pues lo mismo. Debemos inculcar a los terricidas la gravedad de su crimen. La actividad humana tiene que ser sostenible. Deberemos velar por un sistema económico supeditado a lo que nuestro planeta puede soportar.
Ya sé que es difícil. La codicia y la ambición nos ciegan y no reparamos en que nos lo estamos cargando todo. ¡Es igual! ¡a mí que me importa lo que pueda pasar en el futuro, ya no estaré aquí! Un nuevo humanismo ha de alumbrar una nueva mentalidad. No hablo de imponer por la fuerza, pues así no lo conseguiremos. Hemos de inculcarlo a nuestros hijos, pues este es un trabajo de generaciones. La educación de los futuros ciudadanos es la clave. Las escuelas, al igual que las familias, son fundamentales para trasmitir los nuevos valores acordes con esto. La educación es fundamental. Tiene que ser el pilar de una nueva sociedad. No olvidemos que, además, ya vamos inexorablemente hacia una sola civilización. La humanidad ya ha entrado en la fase de unificación. Pero, entendámonos bien; no vamos a una civilización homogénea, asimilada a una supuesta cultura superior (¿la occidental?). ¡Ni hablar! Mal que nos pese, hemos de dejar de soñar con la asimilación cultural. Eso no se va a producir. Al contrario, nos veremos obligados a convivir con la diferencia a diario, junto a nosotros, en una sociedad que será una mezcla de interacción y fricción entre múltiples identidades irreductiblemente diversas (lo afirma Zigmunt Bauman). La nueva civilización humana será una, pero culturalmente heterogénea. Y con esto propongo el segundo valor esencial del neo-humanismo, un factor fundamental para una nueva civilización: la fraternidad, o la solidaridad, como lo queráis llamar. Si la sociedad humana marcha irremediablemente hacia su unificación, la fraternidad y la tolerancia del otro debe convertirse en un valor supremo. El respeto de la diferencia debe convertirse en un valor positivo, creativo, fundador de alegría, pues la diversidad humana es una riqueza inmensa, que puede producir una enorme satisfacción y placer. 


miércoles, 10 de mayo de 2017

Desmontando la democracia


La ilustración muestra a un operario subido en lo alto de una escalera demoliendo una de las estrellas de la bandera de la Unión Europea. Es una imagen que causa un gran impacto. La gigantesca pintura ocupa la fachada trasera de un gran edificio de la ciudad portuaria de Dover, ese lugar en el que la insularidad del Reino Unido se une/desune con el continente. Su desolada y gigantesca presencia, en el amplio solar abandonado, con un pintor solitario, ejecutando rutinariamente su quehacer como si la cosa no tuviera mayor importancia, produce un notable impacto. La sobria pintura tiene la fuerza de un símbolo. Su lacónico mensaje no puede ser más contundente: NOS HUNDIMOS.

Foto: DANIEL LEAL-OLIVAS 


viernes, 10 de junio de 2016

La gran transformación pendiente (2)


La democracia arrastra un grave defecto desde su implantación en la era moderna. Las élites nunca han querido someterse a ella y, desdeñándola, se han mantenido fuera del sistema. No les convenía estar bajo el control democrático, que nos iguala a todos, ni mucho menos les interesaba la redistribución de la riqueza, que unos pocos acaparan desde la noche de los tiempos. Así, la revolución democrática, en su punto de partida, no pudo abarcar a todos los estamentos sociales. Las nuevas reglas del juego se aplicaron a la sociedad en su conjunto, pero los verdaderamente ricos encontraron la manera de zafarse. Los que acumulaban la riqueza, se mantuvieron fuera del sistema. Impusieron, de forma soterrada, su propia exclusión para no ser arrollados por la ola democratizadora. Por el otro lado, las incipientes instituciones democráticas, temerosas del verdadero poder fáctico que éstas representaban, consintieron estas condiciones, en un pacto no escrito, para evitar la guerra y preservar el nuevo orden naciente. La situación, aunque injusta, representaba aun así una clara mejora para las gentes, con respecto a las condiciones anteriores.

De aquellos vientos, cosechamos estas tempestades. Después de un periodo socialdemócrata, en el que parecía que las democracias mejoraban poco a poco, gracias a políticas fiscales y redistributivas cada vez más eficaces, hemos entrado de nuevo en una edad oscura. Parece como si, de repente, anduviéramos para atrás como los cangrejos. No voy a entrar ahora en las razones de este retroceso, que se debe sin duda a las condiciones históricas que han facilitado el desarrollo sin límite del capitalismo neoliberal.

Lo cierto es que seguimos pagando el precio de ese acuerdo injusto, de ese pacto no escrito, que hace que la riqueza se quede a la orilla del sistema democrático. Se entiende por una verdadera democracia, aquel sistema por el que todos –sin ningún tipo de exclusión-- debemos contribuir al bien común, proporcionalmente a nuestra riqueza. Así, nos encontramos ahora, a la entrada del siglo XXI, con que la riqueza de las naciones se sigue volatilizando como antaño, pues los muy ricos disponen de mecanismos “legales” que les permiten pagar muchos menos impuestos de los que les tocarían. En muchos casos, incluso, rehúyen la propia ley, aunque les sea favorable, y en su codicia por llevarse el máximo al saco, deciden evadir sus capitales ilegalmente. Yo diría que con mucha más facilidad y sofisticación que antes y en cantidades inmensamente más importantes, pues la riqueza que ha producido Occidente desde la Segunda Guerra Mundial es fabulosamente gigantesca. Una parte muy significativa de este patrimonio se nos ha escurrido de las manos y escapa de nuestro control gracias a la perversidad del lado malo de la globalización, que permite emboscarse con la riqueza que se ha generado en nuestros países y esconderla en paraísos que medran a la orilla del estado de derecho democrático.

Es un hecho que la polarización entre ricos y pobres está creciendo. Es decir, que vamos para atrás. Es la muestra evidente de la ineficacia de nuestros sistemas fiscales. Esta situación de estancamiento a la que ha sido conducida la democracia, en la que los recursos han vuelto a concentrarse –más que nunca-- en las manos de cuatro, que los retiran del terreno de juego, nos aboca a la gente común a una situación perversa, pues en lugar de buscar los mecanismos para recuperar los recursos ahí donde ilegítimamente se han acumulado, nos despedazamos entre nosotros para repartirnos las migajas que nos dejan “en casa” los poseedores de grandes fortunas. Me explico: ante la impotencia que sentimos por no poder dar caza a los poderosos evasores, nos devoramos entre nosotros. Así vemos, con desanimo, como los partidos en el poder, sean de izquierdas o de derechas --es igual--, sangran al pobre contribuyente –sea más rico o no tanto--, ante la imposibilidad de gravar a quienes realmente deberían gravar, pues son los que realmente acumulan el grueso de la riqueza. Por esto se dice, y con razón, que las clases medias están desapareciendo, pues están siendo esquilmadas por el propio estado de derecho, ante su urgente y desesperada necesidad de recursos. Una situación peligrosa, pues las clases medias han sido la argamasa que ha hecho posible la cohesión social y la paz después de la Gran guerra. Con su desaparición, el mundo volverá a ser un polvorín.

Así pues, lo apropiado es dar la gran batalla en el campo de la evasión fiscal. Dinamitar de una vez por todas los paraísos que han existido hasta ahora, off shore, con impunidad y hasta con una cierta connivencia de muchos estados occidentales. El momento histórico está maduro para acabar con ese pacto no escrito y emprender la gran transformación que representaría cazar a los evasores y a sus inmensas fortunas. Asistimos, insisto, con impotencia, al desvío de esta inmensa riqueza fuera del control del fisco, que pierde así los tan necesarios recursos para asistir a la gente desamparada después de una crisis tan devastadora y remontar nuestras pequeñas y medianas empresas, que son el verdadero nervio de nuestra sociedad. El dinero está globalizado y se mueve a la velocidad de la luz, escapando del control de los estados nacionales y de las situaciones de “riesgo”, buscando la rentabilidad puntual aquí y allá, en los vericuetos del mercado global, ocultándose en el paraíso off shore. Pero las personas estamos aquí y no podemos estar sometidos a la incertidumbre, a esta volatilidad de la inversión por la que el dinero fluye a un sitio u a otro en función de criterios de rentabilidad, haciéndonos ahora ricos según sopla el viento, ahora sumidos en la pobreza, cuando los inversores consideran que las condiciones ya no son óptimas. Hay que colocar a los seres humanos en el centro de las cosas.


Son dos, por lo tanto, las grandes tareas pendientes para conquistar la plena democracia a nivel global: regular democráticamente el sistema financiero y acabar con la evasión fiscal. Poco a poco, las nuevas generaciones empiezan a contestar el principio de impunidad –conforme al pacto no escrito al que nos referíamos más arriba—por el que las élites evaden su capital fuera del sistema. Parece evidente que la siguiente revolución pendiente de la humanidad es abolir estos limbos y hacer entrar en vereda a los evasores. También, y sobre todo, someter al sistema financiero a una regulación que considere al hombre la medida de todas las cosas. Acabar ya de una vez por todas con ese doble estado, a la sombra del democrático, y que socava gravemente la prosperidad de la humanidad. Es revolucionario que jóvenes empleados del sistema bancario hayan tenido las agallas de desvelar las listas de los evasores, de centenares de periodistas de investigación que –en un esfuerzo de trabajo ingente-- unen sus recursos a nivel internacional para poder desvelar las redes de evasores, con nombres y apellidos, forzando de esta manera a los estados –muchas veces en connivencia con los evasores—a perseguirlos y a plantear batalla, por primera vez en la historia, contra este doble estado ilegal consentido a los largo de los siglos XVIII, XIX y XX, como forma de preservar los privilegios. La Gran recesión impide sostener por más tiempo esta situación. Ahora está madura la fase para iniciar el gran salto, la gran transformación pendiente de la humanidad, que tendrá consecuencias altamente benéficas, consiguiendo una sociedad más justa e integrada y, lo que es más importante, representará un avance gigantesco hacia la erradicación de la pobreza y las desigualdades.


martes, 8 de marzo de 2016

Grecia en el aire. Pedro Olalla. Acantilado 2015

Acabo de leer, con absoluta delectación, este librito del helenista Pedro Olalla. Una pequeña joya del escritor, profesor, traductor, fotógrafo y cineasta afincado en Atenas. Hay libros que dejan huella, producen una honda emoción y una sensación de bienestar y, cuando uno ha acabado de leerlos, siente una sensación anímica benéfica. El libro tiene un fuerte contenido ético, es un texto comprometido con los principales problemas de nuestro mundo. Con él, he aprendido muchas cosas. Es este un libro muy singular, fácil de leer y muy ameno. Nos habla de la actualidad, con vehemencia y pasión. Es un importante varapalo a la “democracia” contemporánea. Pero esta acuciante realidad está puesta en relación con el pasado. Este pasado, escenificado por los tiempos gloriosos de la democracia ateniense, es el patrón ideal, la culminación de nuestros más altos valores. Una época de la que Olalla, como prestigioso helenista, habla con mucha propiedad y soltura. El libro es un apasionado alegato sobre el espíritu ático, sobre la Atenas que vio amanecer los valores democráticos para la humanidad. En contraposición, el autor delata la degradación de la democracia en la Europa de nuestros días. Olalla es muy elocuente y explica con lucidez y simplicidad los males de nuestros días, de la corrupción de nuestros políticos, del declive de nuestras instituciones, del sufrimiento de los más desfavorecidos, víctimas de una sociedad insolidaria que ha abandonado el bien común en favor de los intereses egoístas de unos pocos. Pedro Olalla escribió este libro mientras Grecia se derrumbaba entre 2010 y 2014. Como el mismo dice, las ideas que en él se recogen han surgido de los hechos, del contacto consciente con la ciudad antigua y nueva, de la vivencia cotidiana del abuso, la mentira, la pasividad, la impotencia y la injusticia. El libro es un lúcido análisis de esta realidad, que hoy podemos extrapolar a toda Europa, no sólo a Grecia. La originalidad de este análisis está en el acierto de comparar esta realidad actual con la edad dorada de la democracia ateniense. Esta idea discursiva hace muy ameno el libro y produce un efecto muy singular al comparar los males de hoy con los valores, los problemas y las soluciones de tiempos remotos. Este discurso se desarrolla en un paseo ideal por la Atenas clásica, a través de una evocación de su Ágora, de sus templos, de la vida febril de sus calles y mercados, de sus grandes pensadores y sabios, renacidos en la imaginación del autor para que nosotros, lectores actuales, podamos revivir de nuevo aquellos tiempos. Esta evocación de la edad de oro de los valores, descritos magistralmente por el experto helenista, gravita en torno a la vehemente opinión personal del autor, que flota ingrávida en el aire –también—sobre la conciencia del propio Olalla.
El libro discurre como un paseo por los lugares míticos de la Atenas de la época clásica: la Colina de las Ninfas, desde la que se observa una extraña ciudad que, hace milenios, señaló ideales que aún siguen siendo revolucionarios, para descender y volver a subir hacia Pnyx, donde Solón dirigía su Elegía a una Atenas herida, comparando la situación de entonces con la de Grecia, que está siendo objeto de una incesante e impune operación de extorsión y saqueo en nombre de una controvertida “deuda”. Todos los que vivimos aquí –dice el autor—nos hemos convertido en sus titulares: sus beneficiarios son élites locales y foráneas. Solón tuvo la valentía de decretar la Seisachteia o “alivio de las cargas”: la nulidad de las deudas que esclavizaban a gran parte de la población y la prohibición de estipular en adelante préstamos avalados por la libertad personal. En su ilustrado deambular, bajando de Pnyx y camino de la Roca del Areópago, Olalla concluye que a la vista de los que está pasando, se podría afirmar sin ambages que la democracia actual utiliza el sistema de voto y el prestigioso nombre de la antigua para legitimar los intereses de una oligarquía encubierta. Y frente a esta tremenda impostura, la falta de participación ciudadana, el cultivo silencioso de la desafección política, las intrincadas estructuras de representación, la mecánica de los partidos, los intereses que se defienden, el poder de los grupos de presión, las flagrantes desigualdades de hecho y, sobre todo, la creciente brecha entre Ellos y Nosotros –antiguos y modernos--, bastan para afirmar que nuestras democracias modernas no son, como se dice, una versión realista y adaptada a las necesidades del presente de la antigua democracia ateniense. No. Son algo bien distinto: son su negación. En el Ágora clásica asistimos atónitos a la perfección de sus órganos políticos: la Asamblea, el Consejo de los quinientos, instituido por Clístenes, que preparaba los asuntos sobre los que debía pronunciarse la Asamblea, la Heliea, un cuerpo judicial de seis mil ciudadanos renovado anualmente por sorteo, que ejercían un poder judicial que ofrecía unas garantías que serían envidiables en nuestras democracias actuales, pues la Heliea era un jurado imposible de sobornar. El Altar de los Héroes Epónimos, en el Cerámico, la Academia… cada uno de estos lugares evoca en el autor el espíritu de nuestros ilustres antepasados griegos; en estos mismos lugares admirados hoy deambularon Platón, Aristóteles, Sófocles, Heródoto, Fideas y tantos otros sabios y artistas. Entre estos restos, hoy sumergidos en el fragor de la gran urbe contemporánea, surgió el espíritu democrático. Solón, Clístenes y Pericles, tres personajes clave en las sucesivas reformas que alumbraron la razón democrática. Aquellos atenienses del siglo V a.C. inventaron el concepto de ciudadanía. La historia de la democracia ateniense no es sino la historia del paso progresivo del poder a manos de los ciudadanos. La democracia surgió del alma de los griegos, que desde Homero y Hesíodo habían comprendido que la vida de cada ser humano es única y más valiosa que cualquier tesoro o cualquier ambición. Pedro Olalla nos conduce a través de estos espacios del pasado, hoy evocadoras ruinas de su grandeza, en un paseo que resulta enormemente poético y sugerente. Sus evocaciones despiertan en nosotros todo un mundo de referentes íntimamente ligados con nuestro ser, con la educación y la cultura que nos ha conformado. Con una habilidad sorprendente, Olalla levanta de nuevo los espacios de antaño, que surgen reconstruidos en nuestra imaginación de las ruinas de hoy, para darles vida y animarlos con los grandes hombres que inventaron las grandes conquistas de nuestra civilización: la condición de ciudadano, la libertad, la importancia de la palabra, la justicia, la virtud. Pero este paseo ilustrado y pedagógico por la cuna de la democracia, no es simplemente una lección magistral; es una evocación de la grandeza del pasado para compararla con la actualidad, para poner en tela de juicio nuestros errores de hoy y que nos permita redescubrir la senda de la justicia y la democracia de ciudadanos libres e iguales.
La Athenaeon Politeia (“Régimen político de los atenienses”) es el principal testimonio de que disponemos para hacernos una idea de lo que fue la democracia de la Atenas helénica. Olalla pone su erudición al servicio de una labor pedagógica fantástica: enseñarnos de qué manera ellos supieron sortear los problemas y las trampas para dar con un sistema que funcionó con una precisión aún no alcanzada en nuestros días. El autor sostiene que la democracia, tal como la concibieron los griegos atenienses todavía no se ha cumplido totalmente, es aún una asignatura pendiente. Sorprende comprobar como establecieron sus instituciones para evitar la corrupción, garantizar un auténtico poder democrático evitando el secuestro de los poderes públicos por las élites dominantes y como se reorganizó la sociedad en nuevas clases sociales para evitar desigualdades. Al mismo tiempo, crearon un sistema por el que comprometieron a todos y a cada uno de los ciudadanos con la responsabilidad del poder y de la gestión de la cosa pública. Resulta fascinante el sistema por el cual los gestores políticos no eran elegidos, sino nombrados por riguroso sorteo y ejercían su función periódica por rotación entre los ciudadanos atenienses. De esta forma, no solo se custodiaba adecuadamente el poder del pueblo, sino que este se comprometía y se obligaba a trabajar por la democracia, compaginando durante un determinado periodo esta tarea con sus asuntos particulares.
Ante el Ágora ateniense, espacio mítico que construyó el espacio ciudadano por primera vez en la historia, el autor evoca cuestiones de la máxima trascendencia: ¿Es la ley la justicia? Contra la arbitrariedad del poder, ¿es legítima la desobediencia? ¿Qué separa esa desobediencia constructiva de la mera violación de la ley? ¿Qué espacio reservan hoy nuestras deficientes democracias para la implicación del ciudadano en la política?
Es un libro cargado de poesía, que se lee de un tirón. Es también un alegato por un futuro mejor, un guiño a los europeos para que recuperen el sendero perdido, señalando el ejemplo de los antiguos. Un sueño revolucionario que ya marcaron los atenienses con su espíritu ático y que aún no se ha cumplido, pues no en vano Platón y su discípulo Aristóteles concibieron la ciudad –la polis—como suprema obra de arte, como la creación más propia y más valiosa del espíritu griego.