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martes, 9 de mayo de 2017

La Burbuja


Una burbuja es como una pompa de jabón. Leve, casi etérea, crece y crece hipnotizándonos. Flota en el aire y va subiendo poco a poco. Nos admira ver esta forma redonda, esta esfera flexible, transparente, que se hincha ante nosotros. Una admiración secuestrada por una tensa curiosidad, un poco perversa, de ver hasta dónde llegará sin reventar. Nos fascina por su doble condición de frágil y resistente al mismo tiempo. Todos somos un poco niños, ingenuos. A medida que la burbuja crece, aumenta proporcionalmente nuestro suspense… ¡qué emoción! Hasta que, finalmente, ¡plis!... la burbuja desaparece en un chasquido ridículo, insignificante. El sugerente espacio de su transparente esfericidad, los destellos de sus iridiscencias, su alma inasible, desaparecen en un instante convertida en una insignificante gota de agua que se pierde en el suelo. Y nuestra tensa atención, desvestida de forma tan súbita de toda emoción, nos devuelve, con la misma expresión estúpida de un pez hervido, a nuestro estado rutinario habitual.
Este mecanismo fascinante es el juguete favorito de nuestro capitalismo actual. El trampantojo ideado para timarnos azuzando ante nuestros ojos un espejismo, una falsa ilusión. El juego, que se llama La Burbuja –ya lo habéis adivinado--, requiere de dos tipos de jugadores; en un campo, los listos, que disponen de todas las fichas del juego; del otro lado, los tontos, que no tienen fichas, pero sí muchas ganas de jugar. El juego consiste en que los listos se divierten haciendo ganar fichas a los tontos a base de que suden bien la camiseta. Es una ginkana. ¡Qué divertido! Los tontos, que no tienen nada, se desviven por danzar de un lado a otro para ganar una ficha. Los listos se lo pasan la mar de bien viendo a los tontos de aquí para allá, sudando la gota gorda para conseguir una ficha, y otra ficha… y otra más.
Bien, me diréis. Pero, ¿qué gracia tiene esto? Y, sobre todo, ¿qué finalidad? Pues no veo el interés de unos en ir soltando fichas y de los otros en andar detrás de ellas como locos. ¡Ay, qué poco maliciosos que sois! ¡qué ingenuos sobre la verdadera naturaleza del género humano! Veréis, es muy sencillo: los listos han inventado el juego de La Burbuja para ganar más fichas, aprovechándose de la necesidad de los tontos y de las ganas que tienen éstos de conseguirlas. Les han vendido una ilusión que luego ha resultado ser humo. Les han vendido un sueño, una quimera, una burbuja que no era más que una ensoñación, un delirio, un espejismo atizado delante de sus ojos. Una nada que se desvaneció en un instante. Y ahora los tontos se miran atónitos, preguntándose cómo es posible que los hayan engañado, que se hayan convertido en víctimas tan fácilmente. Pero los listos ya han conseguido su propósito: les han arrancado el compromiso de seguir pagando fichas de por vida. Era una promesa por obtener la codiciada burbuja. Ahora les toca pagar lo que deben, aunque lo que han comprado es humo. Lo que adquirieron prometía mucho y resultaba fascinante mientras crecía. Pero un día, la pompa de jabón explotó. ¡Plis! Y el sueño largamente acariciado, desapareció en un instante, se desvaneció como si nada. Ahora, los tontos se sienten estúpidos, lo que aumenta su frustración, el agravio que han sufrido. Mientras tanto, los listos miran para otro lado. Con cara de póker, disimulan su engaño. Insisten en que no ha habido truco, que no hay trampa ni cartón, que su juego es limpio y claro, transparente como una mañana clara. Los trileros saben que está en la naturaleza del engañado tragar dócilmente el áspero veneno de su timo. Hay que tener paciencia --piensan los listos--, aguantar el chaparrón y esperar a que las aguas vuelvan a su cauce. El tiempo lo cura todo. Está en la naturaleza de los tontos sufrir por su condición de ingenuos, de idealistas, de soñadores… en definitiva, de tontos. Pagarán el pecado de su ingenuidad en silencio; son la masa de los resignados, los imbéciles de la historia… Son los nuevos esclavos. Pagarán religiosamente a los listos, sin rechistar, pues su condición natural es ser como los burros de carga: una bestia a la que atizar para que transporte eternamente los bienes de otro.
Y mientras tanto, los listos se rearman discretamente para montar una nueva burbuja. Taimados, esperan el momento propicio para recomenzar de nuevo. Saben que está en la naturaleza del engañado, volver como un tonto, de nuevo, al cebo del engaño. Saben que esta vez será aún más divertido y ganarán más fichas que la vez pasada. La codicia no tiene límites. Saben que los tontos ya están de nuevo inquietos para volver al juego, atraídos por la remota posibilidad de ganar al trilero, aunque sea por una vez. Hipnotizados, los tontos, por la posibilidad de que la burbuja no explote, que esta vez sí resista; que las dichosas fichas pasen, de una vez por todas, a su campo. Y acabar así, de una vez por todas, con el círculo infernal, por siempre repetido.
Y los listos, con la parada montada de nuevo, provistos de su sonrisa sardónica que delata su condición de desalmados, ya llaman por enésima vez a los tontos para que acudan a la feria, a apostar en el juego de La Burbuja:

__ ¡Pasen y vean, señores! ¡Hagan su juego!¡Siempre toca, un pito o una pelota!


viernes, 10 de junio de 2016

La gran transformación pendiente (2)


La democracia arrastra un grave defecto desde su implantación en la era moderna. Las élites nunca han querido someterse a ella y, desdeñándola, se han mantenido fuera del sistema. No les convenía estar bajo el control democrático, que nos iguala a todos, ni mucho menos les interesaba la redistribución de la riqueza, que unos pocos acaparan desde la noche de los tiempos. Así, la revolución democrática, en su punto de partida, no pudo abarcar a todos los estamentos sociales. Las nuevas reglas del juego se aplicaron a la sociedad en su conjunto, pero los verdaderamente ricos encontraron la manera de zafarse. Los que acumulaban la riqueza, se mantuvieron fuera del sistema. Impusieron, de forma soterrada, su propia exclusión para no ser arrollados por la ola democratizadora. Por el otro lado, las incipientes instituciones democráticas, temerosas del verdadero poder fáctico que éstas representaban, consintieron estas condiciones, en un pacto no escrito, para evitar la guerra y preservar el nuevo orden naciente. La situación, aunque injusta, representaba aun así una clara mejora para las gentes, con respecto a las condiciones anteriores.

De aquellos vientos, cosechamos estas tempestades. Después de un periodo socialdemócrata, en el que parecía que las democracias mejoraban poco a poco, gracias a políticas fiscales y redistributivas cada vez más eficaces, hemos entrado de nuevo en una edad oscura. Parece como si, de repente, anduviéramos para atrás como los cangrejos. No voy a entrar ahora en las razones de este retroceso, que se debe sin duda a las condiciones históricas que han facilitado el desarrollo sin límite del capitalismo neoliberal.

Lo cierto es que seguimos pagando el precio de ese acuerdo injusto, de ese pacto no escrito, que hace que la riqueza se quede a la orilla del sistema democrático. Se entiende por una verdadera democracia, aquel sistema por el que todos –sin ningún tipo de exclusión-- debemos contribuir al bien común, proporcionalmente a nuestra riqueza. Así, nos encontramos ahora, a la entrada del siglo XXI, con que la riqueza de las naciones se sigue volatilizando como antaño, pues los muy ricos disponen de mecanismos “legales” que les permiten pagar muchos menos impuestos de los que les tocarían. En muchos casos, incluso, rehúyen la propia ley, aunque les sea favorable, y en su codicia por llevarse el máximo al saco, deciden evadir sus capitales ilegalmente. Yo diría que con mucha más facilidad y sofisticación que antes y en cantidades inmensamente más importantes, pues la riqueza que ha producido Occidente desde la Segunda Guerra Mundial es fabulosamente gigantesca. Una parte muy significativa de este patrimonio se nos ha escurrido de las manos y escapa de nuestro control gracias a la perversidad del lado malo de la globalización, que permite emboscarse con la riqueza que se ha generado en nuestros países y esconderla en paraísos que medran a la orilla del estado de derecho democrático.

Es un hecho que la polarización entre ricos y pobres está creciendo. Es decir, que vamos para atrás. Es la muestra evidente de la ineficacia de nuestros sistemas fiscales. Esta situación de estancamiento a la que ha sido conducida la democracia, en la que los recursos han vuelto a concentrarse –más que nunca-- en las manos de cuatro, que los retiran del terreno de juego, nos aboca a la gente común a una situación perversa, pues en lugar de buscar los mecanismos para recuperar los recursos ahí donde ilegítimamente se han acumulado, nos despedazamos entre nosotros para repartirnos las migajas que nos dejan “en casa” los poseedores de grandes fortunas. Me explico: ante la impotencia que sentimos por no poder dar caza a los poderosos evasores, nos devoramos entre nosotros. Así vemos, con desanimo, como los partidos en el poder, sean de izquierdas o de derechas --es igual--, sangran al pobre contribuyente –sea más rico o no tanto--, ante la imposibilidad de gravar a quienes realmente deberían gravar, pues son los que realmente acumulan el grueso de la riqueza. Por esto se dice, y con razón, que las clases medias están desapareciendo, pues están siendo esquilmadas por el propio estado de derecho, ante su urgente y desesperada necesidad de recursos. Una situación peligrosa, pues las clases medias han sido la argamasa que ha hecho posible la cohesión social y la paz después de la Gran guerra. Con su desaparición, el mundo volverá a ser un polvorín.

Así pues, lo apropiado es dar la gran batalla en el campo de la evasión fiscal. Dinamitar de una vez por todas los paraísos que han existido hasta ahora, off shore, con impunidad y hasta con una cierta connivencia de muchos estados occidentales. El momento histórico está maduro para acabar con ese pacto no escrito y emprender la gran transformación que representaría cazar a los evasores y a sus inmensas fortunas. Asistimos, insisto, con impotencia, al desvío de esta inmensa riqueza fuera del control del fisco, que pierde así los tan necesarios recursos para asistir a la gente desamparada después de una crisis tan devastadora y remontar nuestras pequeñas y medianas empresas, que son el verdadero nervio de nuestra sociedad. El dinero está globalizado y se mueve a la velocidad de la luz, escapando del control de los estados nacionales y de las situaciones de “riesgo”, buscando la rentabilidad puntual aquí y allá, en los vericuetos del mercado global, ocultándose en el paraíso off shore. Pero las personas estamos aquí y no podemos estar sometidos a la incertidumbre, a esta volatilidad de la inversión por la que el dinero fluye a un sitio u a otro en función de criterios de rentabilidad, haciéndonos ahora ricos según sopla el viento, ahora sumidos en la pobreza, cuando los inversores consideran que las condiciones ya no son óptimas. Hay que colocar a los seres humanos en el centro de las cosas.


Son dos, por lo tanto, las grandes tareas pendientes para conquistar la plena democracia a nivel global: regular democráticamente el sistema financiero y acabar con la evasión fiscal. Poco a poco, las nuevas generaciones empiezan a contestar el principio de impunidad –conforme al pacto no escrito al que nos referíamos más arriba—por el que las élites evaden su capital fuera del sistema. Parece evidente que la siguiente revolución pendiente de la humanidad es abolir estos limbos y hacer entrar en vereda a los evasores. También, y sobre todo, someter al sistema financiero a una regulación que considere al hombre la medida de todas las cosas. Acabar ya de una vez por todas con ese doble estado, a la sombra del democrático, y que socava gravemente la prosperidad de la humanidad. Es revolucionario que jóvenes empleados del sistema bancario hayan tenido las agallas de desvelar las listas de los evasores, de centenares de periodistas de investigación que –en un esfuerzo de trabajo ingente-- unen sus recursos a nivel internacional para poder desvelar las redes de evasores, con nombres y apellidos, forzando de esta manera a los estados –muchas veces en connivencia con los evasores—a perseguirlos y a plantear batalla, por primera vez en la historia, contra este doble estado ilegal consentido a los largo de los siglos XVIII, XIX y XX, como forma de preservar los privilegios. La Gran recesión impide sostener por más tiempo esta situación. Ahora está madura la fase para iniciar el gran salto, la gran transformación pendiente de la humanidad, que tendrá consecuencias altamente benéficas, consiguiendo una sociedad más justa e integrada y, lo que es más importante, representará un avance gigantesco hacia la erradicación de la pobreza y las desigualdades.