miércoles, 5 de abril de 2017

Mikonos


Siempre me ha parecido curiosa la transformación de las personas en turistas. Cuando vemos un turista por las calles de nuestra ciudad, lo miramos con un cierto desdén. Hay algo de anodino, de ridículo en su actitud y su aspecto. Incluso, aquí, les hemos dado un nombre original: los guiris. Una palabra cargada con el significado del desprecio. Pero la realidad es que todos, mal que nos pese, nos convertimos a su vez en turistas en algún momento. Y nos vemos obligados a meternos en ese triste papel durante unos días, quizás incomodados, viendo como los nativos nos miran por encima de la nariz.
En mi primer libro, aún inédito, el protagonista relata su experiencia en su visita a la afamada isla griega de Mikonos, paradigma del turismo contemporáneo. Os ofrezco un fragmento de este libro de viajes que he titulado Viaje a Grecia: la tríada helénica y el enigmático íbice de oro. Espero que os guste.


22 de julio de 2015. Mikonos. El ferry Blue star Naxos, cargado hasta los topes, desembarca a la horda de turistas en los muelles del puerto nuevo. Igual que si se abrieran las reclusas de una inmensa represa, el Naxos nos vomita de su enorme panza. Como guiados por un sexto sentido, todos los guiris nos desplazamos como corderos hacia la pequeña embarcación que a su vez nos conducirá, por tandas, hasta el puerto viejo de Hora, la pequeña y aclamada capital de Mikonos. El calor es insoportable. El sol, inflexible, nos castiga sobre la expuesta cubierta de la embarcación. Formamos parte de un variopinto grupo de turistas en su sentido más estricto. Uniformados con nuestros impresentables atuendos veraniegos, lo más ligeros posibles, producimos una impresión más bien deprimente. Gorro playero, algunos anudados con su ridícula cinta. Sudadera impresa, en muchos casos con explícitos mensajes alusivos al viaje en curso, como I love Greece, mochila, cámara fotográfica colgando del cuello y botellín de agua en la mano. Los más británicos, impertérritos con sus calcetines blancos bien estirados y zapatillas de deporte de mil y un colorines. 
En cinco minutos ya estamos atracando de nuevo, esta vez en el puerto tradicional de la isla. Los escasos habitantes de Mikonos, que a esta hora se refugian a la sombra de las tabernas del puerto, nos miran socarrones. La embarcación nos escupe como si se tratara de un hormiguero repentinamente agredido. Nos dirigimos hacia lo que llaman la plaza de los taxis por el paseo marítimo que bordea la bucólica playa, dejando el ayuntamiento a nuestra derecha y la pequeña ermita que los marineros de Mikonos dedican a la virgen. Poco a poco se van dispersando los turistas, que se pierden por el laberinto de callejuelas que llevan a la Pequeña Venecia o hacia Plateia Alefkandra, donde podrán disfrutar de uno de los rincones más venerados por el Homo turisticus. Las callejuelas de Mikonos y sus casas, de un blanco deslumbrantes apenas roto por el azul que es la marca distintiva del paisaje urbano de las Cícladas, serpentean por una intrincada medina. La vida de antaño prácticamente ha desaparecido y los habitantes han vendido sus propiedades, ante la inexorable presión del turismo. En su lugar, se han instalado las grandes marcas de lujo de medio mundo que han calado su red en este pintoresco laberinto para obtener caza mayor. Hace tanto calor que decidimos irnos a bañar. Queremos evitar la visita de la villa de Mikonos durante el sofocante calor del mediodía. Decidimos averiguar el precio de un taxi que nos lleve a algún insospechado lugar de la isla, a alguna de las playas paradisíacas que se anuncian y hacen su fama. En la plaza Manto Mavrogenous, llamada plaza de los taxis, deslumbrantes reclamos ofrecen servicios de taxi o paseos turísticos por la isla. Entramos en uno de los chiringuitos. Nos atiende una mujer joven, muy bella. Sin duda, la empresa es consciente de la importancia de este factor para pillar a sus clientes. Profesional y eficiente, la empleada habla un inglés impecable. Nos atiende con evidente deferencia. Podríamos estar en una oficina turística en el barrio más pijo de Londres, tal es el trato. Con la mosca detrás de la oreja, preguntamos precios. Son de escándalo. Con sorprendente eficacia, la chica –que ya parece acostumbrada a la sorpresa que muestran la mayoría de los clientes--, nos ofrece una solución alternativa interesante. Por el mismo coste que un taxi –al que hemos desistido por su importe desorbitado—, nos propone un transporte a nuestra disposición durante todo el día, con chofer. Sorpresa. Podrán llevarnos hasta la playa que queramos y recogernos de nuevo cuando así lo deseemos. Además, nos llevarán de vuelta hasta el embarcadero para tomar el ferry una vez abandonemos Mikonos al atardecer. Aceptamos. Sigue sin ser barato, pero no hay otro remedio si queremos sacar el mejor partido de nuestra corta visita. Escogemos la playa. Nos ofrece varias posibilidades. Dudamos. Nos pregunta si lo que deseamos es una playa más turística o menos, para gais o para heteros, más convencional y familiar o más desmadrada. Con envidiable profesionalidad, nuestra bella asistente propone la playa Super Paradise. Nos la vende como una playa divertida, muy bonita y con gente joven. “¡Es la mejor de Mikonos!”, nos dice con un guiño de complicidad. Nos miramos entre nosotros. Decidimos que sí. 
Al instante llega ante la puerta un imponente monovolumen de nueve plazas. Soberbio, gris metalizado, nuevo de trinca y recién salido del lavado. El chofer, vestido con terno, camisa y corbata –lo que produce una cierta alergia, pues estamos a 40 ºC a la sombra­­-- nos abre la puerta corredera del flamante monovolumen para que podamos entrar. Somos seis. El tipo es simpático, pero la comunicación es prácticamente imposible. No habla inglés. Llegamos a comprender que es albanés y trabaja aquí durante la temporada turística. Inquirimos su opinión sobre la playa a la que nos conduce. Sin dudarlo, nos indica que es la mejor de Mikonos. Bueno… parece que hemos acertado. La suerte ya está echada. Al fin y al cabo, se trata de tomarse un baño y refrescarse, comer algo rápidamente y volver a Mikonos para callejear. El lujoso monovolumen avanza por una carretera serpenteante, sembrada de quats conducidos por guiris veinteañeros que, a pecho descubierto, se desplazan febriles de un lado a otro de la isla. Es un trajín increíble. Parecen aquellos nerviosos vehículos voladores que menudean de un lado a otro en las ciudades siderales de La guerra de las galaxias. Nosotros vamos como príncipes en el interior perfectamente climatizado. Llegamos a nuestro destino después de una carrera de aproximadamente veinte minutos. Nuestro conductor aparca frente a la puerta de un recinto totalmente “fortificado”, vallado con postes de madera, que no permiten por su altura otear lo que hay del otro lado. El albanés salta del coche y nos abre la puerta como si fuéramos ministros. Se despide señalándonos la entrada y nos confirma, tal como hemos convenido en la oficina con su jefa, que volverá dos horas más tarde para recogernos de nuevo y llevarnos de vuelta a Hora. 
Nos encontramos frente a la entrada del Super paradise beach. Esto es lo que reza el rotulo de estilo californiano. El sol es abrasador. La temperatura, después de veinte minutos de tregua en el fresco interior de nuestro monovolumen, nos deja totalmente aturdidos. Nos acercamos a la puerta del recinto. De momento, el mar, aunque se intuye, no se ve por ningún sitio debido al cerramiento del recinto. Es evidente que lo hacen expresamente, pues sólo accediendo al local puede uno disfrutar de la playa y el mar. Suena la música a todo taco. Un portero guarda la entrada a Super Paradise, como es habitual en las puertas de las discotecas. Es un verdadero gigante de raza negra. La naturaleza le ha dotado de una potente musculatura, pero no contento con ello, la ha cultivado además con su evidente afición a la halterofilia. Viste anchas bermudas y una sudadera, expresamente pensadas para enseñar a los amedrentados visitantes las poderosas “armas” de sus colosales brazos y piernas, así como el gigantesco cuello sobre el que se asienta una cabeza negra como un tizón, pelada al cero y brillante como una bola de marfil, con oscuras gafas de sol y dotada de auriculares para avisar, en caso de un altercado, a sus forzudos compañeros y que acudan a recoger los cadáveres, producto de sus expeditivos modales. Poca broma. Para mayor capacidad disuasoria, le acompaña un portentoso perro negro, de pelo brillante y ojos encendidos, que nos mira con cara de pocos amigos. El respetable can tiene aspecto de atender solicito a su amo, en caso de que sea requerido. Amedrentados, nos acercamos a él y nos facilita la entrada en el recinto con un gesto amable, que nos tranquiliza. Nada más pasar, nos encontramos ante un amplio espacio de recepción al aire libre. A nuestra derecha, han construido una instalación “artística” sobre la arena, de grandes dimensiones y dudoso gusto, a base de botellas de champán. La música house suena ahora mucho más alto. Da la impresión que hemos entrado en una discoteca, lo cual nos descoloca un poco. Parece como si nuestra idea de darnos un chapuzón en Super Paradise, no cuadrara con este espacio discotequero. En una rápida ojeada descubrimos que, efectivamente, el recinto cierra por completo la playa, convirtiéndola en un reservado. Una medida de opinable legalidad. 
Frente al mar se encuentran centenares de tumbonas, alineadas en un orden perfecto, en las que se tuestan otros tantos turistas, en su mayoría muy jóvenes. Es un inmenso aparcamiento de cuerpos bronceados. Tal es el abigarramiento de cuerpos expuestos que no se distingue la arena de la playa. Frente a la primera línea, apurada hasta el linde del mar, se extiende un mar en calma que cierra una pequeña bahía. Un paraje que en su día fuera, sin duda, un lugar paradisíaco. Frente a este amplio tostadero de carne humana, en la zona más interior de la playa, un amplio parasol de obra cobija un inmenso local con toda suerte de ofertas gastronómicas fast food. Al fondo y cerrando el local por detrás, largas barras de bar, inacabables, con infinitos surtidores de cerveza y un surtido discreto de botellería barata en los anaqueles del fondo. La primera sensación al entrar en este lugar es una impresión olfativa. Las ingentes raciones de fast food que se consumen aquí en grandes mesas, a las que pueden sentarse más de veinte personas en cada una, desprenden un olor rancio y ligeramente desagradable. Buscamos sitio para sentarnos a alguna de las mesas disponibles. No es fácil, pues se hallan casi todas ocupadas o reservadas. No hace falta hablar de las tumbonas, a las que es imposible acceder pues a estas horas del mediodía ya se encuentran ocupadas, desde que a primeras horas de la mañana han aparecido los más previsores. 
Los guiris parecen encontrarse a sus anchas en Super Paradise. Una vez instalados, lo que no ha sido nada fácil, me coloco el bañador e intento llegar hasta la orilla, sorteando las tumbonas, para darme por fin el baño tan esperado. En un agua caliente como en un baño turco nado nervioso unos metros mar adentro para sentirme liberado del agobio.  Me detengo en una zona lo suficiente distante de la playa como para sentirme a “salvo” y, mirando perplejo hacia la distante orilla, no puedo evitar sentir tristeza por el espectáculo que se me ofrece por delante. 
Un rato más tarde, sentado a la mesa, acabo mi sobrio plato combinado que me ha servido una camarera altiva e impertinente, que parecía reprochar con su mirada mi presencia aquí, tan desplazado, en el lugar equivocado. Al poco, sube de nuevo el volumen de la música, que ahora ya es casi insoportable. Ante nuestra sorpresa, aparecen unas gogó, chicas y chicos, que, disfrazados con sus estridentes trapos de faunos postmodernos, suben a distintos podios distribuidos en el amplio recinto para bailar ante un público que, al son de la música y su creciente volumen, va entrando en trance por momentos. 
De repente, salimos de nuestro embobamiento y caemos en la cuenta de que ya es prácticamente la hora concertada con nuestro chófer, que debe recogernos donde nos depositó hace un par de horas. Y, como una exhalación, desaparecemos discretamente de este Averno para volver al mundo de los vivos.

martes, 4 de abril de 2017

Gran chef de la cocina francesa muere haciendo un corte de mangas

Yo mismo asistí al funeral, que era de lo menos habitual. Estaba estupefacto. El finado, que exhibía una posición grotesca, estaba perfectamente aseado, niquelado y amortajado con una impecable y almidonada chaquetilla, lo que denotaba sin lugar a dudas su condición de cocinero –en vida, claro—. Un congelado gesto burlesco, o mejor dicho, tragicómico, despedía a su postrera audiencia. Para sorpresa de los presentes, el traspasado exhibía de forma ostentosa, sorprendente y me atrevería a decir que indigna de tan trascendente momento, un solemne corte de mangas. Con este gesto inmortalizado, imposible de cambiar por el rigor mortis, recibía el difunto la respetuosa presencia de quienes habían acudido a despedirle. Lo han leído bien: el muerto brindaba a los discretos asistentes con un indecoroso e inapropiado corte de mangas, lo que los catalanes llamamos una butifarra de payés. ¿Deseaba el fenecido, en un último gesto de franqueza o de afirmación personal insinuar algún mensaje póstumo?
El finado, Didier Chante-Canard, prestigioso chef francés, Tres Estrellas Michelin, Chevalier de l’Ordre des Manduquaires de France y Médaille de La Légion d’Honneur, destacadas distinciones entre una larga lista de condecoraciones, yacía en su lecho de muerte con atusados bigotes dalinianos, impecable peinado con raya en medio y abundante brillantina. Más chocante todavía era su expresión: con ojos abiertos como de congelada sorpresa –lo que no es habitual, incluso considerado de mal gusto y perturbador para los vivos, que aterrados observan la muerte cara a cara—, reforzaba aún más si cabe ese acto de reafirmación final: este enigmático, soberano y torero corte de mangas… ¡ala, ahí va eso!
El fallecido parecía una alimaña disecada – ¡perdón! --, de esas que se ven en las viejas películas en las que aparecen huraños taxidermistas en sus abarrotados y polvorientos talleres de disecación. Su gesto, entre cómico y agresivo, potenciado por los estupefactos ojos inermes, como de vidrio, recordaba el detenido instante del felino disecado a punto de saltar sobre su presa.
No podía sustraerme a la fascinación. Entre el estupor y la curiosidad, no pude por menos que preguntarme qué podría haber llevado al chef Chante-Canard a tan sorprendente afirmación final. Sabemos que la cocina francesa no pasa por sus mejores momentos, pero esto no parece afectar en demasía al cerrado y soberbio Club des Grands Chefs de France.
¿Acaso rabiaba por no haber logrado la excelencia con su última langosta Termidor, o sus Vieiras Façon Dupérrier, o aún su reciente Carré d’Agneau sur feuille Églantine, mi cuit côté-côté et potiron soignée confit? Sin duda, los cocineros galos siguen siendo los más perseverantes y disciplinados, vehementes y tenaces hasta dar con la perfección. Pero nos resistimos a creer que el fracaso en una elaboración suprema pueda haber sido el motivo de su grotesco gesto, mordazmente apuntando hacia la eternidad. ¿Acaso mostraba así su enfado por la humillante Declaración-de-la-cocina-francesa-como-Patrimonio-de-la-Humanidad? Seguro que a un hombre sagaz como Didier Chante-Canard no se le escapaba la burla que esta Declaración representa para la Alta Cocina Francesa: una condena al museo, al desván de los recuerdos de la Historia. ¿O acaso era un último gesto en honor de Ferran Adrià, en un sarcástico y póstumo homenaje a la cocina molecular? ¿Cabe plantearse la posibilidad de que un cocinillas de chichinabo, vendedor de crecepelos cocineriles, artífice de espurias sferificaciones, pueda ni siquiera haber inquietado al Chef Chante-Canard, luz y faro de la haute cuisine française? Me pregunto, y lo hago con la boca pequeña, si por el contrario no recibió en el último momento, en el trascendental trance de entregar su alma, una postrera iluminación que lo hiciera dudar de su forma de cocinar, de las pautas académicas heredadas de sus maestros desde los lejanos tiempos de los clásicos de la Grande Cuisine Française… ¿Pudo realmente abjurar a última hora de Vétel, de Carême, de Escoffier, de Bocusse y de tantos otros astros del art culinaire?
¿A quién dio el gran Chante-canard las muy precisas instrucciones para ser mostrado de esta manera, en este exabrupto final con vocación de permanecer congelado en la memoria de los tiempos?
Mi innata timidez y discreción, sumadas a mi condición de único extranjero en la ceremonia, no me permitieron indagar, entre la compungida concurrencia, la razón de tamaña afirmación existencial. Puedo decir que los presentes parecían menos sorprendidos que yo mismo, como si fueran conocedores y cómplices del póstumo manifiesto y, entendiendo y compartiendo las razones del finado, se dispusieran a amparar con su presencia la indignada militancia del admirado Chante-Canard. Las estrafalarias últimas voluntades del fallecido parecían recibir aquí una soterrada aceptación. Un truculento desafío a las desafortunadas circunstancias del destino que habían obligado al laureado chef a dedicarnos este explicito corte de mangas. El desabrido despido de quién en vida servía la mesa de los principales con inmaculada sonrisa, con un punto de orgullo –marca de la casa entre los profesionales galos-- pero siempre con humildad. La magna cocina tiene razones que la razón no entiende…

P.S.: Ya han pasado algunos meses desde la muerte y feliz entierro del portentoso Chef Didier Chante-Canard. No hemos podido descubrir los reivindicativos motivos del condecorado cocinero. Nada dicen los periódicos y las revistas especializadas. Silencio. Las razones del despechado gesto continúan sumidas en el más grande de los misterios. Mutis por la audiencia. Un tupido velo se ha extendido alrededor de este hecho. La corporación de los Grands Chefs de France ha cerrado filas en torno a su venerado colega, y como si de un agujero negro se tratara que todo se lo traga, nada ha trascendido del singular gesto cocineril. Apelo aquí a otros colegas de profesión, para que aporten algo de luz a esta misteriosa historia, en el caso de ser conocedores de algún detalle que nos acerque al curioso enigma de Chante-Canard. Hoy, desde su tumba, nos sigue inquietando con su solemne y póstumo corte de mangas.


miércoles, 1 de marzo de 2017

marfull



Ja has florit, marfull!
Vestit d’una blancor impol·luta
llueixes una vida renovada.
Qui ho diria!

És sincer el teu delit?
Crida doncs d’alegria!
Aprofita bell marfull
aquesta llum d’un dia.

Aviat tornaràs a la fosca
verdor tel teu hivern.
Dolorós ensopiment
tot esperant nova vigoria.


Barcelona, 1 de març 2017


domingo, 5 de febrero de 2017

Cobardes


Hoy juzgan a un President de la Generalitat y a dos de sus ministras. Su delito ha consistido en defender la voluntad de millones de catalanes. Es un acto cobarde. Una ignominia que expresa el desprecio del Estado por la sensibilidad y los anhelos de millones de ciudadanos. Una cobardía, aún más grave si cabe, pues este Estado, a sabiendas de que no puede hundir su cuchillo en los millones de ciudadanos que defienden lo que defienden, lo hunde cobardemente en los cuerpos de tres personas que, haciendo honor a sus cargos, fieles al mandato de su pueblo, defendieron hasta su incriminación la causa que representaban.

Hoy es un día triste. Un día de aquellos en que un negro manto ha vuelto a eclipsar la democracia. El acto cobarde que el Estado perpetra hoy aleja un poco más nuestra fe en el sistema. Con la infamia de hoy, aparece el gélido rostro del odio, de la inquina hacia nosotros. No contentos con los agravios infligidos, no satisfechos con ejercer un poder cerril e intransigente, hoy nos ofenden con el sacrificio de nuestros líderes, de los que defienden nuestras causas. Pero yo les digo que sus actos los deshonran a ellos. Y el de hoy los sume en la infamia. ¿Adónde pretenden llegar?; ¿acaso piensan que, socavando nuestras instituciones, sometiéndolas al amedrentamiento, conseguirán su objetivo de doblegarnos? ¿Qué respeto puede merecer un Estado que pisotea las instituciones de Catalunya? Yo me pregunto: todos estos individuos tan españolistas que, amparados en su odio hacia Catalunya, aprovechan el poder de que disponen para ofender y oprimir a otra nación, ¿qué pensarían si, por ejemplo, Europa, mañana, hiciera lo mismo con las instituciones y los representantes de los españoles en Madrid?


Foto: Cometiendo un acto ilegal, votar el 9-N, en compañía de mi hijo


miércoles, 14 de diciembre de 2016

Cuina i poesia


Plovisqueja a través del gran finestral, que separa el menjador dels Mas de les Cols del pati, hort i galliner a un temps. Tot just per accentuar els vius colors de la tardor o, millor dit de hivern que comença. La natura té ara una vitalitat somorta, trista. Però la vivacitat del paisatge de la Garrotxa sobreviu en la intensitat de les formes, en els llums canviants del dia. Ara apareixen amb força les escorces mullades del arbres; més tard, semblen més presents les muntanyes del rere fons. El silenci és monacal. De tant en tant, per despertar-nos del ensopiment, les gallines penedesenques corren esvalotades amunt i avall. Al plat ou fresc del dia, farro i blat de moro liofilitzat. Es pot demanar una cosa més minimalista, però a l’hora més essencial per fer un poema culinari? Jo sento una profunda emoció: tinc el paisatge al plat. S’ha produït una comunió màgica entre el meu badar a través d’aquesta finestra i les sensacions que m’aporten els elements del plat. Hi han cuines que van més enllà de menjar. Les Cols és un santuari poètic. La gastronomia, ací, és un artifici per jugar amb els sentits. Ací, s’afarta un altra gana: la gana de indagar els misteris ocults en el paisatge de la natura olotina i en el altre paisatge, el de la memòria. O, potser, tot és el mateix?
Hi ha el paisatge exterior, bucòlic, sempre absorbent, domesticat, al·legòric de la nostra vida d’antany, dels nostres hàbits culturals, tan lligats a la terra, als seus productes, a les cultures de la pagesia, del ancestres... Però hi ha el paisatge interior, també domesticat, reelaborat per la plasticitat del temps i la creativitat dels homes. No és poètica la façana del mas de les Cols i el seu contrast amb les formes i materials galàctics del seu modern interior? És un temple, però és un mas... ara bé, per sobre de tot, arrossega el misteri monacal dels temps passats. Hi ha misteris que encara no tenen explicació; són pura sensació, emoció... com l’espiral del espagueti a dins del brou fumat. Poema essencial, mínim, bellíssim.  A on estem?: en un mas de muntanya al temps de les guerres carlines o asseguts davant d’un plat galàctic en una estació espacial, en una sala menjador futurista d’or esclatat?
Un camp de fajols és un cultiu modest, podríem dir-ne humil. Camps amb verds i blancs esclatats. Triangle cereal. Humilitat sublimada a les Cols: crosta de fajol, aliment primari que fora signe d’estretors d’altres temps. Avui cruixent i daurat, torrat i de sabor sobtat i càlid, desperta una memòria nostàlgica.
Pot ser la menja una forma d’aprehendre el món, de copsar-lo mentalment? Quin camí no prendrà la imaginació, aquesta tarda de pluja, nostàlgica però deliciosa, assaborint aquestes sotileses mengívoles?
I que hem de dir de l’esforç de creativitat que representa la carbassa de cinc maneres? Meravellat per la seva simplicitat, plorem de emoció. Una emoció que prové d’una profunditat de la memòria; aquella que relliga la carbassa, el pagès, la masia... i la mà del druida cuiner, que, un cop més, transfigura un sol ingredient humil en un prodigi: un producte que esdevé molts alhora. Perquè la cuina és màgia i poesia. I ací, a les Cols, els druides-cuiners solemnitzen cada dia la cerimònia.



martes, 18 de octubre de 2016

El decapitado

--¡Psstt, psssttt! ¡ciudadano! ¿Me oye?
El ciudadano, perplejo, se acerca hasta la escultura ecuestre enjaezada. El jinete es, sin duda, un militar, un general, por la banda al cinto con orlas que luce sobre su uniforme. Pero, misterio, la figura está decapitada.
--¿Es usted el que me habla? —dice el ciudadano desconcertado, no dando crédito a lo que ocurre. Piensa: ¡una estatua que habla!
--Sí, sí… ¡acérquese, haga el favor!
--Buenos días, señor. Veo que habla… Mire, hace rato que lo miro y observo que está usted decapitado. No sé… produce una cierta angustia… Dígame, ¿cómo se llama? ¿Qué le ha pasado?
--¡Ah, por fin alguien repara en mí! Llevo aquí, ya, unas horas y sólo percibo hostilidad hacia mi figura. Me llamo Franco. Llámeme Francisco--. Dice la figura con una voz atiplada, casi femenina.
--¿Y usted cómo se llama, joven?
--Umm… Me llamo Prudencio. Soy un vecino del barrio y he podido constatar que su mermada presencia suscita sentimientos encontrados entre los ciudadanos que hasta aquí se acercan. Pero, dígame Francisco: ¿Qué le ha pasado? Parece usted decapitado por un filo bien afilado, con un corte limpio y claro. Podría ser obra del mismísimo Guillotin en persona. Siento curiosidad…
--¡Ay, Prudencio! No, no… No he tenido la suerte de morir con todos los honores, en la Guillotina, como mis ilustres antepasados. No, no… en mí se ha cebado la ignominia. Unos gamberros del Poble Sec me cortaron la cabeza mientras estuve aparcado, largos años, en mi sombría residencia de la vía Favencia. Era todo puro pitorreo. Me decapitaron con una sierra radial, entre grandes carcajadas, y mi testa acabó vendida a un desaprensivo, el dueño de un bar musical, que me colocó como una fuente en el mingitorio de caballeros.
--No me parece una actitud civilizada. Por muchas fechorías que uno haya hecho, no merece semejante trato. —Dijo Prudencio, con poca convicción, pero con el ánimo de no desalentar a Francisco. Y continuó: --Pero piense, general, que los ánimos están muy caldeados. Desde que usted murió han pasado muchas cosas, no me extenderé en ello, pero los catalanes están considerablemente cabreados.
-- ¡Qué me dice! ¡Estos siempre están igual!
--Sí, Francisco… Pero la paciencia tiene un límite y estos han agotado la suya. En Madrid vuelven a mandar los suyos. Y en lugar de ser discretos e ir al tajo –que también van, por cierto--, se dedican a encender los ánimos de la gente. No olvide, Francisco, que aquí nunca se hizo justicia de los desaguisados que ocurrieron. Muchas familias siguen sin saber que fue de sus familiares asesinados y ven, con rabia e indignación, como el gobierno y las instituciones de Madrid tapan el asunto y protegen a los criminales, muchos de los cuales aún viven y son ellos.
--Prudencio, Prudencio… No se me exalte. Fíjese a mí como me han dejado. Encima, esta noche, unos alborotadores han colgado una estelada del cuello de mi caballo, como si se tratara de un babero, me han lanzado huevos y han pintado otros dos, junto a un largo pene, cerca de la cola de mi caballo… ya me entiende. La transición, en España, fue eso; un puro olvidar para pasar a la siguiente etapa, sense prende mal como dicen ustedes los catalanes. Había que pasar página y dar oportunidad al futuro; el precio del progreso era perdonar a los culpables y olvidar. No me parece un mal acuerdo.
--Es una visión muy pragmática, sí. Puede que haya facilitado la paz y es evidente que alejó el fantasma de la guerra. Asentó una prosperidad cierta.—dice convencido Prudencio; y continúa: --Pero, Francisco… ¿hacia adónde vamos ahora? No me parece a mí una paz justa, la que ha permitido que, treinta años después, sus exaltados compañeros, se recochineen de los españoles manteniéndolos en severas apreturas y dificultades, mientras están amarrados a sus lucrativas poltronas, robando a manos llenas del erario público…
--¡Prudencio, qué me dice! Así que volvemos a mandar: ¡ya era hora!¡Pues que vengan y me saquen de aquí inmediatamente!
--Sí, sí, Francisco… Ya puede ir haciendo coña, que la cosa es más seria de lo que le parece. Esto va a acabar como el rosario de la aurora. Este es el precio de que el gobierno de las naciones esté en manos de exaltados, de radicales que sólo siembran el odio y la discordia.
--Usted dirá lo que quiera, Prudencio. Pero si quiere juzgar, mire a mí como me tienen. Tirado en un sucio y oscuro garaje durante años y ahora me sacan a la calle, nada menos que delante del Born --¡insigne memoria de nuestros antepasados, vencedores de la Patria! —para el escarnio público de unas gentes que nunca han querido entender que son españoles, que han hecho de la revuelta permanente su bandera y que se empeñan en seguir hablando un idioma obsoleto con el solo ánimo, perverso, de hacer rabiar al resto de los españoles.
--Mire, Francisco, se nota que ha estado usted apartado largo tiempo de la escena. No se ofenda. Los catalanes son eso, catalanes y es lógico que defiendan su esencia. Tienen su orgullo, su identidad y su lengua. ¿Qué hay de malo en ello? Lo que ocurre es que sus amigos, confiados, están hoy más desmadrados que nunca. Vuelven a soñar con la patria, una y grande, y se pasan por el forro el sentimiento de los demás.
--Es que estas cosas, Prudencio, hay que imponerlas por la fuerza. La patria es sagrada e indivisible. Con esto no se juega.
--Bueno, así estamos. Ni para adelante ni para atrás. El país encallado. ¿Es justo que un país vea yuguladas sus opciones de futuro? ¿Es justo que se pretenda imponer por la fuerza una política que lesiona y disgusta a los catalanes? ¿No le parece que, en tales circunstancias, por lo menos, los catalanes, tienen derecho a tantear su futuro?
--Ya le he dicho, Prudencio. El mal catalán sólo se arregla con mano dura. No hay razones que valgan; son cuatro revoltosos que arrastran a los demás. ¡Disciplina y mano dura, Prudencio! ¡Créame!
--Lo lamento, Francisco. Siento interrumpirle. He de irme. Veo que la señora alcaldesa viene hacia aquí por la calle comerç. No se la ve muy contenta. Vamos a escampar la boira antes de que llegue, no sea que nos toque recibir. Le deseo mucha suerte.
--Ah, Prudencio… Sólo le pido un último favor: envíe un telegrama a don Mariano de mi parte. Se lo ruego. Escriba simplemente la siguiente consigna: “¡resistiendo!” –
y sumiéndose de nuevo en la pesadumbre, no sin antes recibir el enésimo impacto en su orgulloso pecho, esta vez de una piel de plátano, dice, con un hilo de aflautada voz: 
--Cuídese Prudencio, y tápese, que vienen malos tiempos. ¡Gracias por su apoyo y paciencia!


martes, 11 de octubre de 2016

Series brasileñas



Ceará


Navega en el infinito azul y blanco
una nave española de exploración.
Se suceden largas jornadas de singladura,
de extenuante monotonía,
y no tiene la costa, ¡maldita!
abrigos donde recalar.

Hasta donde la vista alcanza
interminables dunas de arena blanca;
arenales de cegadora luz al sur
y un mar omnipresente al norte.
¿Es pura ensoñación o es paisaje?

Procede de Pernambuco, tierra de marañones,
en busca de puerto seguro y oportunidades.
Al mando, el capitán Diego de Lepe.
Pero está inquieta la marinería
que enloquece de sed y de codicia;
ya delira en este océano de arena y agua.

Ya crece a bordo la impaciencia y el escorbuto,
que alimenta el veneno de un motín,
cuando al fin se avista al sudeste
la desembocadura de un río:
es el Ceará, ¡inesperado destino!

Aquí recala la nave que ha de unir,
en esta parte del mundo, América y Europa.
Es un mal presagio con sabor amargo:
no será una historia fácil, ni siquiera oportuna…
Pero así es la historia de los hombres.

Desde el principio del mundo
habitan estas tierras los tremembés:
son un pueblo pacífico estos indígenas
que vive en aldeas del interior
y busca su sustento en el manglar, donde pescan.

Ese día, en la barra del Ceará,
los tremembés, que acuden de Caucaia
¡y hasta de Itarema, Itapipoca o Mundaú!
reciben a los exploradores
con vino de cajú, mocororó
y danzan el torém en honor
a los emisarios de sus antepasados.
¡Burlas del azar!

No enraízan aquí los españoles;
será sólo una incursión
que da paso a holandeses
y, por fin, a portugueses,
que se asentarán ya para siempre.

No es la historia del descubrimiento
un idilio entre América y Europa:
la civilización, corrupta y codiciosa,
funda aquí un amargo reino
de opresión e injusticia
alentando un pillaje sin freno.

Sobre estas nuevas tierras, ahora lusitanas,
abrirá la metrópoli una fisura,
--una herida profunda --
que aún separa a los humanos:
¡y todo a causa de la codicia extractiva!

En mil setecientos y pico los colonizadores
decretan la inexistencia de los indígenas
¡perversa absurdidad!
y la expropiación forzosa de sus tierras.
Es esta ignominia el estigma
que marca la convivencia de hoy:
dos mundos separados,
blancos e indios, propietarios e excluidos,
ricos y pobres.
¡Sociedad rota!

I


Fortaleza, ciudad en el extremo este.
Vientre de Brasil que entra en el océano
cansinamente azotada por los alisios.
Salitre y arena, cegadora luz, sol plomizo.

Excrecencia del siglo veinte
horribles rascacielos, desolados
inoportunos y desubicados
fantasmas blancos frente al mar.

Estos inmuebles de brillante azulejo
son hoy cubículos infames
donde chingan pederastas de medio mundo;
folladero Inmundo, paraíso de pedófilos.

Buscan su vampírico alimento
en las miserables favelas
que se extienden interminables
en esta ciudad lacerante.
Niños y mayores están aquí condenados
sin futuro, su mirada perdida,
abandonados a la suerte de su hiriente exclusión.

Élites locales, avariciosos cómplices
de la explotación sexual de menores,
que hipócritas se esconden
en su asfixiante puritanismo.



Guajirú


Guajirú es un Macondo
bañado por aguas turquesas
de un océano perdido,
suspendido en el tiempo.

Su contundente paisaje
de adusta belleza sugiere
la irrealidad de un sueño:
pacíficas playas
y arenales que los alisios empujan,
con terca obstinación, tierra adentro.

Bíblico paraje
de imponentes dunas de arena blanca
que retienen el agua clara
en inverosímiles lagunas.

La silueta de la sierra,
frondosa floresta ecuatorial,
se insinúa tierra adentro.
En las ensenadas de este desierto
de arenas deslumbrantes, en eterno movimiento,
se forman pequeños vergeles,
cocoteros que mecen sus altas palmas
al persistente silbido de los alisios.

En sus calles tranquilas,
mal adoquinadas,
bajo un sol que apelmaza el aire,
nadie circula al mediodía;
sólo un perro flaco cruza
somnoliento la ardiente acera.

Discretos habitantes se esconden
a la sombra de sus simples casas.
Apenas cuatro paredes,
bajo un techo de nada,
mecen la hamaca en la que sestean
un sueño eternamente detenido.

Se dice que aquí vivió antaño
un español generoso y huraño
que cuidó de sus siete hijas.
Fue su mujer una Iracema,
una india de raza y casta
que el tiempo se llevó por delante
víctima de las drogas y la perdición.

Dicen los lugareños que él moría de pena
y, en su locura, pasó mil noches vagando
por los alrededores de su casa,
--una noble mansión extravagante
perdida entre dunas y cocotales--,
aullando de tristeza.

Cuentan aún los del lugar,
gente buena e ingenua,
indios cabales de otro tiempo,
que su espíritu se encarnó en serpiente
y, desde los altos cocoteros,
vela por este Macondo perdido
entre el cielo azul y la tierra.

Dice Mardem el brujo
que el español era un gigante
de ojos claros y pelo rubio,
que en su vida vivió varias vidas
y que solo siendo mendigo,
conoció bien este mundo.

Bien lo saben en el morro da Urca en Río
en donde compartió marmita
con otros pendejos aparcacoches.
Cuatro monedas les echaban:
daba para mala cachaça y dormirla
en la calle.

Una fuerte y numerosa estirpe
señorea aún sus singulares rasgos;
descendientes de siete mujeres
de piel aceitunada y ojos almendrados.

Cuenta aún la leyenda
que fue enterrado junto al mar,
en el viejo cementerio indio
que llaman do Serafim.
Ahí su cuerpo se conserva
intacto como una momia:
guiño truculento e irónico
de que también Europa puede
congeniar su alma
con el espíritu de América.


El sertón


Por un camino de la quemada llanura,
dura tierra estéril y raída
entre secarrales y espinosos cactus,
camina a solas con su sombra,
su asno y su desolación,
un hombre pensativo, viejo y cascado.

Un sol abrasador abre brecha
en su oscuro pellejo.
Viste de blanco inmaculado
y tras su delgada estampa
se esconde la fortaleza de un toro.

A lo lejos está su hacienda,
un humilde cobijo para recogerse
de una naturaleza tan áspera:
ardiente brasa este sertón
donde una raza firme y resignada,
esquilmada por el polvo y la sequía
arranca su sustento a duras penas.

Pasea su tenacidad este campesino;
nunca nadie obtuvo tan poco de la tierra
a cambio de tan duro sacrificio.
Así transita por el paraje más esquelético de la Tierra
este anciano enjuto y resignado
arrastrando su soledad y su quimera
en estos campos hechizados.

II

Aquí tuvo lugar en otro tiempo
la Guerra del fin del mundo
¿Salvación o república?
Tanta sangre vertida a cambio
de una quimera.

En este infierno de sertaneros,
cielo plomizo, árboles ralos
y caminos polvorientos.
En esta tierra de santones,
macumberos y candomblé
que alumbraron la desesperación y la miseria,
vivió entonces o Conselheiro
para combatir contra el demonio.

Dicen que a su paso acompañado
de una muchedumbre de fervientes seguidores,
--ciega devoción--
hasta las serpientes de cascabel se apartaban.

Eran los tiempos de la abolición;
huían entonces los esclavos de los ingenios
en los cañaverales bahianos
y se adentraban en la intrincada caatinga
para probar la libertad.

En este desierto salvaje
de cactus, favela y pedruscos
--y de harapientos devotos que huyen
de la hambruna--
refulge la encalada blancura
de sembradas ermitas
como o Senhor do Bonfim.

Acuden los pasmados romeros,
carne de milagreros
que las cuajan de velas y exvotos;
tétrica estampa
la de estos miembros mutilados
a la luz de mil candelas:
piernas, pies y manos, brazos y cabezas,
pechos y ojos de cristal o de madera
--esperpéntico espectáculo--
que piden o agradecen milagros.

¡Qué disparatado rincón de mundo
--Calcinado por el sol--
este apartado sertón!
¿quién iba a decir que aquí se dirimiría
el fin del mundo?
singular combate que libran
el fervor milagrero cristiano
el animismo africano
y el espíritu de la revolución.


Amazonas


En el territorio remoto de Rondonia
Vivió antaño el Coronel,
un catalán severo y contundente.

Con madera de aventurero
pronto abandonó su patria para buscar fortuna
y dejar atrás los sinsabores
de una existencia difícil y sin futuro.

No fue fácil para él el nuevo mundo:
los sueños del colonizador son eso, una quimera
y una vida dura y desabrida le espera.

La Amazonia es aquí un océano verde;
intransitables bosques, pantanos e igarapés,
inmensos ríos y una fauna fabulosa
tienden la peor trampa que se pueda imaginar.

En este agobiante universo,
donde el ser humano es mota insignificante,
los insectos y una naturaleza invasiva se ceban en él.

Apenas una carretera, titánica construcción,
perdido sendero rojo a vista de pájaro,
atraviesa la inmensidad para instalar la codicia y la determinación.

Es la frontera; aquí sólo medran los valientes o los desesperados:
buscadores de oro, garimpeiros, campesinos desahuciados,
muertos de hambre y bandoleros; ladrones, chantajistas y aventureros;
locos y soñadores.

Por aquí campaba
con aire chulesco el Coronel.
Era entonces el principio de una nueva ola
migratoria hacia el lejano oeste.

Llegaban hombres
miserables huyendo del hambre y la sequía
montados en pao de arara y aferrados a una promesa:
un pedazo de tierra, una azada y la ilusión de una vida nueva.

Proliferaron entonces cacaotales y cafetales.
Sitios que antes fueran enmarañada jungla
se transformaron ahora, a costa de un alto precio
trabajo duro, malaria y muerte
en cumplidos cultivos.

El Coronel, con ojo vivo y mirada altiva,
compraba este nuevo oro vegetal y lo enviaba hacia Europa.
Desde Porto Velho hasta Ariquemes se temía su astucia
y su disciplina de capataz colonial.

En su soledad de mayoral encontró,
muchas veces, el consuelo de bellas mulatas,
escasos amigos entre los que le temían
y, más tarde, la propia muerte que, al fin, pudo con este diablo.

Eran entonces comunes los asaltos
amparados por la soledad de la transamazónica;
bandidos bien armados y con pocos reparos
medraban entonces al acecho de camiones bien cargados.

En uno de estos lances, murió el catalán.
Conducía solo camino de Porto Velho
un camión destartalado cargado de cacao.
Era una noche de luna y surgieron
tres embozados de la exótica tiniebla de la selva;
sigilosos subieron a la caja del camión, aprovechando una cuesta.
Pero era El Coronel de la casta del jabalí y quiso morir de perfil.
Empeñado en un tiroteo desigual
recibió cuatro balazos y tuvo que sucumbir.

Dice la leyenda que este es el sino
del que tiene afán de conquista,
intrépidos que el ciego destino guía:
la selva es como un dios que todo lo engulle,
indómita inmensidad.


Aleijadinho


Se asciende en Congonhas la cuesta
que conduce al calvario por etapas,
hasta el santuario barroco do Bom Jesus de Matosinhos.

Pero quiere la historia que aquí
el escultor Aleijadinho, manco, negro y osado
diera forma obstinada a su idea
en dura madera y piedra.

Saben los negros esclavos
que sus dioses orixás encarnan en imágenes cristianas
¡Ay, astuto recurso de humanidad oprimida,
cuya espiritualidad jamás será encadenada!

Representó aquí el negro,
--un hombre geniudo, pequeño y contrahecho--,
la historia de Cristo Tiradentes y doce inconfidentes:
tiene un precio la libertad y aquí se salda.

Tiradentes pagó con su ejecución
tan osada rebeldía; decapitado
su cabeza expuesta al escarnio en la plaza de Ouro Preto.
Su cuerpo mutilado y desmembrado
repartido y mostrado en los cuatro costados del imperio:
no quiere Portugal renunciar al objeto de su codicia, el oro.
Y así paga con muerte injusta y cruel
el primero de los brasileños, el anhelo de libertad.

Es por esto que Congonhas,
fascinante escenario naïf y simbólico,
es sello y cuna de la independencia de Brasil.

Aquí nace el sincretismo de Africa, America e Europa:
en estas capillas blancas y coloniales, estaciones al calvario;
en la iglesia do Bom Jesus de Matosinhos y sus doce esculturas de piedra,
inhiestos apóstoles de Cristo y de la inconfidencia,
en este artista ingenuo que inaugura
el camino de la cultura brasileña.


Ouro preto


En ese estrada real que parte de Río de Janeiro,
que se adentra en la exuberante espesura
salvando altas sierras e intrincados caminos
abrieron paso la ambición y la codicia de los hombres
hacia el corazón de esta tiniebla americana.

Continente adentro se esconde
el oro tan ansiado.
Ahí donde la tierra es negra,
--oscuro augurio--
y muestra la sierra su fálico perfil.

¡Ay, portugueses, cómo habéis expoliado
este nuevo mundo!
Quedará para siempre la lacerante herida, negra,
en esta tierra funesta devastada por la avaricia.

En esas minas, hoy abandonadas y tristes,
sus húmedas paredes aún relatan el sacrificio
el dolor y el esfuerzo inhumano, de tantos africanos
arrancando, para otros, su dorada entraña.


Joana D’arc, neginha bonita


Bajo la cúpula de una inmensidad verde
otro Ouro Preto existe
en los confines de la frontera,
remota aldea olvidada del mundo
en el oeste del Brasil.

Vivió antaño en este territorio de colonos,
aventureros y buscavidas
--ahí donde la selva se resiste aún
a dejar de ser una polifonía--
una negra de ébano, con formas turgentes y redondas,
de piel brillante y suave como la de un recién nacido.

Como neginha bonita la conocían
los nativos: se llamaba D’arc, Joana D’arc,
tenía veinticinco años y la socarrona astucia
de las mulatas de Bahía.
Dulce y alegre,
cuando hablaba se le iluminaba la sonrisa
y contagiaba simpatía.

Una mujer cabal, D’arc, la bella neginha.
Era libre, independiente, inteligente y buena.
Brasileña de casta… enamoradiza y sentimental
¡brillaban sus ojos de pasión!

Así cayó perdidamente enamorada
¡quién iba a decirlo de esta soberbia mulata!
de un forastero escuchimizado,
taciturno y melancólico.

Era frecuente en esa época de miseria, hambre y aventura
ver aparecer en el fantasmagórico poblado
mercachifles y aventureros; gente rara
que no siempre explicaban las razones
ni de su estancia ni de su pasado.

Así Apareció o contador
--un tipo canijo y aflautado,
ojos saltones y nariz pronunciada--,
una tarde de sol plomizo y enrarecida atmósfera
--por las constantes queimadas--
en la destartalada rodoviaria de Ouro Preto.

Venía mancillado por el polvo rojizo del camino:
no en balde había cruzado,
en un viejo bus destartalado,
un ancho tramo de la transamazónica
para recalar en este rincón perdido.

Era un chupatintas, un contable de poca monta
que venía para sacar las cuentas
del aserradero do Espanhol.

En la Serrería se instaló el misterioso extranjero.
Oculto entre las toras de ipé, jacarandá y sus números
contó con la complicidad del patrón español
--un viejo demonio devorado por sus sueños y la cachaça--
y vivió una historia de amor legendaria
con esta morena robusta.

Fue en una noche de embrujo,
a la lumbre de la luna y el aguardiente de caña
en esta selva de enredadas formas
que un amor tan improbable, pero tan ardiente
prendiera en seres tan distintos.




Barcelona, septiembre de 2016