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martes, 11 de octubre de 2016

Series brasileñas



Ceará


Navega en el infinito azul y blanco
una nave española de exploración.
Se suceden largas jornadas de singladura,
de extenuante monotonía,
y no tiene la costa, ¡maldita!
abrigos donde recalar.

Hasta donde la vista alcanza
interminables dunas de arena blanca;
arenales de cegadora luz al sur
y un mar omnipresente al norte.
¿Es pura ensoñación o es paisaje?

Procede de Pernambuco, tierra de marañones,
en busca de puerto seguro y oportunidades.
Al mando, el capitán Diego de Lepe.
Pero está inquieta la marinería
que enloquece de sed y de codicia;
ya delira en este océano de arena y agua.

Ya crece a bordo la impaciencia y el escorbuto,
que alimenta el veneno de un motín,
cuando al fin se avista al sudeste
la desembocadura de un río:
es el Ceará, ¡inesperado destino!

Aquí recala la nave que ha de unir,
en esta parte del mundo, América y Europa.
Es un mal presagio con sabor amargo:
no será una historia fácil, ni siquiera oportuna…
Pero así es la historia de los hombres.

Desde el principio del mundo
habitan estas tierras los tremembés:
son un pueblo pacífico estos indígenas
que vive en aldeas del interior
y busca su sustento en el manglar, donde pescan.

Ese día, en la barra del Ceará,
los tremembés, que acuden de Caucaia
¡y hasta de Itarema, Itapipoca o Mundaú!
reciben a los exploradores
con vino de cajú, mocororó
y danzan el torém en honor
a los emisarios de sus antepasados.
¡Burlas del azar!

No enraízan aquí los españoles;
será sólo una incursión
que da paso a holandeses
y, por fin, a portugueses,
que se asentarán ya para siempre.

No es la historia del descubrimiento
un idilio entre América y Europa:
la civilización, corrupta y codiciosa,
funda aquí un amargo reino
de opresión e injusticia
alentando un pillaje sin freno.

Sobre estas nuevas tierras, ahora lusitanas,
abrirá la metrópoli una fisura,
--una herida profunda --
que aún separa a los humanos:
¡y todo a causa de la codicia extractiva!

En mil setecientos y pico los colonizadores
decretan la inexistencia de los indígenas
¡perversa absurdidad!
y la expropiación forzosa de sus tierras.
Es esta ignominia el estigma
que marca la convivencia de hoy:
dos mundos separados,
blancos e indios, propietarios e excluidos,
ricos y pobres.
¡Sociedad rota!

I


Fortaleza, ciudad en el extremo este.
Vientre de Brasil que entra en el océano
cansinamente azotada por los alisios.
Salitre y arena, cegadora luz, sol plomizo.

Excrecencia del siglo veinte
horribles rascacielos, desolados
inoportunos y desubicados
fantasmas blancos frente al mar.

Estos inmuebles de brillante azulejo
son hoy cubículos infames
donde chingan pederastas de medio mundo;
folladero Inmundo, paraíso de pedófilos.

Buscan su vampírico alimento
en las miserables favelas
que se extienden interminables
en esta ciudad lacerante.
Niños y mayores están aquí condenados
sin futuro, su mirada perdida,
abandonados a la suerte de su hiriente exclusión.

Élites locales, avariciosos cómplices
de la explotación sexual de menores,
que hipócritas se esconden
en su asfixiante puritanismo.



Guajirú


Guajirú es un Macondo
bañado por aguas turquesas
de un océano perdido,
suspendido en el tiempo.

Su contundente paisaje
de adusta belleza sugiere
la irrealidad de un sueño:
pacíficas playas
y arenales que los alisios empujan,
con terca obstinación, tierra adentro.

Bíblico paraje
de imponentes dunas de arena blanca
que retienen el agua clara
en inverosímiles lagunas.

La silueta de la sierra,
frondosa floresta ecuatorial,
se insinúa tierra adentro.
En las ensenadas de este desierto
de arenas deslumbrantes, en eterno movimiento,
se forman pequeños vergeles,
cocoteros que mecen sus altas palmas
al persistente silbido de los alisios.

En sus calles tranquilas,
mal adoquinadas,
bajo un sol que apelmaza el aire,
nadie circula al mediodía;
sólo un perro flaco cruza
somnoliento la ardiente acera.

Discretos habitantes se esconden
a la sombra de sus simples casas.
Apenas cuatro paredes,
bajo un techo de nada,
mecen la hamaca en la que sestean
un sueño eternamente detenido.

Se dice que aquí vivió antaño
un español generoso y huraño
que cuidó de sus siete hijas.
Fue su mujer una Iracema,
una india de raza y casta
que el tiempo se llevó por delante
víctima de las drogas y la perdición.

Dicen los lugareños que él moría de pena
y, en su locura, pasó mil noches vagando
por los alrededores de su casa,
--una noble mansión extravagante
perdida entre dunas y cocotales--,
aullando de tristeza.

Cuentan aún los del lugar,
gente buena e ingenua,
indios cabales de otro tiempo,
que su espíritu se encarnó en serpiente
y, desde los altos cocoteros,
vela por este Macondo perdido
entre el cielo azul y la tierra.

Dice Mardem el brujo
que el español era un gigante
de ojos claros y pelo rubio,
que en su vida vivió varias vidas
y que solo siendo mendigo,
conoció bien este mundo.

Bien lo saben en el morro da Urca en Río
en donde compartió marmita
con otros pendejos aparcacoches.
Cuatro monedas les echaban:
daba para mala cachaça y dormirla
en la calle.

Una fuerte y numerosa estirpe
señorea aún sus singulares rasgos;
descendientes de siete mujeres
de piel aceitunada y ojos almendrados.

Cuenta aún la leyenda
que fue enterrado junto al mar,
en el viejo cementerio indio
que llaman do Serafim.
Ahí su cuerpo se conserva
intacto como una momia:
guiño truculento e irónico
de que también Europa puede
congeniar su alma
con el espíritu de América.


El sertón


Por un camino de la quemada llanura,
dura tierra estéril y raída
entre secarrales y espinosos cactus,
camina a solas con su sombra,
su asno y su desolación,
un hombre pensativo, viejo y cascado.

Un sol abrasador abre brecha
en su oscuro pellejo.
Viste de blanco inmaculado
y tras su delgada estampa
se esconde la fortaleza de un toro.

A lo lejos está su hacienda,
un humilde cobijo para recogerse
de una naturaleza tan áspera:
ardiente brasa este sertón
donde una raza firme y resignada,
esquilmada por el polvo y la sequía
arranca su sustento a duras penas.

Pasea su tenacidad este campesino;
nunca nadie obtuvo tan poco de la tierra
a cambio de tan duro sacrificio.
Así transita por el paraje más esquelético de la Tierra
este anciano enjuto y resignado
arrastrando su soledad y su quimera
en estos campos hechizados.

II

Aquí tuvo lugar en otro tiempo
la Guerra del fin del mundo
¿Salvación o república?
Tanta sangre vertida a cambio
de una quimera.

En este infierno de sertaneros,
cielo plomizo, árboles ralos
y caminos polvorientos.
En esta tierra de santones,
macumberos y candomblé
que alumbraron la desesperación y la miseria,
vivió entonces o Conselheiro
para combatir contra el demonio.

Dicen que a su paso acompañado
de una muchedumbre de fervientes seguidores,
--ciega devoción--
hasta las serpientes de cascabel se apartaban.

Eran los tiempos de la abolición;
huían entonces los esclavos de los ingenios
en los cañaverales bahianos
y se adentraban en la intrincada caatinga
para probar la libertad.

En este desierto salvaje
de cactus, favela y pedruscos
--y de harapientos devotos que huyen
de la hambruna--
refulge la encalada blancura
de sembradas ermitas
como o Senhor do Bonfim.

Acuden los pasmados romeros,
carne de milagreros
que las cuajan de velas y exvotos;
tétrica estampa
la de estos miembros mutilados
a la luz de mil candelas:
piernas, pies y manos, brazos y cabezas,
pechos y ojos de cristal o de madera
--esperpéntico espectáculo--
que piden o agradecen milagros.

¡Qué disparatado rincón de mundo
--Calcinado por el sol--
este apartado sertón!
¿quién iba a decir que aquí se dirimiría
el fin del mundo?
singular combate que libran
el fervor milagrero cristiano
el animismo africano
y el espíritu de la revolución.


Amazonas


En el territorio remoto de Rondonia
Vivió antaño el Coronel,
un catalán severo y contundente.

Con madera de aventurero
pronto abandonó su patria para buscar fortuna
y dejar atrás los sinsabores
de una existencia difícil y sin futuro.

No fue fácil para él el nuevo mundo:
los sueños del colonizador son eso, una quimera
y una vida dura y desabrida le espera.

La Amazonia es aquí un océano verde;
intransitables bosques, pantanos e igarapés,
inmensos ríos y una fauna fabulosa
tienden la peor trampa que se pueda imaginar.

En este agobiante universo,
donde el ser humano es mota insignificante,
los insectos y una naturaleza invasiva se ceban en él.

Apenas una carretera, titánica construcción,
perdido sendero rojo a vista de pájaro,
atraviesa la inmensidad para instalar la codicia y la determinación.

Es la frontera; aquí sólo medran los valientes o los desesperados:
buscadores de oro, garimpeiros, campesinos desahuciados,
muertos de hambre y bandoleros; ladrones, chantajistas y aventureros;
locos y soñadores.

Por aquí campaba
con aire chulesco el Coronel.
Era entonces el principio de una nueva ola
migratoria hacia el lejano oeste.

Llegaban hombres
miserables huyendo del hambre y la sequía
montados en pao de arara y aferrados a una promesa:
un pedazo de tierra, una azada y la ilusión de una vida nueva.

Proliferaron entonces cacaotales y cafetales.
Sitios que antes fueran enmarañada jungla
se transformaron ahora, a costa de un alto precio
trabajo duro, malaria y muerte
en cumplidos cultivos.

El Coronel, con ojo vivo y mirada altiva,
compraba este nuevo oro vegetal y lo enviaba hacia Europa.
Desde Porto Velho hasta Ariquemes se temía su astucia
y su disciplina de capataz colonial.

En su soledad de mayoral encontró,
muchas veces, el consuelo de bellas mulatas,
escasos amigos entre los que le temían
y, más tarde, la propia muerte que, al fin, pudo con este diablo.

Eran entonces comunes los asaltos
amparados por la soledad de la transamazónica;
bandidos bien armados y con pocos reparos
medraban entonces al acecho de camiones bien cargados.

En uno de estos lances, murió el catalán.
Conducía solo camino de Porto Velho
un camión destartalado cargado de cacao.
Era una noche de luna y surgieron
tres embozados de la exótica tiniebla de la selva;
sigilosos subieron a la caja del camión, aprovechando una cuesta.
Pero era El Coronel de la casta del jabalí y quiso morir de perfil.
Empeñado en un tiroteo desigual
recibió cuatro balazos y tuvo que sucumbir.

Dice la leyenda que este es el sino
del que tiene afán de conquista,
intrépidos que el ciego destino guía:
la selva es como un dios que todo lo engulle,
indómita inmensidad.


Aleijadinho


Se asciende en Congonhas la cuesta
que conduce al calvario por etapas,
hasta el santuario barroco do Bom Jesus de Matosinhos.

Pero quiere la historia que aquí
el escultor Aleijadinho, manco, negro y osado
diera forma obstinada a su idea
en dura madera y piedra.

Saben los negros esclavos
que sus dioses orixás encarnan en imágenes cristianas
¡Ay, astuto recurso de humanidad oprimida,
cuya espiritualidad jamás será encadenada!

Representó aquí el negro,
--un hombre geniudo, pequeño y contrahecho--,
la historia de Cristo Tiradentes y doce inconfidentes:
tiene un precio la libertad y aquí se salda.

Tiradentes pagó con su ejecución
tan osada rebeldía; decapitado
su cabeza expuesta al escarnio en la plaza de Ouro Preto.
Su cuerpo mutilado y desmembrado
repartido y mostrado en los cuatro costados del imperio:
no quiere Portugal renunciar al objeto de su codicia, el oro.
Y así paga con muerte injusta y cruel
el primero de los brasileños, el anhelo de libertad.

Es por esto que Congonhas,
fascinante escenario naïf y simbólico,
es sello y cuna de la independencia de Brasil.

Aquí nace el sincretismo de Africa, America e Europa:
en estas capillas blancas y coloniales, estaciones al calvario;
en la iglesia do Bom Jesus de Matosinhos y sus doce esculturas de piedra,
inhiestos apóstoles de Cristo y de la inconfidencia,
en este artista ingenuo que inaugura
el camino de la cultura brasileña.


Ouro preto


En ese estrada real que parte de Río de Janeiro,
que se adentra en la exuberante espesura
salvando altas sierras e intrincados caminos
abrieron paso la ambición y la codicia de los hombres
hacia el corazón de esta tiniebla americana.

Continente adentro se esconde
el oro tan ansiado.
Ahí donde la tierra es negra,
--oscuro augurio--
y muestra la sierra su fálico perfil.

¡Ay, portugueses, cómo habéis expoliado
este nuevo mundo!
Quedará para siempre la lacerante herida, negra,
en esta tierra funesta devastada por la avaricia.

En esas minas, hoy abandonadas y tristes,
sus húmedas paredes aún relatan el sacrificio
el dolor y el esfuerzo inhumano, de tantos africanos
arrancando, para otros, su dorada entraña.


Joana D’arc, neginha bonita


Bajo la cúpula de una inmensidad verde
otro Ouro Preto existe
en los confines de la frontera,
remota aldea olvidada del mundo
en el oeste del Brasil.

Vivió antaño en este territorio de colonos,
aventureros y buscavidas
--ahí donde la selva se resiste aún
a dejar de ser una polifonía--
una negra de ébano, con formas turgentes y redondas,
de piel brillante y suave como la de un recién nacido.

Como neginha bonita la conocían
los nativos: se llamaba D’arc, Joana D’arc,
tenía veinticinco años y la socarrona astucia
de las mulatas de Bahía.
Dulce y alegre,
cuando hablaba se le iluminaba la sonrisa
y contagiaba simpatía.

Una mujer cabal, D’arc, la bella neginha.
Era libre, independiente, inteligente y buena.
Brasileña de casta… enamoradiza y sentimental
¡brillaban sus ojos de pasión!

Así cayó perdidamente enamorada
¡quién iba a decirlo de esta soberbia mulata!
de un forastero escuchimizado,
taciturno y melancólico.

Era frecuente en esa época de miseria, hambre y aventura
ver aparecer en el fantasmagórico poblado
mercachifles y aventureros; gente rara
que no siempre explicaban las razones
ni de su estancia ni de su pasado.

Así Apareció o contador
--un tipo canijo y aflautado,
ojos saltones y nariz pronunciada--,
una tarde de sol plomizo y enrarecida atmósfera
--por las constantes queimadas--
en la destartalada rodoviaria de Ouro Preto.

Venía mancillado por el polvo rojizo del camino:
no en balde había cruzado,
en un viejo bus destartalado,
un ancho tramo de la transamazónica
para recalar en este rincón perdido.

Era un chupatintas, un contable de poca monta
que venía para sacar las cuentas
del aserradero do Espanhol.

En la Serrería se instaló el misterioso extranjero.
Oculto entre las toras de ipé, jacarandá y sus números
contó con la complicidad del patrón español
--un viejo demonio devorado por sus sueños y la cachaça--
y vivió una historia de amor legendaria
con esta morena robusta.

Fue en una noche de embrujo,
a la lumbre de la luna y el aguardiente de caña
en esta selva de enredadas formas
que un amor tan improbable, pero tan ardiente
prendiera en seres tan distintos.




Barcelona, septiembre de 2016



jueves, 21 de abril de 2016

Cementerio en la playa





Notas para un libro futuro


Los primeros marinos portugueses que surcaron las aguas del Atlántico, próximas a la costa de Brasil, quedaron absolutamente desconcertados. ¿Dónde estaban? Habían navegado durante semanas, rumbo suroeste, sin avistar tierra. Los empujaban los alisios, que favorecían su periplo hacia tierras americanas, aunque un fuerte temporal cerca del ecuador había desorientado a los navegantes. Una vez amainó la galerna divisaron, por fin, tierra, pero ante ellos se ofrecía un inmenso desierto de arena. Los más veteranos afirmaron que las corrientes y el temporal, en lugar de llevarlos al destino americano, los había devuelto a las costas de África. Las interminables dunas que vislumbraban a lo lejos, medio veladas por la cegadora luz tropical, dibujaban un paisaje blanco y monótono. No podían ser otra cosa que las costas atlánticas del gran desierto africano. ¡Esto es el Sahara! Exclamaron los más entendidos. Pero se equivocaban; habían llegado a América, a la costa más oriental de Brasil.

Estas costas de interminables dunas blancas, trabajadas por la constancia de los Alíseos, pertenecen al actual estado de Ceará. En brasileiro, se pronuncia seará, con ese, lo que se corresponde fonéticamente con Sahara. Así, por un equívoco, quedaron bautizadas estas orillas por esos aventureros desorientados tras su travesía del atlántico sur.

Mientras reflexiono sobre todo esto, sentado a la sombra de nuestro Toyota pickup 4x4 Hilux, contemplo el insólito paisaje. El Toyota está varado en la arena. En principio, un vehículo ideal para rodar por la arena, pero, ya sea por falta de pericia o por la dificultad del terreno, nos ha dejado encallados en un denso arenal cercano al viejo cementerio abandonado, llamado do Serafim. Nuestra posición es: latitud 3º 02’ 49,97’’ S y longitud: 39º 36’ 32,93’’ O. Tras intentos infructuosos de liberar el vehículo, hemos desistido, pues al girar las ruedas no hacen más que ahondar en su propia trampa. Hemos partido esta mañana de Guajirú a las 9 h. Poco después cruzábamos con la barcaza las azuladas aguas del río Mondaú y, desde ahí, nos dirigimos, sin incidencias, siempre por la playa, cerca de la orilla del mar, hasta Baleia. A partir de aquí y hasta Icaraí, la ruta discurre en una plataforma arenosa que queda por encima de la playa, a una cierta altura. La arena es muy seca y se amontona en grandes cantidades. El coche baila de un lado a otro como si se deslizara por una gruesa capa de nieve recién caída. Hay que estar muy atento en las pendientes, pues es fácil quedar atrapado si no vas con la reductora. Pero lo peor está antes de llegar al viejo cementerio. Hay que circular manteniéndose bien en las roderas de otros vehículos, visibles en la arena blanda. Pero ha sido inevitable, finalmente el viejo Toyota Hilux ha culeado en este denso mar de arena hasta quedar irremediablemente clavado. Es mediodía. El sol cae a plomo. El solitario paraje es impresionante: ante nosotros se extiende un inmenso desierto de arena junto al mar, un mar revuelto por el constante y cansino viento del oeste. Frente a nosotros, a escasos metros, aparecen las primeras lápidas de un insólito cementerio. Las gentes del país son muy sencillas y humildes. Se enterraban aquí, junto a la misma orilla del mar. Una vieja costumbre indígena. Poblados de pescadores. Son descendientes de los indios que poblaban estas costas cuando llegaron los pioneros europeos, portugueses u holandeses. Los primeros asentamientos europeos en esta zona fueron holandeses y no portugueses como se pudiera pensar. Los portugueses no vieron un interés inmediato en estas costas desangeladas y tiraron más hacia el sur, en busca de mayor prosperidad. Los holandeses, en cambio, se dedicaban al corso y hostigaban las naves españolas o portuguesas, para perjudicar su comercio con las Indias. Se escondían en estos parajes solitarios, dónde podían huir más fácilmente de las campañas de represalia, y cohabitaron con los pescadores indios del lugar. No es raro ver, aún hoy en día, niñas muy rubitas que desconciertan un poco, pues no se corresponden con la tipología étnica de estas gentes. Pero confirma el mestizaje con europeos del norte, en tiempos pasados.

Mientras espero a mis compañeros, que han salido andando hacia Icarai en busca de ayuda, se acerca un viejo pescador que, solitario, contemplaba el mar desde una de las lápidas del cementerio. Es el único ser humano a la vista, que ha llegado hasta aquí con su asno. Estos parajes no son muy concurridos, así que es habitual pararse a saludar y departir un rato, cuando uno se cruza con alguien. Es un hombre de unos cincuenta años, aunque aparenta más. Su tez y toda su piel en general está muy trabajada por el sol. Se hace llamar Abraham Lincoln y me asegura que ese es su nombre verdadero. El carácter de esta gente es desconcertante, pues por un lado son muy tímidos e introvertidos, pero por el otro amagan un sentido del humor con una considerable retranca. Le indago por el curioso cementerio y me explica que le gusta venir aquí, a recogerse junto a sus antepasados ante el infinito del océano. Le comento mi extrañeza por elegir este emplazamiento en la arena, a escasos metros de la orilla del mar, como sepultura. Abraham Lincoln me asegura, de forma vehemente, que este es un lugar milagroso, pues conserva los cuerpos intactos y no llegan a corromperse nunca.¿Será él mismo una reencarnación cearense del venerado presidente?

Son indígenas de la etnia Tremembé. Eran pueblos nómadas que habitaban estos litorales desde mucho antes de la llegada de los europeos. Algunos de ellos, los más pobres, bajaron desde las sierras próximas, más fértiles, y se instalaron en la costa para vivir de la pesca. Abraham Lincoln me explica la leyenda de Iracema, una bella princesa indígena que se desposó con uno de estos gigantes blancos y rubios llegados de allende los mares, para fundar un nuevo linaje, renovado y prometedor. La realidad es mucho menos poética; en el siglo XVII llegaron los jesuitas y los convirtieron al cristianismo, concentrándolos en aldeas, en las conocidas misiones. En 1863, el gobernador de la provincia, editó un decreto por el que los indígenas fueron declarados inexistentes a efectos legales. Diez años antes, ya habían perdido el derecho a la propiedad de la tierra. No será hasta la década de 1980 que los Tremembé, junto con las otras muy numerosas naciones, etnias y diferentes lenguas de raíz Tupí, serán reconocidas por el estado, así como sus derechos. Para esta tarea, fue fundada la FUNAI --Fundación Nacional del Indio--, que debe velar por su protección.



jueves, 17 de marzo de 2016

Los delincuentes asaltan el Estado


Estamos asistiendo inquietos, aunque impávidos, al saqueo del Estado por parte de delincuentes. Sí, ya sé que para muchos puede sonar a exageración, pues parece increíble que esos individuos que hemos aupado al poder, tan seductores ellos cuando explican la cantidad de cosas buenas que harán por nosotros, sean capaces de tal cosa. Pero es así, no es un delirio ni una pesadilla. ¡Nos están saqueando ante las propias narices y somos impotentes para hacer nada!

Ya lo vaticinó Manuel Castells en su excelente libro La Era de la información (1997) hace casi veinte años: Las bandas de delincuentes asaltarán los estados y los saquearán, decía el prestigioso profesor. El primer ejemplo fue Rusia. Ahí están, impunemente disfrutando de los frutos de sus crímenes. Los grandes oligarcas rusos son hoy respetados ciudadanos. Recuerdo la sorpresa que me causó su lectura. Los que hemos nacido en una época en la que nos inculcaron que el Estado es como nuestro segundo padre, no podíamos dar crédito a una información tan contundente. ¡Pero ya ha llegado! ¿Quién iba a decirnos que su progresivo debilitamiento y saqueo era tan inminente?

Hoy es noticia en la prensa que el expresidente de Brasil, Lula da Silva, vuelve al gobierno como ministro para evitar su detención por corrupción. Ya os digo: se ríen de nosotros. Ahora, ni tan siquiera se esconden. Con toda la cara, sin ningún tipo de pudor y vergüenza, utilizan las prerrogativas del estado de derecho para permanecer impunes. Veréis… la historia es la siguiente: Lula da Silva, su lugarteniente Dilma Rousseff –presidenta actual—y todo el aparato de sinvergüenzas que los acompañan, saquearon, mientras estuvieron en el poder, la gigantesca compañía Petrobras. Un monstruo del sector petrolero y uno de los buques insignia de la economía brasileira. Ahora, la justicia sigue sus pasos y, ante la evidencia de que los sabuesos ya les husmean los talones, los sicarios aforan precipitadamente al jefe del gang para evitar que rinda cuentas ante la justicia.

Ya veis. En todos lados pasa igual. Es una epidemia global. Aquí asistimos también a espectáculos bochornosos, aunque con requiebros un poco más barrocos, pues somos gente mediterránea. El último sainete al que nos somete la tropa que aquí manda, en funciones, es el de Rita la fallera. Parece un personaje recién escapado de una de esas monumentales y grotescas fallas. Ella es la espectacular mascletá que cierra la esperpéntica temporada. ¡Es que no sólo nos roban, es que además nos toman el pelo!¡Se ríen de nosotros en la cara! El desfile de personajes de la corte de los milagros, gurteleros valencianos y sus secuaces púnicos madrileños, pone los pelos de punta: a mí me recuerdan esos corrillos de pícaros típicos de la literatura del siglo de oro, o de esos personajes que aparecen en El lazarillo de Tormes, tan conseguidos, que con un ojo tuerto y haciéndose pasar por desvalidos miserables eran capaces de retirarte los calzoncillos sin sacarte los pantalones. ¿Habéis visto al pícaro Rafael Hernando, portavoz de los tunantes, con que desparpajo que nos larga sus patrañas? Es este un elemento directamente salido de un cuadro de goya, con sus muecas y sus gestos, que apenan esconden su turbia catadura.  Pero el rey del cinismo es Don Mariano, capitán de la partida de truhanes. Hay individuos que producen repelús y este es uno de ellos. Es un tipo francamente mediocre, incompetente, ignorante y resentido; ¡una bomba de relojería! Estos personajes son los más peligrosos de todos, pues parece que no hayan roto un plato y, en realidad, nos han puesto la casa patasparriba. Da miedo. Si este tipo sigue por más tiempo en la presidencia, este país acabará mal. Os lo digo yo.