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miércoles, 5 de abril de 2017

Mikonos


Siempre me ha parecido curiosa la transformación de las personas en turistas. Cuando vemos un turista por las calles de nuestra ciudad, lo miramos con un cierto desdén. Hay algo de anodino, de ridículo en su actitud y su aspecto. Incluso, aquí, les hemos dado un nombre original: los guiris. Una palabra cargada con el significado del desprecio. Pero la realidad es que todos, mal que nos pese, nos convertimos a su vez en turistas en algún momento. Y nos vemos obligados a meternos en ese triste papel durante unos días, quizás incomodados, viendo como los nativos nos miran por encima de la nariz.
En mi primer libro, aún inédito, el protagonista relata su experiencia en su visita a la afamada isla griega de Mikonos, paradigma del turismo contemporáneo. Os ofrezco un fragmento de este libro de viajes que he titulado Viaje a Grecia: la tríada helénica y el enigmático íbice de oro. Espero que os guste.


22 de julio de 2015. Mikonos. El ferry Blue star Naxos, cargado hasta los topes, desembarca a la horda de turistas en los muelles del puerto nuevo. Igual que si se abrieran las reclusas de una inmensa represa, el Naxos nos vomita de su enorme panza. Como guiados por un sexto sentido, todos los guiris nos desplazamos como corderos hacia la pequeña embarcación que a su vez nos conducirá, por tandas, hasta el puerto viejo de Hora, la pequeña y aclamada capital de Mikonos. El calor es insoportable. El sol, inflexible, nos castiga sobre la expuesta cubierta de la embarcación. Formamos parte de un variopinto grupo de turistas en su sentido más estricto. Uniformados con nuestros impresentables atuendos veraniegos, lo más ligeros posibles, producimos una impresión más bien deprimente. Gorro playero, algunos anudados con su ridícula cinta. Sudadera impresa, en muchos casos con explícitos mensajes alusivos al viaje en curso, como I love Greece, mochila, cámara fotográfica colgando del cuello y botellín de agua en la mano. Los más británicos, impertérritos con sus calcetines blancos bien estirados y zapatillas de deporte de mil y un colorines. 
En cinco minutos ya estamos atracando de nuevo, esta vez en el puerto tradicional de la isla. Los escasos habitantes de Mikonos, que a esta hora se refugian a la sombra de las tabernas del puerto, nos miran socarrones. La embarcación nos escupe como si se tratara de un hormiguero repentinamente agredido. Nos dirigimos hacia lo que llaman la plaza de los taxis por el paseo marítimo que bordea la bucólica playa, dejando el ayuntamiento a nuestra derecha y la pequeña ermita que los marineros de Mikonos dedican a la virgen. Poco a poco se van dispersando los turistas, que se pierden por el laberinto de callejuelas que llevan a la Pequeña Venecia o hacia Plateia Alefkandra, donde podrán disfrutar de uno de los rincones más venerados por el Homo turisticus. Las callejuelas de Mikonos y sus casas, de un blanco deslumbrantes apenas roto por el azul que es la marca distintiva del paisaje urbano de las Cícladas, serpentean por una intrincada medina. La vida de antaño prácticamente ha desaparecido y los habitantes han vendido sus propiedades, ante la inexorable presión del turismo. En su lugar, se han instalado las grandes marcas de lujo de medio mundo que han calado su red en este pintoresco laberinto para obtener caza mayor. Hace tanto calor que decidimos irnos a bañar. Queremos evitar la visita de la villa de Mikonos durante el sofocante calor del mediodía. Decidimos averiguar el precio de un taxi que nos lleve a algún insospechado lugar de la isla, a alguna de las playas paradisíacas que se anuncian y hacen su fama. En la plaza Manto Mavrogenous, llamada plaza de los taxis, deslumbrantes reclamos ofrecen servicios de taxi o paseos turísticos por la isla. Entramos en uno de los chiringuitos. Nos atiende una mujer joven, muy bella. Sin duda, la empresa es consciente de la importancia de este factor para pillar a sus clientes. Profesional y eficiente, la empleada habla un inglés impecable. Nos atiende con evidente deferencia. Podríamos estar en una oficina turística en el barrio más pijo de Londres, tal es el trato. Con la mosca detrás de la oreja, preguntamos precios. Son de escándalo. Con sorprendente eficacia, la chica –que ya parece acostumbrada a la sorpresa que muestran la mayoría de los clientes--, nos ofrece una solución alternativa interesante. Por el mismo coste que un taxi –al que hemos desistido por su importe desorbitado—, nos propone un transporte a nuestra disposición durante todo el día, con chofer. Sorpresa. Podrán llevarnos hasta la playa que queramos y recogernos de nuevo cuando así lo deseemos. Además, nos llevarán de vuelta hasta el embarcadero para tomar el ferry una vez abandonemos Mikonos al atardecer. Aceptamos. Sigue sin ser barato, pero no hay otro remedio si queremos sacar el mejor partido de nuestra corta visita. Escogemos la playa. Nos ofrece varias posibilidades. Dudamos. Nos pregunta si lo que deseamos es una playa más turística o menos, para gais o para heteros, más convencional y familiar o más desmadrada. Con envidiable profesionalidad, nuestra bella asistente propone la playa Super Paradise. Nos la vende como una playa divertida, muy bonita y con gente joven. “¡Es la mejor de Mikonos!”, nos dice con un guiño de complicidad. Nos miramos entre nosotros. Decidimos que sí. 
Al instante llega ante la puerta un imponente monovolumen de nueve plazas. Soberbio, gris metalizado, nuevo de trinca y recién salido del lavado. El chofer, vestido con terno, camisa y corbata –lo que produce una cierta alergia, pues estamos a 40 ºC a la sombra­­-- nos abre la puerta corredera del flamante monovolumen para que podamos entrar. Somos seis. El tipo es simpático, pero la comunicación es prácticamente imposible. No habla inglés. Llegamos a comprender que es albanés y trabaja aquí durante la temporada turística. Inquirimos su opinión sobre la playa a la que nos conduce. Sin dudarlo, nos indica que es la mejor de Mikonos. Bueno… parece que hemos acertado. La suerte ya está echada. Al fin y al cabo, se trata de tomarse un baño y refrescarse, comer algo rápidamente y volver a Mikonos para callejear. El lujoso monovolumen avanza por una carretera serpenteante, sembrada de quats conducidos por guiris veinteañeros que, a pecho descubierto, se desplazan febriles de un lado a otro de la isla. Es un trajín increíble. Parecen aquellos nerviosos vehículos voladores que menudean de un lado a otro en las ciudades siderales de La guerra de las galaxias. Nosotros vamos como príncipes en el interior perfectamente climatizado. Llegamos a nuestro destino después de una carrera de aproximadamente veinte minutos. Nuestro conductor aparca frente a la puerta de un recinto totalmente “fortificado”, vallado con postes de madera, que no permiten por su altura otear lo que hay del otro lado. El albanés salta del coche y nos abre la puerta como si fuéramos ministros. Se despide señalándonos la entrada y nos confirma, tal como hemos convenido en la oficina con su jefa, que volverá dos horas más tarde para recogernos de nuevo y llevarnos de vuelta a Hora. 
Nos encontramos frente a la entrada del Super paradise beach. Esto es lo que reza el rotulo de estilo californiano. El sol es abrasador. La temperatura, después de veinte minutos de tregua en el fresco interior de nuestro monovolumen, nos deja totalmente aturdidos. Nos acercamos a la puerta del recinto. De momento, el mar, aunque se intuye, no se ve por ningún sitio debido al cerramiento del recinto. Es evidente que lo hacen expresamente, pues sólo accediendo al local puede uno disfrutar de la playa y el mar. Suena la música a todo taco. Un portero guarda la entrada a Super Paradise, como es habitual en las puertas de las discotecas. Es un verdadero gigante de raza negra. La naturaleza le ha dotado de una potente musculatura, pero no contento con ello, la ha cultivado además con su evidente afición a la halterofilia. Viste anchas bermudas y una sudadera, expresamente pensadas para enseñar a los amedrentados visitantes las poderosas “armas” de sus colosales brazos y piernas, así como el gigantesco cuello sobre el que se asienta una cabeza negra como un tizón, pelada al cero y brillante como una bola de marfil, con oscuras gafas de sol y dotada de auriculares para avisar, en caso de un altercado, a sus forzudos compañeros y que acudan a recoger los cadáveres, producto de sus expeditivos modales. Poca broma. Para mayor capacidad disuasoria, le acompaña un portentoso perro negro, de pelo brillante y ojos encendidos, que nos mira con cara de pocos amigos. El respetable can tiene aspecto de atender solicito a su amo, en caso de que sea requerido. Amedrentados, nos acercamos a él y nos facilita la entrada en el recinto con un gesto amable, que nos tranquiliza. Nada más pasar, nos encontramos ante un amplio espacio de recepción al aire libre. A nuestra derecha, han construido una instalación “artística” sobre la arena, de grandes dimensiones y dudoso gusto, a base de botellas de champán. La música house suena ahora mucho más alto. Da la impresión que hemos entrado en una discoteca, lo cual nos descoloca un poco. Parece como si nuestra idea de darnos un chapuzón en Super Paradise, no cuadrara con este espacio discotequero. En una rápida ojeada descubrimos que, efectivamente, el recinto cierra por completo la playa, convirtiéndola en un reservado. Una medida de opinable legalidad. 
Frente al mar se encuentran centenares de tumbonas, alineadas en un orden perfecto, en las que se tuestan otros tantos turistas, en su mayoría muy jóvenes. Es un inmenso aparcamiento de cuerpos bronceados. Tal es el abigarramiento de cuerpos expuestos que no se distingue la arena de la playa. Frente a la primera línea, apurada hasta el linde del mar, se extiende un mar en calma que cierra una pequeña bahía. Un paraje que en su día fuera, sin duda, un lugar paradisíaco. Frente a este amplio tostadero de carne humana, en la zona más interior de la playa, un amplio parasol de obra cobija un inmenso local con toda suerte de ofertas gastronómicas fast food. Al fondo y cerrando el local por detrás, largas barras de bar, inacabables, con infinitos surtidores de cerveza y un surtido discreto de botellería barata en los anaqueles del fondo. La primera sensación al entrar en este lugar es una impresión olfativa. Las ingentes raciones de fast food que se consumen aquí en grandes mesas, a las que pueden sentarse más de veinte personas en cada una, desprenden un olor rancio y ligeramente desagradable. Buscamos sitio para sentarnos a alguna de las mesas disponibles. No es fácil, pues se hallan casi todas ocupadas o reservadas. No hace falta hablar de las tumbonas, a las que es imposible acceder pues a estas horas del mediodía ya se encuentran ocupadas, desde que a primeras horas de la mañana han aparecido los más previsores. 
Los guiris parecen encontrarse a sus anchas en Super Paradise. Una vez instalados, lo que no ha sido nada fácil, me coloco el bañador e intento llegar hasta la orilla, sorteando las tumbonas, para darme por fin el baño tan esperado. En un agua caliente como en un baño turco nado nervioso unos metros mar adentro para sentirme liberado del agobio.  Me detengo en una zona lo suficiente distante de la playa como para sentirme a “salvo” y, mirando perplejo hacia la distante orilla, no puedo evitar sentir tristeza por el espectáculo que se me ofrece por delante. 
Un rato más tarde, sentado a la mesa, acabo mi sobrio plato combinado que me ha servido una camarera altiva e impertinente, que parecía reprochar con su mirada mi presencia aquí, tan desplazado, en el lugar equivocado. Al poco, sube de nuevo el volumen de la música, que ahora ya es casi insoportable. Ante nuestra sorpresa, aparecen unas gogó, chicas y chicos, que, disfrazados con sus estridentes trapos de faunos postmodernos, suben a distintos podios distribuidos en el amplio recinto para bailar ante un público que, al son de la música y su creciente volumen, va entrando en trance por momentos. 
De repente, salimos de nuestro embobamiento y caemos en la cuenta de que ya es prácticamente la hora concertada con nuestro chófer, que debe recogernos donde nos depositó hace un par de horas. Y, como una exhalación, desaparecemos discretamente de este Averno para volver al mundo de los vivos.

domingo, 3 de abril de 2016

Yo no quiero viajar así



Viajar hoy ya no es la aventura romántica que representaba antaño. El acceso de las masas al viaje barato ha representado una invasión de los espacios singulares de este planeta, sean históricos o paisajísticos. Es el advenimiento del turismo, un fenómeno relativamente reciente en la historia. Nos podríamos remontar a la época de nuestros tatarabuelos, como mucho, para encontrar los orígenes de esta moderna afición. Washington Irving en Granada o el viaje a Italia de Goethe, podrían ser los antecedentes de los viajes modernos. De hecho, en mi propia infancia, aún representaba un gran privilegio poder viajar por ahí. Pero en cuestión de pocos años, todo ha cambiado completamente. El turismo lo prostituye todo.

En aquel entonces el viaje era una ensoñación romántica. Porque se viaja más con la mente, que con el propio cuerpo. Por descontado que hay un desplazamiento físico a un lugar más o menos lejano. Pero es sobre todo nuestra imaginación, provista de una inmensa ilusión, la que proyecta la belleza y toda la emoción del viaje. ¿Qué es un paisaje en sí? Sin el poder de la mente, sin una buena predisposición de nuestro espíritu y de nuestro anhelo, el paisaje, por muy bello que sea, se transforma en una estampa desprovista de magia. De belleza, en definitiva.

Definitivamente no me produce ninguna emoción viajar en determinadas condiciones. Desplazarse en avión en pleno de mes de agosto, por ejemplo, es una pequeña tortura reservada a los sufridos ciudadanos de hoy. Los vuelos baratos implican un servicio muy deficiente que obliga a los usuarios a pasar, muchas veces, por un auténtico via crucis antes de llegar a su destino. Aeropuertos sobrecargados de viajeros que deambulan entre perdidos y desamparados. Largas colas. Controles policiales que implican muchas veces medio desvestirse o abrir de nuevo maletas que se han cerrado milagrosamente en casa. Insidiosas normas que no permiten llevar en cabina determinados objetos. O, en algunos casos, la propia indiferencia o desdén de los empleados, cuando no su abierta antipatía. Todas estas y muchas cosas se le presentan al viajero actual al emprender su aventura. Cuando llega uno por fin a su destino, cansado y desorientado, siente en principio una cierta ansiedad. Un desasosiego debido a las dificultades del viaje, a la rapidez con la que uno se desplaza a lugares lejanos, que no permiten que nuestro cuerpo se aclimate. Una vez en el lugar tan largamente deseado, uno percibe hoy día que las cosas se han uniformizado en todo el mundo. Por doquier proliferan las mismas tiendas, las mismas marcas. Parece como si, poco a poco, fuéramos acabando con la diversidad que, precisamente, constituyó en su día el verdadero acicate para emprender un viaje, que se prometía exótico. En breve descubriremos también, con notable desencanto, que los lugares que antes de partir soñábamos con visitar, idealizándolos, se han convertido en lugares mancillados por ejércitos de turistas. Ya no descubre uno con emoción la virginidad de las cosas bellas que había imaginado. Ya nada parece auténtico, sino una inmensa impostura. Todo está degradado por la conversión en bienes de consumo de lugares que fueron bellos. El encanto se ha roto. Uno es conducido como un borrego, después de pagar en la correspondiente taquilla, para recorrer por recintos vallados exprofeso espacios desvestidos ya de todo misterio. Es una modernidad que ya no permite soñar, que no permite imaginar, por ejemplo, la inmaculada grandeza de un templo de la antigüedad e imaginar cómo nuestros antepasados respiraron aquí hace miles de años… Ahora es un puro recorrer, con adocenada urgencia, los lugares señalados en millones de guías, en centenares de idiomas, los “parques temáticos” que en el mundo han sido. Es un juego absurdo que consiste en coleccionar lugares; Para poder llegar de nuevo a nuestras vidas cotidianas, señalar con una muesca un nuevo lugar en la colección y alardear frente a los amigos de nuestra mundología.

No. Yo añoro el viaje lento. El viaje que permite entrar en otro tempo. El que permite descubrir otras mentalidades. El que posibilita paladear sabores diferentes a los nuestros. Quizás para descubrir que aún tenemos mucho que aprender. El que te permitirá finalmente llenar tu espíritu con un nuevo aliento. Alimentar tu alma. Sentirte pleno y purificado. Pero por desgracia, esta forma de viajar requiere de un esfuerzo por nuestra parte. Obliga a huir de lo manido y de lo fácil, del circuito habitual. Requiere también de un cierto valor por nuestra parte. Y de una cierta capacidad de sacrificio. De estar dispuesto a pasar por ciertas incomodidades.