martes, 18 de octubre de 2016

El decapitado

--¡Psstt, psssttt! ¡ciudadano! ¿Me oye?
El ciudadano, perplejo, se acerca hasta la escultura ecuestre enjaezada. El jinete es, sin duda, un militar, un general, por la banda al cinto con orlas que luce sobre su uniforme. Pero, misterio, la figura está decapitada.
--¿Es usted el que me habla? —dice el ciudadano desconcertado, no dando crédito a lo que ocurre. Piensa: ¡una estatua que habla!
--Sí, sí… ¡acérquese, haga el favor!
--Buenos días, señor. Veo que habla… Mire, hace rato que lo miro y observo que está usted decapitado. No sé… produce una cierta angustia… Dígame, ¿cómo se llama? ¿Qué le ha pasado?
--¡Ah, por fin alguien repara en mí! Llevo aquí, ya, unas horas y sólo percibo hostilidad hacia mi figura. Me llamo Franco. Llámeme Francisco--. Dice la figura con una voz atiplada, casi femenina.
--¿Y usted cómo se llama, joven?
--Umm… Me llamo Prudencio. Soy un vecino del barrio y he podido constatar que su mermada presencia suscita sentimientos encontrados entre los ciudadanos que hasta aquí se acercan. Pero, dígame Francisco: ¿Qué le ha pasado? Parece usted decapitado por un filo bien afilado, con un corte limpio y claro. Podría ser obra del mismísimo Guillotin en persona. Siento curiosidad…
--¡Ay, Prudencio! No, no… No he tenido la suerte de morir con todos los honores, en la Guillotina, como mis ilustres antepasados. No, no… en mí se ha cebado la ignominia. Unos gamberros del Poble Sec me cortaron la cabeza mientras estuve aparcado, largos años, en mi sombría residencia de la vía Favencia. Era todo puro pitorreo. Me decapitaron con una sierra radial, entre grandes carcajadas, y mi testa acabó vendida a un desaprensivo, el dueño de un bar musical, que me colocó como una fuente en el mingitorio de caballeros.
--No me parece una actitud civilizada. Por muchas fechorías que uno haya hecho, no merece semejante trato. —Dijo Prudencio, con poca convicción, pero con el ánimo de no desalentar a Francisco. Y continuó: --Pero piense, general, que los ánimos están muy caldeados. Desde que usted murió han pasado muchas cosas, no me extenderé en ello, pero los catalanes están considerablemente cabreados.
-- ¡Qué me dice! ¡Estos siempre están igual!
--Sí, Francisco… Pero la paciencia tiene un límite y estos han agotado la suya. En Madrid vuelven a mandar los suyos. Y en lugar de ser discretos e ir al tajo –que también van, por cierto--, se dedican a encender los ánimos de la gente. No olvide, Francisco, que aquí nunca se hizo justicia de los desaguisados que ocurrieron. Muchas familias siguen sin saber que fue de sus familiares asesinados y ven, con rabia e indignación, como el gobierno y las instituciones de Madrid tapan el asunto y protegen a los criminales, muchos de los cuales aún viven y son ellos.
--Prudencio, Prudencio… No se me exalte. Fíjese a mí como me han dejado. Encima, esta noche, unos alborotadores han colgado una estelada del cuello de mi caballo, como si se tratara de un babero, me han lanzado huevos y han pintado otros dos, junto a un largo pene, cerca de la cola de mi caballo… ya me entiende. La transición, en España, fue eso; un puro olvidar para pasar a la siguiente etapa, sense prende mal como dicen ustedes los catalanes. Había que pasar página y dar oportunidad al futuro; el precio del progreso era perdonar a los culpables y olvidar. No me parece un mal acuerdo.
--Es una visión muy pragmática, sí. Puede que haya facilitado la paz y es evidente que alejó el fantasma de la guerra. Asentó una prosperidad cierta.—dice convencido Prudencio; y continúa: --Pero, Francisco… ¿hacia adónde vamos ahora? No me parece a mí una paz justa, la que ha permitido que, treinta años después, sus exaltados compañeros, se recochineen de los españoles manteniéndolos en severas apreturas y dificultades, mientras están amarrados a sus lucrativas poltronas, robando a manos llenas del erario público…
--¡Prudencio, qué me dice! Así que volvemos a mandar: ¡ya era hora!¡Pues que vengan y me saquen de aquí inmediatamente!
--Sí, sí, Francisco… Ya puede ir haciendo coña, que la cosa es más seria de lo que le parece. Esto va a acabar como el rosario de la aurora. Este es el precio de que el gobierno de las naciones esté en manos de exaltados, de radicales que sólo siembran el odio y la discordia.
--Usted dirá lo que quiera, Prudencio. Pero si quiere juzgar, mire a mí como me tienen. Tirado en un sucio y oscuro garaje durante años y ahora me sacan a la calle, nada menos que delante del Born --¡insigne memoria de nuestros antepasados, vencedores de la Patria! —para el escarnio público de unas gentes que nunca han querido entender que son españoles, que han hecho de la revuelta permanente su bandera y que se empeñan en seguir hablando un idioma obsoleto con el solo ánimo, perverso, de hacer rabiar al resto de los españoles.
--Mire, Francisco, se nota que ha estado usted apartado largo tiempo de la escena. No se ofenda. Los catalanes son eso, catalanes y es lógico que defiendan su esencia. Tienen su orgullo, su identidad y su lengua. ¿Qué hay de malo en ello? Lo que ocurre es que sus amigos, confiados, están hoy más desmadrados que nunca. Vuelven a soñar con la patria, una y grande, y se pasan por el forro el sentimiento de los demás.
--Es que estas cosas, Prudencio, hay que imponerlas por la fuerza. La patria es sagrada e indivisible. Con esto no se juega.
--Bueno, así estamos. Ni para adelante ni para atrás. El país encallado. ¿Es justo que un país vea yuguladas sus opciones de futuro? ¿Es justo que se pretenda imponer por la fuerza una política que lesiona y disgusta a los catalanes? ¿No le parece que, en tales circunstancias, por lo menos, los catalanes, tienen derecho a tantear su futuro?
--Ya le he dicho, Prudencio. El mal catalán sólo se arregla con mano dura. No hay razones que valgan; son cuatro revoltosos que arrastran a los demás. ¡Disciplina y mano dura, Prudencio! ¡Créame!
--Lo lamento, Francisco. Siento interrumpirle. He de irme. Veo que la señora alcaldesa viene hacia aquí por la calle comerç. No se la ve muy contenta. Vamos a escampar la boira antes de que llegue, no sea que nos toque recibir. Le deseo mucha suerte.
--Ah, Prudencio… Sólo le pido un último favor: envíe un telegrama a don Mariano de mi parte. Se lo ruego. Escriba simplemente la siguiente consigna: “¡resistiendo!” –
y sumiéndose de nuevo en la pesadumbre, no sin antes recibir el enésimo impacto en su orgulloso pecho, esta vez de una piel de plátano, dice, con un hilo de aflautada voz: 
--Cuídese Prudencio, y tápese, que vienen malos tiempos. ¡Gracias por su apoyo y paciencia!


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