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viernes, 25 de agosto de 2017

Meltemi


Meltemi

En el imponente paisaje
un aire espiritado y seco
peina de plateados reflejos
las aguas de un mar inmenso.

Huye raudo por el horizonte,
que nueva tierra intuye;
lleva la perfumada esencia
de los espinosos secarrales.

Apenas rompe la estampa
una cortina de espuma blanca
y el desierto ulular del viento.

*

Arde la plata de los olivos
que el Meltemi aviva con su furia;
también flamea la emoción
desde esta única atalaya
alma es encendida lumbre
sobre un mar ancho y solitario.

*
  
En las soleadas orillas
horadadas pizarras viejas
vierten al mar su viejo estaño;
la sal y la luz pulen sus brillos
junto al espejismo transparente
de sus líquidas turquesas.


Andros, julio de 2017 


viernes, 14 de julio de 2017

Haiku IV



Haiku IV

De yodo y alga
perfumado ocaso.
Brama el mar de estío.


Barcelona, 25 de junio de 2017


martes, 11 de octubre de 2016

Series brasileñas



Ceará


Navega en el infinito azul y blanco
una nave española de exploración.
Se suceden largas jornadas de singladura,
de extenuante monotonía,
y no tiene la costa, ¡maldita!
abrigos donde recalar.

Hasta donde la vista alcanza
interminables dunas de arena blanca;
arenales de cegadora luz al sur
y un mar omnipresente al norte.
¿Es pura ensoñación o es paisaje?

Procede de Pernambuco, tierra de marañones,
en busca de puerto seguro y oportunidades.
Al mando, el capitán Diego de Lepe.
Pero está inquieta la marinería
que enloquece de sed y de codicia;
ya delira en este océano de arena y agua.

Ya crece a bordo la impaciencia y el escorbuto,
que alimenta el veneno de un motín,
cuando al fin se avista al sudeste
la desembocadura de un río:
es el Ceará, ¡inesperado destino!

Aquí recala la nave que ha de unir,
en esta parte del mundo, América y Europa.
Es un mal presagio con sabor amargo:
no será una historia fácil, ni siquiera oportuna…
Pero así es la historia de los hombres.

Desde el principio del mundo
habitan estas tierras los tremembés:
son un pueblo pacífico estos indígenas
que vive en aldeas del interior
y busca su sustento en el manglar, donde pescan.

Ese día, en la barra del Ceará,
los tremembés, que acuden de Caucaia
¡y hasta de Itarema, Itapipoca o Mundaú!
reciben a los exploradores
con vino de cajú, mocororó
y danzan el torém en honor
a los emisarios de sus antepasados.
¡Burlas del azar!

No enraízan aquí los españoles;
será sólo una incursión
que da paso a holandeses
y, por fin, a portugueses,
que se asentarán ya para siempre.

No es la historia del descubrimiento
un idilio entre América y Europa:
la civilización, corrupta y codiciosa,
funda aquí un amargo reino
de opresión e injusticia
alentando un pillaje sin freno.

Sobre estas nuevas tierras, ahora lusitanas,
abrirá la metrópoli una fisura,
--una herida profunda --
que aún separa a los humanos:
¡y todo a causa de la codicia extractiva!

En mil setecientos y pico los colonizadores
decretan la inexistencia de los indígenas
¡perversa absurdidad!
y la expropiación forzosa de sus tierras.
Es esta ignominia el estigma
que marca la convivencia de hoy:
dos mundos separados,
blancos e indios, propietarios e excluidos,
ricos y pobres.
¡Sociedad rota!

I


Fortaleza, ciudad en el extremo este.
Vientre de Brasil que entra en el océano
cansinamente azotada por los alisios.
Salitre y arena, cegadora luz, sol plomizo.

Excrecencia del siglo veinte
horribles rascacielos, desolados
inoportunos y desubicados
fantasmas blancos frente al mar.

Estos inmuebles de brillante azulejo
son hoy cubículos infames
donde chingan pederastas de medio mundo;
folladero Inmundo, paraíso de pedófilos.

Buscan su vampírico alimento
en las miserables favelas
que se extienden interminables
en esta ciudad lacerante.
Niños y mayores están aquí condenados
sin futuro, su mirada perdida,
abandonados a la suerte de su hiriente exclusión.

Élites locales, avariciosos cómplices
de la explotación sexual de menores,
que hipócritas se esconden
en su asfixiante puritanismo.



Guajirú


Guajirú es un Macondo
bañado por aguas turquesas
de un océano perdido,
suspendido en el tiempo.

Su contundente paisaje
de adusta belleza sugiere
la irrealidad de un sueño:
pacíficas playas
y arenales que los alisios empujan,
con terca obstinación, tierra adentro.

Bíblico paraje
de imponentes dunas de arena blanca
que retienen el agua clara
en inverosímiles lagunas.

La silueta de la sierra,
frondosa floresta ecuatorial,
se insinúa tierra adentro.
En las ensenadas de este desierto
de arenas deslumbrantes, en eterno movimiento,
se forman pequeños vergeles,
cocoteros que mecen sus altas palmas
al persistente silbido de los alisios.

En sus calles tranquilas,
mal adoquinadas,
bajo un sol que apelmaza el aire,
nadie circula al mediodía;
sólo un perro flaco cruza
somnoliento la ardiente acera.

Discretos habitantes se esconden
a la sombra de sus simples casas.
Apenas cuatro paredes,
bajo un techo de nada,
mecen la hamaca en la que sestean
un sueño eternamente detenido.

Se dice que aquí vivió antaño
un español generoso y huraño
que cuidó de sus siete hijas.
Fue su mujer una Iracema,
una india de raza y casta
que el tiempo se llevó por delante
víctima de las drogas y la perdición.

Dicen los lugareños que él moría de pena
y, en su locura, pasó mil noches vagando
por los alrededores de su casa,
--una noble mansión extravagante
perdida entre dunas y cocotales--,
aullando de tristeza.

Cuentan aún los del lugar,
gente buena e ingenua,
indios cabales de otro tiempo,
que su espíritu se encarnó en serpiente
y, desde los altos cocoteros,
vela por este Macondo perdido
entre el cielo azul y la tierra.

Dice Mardem el brujo
que el español era un gigante
de ojos claros y pelo rubio,
que en su vida vivió varias vidas
y que solo siendo mendigo,
conoció bien este mundo.

Bien lo saben en el morro da Urca en Río
en donde compartió marmita
con otros pendejos aparcacoches.
Cuatro monedas les echaban:
daba para mala cachaça y dormirla
en la calle.

Una fuerte y numerosa estirpe
señorea aún sus singulares rasgos;
descendientes de siete mujeres
de piel aceitunada y ojos almendrados.

Cuenta aún la leyenda
que fue enterrado junto al mar,
en el viejo cementerio indio
que llaman do Serafim.
Ahí su cuerpo se conserva
intacto como una momia:
guiño truculento e irónico
de que también Europa puede
congeniar su alma
con el espíritu de América.


El sertón


Por un camino de la quemada llanura,
dura tierra estéril y raída
entre secarrales y espinosos cactus,
camina a solas con su sombra,
su asno y su desolación,
un hombre pensativo, viejo y cascado.

Un sol abrasador abre brecha
en su oscuro pellejo.
Viste de blanco inmaculado
y tras su delgada estampa
se esconde la fortaleza de un toro.

A lo lejos está su hacienda,
un humilde cobijo para recogerse
de una naturaleza tan áspera:
ardiente brasa este sertón
donde una raza firme y resignada,
esquilmada por el polvo y la sequía
arranca su sustento a duras penas.

Pasea su tenacidad este campesino;
nunca nadie obtuvo tan poco de la tierra
a cambio de tan duro sacrificio.
Así transita por el paraje más esquelético de la Tierra
este anciano enjuto y resignado
arrastrando su soledad y su quimera
en estos campos hechizados.

II

Aquí tuvo lugar en otro tiempo
la Guerra del fin del mundo
¿Salvación o república?
Tanta sangre vertida a cambio
de una quimera.

En este infierno de sertaneros,
cielo plomizo, árboles ralos
y caminos polvorientos.
En esta tierra de santones,
macumberos y candomblé
que alumbraron la desesperación y la miseria,
vivió entonces o Conselheiro
para combatir contra el demonio.

Dicen que a su paso acompañado
de una muchedumbre de fervientes seguidores,
--ciega devoción--
hasta las serpientes de cascabel se apartaban.

Eran los tiempos de la abolición;
huían entonces los esclavos de los ingenios
en los cañaverales bahianos
y se adentraban en la intrincada caatinga
para probar la libertad.

En este desierto salvaje
de cactus, favela y pedruscos
--y de harapientos devotos que huyen
de la hambruna--
refulge la encalada blancura
de sembradas ermitas
como o Senhor do Bonfim.

Acuden los pasmados romeros,
carne de milagreros
que las cuajan de velas y exvotos;
tétrica estampa
la de estos miembros mutilados
a la luz de mil candelas:
piernas, pies y manos, brazos y cabezas,
pechos y ojos de cristal o de madera
--esperpéntico espectáculo--
que piden o agradecen milagros.

¡Qué disparatado rincón de mundo
--Calcinado por el sol--
este apartado sertón!
¿quién iba a decir que aquí se dirimiría
el fin del mundo?
singular combate que libran
el fervor milagrero cristiano
el animismo africano
y el espíritu de la revolución.


Amazonas


En el territorio remoto de Rondonia
Vivió antaño el Coronel,
un catalán severo y contundente.

Con madera de aventurero
pronto abandonó su patria para buscar fortuna
y dejar atrás los sinsabores
de una existencia difícil y sin futuro.

No fue fácil para él el nuevo mundo:
los sueños del colonizador son eso, una quimera
y una vida dura y desabrida le espera.

La Amazonia es aquí un océano verde;
intransitables bosques, pantanos e igarapés,
inmensos ríos y una fauna fabulosa
tienden la peor trampa que se pueda imaginar.

En este agobiante universo,
donde el ser humano es mota insignificante,
los insectos y una naturaleza invasiva se ceban en él.

Apenas una carretera, titánica construcción,
perdido sendero rojo a vista de pájaro,
atraviesa la inmensidad para instalar la codicia y la determinación.

Es la frontera; aquí sólo medran los valientes o los desesperados:
buscadores de oro, garimpeiros, campesinos desahuciados,
muertos de hambre y bandoleros; ladrones, chantajistas y aventureros;
locos y soñadores.

Por aquí campaba
con aire chulesco el Coronel.
Era entonces el principio de una nueva ola
migratoria hacia el lejano oeste.

Llegaban hombres
miserables huyendo del hambre y la sequía
montados en pao de arara y aferrados a una promesa:
un pedazo de tierra, una azada y la ilusión de una vida nueva.

Proliferaron entonces cacaotales y cafetales.
Sitios que antes fueran enmarañada jungla
se transformaron ahora, a costa de un alto precio
trabajo duro, malaria y muerte
en cumplidos cultivos.

El Coronel, con ojo vivo y mirada altiva,
compraba este nuevo oro vegetal y lo enviaba hacia Europa.
Desde Porto Velho hasta Ariquemes se temía su astucia
y su disciplina de capataz colonial.

En su soledad de mayoral encontró,
muchas veces, el consuelo de bellas mulatas,
escasos amigos entre los que le temían
y, más tarde, la propia muerte que, al fin, pudo con este diablo.

Eran entonces comunes los asaltos
amparados por la soledad de la transamazónica;
bandidos bien armados y con pocos reparos
medraban entonces al acecho de camiones bien cargados.

En uno de estos lances, murió el catalán.
Conducía solo camino de Porto Velho
un camión destartalado cargado de cacao.
Era una noche de luna y surgieron
tres embozados de la exótica tiniebla de la selva;
sigilosos subieron a la caja del camión, aprovechando una cuesta.
Pero era El Coronel de la casta del jabalí y quiso morir de perfil.
Empeñado en un tiroteo desigual
recibió cuatro balazos y tuvo que sucumbir.

Dice la leyenda que este es el sino
del que tiene afán de conquista,
intrépidos que el ciego destino guía:
la selva es como un dios que todo lo engulle,
indómita inmensidad.


Aleijadinho


Se asciende en Congonhas la cuesta
que conduce al calvario por etapas,
hasta el santuario barroco do Bom Jesus de Matosinhos.

Pero quiere la historia que aquí
el escultor Aleijadinho, manco, negro y osado
diera forma obstinada a su idea
en dura madera y piedra.

Saben los negros esclavos
que sus dioses orixás encarnan en imágenes cristianas
¡Ay, astuto recurso de humanidad oprimida,
cuya espiritualidad jamás será encadenada!

Representó aquí el negro,
--un hombre geniudo, pequeño y contrahecho--,
la historia de Cristo Tiradentes y doce inconfidentes:
tiene un precio la libertad y aquí se salda.

Tiradentes pagó con su ejecución
tan osada rebeldía; decapitado
su cabeza expuesta al escarnio en la plaza de Ouro Preto.
Su cuerpo mutilado y desmembrado
repartido y mostrado en los cuatro costados del imperio:
no quiere Portugal renunciar al objeto de su codicia, el oro.
Y así paga con muerte injusta y cruel
el primero de los brasileños, el anhelo de libertad.

Es por esto que Congonhas,
fascinante escenario naïf y simbólico,
es sello y cuna de la independencia de Brasil.

Aquí nace el sincretismo de Africa, America e Europa:
en estas capillas blancas y coloniales, estaciones al calvario;
en la iglesia do Bom Jesus de Matosinhos y sus doce esculturas de piedra,
inhiestos apóstoles de Cristo y de la inconfidencia,
en este artista ingenuo que inaugura
el camino de la cultura brasileña.


Ouro preto


En ese estrada real que parte de Río de Janeiro,
que se adentra en la exuberante espesura
salvando altas sierras e intrincados caminos
abrieron paso la ambición y la codicia de los hombres
hacia el corazón de esta tiniebla americana.

Continente adentro se esconde
el oro tan ansiado.
Ahí donde la tierra es negra,
--oscuro augurio--
y muestra la sierra su fálico perfil.

¡Ay, portugueses, cómo habéis expoliado
este nuevo mundo!
Quedará para siempre la lacerante herida, negra,
en esta tierra funesta devastada por la avaricia.

En esas minas, hoy abandonadas y tristes,
sus húmedas paredes aún relatan el sacrificio
el dolor y el esfuerzo inhumano, de tantos africanos
arrancando, para otros, su dorada entraña.


Joana D’arc, neginha bonita


Bajo la cúpula de una inmensidad verde
otro Ouro Preto existe
en los confines de la frontera,
remota aldea olvidada del mundo
en el oeste del Brasil.

Vivió antaño en este territorio de colonos,
aventureros y buscavidas
--ahí donde la selva se resiste aún
a dejar de ser una polifonía--
una negra de ébano, con formas turgentes y redondas,
de piel brillante y suave como la de un recién nacido.

Como neginha bonita la conocían
los nativos: se llamaba D’arc, Joana D’arc,
tenía veinticinco años y la socarrona astucia
de las mulatas de Bahía.
Dulce y alegre,
cuando hablaba se le iluminaba la sonrisa
y contagiaba simpatía.

Una mujer cabal, D’arc, la bella neginha.
Era libre, independiente, inteligente y buena.
Brasileña de casta… enamoradiza y sentimental
¡brillaban sus ojos de pasión!

Así cayó perdidamente enamorada
¡quién iba a decirlo de esta soberbia mulata!
de un forastero escuchimizado,
taciturno y melancólico.

Era frecuente en esa época de miseria, hambre y aventura
ver aparecer en el fantasmagórico poblado
mercachifles y aventureros; gente rara
que no siempre explicaban las razones
ni de su estancia ni de su pasado.

Así Apareció o contador
--un tipo canijo y aflautado,
ojos saltones y nariz pronunciada--,
una tarde de sol plomizo y enrarecida atmósfera
--por las constantes queimadas--
en la destartalada rodoviaria de Ouro Preto.

Venía mancillado por el polvo rojizo del camino:
no en balde había cruzado,
en un viejo bus destartalado,
un ancho tramo de la transamazónica
para recalar en este rincón perdido.

Era un chupatintas, un contable de poca monta
que venía para sacar las cuentas
del aserradero do Espanhol.

En la Serrería se instaló el misterioso extranjero.
Oculto entre las toras de ipé, jacarandá y sus números
contó con la complicidad del patrón español
--un viejo demonio devorado por sus sueños y la cachaça--
y vivió una historia de amor legendaria
con esta morena robusta.

Fue en una noche de embrujo,
a la lumbre de la luna y el aguardiente de caña
en esta selva de enredadas formas
que un amor tan improbable, pero tan ardiente
prendiera en seres tan distintos.




Barcelona, septiembre de 2016



miércoles, 14 de septiembre de 2016

Francisco Brines, poeta


Con ocasión del Festival Internacional de Poesía, que se celebró el pasado mes de mayo en Barcelona, tuve la suerte de escuchar al propio poeta Francisco Brines recitar sus poemas. Me impresionó el carácter del poeta, un hombre ya muy mayor, hasta el punto de que me sorprendió verlo subir a un escenario y tener la generosidad y el buen humor de dedicarse a su público. Su humildad no oculta el halo de humanidad que desprende. Nos contó alguna historia, con mucha gracia y picardía. Uno se queda admirado escuchando su perfecto castellano; ¡que placer oír a alguien que domina tan bien su propio idioma!
Yo me emocioné con su poema Imágenes en un espejo roto. En cierto modo, una despedida de la vida. Lo he releído luego en casa. Muchas veces. Es una maravilla. Aquí lo tenéis, con su permiso:

Imágenes en un espejo roto

Ahora que puedo ya saber que está mi vida hecha,
en la penumbra de esta dormida habitación
que da al jardín de mi lejana adolescencia
(aún rozan los cristales
los jazmines, las alas de los pájaros),
la miro reflejada
en los fragmentos rotos de este espejo
que no ha sobrevivido a su pasar
pausado y velocísimo;
se muestran las imágenes sin voz
y el estaño perdido las extraña.

¿Y es lo que veo ahora todo cuanto viví?
Debo robar palabras, o inventarlas, y concederle al mundo aquel fulgor que tuvo,
pues todo se me acaba, en esta habitación,
al ver mi rostro roto
en todos los pedazos de este espejo ahora roto.
¿Y en dónde se han perdido el amor y el dolor,
esta verdad pequeña de haber sido?

¿Cómo salvarla, en su inutilidad,
antes de que me arrojen adonde todo está anulado, y ni siquiera el sueño
será capaz de hilar la imagen fantasmal, que el día desvanece?
¿La salvaréis vosotros,
que veis lo que ahora miro, en este texto roto,
en el instante vano del feliz parpadeo
que es toda la sustancia del ser que os fundamenta?

Dios pasea la gran negra humareda de su cuerpo
por el jardín estéril del Espacio curvado
(y caen de sus manos los soles, y estas centellas tristes
que lucen, y que somos, y se apagan),
con la Verdad que sólo a Él le pertenece.
Ese Dios fantasmal que crea y desconoce, y que camina
con su bastón de ciego.

Francisco Brines (Oliva, 1932)


miércoles, 4 de mayo de 2016

Palabra


Hoy empieza la Semana de Poesía de Barcelona. Es el tiempo para la palabra y, en homenaje a este acontecimiento, os brindo este poema:

Palabra

Alza el vuelo una palabra
es un ave del paraíso
con su luminoso colorido
inunda la nada de sentido

Palabra es también su canto
vibra el tímpano de la nada
llora en nosotros su signo


Paco Marfull

Si os interesa conocer más sobre esta Semana de Poesía de Barcelona, podéis clicar aquí. El dibujo que ilustra este acontecimiento --muy bello, por cierto-- es de Xavier Puigmartí, un amigo que vive en El Cairo.

lunes, 2 de mayo de 2016

Ángel y demonio


El héroe, que Entonces no sabía que lo era, penetró en las entrañas de la casa incendiada a través de las llamas, que ahora ya ardía con furia. una mujer despavorida, le miraba con ojos desorbitados por el terror. Era la madre de una niña atrapada. Él siempre se tuvo por un cobarde. No lo pensó dos veces. En el centro mismo de ese infierno, Podía oírse claramente el llanto desgarrador de una niña. Era un ser vulnerable y frágil. Atrapada en ese infierno de humo y fuego, se desgañitaba desesperadamente.  Nada son la ignominia y el dolor comparados con el espanto de esta escena. El individuo, hasta ahora un hombre corriente, penetró en el abismo de fuego. Una aberración, un despropósito. Una decisión insensata, contraria al sentido común, que atentaba contra los más sagrados principios, contra la propia vida. Un acto temerario que podría calificarse de absurdo, pues entraba, a través del torbellino de fuego, en una muerte segura. Pero ese hombre discreto, incluso gris, que hasta ahora había pasado desapercibido entre los miembros de su comunidad, no lo dudó ni un instante y se lanzó a una muerte casi infalible, llevado por un impulso que ni él mismo era capaz de explicarse más tarde, una vez de vuelta –como si hubiera acaecido un milagro--, de esa pira devoradora. Un individuo que hasta ahora jamás Había violado norma alguna, ni había destacado, según comentó una mujer, que luego resultó ser su esposa, por ningún acto especial que pusiera de relieve su personalidad o una calidad humana destacada. Volvía, milagrosamente, con la niña en sus brazos. Ambos indemnes. Había salvado su vida, Con un acto tan estúpido como heroico. en pocos minutos, había hecho trizas el concepto que tenían de él los que le habían conocido. Ni él mismo se lo explicaba, pero lo hizo. La mujer que hasta hace poco era una madre aterrorizada por la idea de ver arder viva a su propia hija, si no hubiera sido por ese acto inexplicable de suprema generosidad, sería ahora un despojo humano, una vida rota.


Paco Marfull


domingo, 1 de mayo de 2016

Divagaciones sobre el fin del mundo


Hay un poema de Antonio Machado* que es inquietante y misterioso. Grandísimo. Me encanta. Aquí lo tenéis:

(un loco)
Es una tarde mustia y desabrida
de un otoño sin frutos, en la tierra
estéril y raída
donde la sombra de un centauro yerra.

Por un camino en la árida llanura,
entre álamos marchitos,
a solas con su sombra y su locura,
va el loco, hablando a gritos.

Lejos se ven sombríos estepares,
colinas con malezas y cambrones,
y ruinas de viejos encinares,
coronando los agrios serrijones.

El loco vocifera
a solas con su sombra y su quimera.
Es horrible y grotesca su figura;
flaco, sucio, maltrecho y mal rapado,
ojos de calentura
iluminan su rostro demacrado.

Huye de la ciudad… Pobres maldades,
misérrimas virtudes y quehaceres
de chulos aburridos, y ruindades
de ociosos mercaderes.

Por los campos de Dios el loco avanza.
Tras la tierra esquelética y sequiza
–rojo de herrumbre y pardo de ceniza—
hay un sueño de lirio en la lontananza.

Huye de la ciudad. ¡El tedio urbano!
--¡Carne triste y espíritu villano!

No fue por una trágica amargura
esta alma errante desgajada y rota;
purga un pecado ajeno: la cordura,
la terrible cordura del idiota.

*Campos de castilla. Antonio Machado. Catedra, 1989

Tirando del hilo de este poema, me dejo llevar por pensamientos apocalípticos. ¿Puede ser, este personaje, un quijote? ¡Sin duda! Así avanzan muchas veces los cuerdos purgando la locura de otros. Hace ya treinta años del desastre de Chernóbil. Parece que fuera ayer, pero ya son un montón de años. Ahora pueden verse las calles despobladas de ciudades abandonadas, como un mal sueño. La maleza se ha comido el asfalto y trepa por las desamparadas paredes de los edificios. Una ciudad fantasma. Y así seguirá durante centenares, quizás millares de años. Aquí y allá objetos abandonados, ahora viejos y oxidados. Sombra triste de otro tiempo. Una huella macabra del paso del hombre. Una prueba de su estulticia. Un silencio sepulcral lo cubre todo, una tragedia muy gorda se masca todavía en el ambiente. De repente aparece, como de la nada, una anciana. Apenas puede caminar, si no fuera por la ayuda de un andador. Es una aparición fantasmagórica, uno de los escasos seres humanos que no quisieron abandonar el infierno de destrucción y muerte en que esto había de convertirse. Prefirieron quedarse aquí, aún a costa de sus vidas. ¿A dónde iban a ir? Locos que purgan una locura ajena, la terrible cordura del idiota.

La carrera de armamento nuclear. La proliferación infinita de misiles. Un delirio en espiral que ha alimentado la locura humana. Para destruir, no una, sino miles de veces la Tierra. ¿Cómo se entiende? Imperios cuya razón de ser se basaron en acumular poder de destrucción… ¡para destruirse, también, a sí mismos! ¿Dónde está este mecanismo que nos impulsa hacia ese instinto de destrucción? Es la lógica del idiota. ¿Cómo puede ser que apostemos antes por nuestro propio extermino que por la prosperidad del adversario? Vilezas superiores, en fuerza, al instinto de vivir. Gigantescos estados como el imperio soviético, se deslizaron por la pendiente del delirio. Idiotas al frente de tales responsabilidades, locos de los que dependía el poder de acabar con todo. Somos poderosos, podemos devastarlo todo. Podemos arrasar con todo y convertir la superficie del planeta en ceniza. Millones de personas, mientras, no disponían de los mínimos. Porque el dinero se gastaba en construir más misiles, siempre más. Es un mundo de locos.

Dice Lucrecio, en su libro De rerum natura (Sobre la naturaleza de las cosas), un libro lúcido y de una avanzada modernidad para su tiempo, escrito en el siglo I a.C., que el fin del mundo es algo indudable, que acaecerá sin duda. Lo que pasa es que Lucrecio pertenece a una época en la que era impensable que el final pudiera deberse a la imprudencia o irresponsabilidad de los hombres. La causa sería natural. Dice así:
… Considera, en primer lugar, los mares, las tierras y el cielo; son tres materias, tres cuerpos, tres formas completamente distintas y tres texturas; pues bien, un solo día las hará perecer, y esta mole y fábrica del mundo se derrumbará después de estar en pie tantos años. Y no se me oculta cuán nueva y sorprendente es la idea de que hayan de perecer la tierra y el cielo, y cuán difícil me será convencerte con mis palabras; como sucede siempre que hacer oír a los hombres cosas hasta entonces no oídas, sin que puedas exponerlas ante los ojos ni situarlas al alcance de la mano; pues esta es la vía más recta y segura para llevar la confianza hasta el corazón de los hombres y los recintos de su mente. Hablaré, sin embargo. Quizá la realidad misma dará fe de mis dichos, y tú mismo verás cómo espantosos terremotos hacen en un momento caer el mundo en ruinas; lo cual desvíe lejos de nosotros la fortuna que todo lo rige, y sea la razón, y no los hechos, lo que te convenza de que el universo puede derrumbarse, vencido, con horrísono fragor.

El hombre contemporáneo ha perdido la inocencia y es mucho más escéptico que, incluso, los adeptos milenaristas de Nostradamus. No llegaremos a ver como el mundo llega a su fin de forma natural; antes acabaremos nosotros con él. ¿De dónde brota este instinto malsano de la autodestrucción? ¿Cómo estamos paridos? Cuando eres un niño, en tu ingenuidad, con tu mente tan fresca y sana, no puedes creer que los adultos, en quién confías, puedan jugar con la destrucción del mundo. No puede ser, te dices. De ninguna de las maneras. Eso no pasará. Pero los años pasan, y acabas dándote cuenta de que sí que es posible. Somos así de bestias e insensatos. Podemos pulverizar el mundo. Y si eso no ha pasado ya, puede calificarse de auténtico milagro.

¿Qué esperanzas tenemos de que tamaña insensatez no se lleve a cabo? Ninguna. Nos autodestruiremos y todo habrá acabado. La gran aventura de la vida habrá saltado por los aires, en un segundo. ¡Puffff! Se acabó. El Universo volverá a su silencio inmutable. Indiferente a la estupidez humana. Quizás, dentro de unos cuantos miles de millones de años más, reaparecerá la vida. Un pequeño corpúsculo. Una pequeña mota que irá creciendo, tozuda y perseverante. Y así hasta que la creación surja de nuevo, una vez más, en toda su esplendorosa diversidad y complejidad, tan fascinante como un dios. Entonces, la cordura de un idiota dará con todo al traste, de nuevo.

lunes, 18 de abril de 2016

Somos pequeños, pequeños, pequeños



La indiferencia de los acantilados
Ante nuestro destino de hormigas
Se agranda en la noche hostil;
Somos pequeños, pequeños, pequeños.

Ante esas aglomeraciones sólidas
No obstante, erosionadas por el mar
Crece en nosotros un deseo de vacío,
El deseo de un eterno invierno.

Reconstruir una sociedad
Que merezca el nombre de humana,
Que conduzca a la eternidad
Como el eslabón tiende a la cadena.

Henos aquí, la luna cae
Sobre una desesperación animal
Y tú gritas, hermana mía, sucumbes
Bajo la sabiduría del mineral.*

*Michel Houellebecq, Poesía (edición bilingüe), Anagrama, 2012

La poesía de Michel Houellebecq me parece a mí tan interesante como sus afamadas novelas. Me ha inspirado mucho su Poesía, obra a la que pertenece el poema que encabeza este post y que es la traducción en castellano del mismo, en original francés, ilustrado en la foto. La Poesía de Houellebecq se ha editado en versión bilingüe, como debe ser. La vida azarosa de este escritor, un verdadero personaje, se percibe muy bien en esta obra. No tuvo una vida fácil. Un personaje complejo, especial. Durante una época vivió como un indigente; esa experiencia vital se refleja en algunos de sus poemas. La primera frase del libro es la siguiente: El mundo es un sufrimiento desplegado. Contundente, sin concesiones, vehemente, apasionado. Es un libro muy humano, muy intenso, totalmente recomendable.

Con ocasión de una visita que hice a Mallorca, estando frente a sus maravillosas costas de la Serra de tramuntana, ilustré una de sus poesías con un dibujo/collage. Es la foto adjunta a la que me refería, que ilustra lo que me sugiere visualmente el poema L’indifférence des falaises. Me acordé de la exposición que un amigo mío pintor, Jordi Pagès, realizó hace un par de años. Presentó una serie muy interesante de pinturas/collages en torno al Faro de Cala Nans de Cadaqués, inspirada en la poesía de Houellebecq. Me encantó. Justo en aquel entonces, acababa de leer a este gran autor francés y me sentí muy identificado con el homenaje que Jordi Pagès le dedicaba a través de sus interesantísimas pinturas/collages. Por supuesto, la ilustración que os adjunto no puede compararse con el trabajo mucho más elaborado y sugerente de Jordi Pagés. Pero me gustó constatar esa complicidad con él; yo también sentí, como él, la necesidad de plasmar sobre el papel, lo que me inspiraba una de las poesías de Houellebecq.

Os remito a la obra de Pagés, por si sentís curiosidad por descubrir lo que hace. Vale la pena: Jordi Pagès.