miércoles, 16 de marzo de 2016

El dedo


Leo en los periódicos una noticia que ha causado estupor. Al parecer Facebook ha cerrado la cuenta de la joven escritora Luna Miguel, que acaba de publicar un libro sobre la masturbación femenina. Se llama El dedo y lo edita Capitán Swing. El 4 de marzo, Luna recibió un aviso de Facebook, muy lacónico, en el que la avisaba que su cuenta había sido cerrada, sin dar más explicaciones. Es curioso… el tal Logan que firma el mensaje remacha que la decisión es “inapelable”. Mira por dónde que estas redes sociales nos han salido fascistoides. ¡Quién lo iba a decir, con la pinta de buenos chicos que tienen los jefes, empezando por el mandamás Zuckerberg! Lo mismo ha hecho Twitter. Este es un fenómeno digno de estudio: la ideología de las redes sociales. ¿Quién está detrás? Y ¿Quién decide lo que es o no es publicable? En mi opinión, la censura a Luna Miguel me parece inaceptable.
Por lo que he podido comprobar, el día 8 de marzo ambas redes sociales le devolvieron su identidad y sus cuentas ya están operativas. Pero es inquietante, el reflejo de censurar y hacerlo de una forma tan tajante y desabrida nos informa del talante de los “ideólogos” que ocultos tras las redes, acechan nuestra libertad.
En cuanto a Luna, me alegro, pues este incidente le debe haber dado un buen impulso a su libro. ¡Y bien merecido! Pues su trabajo es interesante y nunca es poco lo que se hace para promover a un nuevo poeta.
Si le queréis echar un vistazo al libro, pinchar aquí.

martes, 15 de marzo de 2016

la Duncan Phillips art collection en Barcelona


¿Qué señala la cálida luz sobre las tonalidades del carmín? En una esquina del cuadro, ilumina la lumbre del hogar la encendida melancolía de una mujer, que así apartada parece querer escaparse de la escena para amagar su tristeza, zafándose de las miradas intrusas. Los tonos rojizos de su ropa y del sofá, en el que se encuentra casualmente sentada, aumentan el misterio de su desolación: ¿Qué amargos recuerdos afloran ahora con el encanto del fuego? ¿Qué la atormenta? (Edgar Degas/Melancolía).


Contrasta con este instante de embrujo captado por Degas, la testa bobalicona de la mujer del cuadro de Picasso. También a ella parece aquejarle el mal de la bilis negra. Más hierático y solemne, este retrato de Picasso, pintado con luminosos pasteles, resalta el chiste del sombrero que parece un barquito de papel encallado en la testa de la mujer de triste mirada de 1939 (Picasso/Mujer con sombrero verde).


Otro carácter presenta la mujer que retrata Modigliani en 1917. También ella parece ensimismada y pensativa. Al parecer Elena Povolozky fue artista ella misma, modelo y generosa protectora de amigos desahuciados y hambrientos pintores, cosa que parece desmentir la dura expresión de su rostro. Por cierto, Modigliani gustaba de tatuar. No hace mucho se han ido a la tumba los últimos tatuados; ¡quién luciera uno, de artista tan renombrado, ahora que están tan de moda! En caso de muerte, ¿existiría la posibilidad de donación, como si de un órgano se tratara? Me imagino a los herederos frotándose las manos. (Modigliani/Elena Povolozky 1917).


La levedad de este bodegón apenas insinuado a través de un velo de tonalidades nebulosas sorprende por su esencialidad. Mínima expresión que dice mucho. Vaporosa evocación de las posibilidades de la luz: ¿qué es más, la luz o los objetos que la reflejan? Aunque parezca que van a desaparecer, definitivamente difuminados, desvaídos y finalmente esfumados, continúan con vida. (Giorgio Morandi/Still life 1950).


En Courmayeur, al pie del Montblanc, estuvo Oskar Kokoschka en 1927. Aprovechando la vista desde la ventana de su habitación, en un hotel de la empinada ladera de la montaña, pintó con una explosión de color la vista del pueblo al pie de las colosas cumbres. La visión produce un efecto cataclismático, todo parece moverse y explotar ante la vista del espectador. Los vivísimos colores y los efectos de luz te agarran por el cuello y te centrifugan a través de su delirante sumidero hasta el lejano y luminoso glaciar del Montblanc. (Kokoschka/Courmayeur et les dents des géants 1927).


¿Quién es este artista que dibuja este paisaje de ensueño que parece nadar en la nada? Diríase que es una barcaza flotando en el espejo de las aguas. Me recuerda las atmosféricas escenas de Joseph Conrad, con sus historias de barcos muchas veces evaporados en las someras aguas de un remoto país oriental, en sus paisajes marinos, donde pululan sus oscuros y enigmáticos personajes. Misterio. ¿Quién es el pintor? ¿Lo sabes?


Mira los ojos y las expresiones. Una técnica esquemática muy efectiva para subrayar la infinita miseria a la que fue expuesta la población de París. Pueblo dormido que despierta. El amanecer de lo que será una viva explosión. Imagen implacable del sometimiento del ser humano. De su infinito sufrimiento fruto de la codicia de unos pocos. Aquí aflora el ansia de rebelión que puede leerse tímidamente, pero de forma contundente, en la cara de los miserables que darían paso a los hechos de la revuelta de 1848. Puede percibirse también el miedo, el temor que sin duda turbaba estas almas. Pero el espíritu de la libertad parece más fuerte que el riesgo cierto de morir y, poco a poco, se alza el murmullo que un iluminado –nunca mejor dicho—parece abanderar asegurado en el tumulto de sus iguales. Aún inseguros se protegen en la masa, se amparan entre ellos para recuperar lo que han perdido. (Honoré Daumier/La revuelta de 1848).


Una de las cosas más bellas de la pintura expresionista son los propios marcos de las pinturas. Su barroca antigüedad contrasta con el aire fresco que supone la pintura moderna, esa pintura que emerge llena de color de los impresionistas como en el caso de este cuadro pintado en un rincón de la Provenza.


El sol de la tarde asoma para iluminar esta corrida de toros en la que ahora se ocupa el rejoneador. Picasso parece presagiar con esta terrible escena, en el que se convoca el recreo cruel de la muerte, la guerra fratricida que pronto se abatiría sobre nosotros y que reflejaría de forma semejante en el majestuoso Guernica. Fluye en este caso la sangre del caballo destripado en el mismo momento de agredir con el rejón al toro bravo. Toda la emoción trágica del cruel encuentro se concentra en las expresivas caras de hombres y animales. Caballo y toro son en el instante captado la expresión de la tragedia que a ambos compete. (Pablo Picasso/Corrida 1934).


Que petulantes aparecen estos tres abogados, después del juicio que han perdido, sumiendo en la desesperación a la mujer que apenas se vislumbra al fondo, residuo sin protagonismo de la implacabilidad de la justicia injusta. Los hombres de la ley, bien amparados en la prepotencia de su oficio y la solidez de su corporación, son ya totalmente insensibles al infortunio que cae inexorable sobre los humanos. (Honoré Daumier/Tres abogados 1855).



La luz se rompe como un espejo en mil destellos que alumbran una obra insólita en aquel lejano 1834. ¿Quién podría imaginar una estampa campestre tan osada en aquellos lejanos tiempos? El propio Jackson Pollock asumiría y reconocería que esta obra podría ser la inspiración de su One:Number 31, 1950 que se exhibe majestuoso en el Moma.(John Constable/Al lado del río 1834)

Si queréis más información, ved: Caixa Forum y The Phillips Collection

En el gimnasio


Hoy he pasado mala noche, con sueños que insinuaban malos presagios. A pesar de mi malestar, o quizá por su causa, con el fin de disipar el malhumor que deja esta circunstancia, me preparo para ir al gimnasio como cada lunes por la mañana. No es cuestión de dejarse llevar por las pesadillas. Al fin y al cabo, no son más que sueños. El día es radiante, la temperatura ideal; condiciones óptimas para levantar el ánimo. Llego al gimnasio paseando, lo que ayuda a disipar la modorra que una noche de duermevela y el desasosiego de las pesadillas deja inevitablemente, como un poso amargo, en los rincones de nuestro pensamiento. El gimnasio está hoy especialmente tranquilo, con mucho menos público de lo habitual. Supongo que, siendo lunes y temprano, los dinámicos usuarios de otros días sufren hoy la pereza de un fin de semana con fiesta y amigos. Practico mis ejercicios habituales, en las amplias salas solitarias. Es un gusto disponer de tantas máquinas para uno sólo, sin las inevitables premuras de otros momentos. Tras una buena sudada, el ejercicio me ha dejado con un buen tono vital y, después de una ducha tonificante de agua fría, el cuerpo me pide entrar en el baño turco para relajarme y sudar algo más, por aquello de eliminar toxinas. Entro en el recinto opaco y neblinoso del hammam, que es el nombre que dan los árabes a este tipo de baño de vapor. Es una estancia de unos veinte metros cuadrados revestida de azulejos, con un sencillo banquillo de mármol blanco alrededor de todo su perímetro. Estoy solo. Me siento cómodamente en el vaporoso espacio solitario. La temperatura, claro está, es bastante alta, y empiezo a sudar rápidamente. Alrededor, la vista descubre un aburrido decorado a base de pálidas losetas de cerámica amarilla. Del techo gotea el agua debido a la condensación. En estos lugares tiene uno la sensación de flotar en medio de una niebla densa y caliente, en la que no se ve más allá de tus narices. Sólo un elemento rompe la monotonía del ambiente: un reloj digital de pared que, con sus estridentes números rojos, percibidos vagamente a través del vaho, indica las 25:07 h. Curiosa anomalía, pues los relojes sólo tienen programadas las veinticuatro horas que dura un día; ¿cómo puede ser? Pero, sin darle más importancia, lo olvido rápidamente envuelto en los vapores de mi propio pensamiento. Aturdido por el calor y chorreante de una humedad que proviene a medias de mi cuerpo y a medias del vapor ambiente, reparo en que no sé cuánto tiempo ha transcurrido, pues el reloj marca, de nuevo, un dato absurdo: las 77:07 h. Esta vez, empiezo a inquietarme; la hora sigue siendo imposible. Por un momento tengo la duda de si han pasado 52 horas desde la anterior lectura. Evidentemente, no puede ser; sería absurdo. La cosa es simple, debo considerar que el funcionamiento de este reloj es erróneo y no cabe sacar ninguna lectura racional del asunto. Además, el minutero vuelve a marcar el 07, lo cual podría ser una coincidencia o una prueba que ratifica la avería. De repente, un sibilante soplido me arranca, sobresaltado, de mis disquisiciones. Un ruido infernal, como de antigua máquina de tren que suelta presión, es el causante de que salga de mi profundo ensimismamiento. Me reincorporo un poco en el asiento y procuro poner en alerta a mis sentidos, espabilando de la evidente modorra. En el fondo de la sala solitaria se adivina la boca negra por la que inyectan vapor a toda mecha. Cada cierto tiempo reponen vapor en el hammam para mantener las condiciones adecuadas. El espacio del baño turco pronto se sumerge en una atmósfera densa y blanquinosa, no se ve nada y el calor deviene insoportable. Son momentos difíciles de resistir, pues el vapor recién introducido provoca una subida brusca de la temperatura. Parece que la piel de uno se abrase y la respiración se vuelve densa y sofocante. De esta forma, un poco masoquista, siente uno los efectos deseados del baño turco con mayor intensidad. De pronto, vencido de nuevo por un sopor inevitable, veo surgir del oscuro orificio, que expele la densa nube blanca, una forma fantasmal, animada de un inquietante movimiento vital, como si se tratara de un duende de vapor. Me quedo pasmado. Al instante surge otro fantasma y, poco después, un tercero. No puedo dar crédito a lo que veo. Me levanto y froto mis ojos. Mi corazón late con intensidad. ¿Estoy soñando? Seguramente el excesivo calor ha afectado mis facultades, y sufro alucinaciones. Pero no, pronto percibo que no, que lo que estoy viviendo es real. Sorprendido y desconcertado, paralizado por la incredulidad, estos seres misteriosos formados de vapor de agua me toman en volandas por debajo de las axilas y en un santiamén me introducen a través del negro orificio de la chimenea de vapor. El miedo, mezclado a la estupefacción, me han paralizado hasta tal punto que no ofrezco la menor resistencia y me dejo llevar dócilmente. A través de un espacio etéreo, transportado como por un ululante tornado, llegamos a unas gigantescas cavernas en las que miles de humanos, desnudos como yo, trabajan arduamente alimentando titánicas calderas de vapor. Puedo verlos desde lo alto, como a vista de pájaro. Por doquier se oyen lamentos y quejidos. No cabe duda que es un sitio infernal. El insólito lugar es de una amplitud fuera de lo normal. Las bóvedas inmensas no parecen tener fin, y permiten ver abajo una miríada de humanos que se mueven como hormigas. Todo este espacio gigantesco está cubierto a su vez de una espesa niebla blanca de vapor. Aterrizamos en el fondo de la inmensa nave, transportado hasta aquí desde las alturas en las que, intuyo, se hallan las chimeneas que introducen el vapor. El espectáculo que se ofrece me deja boquiabierto. A mi alrededor se mueven febrilmente miles de hombres y mujeres. Parecen muy atareados y todo indica que son obligados a realizar lo que hacen. Algunos individuos parecen tener más de cien años y su mirada perdida denota una total desesperación, como si no hubieran salido de aquí en lustros. La situación es dantesca. Es como una gigantesca cárcel de vapor. Un campo de concentración anodino. Sin más dilación, me destinan a un puesto de trabajo;
 __Aquí hay que darle duro y sin descanso. __ me dice un desgraciado a hurtadillas, que no deja de echar carbón en una de las colosales calderas.
 Atenazado por el miedo, acato con docilidad las instrucciones de un severo capataz. En un reloj idéntico al del baño turco, con los mismos destellos de neblinosa luz rojiza, vuelvo a consultar la hora: son las 99:07 h. Estoy desconcertado… y atrapado, no es un sueño. Parece evidente que he traspasado a otra realidad. Horripilado inquiero, con voz angustiosa:
__ ¿Hay alguien ahí afuera que pueda oírme? ¡Eeeeoohh!
y de nuevo, en un ruego desesperado, ya tembloroso de pavor:
__ ¿Hay a alguien, que pueda rescatarme? Estoy atrapado: ¡socorro! __
Pero ya siento el aliento del capataz en la nuca, que me conmina gritando que vuelva al trabajo.
__¡por favor, que alguien me saque de aquiiiiiÍ!

domingo, 13 de marzo de 2016

Europa y sus desperdicios

Ahora que asistimos estupefactos a la actuación de nuestros estados europeos frente a la tragedia de los migrantes, recupero unos pasajes de Zygmunt Bauman en su libro Tiempos líquidos. Estoy muy impresionado. Llama la atención que un venerable anciano como Bauman, con este aspecto tan bondadoso, pueda ser tan incisivo en su análisis del mundo actual. Me impresiona especialmente su análisis de los “desperdicios humanos”. Se refiera a todos aquellos individuos, que son millones en el mundo actual, y que, habiendo sido desposeídos de todo, han sido literalmente excluidos de la humanidad. Abandonados en campos de refugiados o vagando por las urbes contemporáneas, nadie quiere saber de ellos y tienen escasas posibilidades, por no decir imposibles, de volverse a integrar en la sociedad. Simplemente sobran: son un desperdicio, basura humana. Y Bauman utiliza estos términos para ser más incisivo, para despertar nuestra adormecida conciencia; pero en el fondo estos significantes encajan perfectamente con el significado. Terrible.

Los estados modernos, surgidos en el siglo XVIII, se han debilitado. Ya no son capaces de proteger a los individuos. El “estado del bienestar”, su conquista más sobresaliente, desaparece a marchas forzadas. Los ciudadanos, convertidos cada vez más en individuos y menos en ciudadanos, asisten impotentes a este progresivo e imparable desmantelamiento. Aparece el miedo y la inseguridad. El estado, ahora secuestrado por el poder, ya no sirve a los intereses de los ciudadanos. Impotente y corrompido, se ha convertido en la correa de transmisión del verdadero poder en la tierra; una fuerza global, invisible, pero que se deja sentir con su inmensa i ubicua potencia. Los individuos, desamparados, temerosos, desprotegidos, asustados por la incertidumbre del futuro, buscan un nuevo refugio seguro. Un lugar desde el que rehacer la comunidad. 

miércoles, 9 de marzo de 2016

La costa del fin del mundo

Fotos: Carlos Allende



Cuando los antiguos navegantes –griegos, fenicios o romanos—surcaban las aguas del Mediterráneo occidental y se topaban con las monumentales formaciones rocosas del cabo de Creus, sin duda pensaban que habían dado con el fin del mundo. Para los marinos de todos los tiempos, esta era la costa de la muerte: un paraje infernal expuesto la ira de los dioses. Los temibles temporales de tramontana han esculpido estos paisajes de perturbadora belleza y sembraron la muerte entre aquellos intrépidos que osaban atravesar en mal momento estas aguas. Sin duda estas costas causaron el temor y el respeto de las generaciones pasadas. Y es que el extremo saliente del Cabo de Creus sigue siendo uno de los lugares más imponentes y respetables del Mare Nostrum. Desde la noche de los tiempos, los que atraviesan este mar, peligroso y traicionero, se mueven entre el embrujo de su desolada belleza y las delirantes ensoñaciones que provoca su paisaje lunar, sobrecogidos por la majestad mineral del país, las insinuantes rocas graníticas sugieren todo un mundo de seres mitológicos dormidos en la piedra.


En la actualidad sigue siendo un paraje solitario, como encantado. De una potencia y una capacidad de sugestión extraordinarias. Tiene una aureola mítica, como de un lugar de encuentro de los dioses antiguos y criaturas mitológicas que la imaginación adivina petrificadas, hasta la eternidad, en los perfiles rocosos. De hecho, aquí no pasa el tiempo, que parece detenido. Los humildes humanos sentimos un profundo respeto por estos paisajes que, situados fuera del tiempo, cuando los surcamos, sobre todo por mar, parece que nos hallemos en una dimensión sobrenatural, de una forma parecida a como debieron sentirse aquellos heroicos navegantes de la Odisea en sus periplos de ensueño.

Desde tierra, el territorio del Cabo de Creus es un espacio solitario, primigenio, con una geografía muy accidentada y salvaje. La punta oriental del cabo compone un jardín petrificado de rocas graníticas que son la culminación de un paisaje desgastado por el salitre, los vientos y la lluvia. Ningún escultor podría concebir una obra más perfecta, mas sugerente y bella. Y cuando uno descubre la pasmosa hermosura de esta obra genial de la naturaleza, queda embrujado y prendido para siempre.

El terreno pizarroso, árido y muy seco, da lugar a una vegetación de jaras y lentiscos. Pero, por encima de todo, uno queda embelesado por la potencia aromática de los tomillos y los romeros que aquí parecen crecer con una potencia inigualable. Más hacia el interior del territorio, allá donde los hombres, a base de un esfuerzo titánico, fueron capaces de domeñar esta tierra indómita, se forjó en los siglos pasados la cultura de la viña y el olivo. Como si se tratara de la ruinas titánicas de otros tiempos, pueden verse aún las inacabables rengleras de terrazas de pared de piedra seca. Colosos antepasados construyeron centenares de kilómetros construidos de piedra sobre piedra, con mimo y enorme esfuerzo, componiendo jardines japoneses de meticulosa arquitectura. Conforma así este paisaje creado por la mano del hombre un excelente contrapunto, ordenado y racional, del cataclismático pedregal del cabo de Creus.


Los hombres fueron y son acordes a la dureza de este terreno: rudos y hoscos. Han persistido en este territorio, ganándole al destino la imposible batalla por la supervivencia en estos rincones. Dedicados primigeniamente a la pesca, descubrieron aquí la escondida riqueza de las anfractuosidades de estos mares, la riqueza vegetal de sus fondos, con variedad de algas y abundancia de posidonia, que mantiene las aguas de esta zona especialmente cristalinas, con un plancton tan denso: la abundancia de crustáceos y pescados de roca que pacen en los algares de los increíbles fondos marinos de este lugar único –hoy convertido en reserva integral del Parque Natural del Cabo de Creus--. Los mejillones de roca, hoy tristemente desaparecidos, que –como decía Josep Plà—no tenían igual en toda nuestra costa, por la intensidad de su sabor. Y aún los erizos –garotas para los lugareños—que nos llevan a una dimensión mítica de la gastronomía. Eugeni d’Ors o Josep Pla han descrito maravillosamente la calidad de las langostas, de las escórpores –cabrachos--, de los salmonetes, de los meros y de las lubinas de este litoral, bañado por heladas corrientes de aguas limpísimas, cristalinas. Unos fondos marinos que son hoy uno de los lugares más ricos y mejor conservados del Mediterráneo, con una singularidad que ha obligado a las autoridades a establecer un riguroso proteccionismo, para evitar que desaparezca uno de los últimos rincones del paraíso. ¡Esperemos que lo consigan!

Pero todo este cuadro no sería nada sin dos elementos que conforman la esencia de este paisaje mágico: el viento y la luz. El potentísimo viento del norte, la tramontana, no sólo esculpe el paisaje, sino que lo perfila con una luminosidad y una pureza de la atmósfera que llevó a Josep Plà a decir, con acierto, que es un viento que afila el paisaje, pues las inmensas panorámicas quedan recortadas con rara nitidez. Este fenómeno unido a la luz mediterránea de los días despejados, componen un mundo surreal, hiperrealista, que trasciende la dimensión habitual. Con razón dicen los ampurdaneses que los lugareños están tocados por la tramontana. Con ello se refieren al carácter singular, lunático, de los habitantes de estas tierras. Personajes que están dotados de una locura lúcida, que no es otra cosa que el reflejo subjetivo de estos parajes. ¿Cómo no volverse, aquí, sanamente loco?...

Este trastorno inducido por el lugar, este embrujo producido por un paisaje que acaba doblegando la mente, alienta una demente lucidez, una forma de genialidad que en algunos casos produce fenómenos como Salvador Dalí que, sucumbiendo al embrujo de estos lugares, ha interpretado en su pintura, con su genial creatividad, toda la potencia de esta tierra.


martes, 8 de marzo de 2016

Mi vecina mendiga

En la esquina enfrente de casa hay una mujer que mendiga desde hace años, siempre en el mismo sitio. Podríamos decir que es la mendiga del barrio, nuestra mendiga. Yo no le doy dinero, pues no creo que esta sea la manera de ayudar. Cada mañana paso delante de ella y nos saludamos. He observado que son muy numerosos los vecinos que la cuidan; ora dándole limosna, ora sirviéndole un café con leche –los empleados de la panadería/cafetería cercana-- para paliar las frías mañanas de invierno. Para realizar su tarea se dispone de rodillas en la esquina comentada, a la puerta del supermercado. Es una postura muy incómoda y despierta en mí sentimientos encontrados, por un lado de compasión y por el otro de indignación al ver una persona humillando su dignidad de esta guisa. Para evitar el dolor o las lesiones que a buen seguro le causa esta posición diaria durante horas, la mujer utiliza un cojín negro de cuero para amortiguar la dureza y el frío del suelo. Avergonzada de que esta ínfima comodidad pueda poner en entredicho su humillante condición y con ello privarla de la fructífera compasión ajena, la mujer esconde el cojín entre sus faldas. Es la figura misma de la mendicidad convertida en profesión, institucionalizada. Estoy seguro que las cosas no le van mal, se gana la vida mejor que muchos. En el bien entendido, claro, que todo lo que recoge no vaya a parar a manos de un chulo, que es, me temo, lo que ocurre, pues nuestra portera Carmen afirma verla entrar en una furgoneta cada tarde que la recoge después de la “faena”, con sus escasos enseres. Yo creo que es una mujer de origen balcánico y es explotada como mendiga por una mafia de alguno de estos países. Es curioso, pero esta señora ejerce su “oficio” con notable destreza. Su paciencia y perseverancia ha acabado rindiendo a sus “clientes” a sus pies. Yo mismo he constatado la presión que ejerce su compasivo saludo matinal y, a pesar de que hace años que la veo y la saludo cada día, no ha perdido su esperanza de que, por fin, un día deposite mi limosna como los demás. Algún día se muestra contrariada por mi tozuda persistencia y lo evidencia con un saludo ralo y desabrido. Otras veces, desaparece su rencor y saluda educada y alegre.

¿Somos narcisistas?

Madurar es ir aproximando lo que crees ser a lo que eres”. Cierto. Frank Yeomans, psiquiatra especialista en el trastorno narcisista. El narcisista cree ser mucho mejor de los que es y su problema es que tan sólo él lo cree. Se protege de la verdad dentro de su ego, construyendo poco a poco una personalidad falsa y delirante, la que transmite a los demás, con una alta (altiva) consideración de sí mismo. Pero en realidad, el narcisista en su interior, en una inconsciencia que apenas aflora a la superficie, se siente inferior. Por tanto, su imagen altiva de cara a los demás, no es más que una estrategia para combatir esa inferioridad. Esta contradicción le hace profundamente desgraciado. En su narcisismo proyecta sus fantasías hacia los demás, para hacer cuadrar el mundo con la imagen que él tiene del mismo (o que desearía que tuviera). Así los demás, independientemente de los que son, pasan a formar parte de su delirio en una jerarquía que divide el mundo en personas inteligentes, interesantes y válidas como él y otras mediocres que no merecen su consideración. Al contrario, en su condición de seres inferiores, están en la tierra para admirar las dotes y las magníficas cualidades del narciso, el cual siente de esta manera crecer su ego. Si hay algo que saca de quicio a un narciso es la constatación que aquella obra que ha realizado –un libro, un cuadro, una película,..—que él cree una obra maestra, no llama la atención de nadie. Nadie parece darse por enterado, y poco a poco constata que aquella obra que debería haber detenido el mundo, que debería haber suscitado verdaderas aclamaciones de entusiasmo, no solo ha pasado totalmente desapercibida, sino que incluso cabe la sospecha de que muchos la consideren simplemente mediocre. A consecuencia de esto, las relaciones humanas del narciso se limitan a una dinámica de admirador y admirado, en la que la complicidad, la amistad, el compartir de verdad sentimientos de igual a igual no tiene la más mínima importancia. Sólo cuenta la sumisión del admirador hacia la grandeza del admirado. Por lo tanto, el narciso es incapaz de tener una relación de igual a igual, con lo cual acaba cayendo en terribles depresiones cuando sospecha que hay personas felices que se aceptan tal cual son, asumiendo, lo que no es fácil, los tremendos defectos y limitaciones que todos, en nuestra imperfección, acarreamos. Esta difícil aceptación, esta seca constatación que nos reconduce a la realidad, se llama madurez.

Con esto llegamos a punto de extrema importancia; la aceptación de la verdad es muchas veces una operación de humildad, la aceptación de que somos bien poca cosa. Desde la sencillez de esta asunción podemos llegar a ser libres, pues la sencillez es liberadora; mientras que el narciso, en la altiva y falsa posición en que se encuentra, negadora de la realidad, se ve sometido a una cruel esclavitud. Un esclavo de sí mismo, pues para seguir viviendo en esta fantasía, se aísla cada vez más. El mundo se convierte en un lugar hostil, pues los demás son vistos con desdén y desprecio. Así el narciso se acaba encontrando solo, sin la complicidad de una verdadera amistad, sin conocer una relación auténtica y sincera con alguien. A veces, sospecha, como si el inconsciente le susurrara en el oído, que en realidad es un mediocre pues ya ve que nadie admite su superioridad.

El mundo actual es un mundo con una cantidad de narcisos considerables. Podríamos decir que, de una forma perversa, nuestro mundo los fomenta y los hace crecer como si de un cáncer desbordado se tratara. Empezando por las madres que educan a sus hijos en la convicción de que son los mejores, mimándolos en exceso. Acabando por una sociedad de mercado que basa gran parte de su negocio en “masajear” el extendido narcisismo y explotar a sus víctimas vendiéndoles todo aquello que los reafirma en su triste trastorno o, más cruel aún, los explota para sacarles más jugo en sus respectivos trabajos, pues conocedores de su incapacidad para relacionarse normalmente con los demás, los someten a la adicción del trabajo, en donde estos se refugian para disimular su falta de amigos, de vida social.

Al filo de todo esto, podemos citar las redes sociales y asociar parte de su éxito al creciente número de narcisos en nuestra desorientada sociedad. Así, por ejemplo, es fácil constatar, con absoluta estupefacción, como muchas personas confunden los amigos de Facebook con los verdaderos amigos (que seguramente no tienen, ni saben lo que son). De esta forma, hemos convertido los “me gusta” en pequeñas píldoras de placer que masajean nuestro narcisismo y nos acomodan en nuestra delirante actitud, manteniéndonos engañados y sólo buscando de forma compulsiva más y más “me gusta” en una obsesión sin fin, que nunca nos satisface del todo, pues ambicionamos más y más y así, poco a poco, en lugar de curarnos y despertar a la realidad –en definitiva, de madurar--nos vamos hundiendo en nuestra solitaria tristeza.