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martes, 20 de junio de 2017

La cosa está caliente


La canícula ha entrado de pleno. Calor insoportable en Barcelona. Coincide con un incendio tremendo en el centro de Portugal, que ocasiona 69 muertos y veinte mil hectáreas de bosque de eucalipto calcinadas. Greenpeace sostiene que son el efecto del cambio climático. Otras voces alertan de la progresiva desertización de la península ibérica. Un proceso que avanza rápida e inexorablemente. Muchos, somos partidarios de un cambio radical para revertir la situación, que pasa por eliminar progresivamente la utilización de las energías fósiles y sustituirlas, de forma urgente, por energías alternativas que sean limpias y no dañen al planeta. Pero este programa choca con una considerable resistencia. Una oposición que no proviene sólo de las grandes corporaciones industriales, del sector del automóvil, de los grandes intereses petroleros, etc., sino de una parte significativa de la ciudadanía, de la propia población trabajadora que, con las políticas ecologistas, ven peligrar su puesto de trabajo. Difícil encrucijada. ¿Cómo abordar la solución de un problema que nos arrastra al desastre y, al mismo tiempo, no dañar la ya frágil situación de muchos puestos de trabajo? La magnitud del dilema es de proporciones gigantescas. No es fácil. Y lo que es peor; su solución requiere de unas circunstancias que son muy complicadas que se den. ¿Cómo convencer a los mercados –esa figura fantasmal, pero que existe—para que renuncien a unos recursos que suponen jugosos beneficios? ¿Cómo convencerlos a que renuncien a semejante tajada –es evidente que no podemos obligarlos-- en un mundo cada vez más polarizado, dónde los poderosos –los dueños del mundo--, cuya riqueza –inmensa, como nunca antes en la historia de la humanidad-- está ahora concentrada, más que nunca, en pocas manos? Algunas personas tienen un poder de decisión casi absoluto sobre los asuntos del mundo. Estamos entrando en un mundo neofeudal. En una época de claro retroceso de la democracia, en la que los ciudadanos tienen cada vez menor poder de decisión, pues los estados les han ido sustrayendo este poder en beneficio de las élites financieras, o de esas entidades fantasmales que llamamos mercados, que no tienen rostro, pues el capitalismo avanzado se ha sustraído a la tangibilidad, pero que son, aun así, unas entidades más que reales, incluso implacables por sus efectos. ¿Cómo maniobramos para cambiar todo esto, si los propios ciudadanos, como decía más arriba, temen perder lo poco que tienen si se aplican las necesarias políticas de sostenibilidad?
El ejemplo del presidente Trump es una clara ilustración de esta paradoja. Por primera vez, en EE.UU. --en el Imperio--, la opinión de una mayoría de ciudadanos se alinea con un presidente negacionista. Paradójica coincidencia de intereses. Tal como se temía, Trump salió del acuerdo sobre el clima firmado en París. Un retroceso decepcionante. Seguramente de consecuencias desastrosas pues, si no me equivoco, EE.UU. es el responsable de una cuarte parte de las emisiones nocivas de todo el planeta. Lo peor es el ejemplo que esta práctica puede ofrecer al mundo, animando a otros a hacer lo mismo, con la excusa de que “si lo hace el imperio, por qué no yo”. Un escándalo. Un gravísimo atentado contra la sostenibilidad de nuestra vida futura y la continuidad de nuestra especie.
Estados Unidos, con esta huida de su responsabilidad climática, ha perdido definitivamente el liderazgo moral del mundo. Su actual presidente es un síntoma. Trump nos recuerda a los Calígula y los Nerones de la antigua Roma. Y, como ella, ha entrado en una época de decadencia. La humanidad se encuentra ahora huérfana de un “hermano mayor” que ha velado durante un largo periodo de tiempo por los derechos humanos y los principios democráticos. Esto ya se ha acabado. Europa tiene aún prestigio, pero poco poder para ejercer su influencia. El fracaso de su unificación, su incapacidad para intervenir en los conflictos del mundo, le han restado autoridad. Y el caso del reino Unido, con el Brexit, nos presenta la desolación de una nación a la deriva, que ha cometido el inmenso error de desvincularse del único proceso que puede salvarnos y fortalecernos, a pesar de ser uno de los miembros fundadores de la UE. Ya nada es lo que era. Nuestros políticos, mediocres, hablan de crisis; pero lo que está ocurriendo es simplemente que estamos cambiando de mundo, de la misma forma que el Renacimiento dio paso a un mundo nuevo dejando atrás la Edad media.
Ante este panorama, no queda más que esperar que surja una iniciativa, ahora inconcebible, para hacer frente a nuestros ingentes desafíos. Si somos optimistas, creeremos en la infinita capacidad creativa y la resiliencia de la humanidad, de su determinada capacidad para la lucha y la supervivencia, de su tenacidad para sobreponerse a lo peor, anteponiendo finalmente su sensatez. En todas las épocas, los analistas, sobrecogidos por las tragedias de la humanidad, han pensado que estaban al borde del precipicio, que se acercaba el fin del mundo. Pero siempre hemos sido capaces de resurgir, ¿por qué no debería ser así ahora?
Para abordar los ingentes problemas que tenemos por delante, lo primero es analizarlos bien y decidir prioridades. Yo pienso que nuestra prioridad es el cambio climático, pues si no revertimos la situación actual, el planeta no sobrevivirá y nosotros desapareceremos con él. Por esta razón sostengo que debe aparecer un nuevo humanismo que ponga a la preservación de la Tierra en el centro de nuestro interés, desplazando el anterior humanismo, que nació con el Renacimiento, y que sostenía que “el hombre es la medida de todas las cosas”. Ahora descubrimos que nuestra acción debe ser necesariamente limitada. No podemos aspirar a un crecimiento infinito como creían nuestros antepasados. El planeta Tierra no lo hace sostenible.
Este nuevo humanismo, que yo llamo Neohumanismo, debe formar a las nuevas generaciones en un nuevo código ético. Uno de los puntos fundamentales en los que debe incidir es en nuestro concepto de la riqueza. Hasta ahora nadie discutía que la riqueza era un valor positivo para la humanidad. Ni nadie discutía la necesidad de su crecimiento ilimitado a fin del bien de la comunidad humana. Lo que sí se discutía era el reparto de la misma. Se disentía respecto al uso y propiedad de la misma; mientras que unos sostenían que la riqueza pertenecía a una minoría, por derecho de sangre, o bien por que la hubieran acumulado haciendo uso de sus habilidades, otros defendían que la riqueza debía redistribuirse socialmente, compartirse de forma común beneficiando a la sociedad en su conjunto. Este escenario se ha presentado a lo largo de las épocas como una lucha de clases, como un proceso progresivo que llevaría a la humanidad hacia un comunismo de la propiedad. Sin embargo, debemos enfrentarnos a la constatación de que ahora el problema no es sólo como se distribuye la riqueza, sino que esta misma riqueza ya no puede crecer infinitamente. Por primera vez, la humanidad toma conciencia que nuestra capacidad de crear riqueza tiene un límite: la sobreexplotación de la Tierra que, exhausta y agotada, está a punto de abocarnos a la autodestrucción, si no encontramos rápidamente una solución.

En consecuencia, en el futuro no será sólo más difícil crecer, sino que la riqueza existente, al ser limitada, provocará mayores tensiones en la comunidad humana. Los ricos se encastillarán para protegerse de la presión redistributiva y la humanidad – los humanos comunes—deberán ingeniárselas para dar un salto adelante que suponga, primero, la salvaguarda de la especie y, luego, el acceso a la dignidad que ahora está muy lejos de existir, redistribuyendo la limitada riqueza disponible.

Foto: Nuestra responsabilidad es preservar la naturaleza para las futuras generaciones


martes, 8 de marzo de 2016

Mi vecina mendiga

En la esquina enfrente de casa hay una mujer que mendiga desde hace años, siempre en el mismo sitio. Podríamos decir que es la mendiga del barrio, nuestra mendiga. Yo no le doy dinero, pues no creo que esta sea la manera de ayudar. Cada mañana paso delante de ella y nos saludamos. He observado que son muy numerosos los vecinos que la cuidan; ora dándole limosna, ora sirviéndole un café con leche –los empleados de la panadería/cafetería cercana-- para paliar las frías mañanas de invierno. Para realizar su tarea se dispone de rodillas en la esquina comentada, a la puerta del supermercado. Es una postura muy incómoda y despierta en mí sentimientos encontrados, por un lado de compasión y por el otro de indignación al ver una persona humillando su dignidad de esta guisa. Para evitar el dolor o las lesiones que a buen seguro le causa esta posición diaria durante horas, la mujer utiliza un cojín negro de cuero para amortiguar la dureza y el frío del suelo. Avergonzada de que esta ínfima comodidad pueda poner en entredicho su humillante condición y con ello privarla de la fructífera compasión ajena, la mujer esconde el cojín entre sus faldas. Es la figura misma de la mendicidad convertida en profesión, institucionalizada. Estoy seguro que las cosas no le van mal, se gana la vida mejor que muchos. En el bien entendido, claro, que todo lo que recoge no vaya a parar a manos de un chulo, que es, me temo, lo que ocurre, pues nuestra portera Carmen afirma verla entrar en una furgoneta cada tarde que la recoge después de la “faena”, con sus escasos enseres. Yo creo que es una mujer de origen balcánico y es explotada como mendiga por una mafia de alguno de estos países. Es curioso, pero esta señora ejerce su “oficio” con notable destreza. Su paciencia y perseverancia ha acabado rindiendo a sus “clientes” a sus pies. Yo mismo he constatado la presión que ejerce su compasivo saludo matinal y, a pesar de que hace años que la veo y la saludo cada día, no ha perdido su esperanza de que, por fin, un día deposite mi limosna como los demás. Algún día se muestra contrariada por mi tozuda persistencia y lo evidencia con un saludo ralo y desabrido. Otras veces, desaparece su rencor y saluda educada y alegre.