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domingo, 3 de abril de 2016

Yo no quiero viajar así



Viajar hoy ya no es la aventura romántica que representaba antaño. El acceso de las masas al viaje barato ha representado una invasión de los espacios singulares de este planeta, sean históricos o paisajísticos. Es el advenimiento del turismo, un fenómeno relativamente reciente en la historia. Nos podríamos remontar a la época de nuestros tatarabuelos, como mucho, para encontrar los orígenes de esta moderna afición. Washington Irving en Granada o el viaje a Italia de Goethe, podrían ser los antecedentes de los viajes modernos. De hecho, en mi propia infancia, aún representaba un gran privilegio poder viajar por ahí. Pero en cuestión de pocos años, todo ha cambiado completamente. El turismo lo prostituye todo.

En aquel entonces el viaje era una ensoñación romántica. Porque se viaja más con la mente, que con el propio cuerpo. Por descontado que hay un desplazamiento físico a un lugar más o menos lejano. Pero es sobre todo nuestra imaginación, provista de una inmensa ilusión, la que proyecta la belleza y toda la emoción del viaje. ¿Qué es un paisaje en sí? Sin el poder de la mente, sin una buena predisposición de nuestro espíritu y de nuestro anhelo, el paisaje, por muy bello que sea, se transforma en una estampa desprovista de magia. De belleza, en definitiva.

Definitivamente no me produce ninguna emoción viajar en determinadas condiciones. Desplazarse en avión en pleno de mes de agosto, por ejemplo, es una pequeña tortura reservada a los sufridos ciudadanos de hoy. Los vuelos baratos implican un servicio muy deficiente que obliga a los usuarios a pasar, muchas veces, por un auténtico via crucis antes de llegar a su destino. Aeropuertos sobrecargados de viajeros que deambulan entre perdidos y desamparados. Largas colas. Controles policiales que implican muchas veces medio desvestirse o abrir de nuevo maletas que se han cerrado milagrosamente en casa. Insidiosas normas que no permiten llevar en cabina determinados objetos. O, en algunos casos, la propia indiferencia o desdén de los empleados, cuando no su abierta antipatía. Todas estas y muchas cosas se le presentan al viajero actual al emprender su aventura. Cuando llega uno por fin a su destino, cansado y desorientado, siente en principio una cierta ansiedad. Un desasosiego debido a las dificultades del viaje, a la rapidez con la que uno se desplaza a lugares lejanos, que no permiten que nuestro cuerpo se aclimate. Una vez en el lugar tan largamente deseado, uno percibe hoy día que las cosas se han uniformizado en todo el mundo. Por doquier proliferan las mismas tiendas, las mismas marcas. Parece como si, poco a poco, fuéramos acabando con la diversidad que, precisamente, constituyó en su día el verdadero acicate para emprender un viaje, que se prometía exótico. En breve descubriremos también, con notable desencanto, que los lugares que antes de partir soñábamos con visitar, idealizándolos, se han convertido en lugares mancillados por ejércitos de turistas. Ya no descubre uno con emoción la virginidad de las cosas bellas que había imaginado. Ya nada parece auténtico, sino una inmensa impostura. Todo está degradado por la conversión en bienes de consumo de lugares que fueron bellos. El encanto se ha roto. Uno es conducido como un borrego, después de pagar en la correspondiente taquilla, para recorrer por recintos vallados exprofeso espacios desvestidos ya de todo misterio. Es una modernidad que ya no permite soñar, que no permite imaginar, por ejemplo, la inmaculada grandeza de un templo de la antigüedad e imaginar cómo nuestros antepasados respiraron aquí hace miles de años… Ahora es un puro recorrer, con adocenada urgencia, los lugares señalados en millones de guías, en centenares de idiomas, los “parques temáticos” que en el mundo han sido. Es un juego absurdo que consiste en coleccionar lugares; Para poder llegar de nuevo a nuestras vidas cotidianas, señalar con una muesca un nuevo lugar en la colección y alardear frente a los amigos de nuestra mundología.

No. Yo añoro el viaje lento. El viaje que permite entrar en otro tempo. El que permite descubrir otras mentalidades. El que posibilita paladear sabores diferentes a los nuestros. Quizás para descubrir que aún tenemos mucho que aprender. El que te permitirá finalmente llenar tu espíritu con un nuevo aliento. Alimentar tu alma. Sentirte pleno y purificado. Pero por desgracia, esta forma de viajar requiere de un esfuerzo por nuestra parte. Obliga a huir de lo manido y de lo fácil, del circuito habitual. Requiere también de un cierto valor por nuestra parte. Y de una cierta capacidad de sacrificio. De estar dispuesto a pasar por ciertas incomodidades. 

miércoles, 9 de marzo de 2016

La costa del fin del mundo

Fotos: Carlos Allende



Cuando los antiguos navegantes –griegos, fenicios o romanos—surcaban las aguas del Mediterráneo occidental y se topaban con las monumentales formaciones rocosas del cabo de Creus, sin duda pensaban que habían dado con el fin del mundo. Para los marinos de todos los tiempos, esta era la costa de la muerte: un paraje infernal expuesto la ira de los dioses. Los temibles temporales de tramontana han esculpido estos paisajes de perturbadora belleza y sembraron la muerte entre aquellos intrépidos que osaban atravesar en mal momento estas aguas. Sin duda estas costas causaron el temor y el respeto de las generaciones pasadas. Y es que el extremo saliente del Cabo de Creus sigue siendo uno de los lugares más imponentes y respetables del Mare Nostrum. Desde la noche de los tiempos, los que atraviesan este mar, peligroso y traicionero, se mueven entre el embrujo de su desolada belleza y las delirantes ensoñaciones que provoca su paisaje lunar, sobrecogidos por la majestad mineral del país, las insinuantes rocas graníticas sugieren todo un mundo de seres mitológicos dormidos en la piedra.


En la actualidad sigue siendo un paraje solitario, como encantado. De una potencia y una capacidad de sugestión extraordinarias. Tiene una aureola mítica, como de un lugar de encuentro de los dioses antiguos y criaturas mitológicas que la imaginación adivina petrificadas, hasta la eternidad, en los perfiles rocosos. De hecho, aquí no pasa el tiempo, que parece detenido. Los humildes humanos sentimos un profundo respeto por estos paisajes que, situados fuera del tiempo, cuando los surcamos, sobre todo por mar, parece que nos hallemos en una dimensión sobrenatural, de una forma parecida a como debieron sentirse aquellos heroicos navegantes de la Odisea en sus periplos de ensueño.

Desde tierra, el territorio del Cabo de Creus es un espacio solitario, primigenio, con una geografía muy accidentada y salvaje. La punta oriental del cabo compone un jardín petrificado de rocas graníticas que son la culminación de un paisaje desgastado por el salitre, los vientos y la lluvia. Ningún escultor podría concebir una obra más perfecta, mas sugerente y bella. Y cuando uno descubre la pasmosa hermosura de esta obra genial de la naturaleza, queda embrujado y prendido para siempre.

El terreno pizarroso, árido y muy seco, da lugar a una vegetación de jaras y lentiscos. Pero, por encima de todo, uno queda embelesado por la potencia aromática de los tomillos y los romeros que aquí parecen crecer con una potencia inigualable. Más hacia el interior del territorio, allá donde los hombres, a base de un esfuerzo titánico, fueron capaces de domeñar esta tierra indómita, se forjó en los siglos pasados la cultura de la viña y el olivo. Como si se tratara de la ruinas titánicas de otros tiempos, pueden verse aún las inacabables rengleras de terrazas de pared de piedra seca. Colosos antepasados construyeron centenares de kilómetros construidos de piedra sobre piedra, con mimo y enorme esfuerzo, componiendo jardines japoneses de meticulosa arquitectura. Conforma así este paisaje creado por la mano del hombre un excelente contrapunto, ordenado y racional, del cataclismático pedregal del cabo de Creus.


Los hombres fueron y son acordes a la dureza de este terreno: rudos y hoscos. Han persistido en este territorio, ganándole al destino la imposible batalla por la supervivencia en estos rincones. Dedicados primigeniamente a la pesca, descubrieron aquí la escondida riqueza de las anfractuosidades de estos mares, la riqueza vegetal de sus fondos, con variedad de algas y abundancia de posidonia, que mantiene las aguas de esta zona especialmente cristalinas, con un plancton tan denso: la abundancia de crustáceos y pescados de roca que pacen en los algares de los increíbles fondos marinos de este lugar único –hoy convertido en reserva integral del Parque Natural del Cabo de Creus--. Los mejillones de roca, hoy tristemente desaparecidos, que –como decía Josep Plà—no tenían igual en toda nuestra costa, por la intensidad de su sabor. Y aún los erizos –garotas para los lugareños—que nos llevan a una dimensión mítica de la gastronomía. Eugeni d’Ors o Josep Pla han descrito maravillosamente la calidad de las langostas, de las escórpores –cabrachos--, de los salmonetes, de los meros y de las lubinas de este litoral, bañado por heladas corrientes de aguas limpísimas, cristalinas. Unos fondos marinos que son hoy uno de los lugares más ricos y mejor conservados del Mediterráneo, con una singularidad que ha obligado a las autoridades a establecer un riguroso proteccionismo, para evitar que desaparezca uno de los últimos rincones del paraíso. ¡Esperemos que lo consigan!

Pero todo este cuadro no sería nada sin dos elementos que conforman la esencia de este paisaje mágico: el viento y la luz. El potentísimo viento del norte, la tramontana, no sólo esculpe el paisaje, sino que lo perfila con una luminosidad y una pureza de la atmósfera que llevó a Josep Plà a decir, con acierto, que es un viento que afila el paisaje, pues las inmensas panorámicas quedan recortadas con rara nitidez. Este fenómeno unido a la luz mediterránea de los días despejados, componen un mundo surreal, hiperrealista, que trasciende la dimensión habitual. Con razón dicen los ampurdaneses que los lugareños están tocados por la tramontana. Con ello se refieren al carácter singular, lunático, de los habitantes de estas tierras. Personajes que están dotados de una locura lúcida, que no es otra cosa que el reflejo subjetivo de estos parajes. ¿Cómo no volverse, aquí, sanamente loco?...

Este trastorno inducido por el lugar, este embrujo producido por un paisaje que acaba doblegando la mente, alienta una demente lucidez, una forma de genialidad que en algunos casos produce fenómenos como Salvador Dalí que, sucumbiendo al embrujo de estos lugares, ha interpretado en su pintura, con su genial creatividad, toda la potencia de esta tierra.