martes, 15 de marzo de 2016

En el gimnasio


Hoy he pasado mala noche, con sueños que insinuaban malos presagios. A pesar de mi malestar, o quizá por su causa, con el fin de disipar el malhumor que deja esta circunstancia, me preparo para ir al gimnasio como cada lunes por la mañana. No es cuestión de dejarse llevar por las pesadillas. Al fin y al cabo, no son más que sueños. El día es radiante, la temperatura ideal; condiciones óptimas para levantar el ánimo. Llego al gimnasio paseando, lo que ayuda a disipar la modorra que una noche de duermevela y el desasosiego de las pesadillas deja inevitablemente, como un poso amargo, en los rincones de nuestro pensamiento. El gimnasio está hoy especialmente tranquilo, con mucho menos público de lo habitual. Supongo que, siendo lunes y temprano, los dinámicos usuarios de otros días sufren hoy la pereza de un fin de semana con fiesta y amigos. Practico mis ejercicios habituales, en las amplias salas solitarias. Es un gusto disponer de tantas máquinas para uno sólo, sin las inevitables premuras de otros momentos. Tras una buena sudada, el ejercicio me ha dejado con un buen tono vital y, después de una ducha tonificante de agua fría, el cuerpo me pide entrar en el baño turco para relajarme y sudar algo más, por aquello de eliminar toxinas. Entro en el recinto opaco y neblinoso del hammam, que es el nombre que dan los árabes a este tipo de baño de vapor. Es una estancia de unos veinte metros cuadrados revestida de azulejos, con un sencillo banquillo de mármol blanco alrededor de todo su perímetro. Estoy solo. Me siento cómodamente en el vaporoso espacio solitario. La temperatura, claro está, es bastante alta, y empiezo a sudar rápidamente. Alrededor, la vista descubre un aburrido decorado a base de pálidas losetas de cerámica amarilla. Del techo gotea el agua debido a la condensación. En estos lugares tiene uno la sensación de flotar en medio de una niebla densa y caliente, en la que no se ve más allá de tus narices. Sólo un elemento rompe la monotonía del ambiente: un reloj digital de pared que, con sus estridentes números rojos, percibidos vagamente a través del vaho, indica las 25:07 h. Curiosa anomalía, pues los relojes sólo tienen programadas las veinticuatro horas que dura un día; ¿cómo puede ser? Pero, sin darle más importancia, lo olvido rápidamente envuelto en los vapores de mi propio pensamiento. Aturdido por el calor y chorreante de una humedad que proviene a medias de mi cuerpo y a medias del vapor ambiente, reparo en que no sé cuánto tiempo ha transcurrido, pues el reloj marca, de nuevo, un dato absurdo: las 77:07 h. Esta vez, empiezo a inquietarme; la hora sigue siendo imposible. Por un momento tengo la duda de si han pasado 52 horas desde la anterior lectura. Evidentemente, no puede ser; sería absurdo. La cosa es simple, debo considerar que el funcionamiento de este reloj es erróneo y no cabe sacar ninguna lectura racional del asunto. Además, el minutero vuelve a marcar el 07, lo cual podría ser una coincidencia o una prueba que ratifica la avería. De repente, un sibilante soplido me arranca, sobresaltado, de mis disquisiciones. Un ruido infernal, como de antigua máquina de tren que suelta presión, es el causante de que salga de mi profundo ensimismamiento. Me reincorporo un poco en el asiento y procuro poner en alerta a mis sentidos, espabilando de la evidente modorra. En el fondo de la sala solitaria se adivina la boca negra por la que inyectan vapor a toda mecha. Cada cierto tiempo reponen vapor en el hammam para mantener las condiciones adecuadas. El espacio del baño turco pronto se sumerge en una atmósfera densa y blanquinosa, no se ve nada y el calor deviene insoportable. Son momentos difíciles de resistir, pues el vapor recién introducido provoca una subida brusca de la temperatura. Parece que la piel de uno se abrase y la respiración se vuelve densa y sofocante. De esta forma, un poco masoquista, siente uno los efectos deseados del baño turco con mayor intensidad. De pronto, vencido de nuevo por un sopor inevitable, veo surgir del oscuro orificio, que expele la densa nube blanca, una forma fantasmal, animada de un inquietante movimiento vital, como si se tratara de un duende de vapor. Me quedo pasmado. Al instante surge otro fantasma y, poco después, un tercero. No puedo dar crédito a lo que veo. Me levanto y froto mis ojos. Mi corazón late con intensidad. ¿Estoy soñando? Seguramente el excesivo calor ha afectado mis facultades, y sufro alucinaciones. Pero no, pronto percibo que no, que lo que estoy viviendo es real. Sorprendido y desconcertado, paralizado por la incredulidad, estos seres misteriosos formados de vapor de agua me toman en volandas por debajo de las axilas y en un santiamén me introducen a través del negro orificio de la chimenea de vapor. El miedo, mezclado a la estupefacción, me han paralizado hasta tal punto que no ofrezco la menor resistencia y me dejo llevar dócilmente. A través de un espacio etéreo, transportado como por un ululante tornado, llegamos a unas gigantescas cavernas en las que miles de humanos, desnudos como yo, trabajan arduamente alimentando titánicas calderas de vapor. Puedo verlos desde lo alto, como a vista de pájaro. Por doquier se oyen lamentos y quejidos. No cabe duda que es un sitio infernal. El insólito lugar es de una amplitud fuera de lo normal. Las bóvedas inmensas no parecen tener fin, y permiten ver abajo una miríada de humanos que se mueven como hormigas. Todo este espacio gigantesco está cubierto a su vez de una espesa niebla blanca de vapor. Aterrizamos en el fondo de la inmensa nave, transportado hasta aquí desde las alturas en las que, intuyo, se hallan las chimeneas que introducen el vapor. El espectáculo que se ofrece me deja boquiabierto. A mi alrededor se mueven febrilmente miles de hombres y mujeres. Parecen muy atareados y todo indica que son obligados a realizar lo que hacen. Algunos individuos parecen tener más de cien años y su mirada perdida denota una total desesperación, como si no hubieran salido de aquí en lustros. La situación es dantesca. Es como una gigantesca cárcel de vapor. Un campo de concentración anodino. Sin más dilación, me destinan a un puesto de trabajo;
 __Aquí hay que darle duro y sin descanso. __ me dice un desgraciado a hurtadillas, que no deja de echar carbón en una de las colosales calderas.
 Atenazado por el miedo, acato con docilidad las instrucciones de un severo capataz. En un reloj idéntico al del baño turco, con los mismos destellos de neblinosa luz rojiza, vuelvo a consultar la hora: son las 99:07 h. Estoy desconcertado… y atrapado, no es un sueño. Parece evidente que he traspasado a otra realidad. Horripilado inquiero, con voz angustiosa:
__ ¿Hay alguien ahí afuera que pueda oírme? ¡Eeeeoohh!
y de nuevo, en un ruego desesperado, ya tembloroso de pavor:
__ ¿Hay a alguien, que pueda rescatarme? Estoy atrapado: ¡socorro! __
Pero ya siento el aliento del capataz en la nuca, que me conmina gritando que vuelva al trabajo.
__¡por favor, que alguien me saque de aquiiiiiÍ!

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