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miércoles, 9 de marzo de 2016

La costa del fin del mundo

Fotos: Carlos Allende



Cuando los antiguos navegantes –griegos, fenicios o romanos—surcaban las aguas del Mediterráneo occidental y se topaban con las monumentales formaciones rocosas del cabo de Creus, sin duda pensaban que habían dado con el fin del mundo. Para los marinos de todos los tiempos, esta era la costa de la muerte: un paraje infernal expuesto la ira de los dioses. Los temibles temporales de tramontana han esculpido estos paisajes de perturbadora belleza y sembraron la muerte entre aquellos intrépidos que osaban atravesar en mal momento estas aguas. Sin duda estas costas causaron el temor y el respeto de las generaciones pasadas. Y es que el extremo saliente del Cabo de Creus sigue siendo uno de los lugares más imponentes y respetables del Mare Nostrum. Desde la noche de los tiempos, los que atraviesan este mar, peligroso y traicionero, se mueven entre el embrujo de su desolada belleza y las delirantes ensoñaciones que provoca su paisaje lunar, sobrecogidos por la majestad mineral del país, las insinuantes rocas graníticas sugieren todo un mundo de seres mitológicos dormidos en la piedra.


En la actualidad sigue siendo un paraje solitario, como encantado. De una potencia y una capacidad de sugestión extraordinarias. Tiene una aureola mítica, como de un lugar de encuentro de los dioses antiguos y criaturas mitológicas que la imaginación adivina petrificadas, hasta la eternidad, en los perfiles rocosos. De hecho, aquí no pasa el tiempo, que parece detenido. Los humildes humanos sentimos un profundo respeto por estos paisajes que, situados fuera del tiempo, cuando los surcamos, sobre todo por mar, parece que nos hallemos en una dimensión sobrenatural, de una forma parecida a como debieron sentirse aquellos heroicos navegantes de la Odisea en sus periplos de ensueño.

Desde tierra, el territorio del Cabo de Creus es un espacio solitario, primigenio, con una geografía muy accidentada y salvaje. La punta oriental del cabo compone un jardín petrificado de rocas graníticas que son la culminación de un paisaje desgastado por el salitre, los vientos y la lluvia. Ningún escultor podría concebir una obra más perfecta, mas sugerente y bella. Y cuando uno descubre la pasmosa hermosura de esta obra genial de la naturaleza, queda embrujado y prendido para siempre.

El terreno pizarroso, árido y muy seco, da lugar a una vegetación de jaras y lentiscos. Pero, por encima de todo, uno queda embelesado por la potencia aromática de los tomillos y los romeros que aquí parecen crecer con una potencia inigualable. Más hacia el interior del territorio, allá donde los hombres, a base de un esfuerzo titánico, fueron capaces de domeñar esta tierra indómita, se forjó en los siglos pasados la cultura de la viña y el olivo. Como si se tratara de la ruinas titánicas de otros tiempos, pueden verse aún las inacabables rengleras de terrazas de pared de piedra seca. Colosos antepasados construyeron centenares de kilómetros construidos de piedra sobre piedra, con mimo y enorme esfuerzo, componiendo jardines japoneses de meticulosa arquitectura. Conforma así este paisaje creado por la mano del hombre un excelente contrapunto, ordenado y racional, del cataclismático pedregal del cabo de Creus.


Los hombres fueron y son acordes a la dureza de este terreno: rudos y hoscos. Han persistido en este territorio, ganándole al destino la imposible batalla por la supervivencia en estos rincones. Dedicados primigeniamente a la pesca, descubrieron aquí la escondida riqueza de las anfractuosidades de estos mares, la riqueza vegetal de sus fondos, con variedad de algas y abundancia de posidonia, que mantiene las aguas de esta zona especialmente cristalinas, con un plancton tan denso: la abundancia de crustáceos y pescados de roca que pacen en los algares de los increíbles fondos marinos de este lugar único –hoy convertido en reserva integral del Parque Natural del Cabo de Creus--. Los mejillones de roca, hoy tristemente desaparecidos, que –como decía Josep Plà—no tenían igual en toda nuestra costa, por la intensidad de su sabor. Y aún los erizos –garotas para los lugareños—que nos llevan a una dimensión mítica de la gastronomía. Eugeni d’Ors o Josep Pla han descrito maravillosamente la calidad de las langostas, de las escórpores –cabrachos--, de los salmonetes, de los meros y de las lubinas de este litoral, bañado por heladas corrientes de aguas limpísimas, cristalinas. Unos fondos marinos que son hoy uno de los lugares más ricos y mejor conservados del Mediterráneo, con una singularidad que ha obligado a las autoridades a establecer un riguroso proteccionismo, para evitar que desaparezca uno de los últimos rincones del paraíso. ¡Esperemos que lo consigan!

Pero todo este cuadro no sería nada sin dos elementos que conforman la esencia de este paisaje mágico: el viento y la luz. El potentísimo viento del norte, la tramontana, no sólo esculpe el paisaje, sino que lo perfila con una luminosidad y una pureza de la atmósfera que llevó a Josep Plà a decir, con acierto, que es un viento que afila el paisaje, pues las inmensas panorámicas quedan recortadas con rara nitidez. Este fenómeno unido a la luz mediterránea de los días despejados, componen un mundo surreal, hiperrealista, que trasciende la dimensión habitual. Con razón dicen los ampurdaneses que los lugareños están tocados por la tramontana. Con ello se refieren al carácter singular, lunático, de los habitantes de estas tierras. Personajes que están dotados de una locura lúcida, que no es otra cosa que el reflejo subjetivo de estos parajes. ¿Cómo no volverse, aquí, sanamente loco?...

Este trastorno inducido por el lugar, este embrujo producido por un paisaje que acaba doblegando la mente, alienta una demente lucidez, una forma de genialidad que en algunos casos produce fenómenos como Salvador Dalí que, sucumbiendo al embrujo de estos lugares, ha interpretado en su pintura, con su genial creatividad, toda la potencia de esta tierra.