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sábado, 19 de marzo de 2016

Pintar la tristeza


Leyendo Herejes de Leonardo Padura, reparo en una escena magistral del libro que, casualmente, me devuelve al cuadro Melancolía de Degas. La escena se sitúa en el taller de Rembrandt, en dónde el maestro alecciona a su discípulo sefardí Elías Ambrosius Montalvo de Ávila sobre el arte supremo de pintar. Dice así:


“Antes de mojar el pincel debes tener una idea de a dónde quieres llegar. Aunque no sepas cómo vas a hacerlo…Yo hoy quisiera llegar a la tristeza que hay en el alma de un hombre de cuarenta años. Quisiera descubrirla, porque es una tristeza nueva… No es lo mismo el dolor que la tristeza, ¿lo sabías? Tengo mucha experiencia en el dolor, como en la ira, en el desengaño, en la frustración…, y también en el goce del éxito, aun cuando los demás no lo hayan entendido y me estén dejando en el borde del camino… Lo cual no resulta extraño… Pero la tristeza es un sentimiento profundo, demasiado personal. La alegría y el dolor, la sorpresa y la ira son exultantes, cambian el rostro, la mirada…, pero la tristeza lo marca por dentro. ¿Dónde crees que puedo encontrar la tristeza?” Elías Ambrosius respondió de inmediato, satisfecho de su sagacidad: “En los ojos. Todo está en los ojos”. El maestro negó con la cabeza. “¿Todavía crees que sabes algo…? No, la tristeza no. La tristeza está más allá de los ojos… Hay que llegar al pensamiento, al alma del hombre para verla y hablar con esas profundidades para intentar reflejarla…” El maestro mojó el pincel en el pigmento amarillo y comenzó a marcar las líneas de lo que pronto comenzó a ser una cabeza. “Por eso pocos hombres han logrado retratar la tristeza… Un hombre triste nunca miraría al espectador. Buscaría algo que está más allá de quien lo observa, una huella remota, perdida en la distancia y a la vez dentro de sí mismo. Nunca miraría hacia arriba, buscando una esperanza; tampoco hacia abajo, como alguien avergonzado o temeroso. Debe tener la mirada fija en lo insondable… El rostro levemente inclinado hacia dentro, la luz no demasiado brillante en la mejilla que da al espectador, los párpados bien visibles… para hacer que el rostro resalte y puedas concentrar la fuerza en él, lo mejor siempre ha sido un fondo marrón oscuro, pero nunca negro: la profundidad de la atmósfera se correspondería con la profundidad de los sentimientos, los reiteraría y acabaría con su misterio… Dime, muchacho, ¿te sientes capaz de pintar mi tristeza?” “Voy a intentarlo, con su permiso…”

martes, 15 de marzo de 2016

la Duncan Phillips art collection en Barcelona


¿Qué señala la cálida luz sobre las tonalidades del carmín? En una esquina del cuadro, ilumina la lumbre del hogar la encendida melancolía de una mujer, que así apartada parece querer escaparse de la escena para amagar su tristeza, zafándose de las miradas intrusas. Los tonos rojizos de su ropa y del sofá, en el que se encuentra casualmente sentada, aumentan el misterio de su desolación: ¿Qué amargos recuerdos afloran ahora con el encanto del fuego? ¿Qué la atormenta? (Edgar Degas/Melancolía).


Contrasta con este instante de embrujo captado por Degas, la testa bobalicona de la mujer del cuadro de Picasso. También a ella parece aquejarle el mal de la bilis negra. Más hierático y solemne, este retrato de Picasso, pintado con luminosos pasteles, resalta el chiste del sombrero que parece un barquito de papel encallado en la testa de la mujer de triste mirada de 1939 (Picasso/Mujer con sombrero verde).


Otro carácter presenta la mujer que retrata Modigliani en 1917. También ella parece ensimismada y pensativa. Al parecer Elena Povolozky fue artista ella misma, modelo y generosa protectora de amigos desahuciados y hambrientos pintores, cosa que parece desmentir la dura expresión de su rostro. Por cierto, Modigliani gustaba de tatuar. No hace mucho se han ido a la tumba los últimos tatuados; ¡quién luciera uno, de artista tan renombrado, ahora que están tan de moda! En caso de muerte, ¿existiría la posibilidad de donación, como si de un órgano se tratara? Me imagino a los herederos frotándose las manos. (Modigliani/Elena Povolozky 1917).


La levedad de este bodegón apenas insinuado a través de un velo de tonalidades nebulosas sorprende por su esencialidad. Mínima expresión que dice mucho. Vaporosa evocación de las posibilidades de la luz: ¿qué es más, la luz o los objetos que la reflejan? Aunque parezca que van a desaparecer, definitivamente difuminados, desvaídos y finalmente esfumados, continúan con vida. (Giorgio Morandi/Still life 1950).


En Courmayeur, al pie del Montblanc, estuvo Oskar Kokoschka en 1927. Aprovechando la vista desde la ventana de su habitación, en un hotel de la empinada ladera de la montaña, pintó con una explosión de color la vista del pueblo al pie de las colosas cumbres. La visión produce un efecto cataclismático, todo parece moverse y explotar ante la vista del espectador. Los vivísimos colores y los efectos de luz te agarran por el cuello y te centrifugan a través de su delirante sumidero hasta el lejano y luminoso glaciar del Montblanc. (Kokoschka/Courmayeur et les dents des géants 1927).


¿Quién es este artista que dibuja este paisaje de ensueño que parece nadar en la nada? Diríase que es una barcaza flotando en el espejo de las aguas. Me recuerda las atmosféricas escenas de Joseph Conrad, con sus historias de barcos muchas veces evaporados en las someras aguas de un remoto país oriental, en sus paisajes marinos, donde pululan sus oscuros y enigmáticos personajes. Misterio. ¿Quién es el pintor? ¿Lo sabes?


Mira los ojos y las expresiones. Una técnica esquemática muy efectiva para subrayar la infinita miseria a la que fue expuesta la población de París. Pueblo dormido que despierta. El amanecer de lo que será una viva explosión. Imagen implacable del sometimiento del ser humano. De su infinito sufrimiento fruto de la codicia de unos pocos. Aquí aflora el ansia de rebelión que puede leerse tímidamente, pero de forma contundente, en la cara de los miserables que darían paso a los hechos de la revuelta de 1848. Puede percibirse también el miedo, el temor que sin duda turbaba estas almas. Pero el espíritu de la libertad parece más fuerte que el riesgo cierto de morir y, poco a poco, se alza el murmullo que un iluminado –nunca mejor dicho—parece abanderar asegurado en el tumulto de sus iguales. Aún inseguros se protegen en la masa, se amparan entre ellos para recuperar lo que han perdido. (Honoré Daumier/La revuelta de 1848).


Una de las cosas más bellas de la pintura expresionista son los propios marcos de las pinturas. Su barroca antigüedad contrasta con el aire fresco que supone la pintura moderna, esa pintura que emerge llena de color de los impresionistas como en el caso de este cuadro pintado en un rincón de la Provenza.


El sol de la tarde asoma para iluminar esta corrida de toros en la que ahora se ocupa el rejoneador. Picasso parece presagiar con esta terrible escena, en el que se convoca el recreo cruel de la muerte, la guerra fratricida que pronto se abatiría sobre nosotros y que reflejaría de forma semejante en el majestuoso Guernica. Fluye en este caso la sangre del caballo destripado en el mismo momento de agredir con el rejón al toro bravo. Toda la emoción trágica del cruel encuentro se concentra en las expresivas caras de hombres y animales. Caballo y toro son en el instante captado la expresión de la tragedia que a ambos compete. (Pablo Picasso/Corrida 1934).


Que petulantes aparecen estos tres abogados, después del juicio que han perdido, sumiendo en la desesperación a la mujer que apenas se vislumbra al fondo, residuo sin protagonismo de la implacabilidad de la justicia injusta. Los hombres de la ley, bien amparados en la prepotencia de su oficio y la solidez de su corporación, son ya totalmente insensibles al infortunio que cae inexorable sobre los humanos. (Honoré Daumier/Tres abogados 1855).



La luz se rompe como un espejo en mil destellos que alumbran una obra insólita en aquel lejano 1834. ¿Quién podría imaginar una estampa campestre tan osada en aquellos lejanos tiempos? El propio Jackson Pollock asumiría y reconocería que esta obra podría ser la inspiración de su One:Number 31, 1950 que se exhibe majestuoso en el Moma.(John Constable/Al lado del río 1834)

Si queréis más información, ved: Caixa Forum y The Phillips Collection