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viernes, 16 de junio de 2017

Afganistán


Lectura de Els Nois del Zinc. Conmovedora historia, de nuevo, de Svetlana Aleksiévich sobre Afganistán. La Guerra Afgano-soviética de 1978-1992. Terrible. Leo que murieron entre 600.000 y 2 millones de civiles… espeluznante. Los soviéticos tuvieron 15.000 bajas militares. Es mucho, considerando que la mayoría eran chicos muy jóvenes, que no sabían dónde se metían. No tenían suficiente preparación y murieron como moscas. Carne de cañón. Ocasionó una verdadera conmoción nacional. Contribuyó, sin duda, a la debacle final de la URSS. Aleksiévich describe el drama, como siempre, con una maestría conmovedora hasta convertir el texto en un clásico antibelicista. Aconsejo la lectura de la obra que, en catalán, tiene una excelente traducción de Marta Rebón en editorial Raig Verd.
No puedo resistirme a ofreceros un pasaje del libro, pues a su impactante alegato contra la guerra, que lo convierte a mi entender en uno de los grandes relatos antibelicistas de la historia de la literatura, cabe añadirle la sublime destreza de la escritora bielorusa, premio Nobel de literatura 2015, para dotar al texto de una tremenda fuerza dramática, de una gran tensión emocional. El libro se titula Els nois de zinc, impactante imagen de estos miles de chicos inocentes que devolvían envueltos en sus ataúdes de zinc. Aleksiévich tiene una habilidad prodigiosa para hacerte revivir el punzante dolor de las madres, de las familias, que recibían así los masacrados cadáveres de sus hijos. El testimonio de una madre; ahí va:
Van picar a la porta… Corro a obrir: no hi ningú. Em sobresalto a cada instant. Que potser és el meu fill que ha tornat?
Dos dies més tard truquen a la meva porta el militars:
__ El meu fill, ja no hi és?
__ Exacte, ja no hi és.
Es fa fer un gran silenci. Vaig caure de genolls a l’entrada, davant del mirall:
__ Déu! Déu! Déu meu!
Sobre la taula encara hi havia una carta que no havia acabat d’escriure-li:
Hola, fill meu!
He llegit la teva carta i m’he posat molt contenta. Aquesta vegada no hi ha un sol error de gramàtica. Només dos errors de sintaxi, com en l’anterior: “al meu parer” és un incís i “en cas que” una locució conjuntiva que no requereix coma. Sisplau, no t’enfadis amb la teva mare per aquestes observacions.
A l’Afganistan fa calor. Mira de no constipar-te. Et refredes fàcilment...
Al cementiri tots callaven, hi havia molta gent, però no se sentia ni un piu. Jo tenia un tornavís a la mà, no me´l van poder agafar:
__ Deixeu-me obrir el taüt... Deixeu-me veure el meu fill... __ Volia obrir el taüt de zinc amb aquell tornavís.
El meu marit va intentar llevar-se la vida: “No vull viure. Perdona´m, però jo no vull continuar vivint”. El vaig convèncer:
__ Has de ocupar-te de posar la làpida, de posar una tanca a la tomba. Cal prendre´n cura, com fan els altres.
Li costava molt de agafar el son. Em deia:
__ Quan m’adormo, ve el nostre fill. Em besa, m’abraça.
Segons l’antic costum, vaig conservar un tros de pa durant quaranta dies... (a l’església ortodoxa es commemora el difunt quaranta dies després de la seva mort, a més del dia de la seva defunció). Després de l’enterrament... Al cap de tres setmanes el pa es va fer miques. Significa que la família desapareixeria...
Vaig penjar fotografies del meu fill per tota la casa. A mi em feia sentir millor; al meu marit, però, pitjor:
__ Treu-les. Em mira.
Vam posar la làpida. Una de bona, de mabre car. Els diners, que teníem estalviats per al casament del nostre fill se´n va anar en aquesta làpida. Vam fer construir també una coberta per a la tomba, una làmina vermella, i també van plantar unes flors vermelles. Unes dàlies. El meu marit va pintar la tanca:
__ Ja he fet tot el que calia. El nostre fill pot estar-hi ben content.
Aquell matí em va acompanyar a la feina. Es va acomiadar de mi. Vaig tornar a casa després del meu torn i el vaig trobar penjat a la cuina, just davant de la fotografia del nostre fill, la meva preferida.
__ Déu! Déu! Déu meu!
Digui´m vostè: són herois o no? Per què haig de suportar tant de dolor? Què m’ajudarà a resistir-lo? De vegades penso: “Sí, són herois!”. No només ell... N’hi ha desenes... Files senceres de tombes al cementiri municipal...
Els dies de festa hi retrunyen les salves. S’hi fan discursos solemnes. La gent hi porta flors. Allí s’organitzen les cerimònies d’admissió als Pioners de l’URSS... Hi ha vegades que maleeixo al govern, al Partit... El nostre règim... Encara que jo sóc comunista... però vull saber: a què treu cap, tot això? Per què al meu fill el van embolcallar en zinc? Em maleeixo a mi mateixa... Sóc professora de llengua i literatura russes. Jo mateixa li ensenyava: “El deure és el deure, fill meu. Cal complir-lo” Maleeixo el món sencer, però l’endemà corro a la seva tomba i li demano perdó:
__ Perdona´m, fillet meu, pel que he dit. Perdona´m.
Una mare

Tenéis hijos?... No hay palabras... o sí... estas. Terrible.
La guerra afgano-rusa se inició a consecuencia de los intereses soviéticos en la región –o debería decir, mejor, los temores--. La invasión soviética ya suscitó muchos interrogantes en la época de Gorbachov, que éste aclaró en parte. ¿Por qué la URSS de Brezhnev se embarcó en la guerra afgana? No fue, como se cree, una aventura expansionista como se dijo en su momento, la propia cúpula militar soviética desaconsejó la operación, pues los militares estaban convencidos de que sería un fracaso. En realidad, la invasión fue una reacción de los soviéticos ante el temor de que la revuelta de la sociedad afgana no se iba a llevar tan sólo por delante al régimen político de Kabul sino que, a tenor de quienes comandaban la rebelión, existían fundadas sospechas que Afganistán pudiera caer en manos “enemigas” –entiéndase EE.UU. y sus aliados-- perdiendo su tradicional neutralidad y amistad con la URSS. Hay que tener en cuenta, además, la frágil situación política como consecuencia del triunfo de la Revolución islámica de Jomeini en Irán. El temor a un brote de radicalismo islámico no sólo en Irán, sino en Afganistán, ponía a las repúblicas soviéticas de mayoría musulmana –Turkmenistán, Uzbekistán. Tayikistán y Kirguistán—en una posición delicada. Gasolina junto al fuego. Así, las autoridades soviéticas temían, con razón, lo que acabó sucediendo.
La propia URSS era ya un ente en descomposición. En este sentido, también las novelas de Aleksiévich son un retrato portentoso de esta caída, del embrutecimiento de mucha gente y, en el mejor de los casos, de la inmensa desilusión de tantos rusos, de tantos millones de ciudadanos que se sacrificaron por la construcción de un mundo mejor --¡que sarcasmo!--, o que dejaron la vida, detrás de un sueño que no pudo ser y acabó corrompiéndose.
Volvamos a Afganistán. Posteriormente, el país se enzarzó de nuevo en una guerra. Esta vez fueron los norteamericanos que lo invadieron para librarlo de los talibanes. Es el periodo 2001-2014. Una vez más, acaba en un caótico desastre. ¡Cuántos errores se cometieron! Al igual los soviéticos anteriormente, los americanos salieron también con el rabo entre las piernas. Muchas de las tempestades que hemos cosechado en estos tiempos, provienen de sembrar aquellos vientos… aunque ahora, nadie parece acordarse.
Afganistán está situado en un cruce de civilizaciones. Por el norte, en Kabul, conecta con las grandes estepas de Asia central a través de la imponente cordillera del Hindú Kush; al sur, Kandahar y Ghazni se abren hacia Pakistán y las llanuras indias y el valle del Indo, tradicional camino de penetración en esta región del mundo. Afganistán es una encrucijada de caminos comerciales y culturales desde el neolítico, quizás más lejano en el tiempo de lo que conocemos o imaginamos. Pensemos en la ruta de la seda, posiblemente la transición más emblemática de la historia de la humanidad. Tiene una dimensión mítica, casi fabulosa… Marco Polo. Pero no es sólo un lugar de paso, sino un universo riquísimo en sí mismo, donde habitan centenares de etnias distintas, con culturas, lenguas y costumbres muy diversas. Afganistán, contra una primera impresión precipitada, tiene un colorido impresionante, fascinante. Debajo de su apariencia gris y polvorienta de las grandes estepas y cordilleras de Eurasia, se esconde un centro neurálgico del planeta.
Podríamos afirmar que Afganistán es, en sentido figurado, como las fallas tectónicas de la Tierra, que de vez en cuando se quiebran o se deslizan una sobre otra, produciendo inmensos cataclismos. Afganistán es una falla geoestratégica del planeta, en el sentido que lo es también, por ejemplo, Oriente Medio. Siempre lo ha sido. Es decir, uno de aquellos lugares de la Tierra que están permanentemente en conflicto, a consecuencia de su situación geoestratégica. Además, Afganistán es un país rico en recursos minerales de lo más variado. Con toda seguridad suscita la codicia de Rusia, China o los EE.UU. Razones inconfesadas subsisten también en los conflictos actuales y de todos los tiempos.
Desde la época del Imperio británico en la India, Afganistán se convirtió en un estado bisagra entre las potencias de la zona, Rusia e Inglaterra. La falla geoestratégica, el vórtice en el que chocan los contrapuestos intereses humanos generan una energía inaudita, volcánica, que se expande en un temblor diabólico por todo el planeta. Unos y otros aspiraban a saber más de este remoto reino del que casi nada se sabía desde la campaña de Alejandro de Macedonia. Curiosidad… acaso codicia, también. La embajada de Napoleón, desplazada unos años antes hasta Teherán, en 1807, para intentar penetrar en el país, resulta infructuosa. Lo mismo por parte de los rusos, unos años más tarde. El reino era todavía un misterio para las potencias europeas, en aquellos tiempos de aventura y, aún, de descubrimiento, con la velada intención del saqueo.
Afganistán es un país intrincado, difícil de invadir. No sabían dónde se metían. Sus gentes son aguerridas, difíciles de vencer. Así ha sido desde la antigüedad. Veamos sino lo que le pasó a Alejandro Magno, un genio militar que conquistó el mundo, pero que también encalló aquí, más de trescientos años antes de nuestra era. Afganistán, más allá del Hindú Kush, era el fin del mundo según Aristóteles --contemporáneo del conquistador macedonio, por cierto--. Era una proeza llegar hasta Kandahar en aquellos tiempos, que los helenos bautizaron con el nombre de Alejandría. Y más allá, atravesando desiertos y peligrosos desfiladeros, hasta Herat o Kabul. La ferocidad de los nativos era más peligrosa que el frío y el hielo, y diezmaron más a su ejército que las inclemencias del clima riguroso. Algo parecido había de ocurrirles a los ingleses veintidós siglos más tarde. Algunos antropólogos han sugerido que existe una etnia remota en una apartada región montañosa de Afganistán en la que sus habitantes son rubios de ojos azules y muestran un extraordinario parecido con europeos nórdicos. ¿Casualidad? O, acaso, una parte del ejército del gran macedonio decidió quedarse aquí para siempre y hoy contemplamos a sus descendientes, apenas mezclados con las gentes de otros valles. No hay pruebas concluyentes, pero alimentan la fábula de un país fascinante y aún desconocido. Son los nuristaníes, habitantes del Kafiristán, una región aún más misteriosa en las estribaciones de los Himalayas. Ahí donde se separa el Afganistán del Chitral. Una tierra de “paganos”, que jamás se convirtieron al islam, altos y rubios, y que gustan de beber vino… como sus ancestros… ¿macedonios? Lo que es seguro, es que son muy fieros; les precede la fama de no dejar salir vivo de su territorio a ningún extranjero. Monstuart Elphinstone, agente británico de la Compañía de Indias, llega a Kabul en 1809, pero no puede entrar en Kafiristán. Envían a un emisario local, que reúne información sobre los usos y costumbres de esta etnia misteriosa. “Poseen rasgos europeos –decía Elphinstone, en el libro que escribió más tarde—y sus mujeres, de cabellos a menudo rubios, son destacables por su belleza –imaginamos que a Elphinstone le emocionaba el canon de belleza europeo, pues no vemos que las mujeres de otras etnias sean menos hermosas en esta tierra--. Hablan una lengua totalmente desconocida por sus vecinos –continúa--, utilizan mesas y sillas bajas, contrariamente a los musulmanes de la llanura. Beben vino en grandes copas de plata, que constituyen sus más preciadas posesiones. Rinden culto a sus antepasados y adoran a un gran número de ídolos a los que ofrecen sacrificios de cabras o vacas” –como en las antiguas hecatombes de los helenos--. Y, atención, aquí viene lo más sorprendente: “para ellos constituye un deber matar musulmanes y ningún joven podrá casarse en tanto no haya matado a uno.” Una cosa está clara, ni Elphinstone, ni los estudiosos posteriores pudieron jamás demostrar que la lengua que hablan los nuristaníes tenga nada que ver con el griego clásico. En cualquier caso, todo lo que concierne a este pueblo está cubierto bajo un misterioso velo, poco se sabe. Alexander Burnes, un aventurero inglés que viajó por estos parajes en 1826, afirmó que eran los auténticos aborígenes del Afganistán.
La destrucción de los budas de Bamiyan, verdaderos gigantes tallados en las altas laderas de piedra de los imponentes valles del Afganistán central, dinamitados por el fanatismo de los talibanes, mostraron al mundo el retorno de las tinieblas, como si la humanidad se sumergiera de nuevo en los tiempos oscuros y todos nosotros, estupefactos, descubríamos de repente, detrás de la barbarie, la suntuosidad y grandeza de estos dioses de piedra que nos hablan del fervor de civilizaciones desaparecidas. Hoy inquietan de nuevo a los fanáticos, que nada entienden. Bárbaros de tiempos oscuros y violentos a los que se les escapa la comprensión de la edad de oro de sus antepasados. En tiempos muy lejanos, entre los siglos V y VII, peregrinos chinos que se dirigían a India atraídos por la buena nueva del budismo, habían oído contar fascinantes historias de estos budas tallados en los inmensos macizos montañosos de Bamiyan. Atravesaron entonces los desiertos de Xinyiang –que, por cierto, tiene la particularidad de ser el punto de la Tierra más alejado de cualquier mar-- y se aventuraron en ese mundo difícil, desconocido y fascinante de Afganistán.
Efectivamente, Afganistán es un país deslumbrante. Único en el mundo. Lástima que sus guerras contemporáneas, ligadas al fundamentalismo islamista, hayan producido una imagen aborrecible. La realidad es, sin embargo, que pocos países en el mundo tienen una mayor diversidad humana y cultural. Tierra de paso en medio de Eurasia, constituye un cruce de caminos fundamental en la larga y compleja historia de la humanidad. Los occidentales, siempre tan egocéntricos, creemos que Afganistán es un país desértico y desabrido, abandonado de la mano de Dios, donde hombres pobres y atrasados, medran en una vida monótona y miserable. Al contrario, Afganistán esconde una paradójica riqueza cultural. Ha sido una verdadera encrucijada de la humanidad; por aquí han pasado desde los griegos hasta los grandes emperadores de la civilización Mogol, paso obligado de la mítica ruta de la seda que une China y Occidente desde la noche de los tiempos, mucho antes de lo que nos pensamos. Y volverá a serlo, como apuntan los planes de Xi Jinping para construir un inmenso corredor euroasiático que acercará a todos los pueblos de Asia, Europa y África. ¿Un retorno a los orígenes?
En los felices años setenta, época de reivindicaciones pacifistas y ensoñaciones románticas que nos hicieron creer a muchos occidentales, ingenuamente, que la revolución hippie iba a cambiar el mundo, algunos de nosotros, privilegiados de una civilización opulenta, recalamos aquí para sucumbir a los encantos del hachís y otros exotismos. ¿Qué sabían entonces esos jóvenes ingenuos, que defendían el amor y no la guerra, de placas tectónicas, de los avatares de antiguas civilizaciones o de vórtices geoestratégicos… ¡Ay, como perdimos la inocencia… y la virginidad de nuestros ideales, despertando de nuestro sueño a un mundo más desabrido, acaso más… ¿real?... y, con toda seguridad, mucho más truculento!

Foto: Bellísima figura de influencia helenística encontrada en Hadda, Afganistán. Se llama El genio de las flores. S. III-IV



jueves, 19 de mayo de 2016

Andamos en busca de nuevo sentido

de nuevo Svetlana Aleksiévich (2)


Andamos a la búsqueda de un nuevo sentido. Por esto me gusta el libro de Svetlana Aleksiévich. Sugiere caminos, y narrando la incertidumbre y desasosiego del presente, muestra la luz al final del túnel. No se puede vivir sin esperanza. Las sociedades, al igual que las personas, pueden encontrarse en encrucijadas, incluso en caminos sin salida. La perseverancia es esencial para la supervivencia.
Sigo leyendo con avidez y fascinación a Aleksiévich. La versión catalana de su libro, Temps de segona m: la fi del home roig. Ayer dio una conferencia en el CCCB de Barcelona. Lleno a reventar. Llegué una hora antes, por prevención. No sirvió de nada; tuve que seguirla por stremming, de vuelta a casa. “Yo no puedo vivir sin esperanza” dice. Y también: “La vida puede germinar a pesar de todas las adversidades” o aún, “el odio no nos salvará; sólo nos salvará el amor”. La lectura de este libro le deja a uno totalmente exhausto, anonadado. ¿Cómo es posible que colapse de esta manera un imperio –el imperio soviético-- forjado con el esfuerzo y la fe ciega de centenares de millones de personas? ¿Cómo puede haber terminado así el comunismo? ¿Qué ha ocurrido para que una idea que sedujo a una parte de la humanidad se haya convertido en la peor de las pesadillas de la historia? Rusia, o mejor, el vasto territorio de lo que fuera la URSS, que comprendía varias repúblicas europeas y asiáticas, se ha convertido en un campo devastado. Millones de ciudadanos se sienten humillados, o desorientados, o directamente hundidos en la miseria física y moral. Es un mundo sin perspectivas. La caída del imperio comunista, que muchos vieron como la oportunidad de una vida nueva, de la recuperación de la libertad, resultó igualmente un fiasco inmenso. A la ignominia del comunismo han sucedido las “ratas” –término literal que utiliza la propia escritora-- del capitalismo mafioso moscovita. Los delincuentes asaltaron el estado y arramblaron con todo. Hoy los ladrones y los asesinos mandan en Rusia y la gente, que no tiene nada, asiste impotente a esta tragedia.
Los rusos han sido triturados por la rueda de la historia. Pero, cuidado… No seamos ingenuos; si bien no se puede comparar la situación de Rusia con la de la UE, tampoco podemos afirmar que caminamos por un sendero alfombrado con flores. Nuestros problemas son graves, sin llegar al paroxismo de la sociedad soviética y post soviética y el sufrimiento infinito de sus gentes. Por encima de todo, también nos afecta este “cansancio de la civilización”. Estamos todos en un callejón sin salida. La búsqueda de un nuevo sentido es también nuestro objetivo. Así lo ve Aleksiévich, que saltó como un muelle de su asiento cuando le pareció interpretar –por un malentendido a causa de la traducción simultánea—que el moderador insinuaba que nosotros estamos libres de males y observamos la realidad rusa con cierta condescendencia.
Lo que maravilla de la inmensa novela de Aleksiévich, a parte de la emoción y la precisión de su relato, es la tenue esperanza que subyace. Es posible reconstruir, volver a empezar… a pesar del embrutecimiento que todo ello ha causado, del hastío, del agotamiento, “del profundo sentimiento de derrota”. El ser humano es como una hormiga. Hacendoso y persistente. Resiliente, que se dice ahora. La gran escritora bielorrusa sabe que la reconstrucción sólo es posible desde el diálogo sincero con la historia reciente. A partir de un relato fundado en la honestidad, en la franqueza, que huya de la impostura del relato oficial con el que se ha engañado --¡y se sigue engañando! --, de forma persistente, al pueblo ruso. Este es un objetivo venerable de su libro.
Aleksiévich concibe la novela como el relato de la vida. No es partidaria de la ficción. La literatura es vida. El libro debe abrir su relato a la pulsión de lo vital. Temps de segona mà es como el retablo de El Bosco, un ingente universo de personajes variopintos, donde cada uno tiene su papel, su personalidad propia. Es esta inmensa sinfonía la que constituye el sentido de ese universo. La novela es como el coro del antiguo teatro griego, una polifonía que explica la cadencia del acontecer, del paso real del tiempo –¡el tiempo humano! --. La verdad se encuentra ahora en la inmediatez de los testimonios personales, centrándose en lo esencial: el modo como el destino afecta a los humanos. En cierto modo, el libro es un libro de historia. Pero un libro de historia en el que lo que importan son las voces de las personas, de “la gente pequeña” --como le gusta recordar a Aleksiévich--. Es la pulsión subjetiva de la historia, las voces de las gentes, de los que la sufren en sus carnes, con toda su crudeza, los grandes hechos –cataclismos-- de la Historia con mayúscula, que se lo lleva todo como un río desbordado. Podríamos poner un símil: la Historia es como el registro de la propiedad, un lugar frío y burocrático en el que están formalmente registrados –como las fincas--, con precisión científica, la descripción de los grandes hechos.  A la escritora, por el contrario, le interesan los sentimientos y las emociones que se producen entre las frías paredes de esa casa que describe el registro, ahí es dónde late la vida.
La lectura de su libro nos permite descubrir a una escritora meticulosa. Ella misma dice que escribir es una labor muy ardua y costosa, pues llegó a tardar hasta diez años para acabar este libro. Se percibe la labor de síntesis, de depuración de los textos hasta dejar lo esencial. Este trabajo minucioso nos deja un relato cristalino y de gran simplicidad. Pero detrás de esta aparente simplicidad, se esconde mucho trabajo. No hay nada que cueste más que depurar un texto para que refleje, de forma clara y transparente, la esencia de las cosas. Vivimos –dice la galardonada con el Nobel—en un mundo sobresaturado de información. Pero esta información es esencialmente periodística y no nos acerca al secreto, al misterio de las cosas.
Detrás de esta polifonía de voces a través de la cual habla la vida, por encima de la literatura, se filtra espontánea la verdad. Una verdad que se encuentra enterrada entre las múltiples experiencias, a menudo contradictorias y ambiguas, de los personajes que han conversado con Aleksiévich. Pues ella misma afirma que no son entrevistas, sino conversaciones entre amigas, como aquellas que eran tan habituales en las antiguas cocinas soviéticas, al amparo de las indiscreciones. Una verdad fundada en las diversas visiones de la realidad –pues cada persona genera una respuesta diferente ante los mismos hechos-- cuya principal y nada desdeñable función, consistiría en abrir los ojos a los rusos. Y de esta forma, desde el reconocimiento de su “ser en la historia”, construir una nueva “voluntad de ser”. El hallazgo de un camino, de una salida del largo y amargo túnel en el que la historia los ha metido. Por su bien, pero también por el nuestro.
Y ahí late el misterio, el secreto, al que se refiere la escritora. La obra suscita más interrogantes que los que uno se planteaba antes de leerla. Así es como debe ser; de esta forma se mide un gran libro. Esta es una obra con punto ciego, en el sentido que le atribuye Javier Cercas en su reciente libro y del que ya he hablado en este blog*. Me atrevo a decir que ahí está el valor primordial de su escritura, lo que explica la grandeza de su obra y justifica la merecida entrega del premio Nobel. Un misterio que habla del alma rusa, pero también del alma humana en general, de cómo somos, de hasta qué punto somos inaprensibles y nos comportamos de una forma misteriosa, inexplicable, muchas veces paradójica y contradictoria. Como la historia de amor, inaudita, de Elena Razduieva, que se enamora de un preso --¡que no conoce! -- condenado a cadena perpetua en la Siberia profunda, adonde se desplaza para verlo ¡sólo los días de visita!, abandonando a su marido y a sus hijos, a los que por otra parte quiere con locura. ¿Quién entiende esto? En este misterio está toda la esencia del libro. El alma humana aparece como un inmenso agujero negro, inaprensible. La eterna búsqueda del sentido.