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domingo, 1 de mayo de 2016

Divagaciones sobre el fin del mundo


Hay un poema de Antonio Machado* que es inquietante y misterioso. Grandísimo. Me encanta. Aquí lo tenéis:

(un loco)
Es una tarde mustia y desabrida
de un otoño sin frutos, en la tierra
estéril y raída
donde la sombra de un centauro yerra.

Por un camino en la árida llanura,
entre álamos marchitos,
a solas con su sombra y su locura,
va el loco, hablando a gritos.

Lejos se ven sombríos estepares,
colinas con malezas y cambrones,
y ruinas de viejos encinares,
coronando los agrios serrijones.

El loco vocifera
a solas con su sombra y su quimera.
Es horrible y grotesca su figura;
flaco, sucio, maltrecho y mal rapado,
ojos de calentura
iluminan su rostro demacrado.

Huye de la ciudad… Pobres maldades,
misérrimas virtudes y quehaceres
de chulos aburridos, y ruindades
de ociosos mercaderes.

Por los campos de Dios el loco avanza.
Tras la tierra esquelética y sequiza
–rojo de herrumbre y pardo de ceniza—
hay un sueño de lirio en la lontananza.

Huye de la ciudad. ¡El tedio urbano!
--¡Carne triste y espíritu villano!

No fue por una trágica amargura
esta alma errante desgajada y rota;
purga un pecado ajeno: la cordura,
la terrible cordura del idiota.

*Campos de castilla. Antonio Machado. Catedra, 1989

Tirando del hilo de este poema, me dejo llevar por pensamientos apocalípticos. ¿Puede ser, este personaje, un quijote? ¡Sin duda! Así avanzan muchas veces los cuerdos purgando la locura de otros. Hace ya treinta años del desastre de Chernóbil. Parece que fuera ayer, pero ya son un montón de años. Ahora pueden verse las calles despobladas de ciudades abandonadas, como un mal sueño. La maleza se ha comido el asfalto y trepa por las desamparadas paredes de los edificios. Una ciudad fantasma. Y así seguirá durante centenares, quizás millares de años. Aquí y allá objetos abandonados, ahora viejos y oxidados. Sombra triste de otro tiempo. Una huella macabra del paso del hombre. Una prueba de su estulticia. Un silencio sepulcral lo cubre todo, una tragedia muy gorda se masca todavía en el ambiente. De repente aparece, como de la nada, una anciana. Apenas puede caminar, si no fuera por la ayuda de un andador. Es una aparición fantasmagórica, uno de los escasos seres humanos que no quisieron abandonar el infierno de destrucción y muerte en que esto había de convertirse. Prefirieron quedarse aquí, aún a costa de sus vidas. ¿A dónde iban a ir? Locos que purgan una locura ajena, la terrible cordura del idiota.

La carrera de armamento nuclear. La proliferación infinita de misiles. Un delirio en espiral que ha alimentado la locura humana. Para destruir, no una, sino miles de veces la Tierra. ¿Cómo se entiende? Imperios cuya razón de ser se basaron en acumular poder de destrucción… ¡para destruirse, también, a sí mismos! ¿Dónde está este mecanismo que nos impulsa hacia ese instinto de destrucción? Es la lógica del idiota. ¿Cómo puede ser que apostemos antes por nuestro propio extermino que por la prosperidad del adversario? Vilezas superiores, en fuerza, al instinto de vivir. Gigantescos estados como el imperio soviético, se deslizaron por la pendiente del delirio. Idiotas al frente de tales responsabilidades, locos de los que dependía el poder de acabar con todo. Somos poderosos, podemos devastarlo todo. Podemos arrasar con todo y convertir la superficie del planeta en ceniza. Millones de personas, mientras, no disponían de los mínimos. Porque el dinero se gastaba en construir más misiles, siempre más. Es un mundo de locos.

Dice Lucrecio, en su libro De rerum natura (Sobre la naturaleza de las cosas), un libro lúcido y de una avanzada modernidad para su tiempo, escrito en el siglo I a.C., que el fin del mundo es algo indudable, que acaecerá sin duda. Lo que pasa es que Lucrecio pertenece a una época en la que era impensable que el final pudiera deberse a la imprudencia o irresponsabilidad de los hombres. La causa sería natural. Dice así:
… Considera, en primer lugar, los mares, las tierras y el cielo; son tres materias, tres cuerpos, tres formas completamente distintas y tres texturas; pues bien, un solo día las hará perecer, y esta mole y fábrica del mundo se derrumbará después de estar en pie tantos años. Y no se me oculta cuán nueva y sorprendente es la idea de que hayan de perecer la tierra y el cielo, y cuán difícil me será convencerte con mis palabras; como sucede siempre que hacer oír a los hombres cosas hasta entonces no oídas, sin que puedas exponerlas ante los ojos ni situarlas al alcance de la mano; pues esta es la vía más recta y segura para llevar la confianza hasta el corazón de los hombres y los recintos de su mente. Hablaré, sin embargo. Quizá la realidad misma dará fe de mis dichos, y tú mismo verás cómo espantosos terremotos hacen en un momento caer el mundo en ruinas; lo cual desvíe lejos de nosotros la fortuna que todo lo rige, y sea la razón, y no los hechos, lo que te convenza de que el universo puede derrumbarse, vencido, con horrísono fragor.

El hombre contemporáneo ha perdido la inocencia y es mucho más escéptico que, incluso, los adeptos milenaristas de Nostradamus. No llegaremos a ver como el mundo llega a su fin de forma natural; antes acabaremos nosotros con él. ¿De dónde brota este instinto malsano de la autodestrucción? ¿Cómo estamos paridos? Cuando eres un niño, en tu ingenuidad, con tu mente tan fresca y sana, no puedes creer que los adultos, en quién confías, puedan jugar con la destrucción del mundo. No puede ser, te dices. De ninguna de las maneras. Eso no pasará. Pero los años pasan, y acabas dándote cuenta de que sí que es posible. Somos así de bestias e insensatos. Podemos pulverizar el mundo. Y si eso no ha pasado ya, puede calificarse de auténtico milagro.

¿Qué esperanzas tenemos de que tamaña insensatez no se lleve a cabo? Ninguna. Nos autodestruiremos y todo habrá acabado. La gran aventura de la vida habrá saltado por los aires, en un segundo. ¡Puffff! Se acabó. El Universo volverá a su silencio inmutable. Indiferente a la estupidez humana. Quizás, dentro de unos cuantos miles de millones de años más, reaparecerá la vida. Un pequeño corpúsculo. Una pequeña mota que irá creciendo, tozuda y perseverante. Y así hasta que la creación surja de nuevo, una vez más, en toda su esplendorosa diversidad y complejidad, tan fascinante como un dios. Entonces, la cordura de un idiota dará con todo al traste, de nuevo.