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viernes, 22 de junio de 2018

¡Ay, la justicia española!


Un juez, Llarena, aparece en el centro de la imagen. Parece satisfecho; no es en vano: poco a poco ha ido escalando las intrincadas cumbres del viejo mamotreto, el aparato del Estado, hasta llegar a lo más alto. ¡El tribunal Supremo! Sus colegas, sentados alrededor, con sus puñetas de puntilla, sus añejas togas, aplauden al colega. La escena parece salida de un cuadro de mediados del siglo XIX. El poder. El orgullo de elevados funcionarios que, envueltos en sus prendas de otros tiempos, se endiosan y nos miran altivos desde su endiosada altura. La sala, con sus fríos mármoles y sus bruñidos despachos de nogal, barrocos, representan perfectamente la alta judicatura española: un escenario obsoleto, periclitado.
Un amigo mío, que conoce el mundo de la judicatura, me decía que no nos podemos imaginar hasta qué punto son carcas los altos magistrados de este país. ¡No me extraña! ¿Los habéis visto cuando hablan? ¿Cómo visten sus togas trasnochadas? ¿El ambiente decimonónico en el que se mueven? ¿La prepotencia con el que nos miran a la gente común?
Mi amigo me dice también que los jueces están desbordados: ¡los jueces comunes tienen más de mil casos que atender cada año! Descontando los días festivos, ¿a cuántos tocan diariamente… tres, cuatro, cinco? ¿Os imagináis semejante desmadre? A buen seguro que, si eso os pasara a vosotros, gestionando una empresa privada, ya os habrían echado a patadas a la calle. ¿Habéis entrado alguna vez en un juzgado? ¿Habéis visto el desmadre que hay, con montañas de papeles por todos lados? Esta gente sigue trabajando como hace cien años, ¡o más! ¡¿in-for-má-ti-caaa?! ¡Qué es eso!... ¡Por dios! ¿Quién manda aquí? ¡Cómo se puede ser tan inútil!
Uno de los temas más hirientes de la quiebra del estado democrático actual es la prepotencia de quienes ostentan la máxima representación del Estado, sobre todo en el ámbito del poder judicial. Parecen saber que el poder lo detentan ellos y no la gente. “Bahh!”, piensan, “aquí mandamos nosotros”. Cuando las cosas se han tensados, hemos descubierto la verdad. ¡Qué triste! O, peor aún, ¡qué timo!
¡Ay, la justicia en España!
Poco a poco hemos ido comprobando que las sentencias de los jueces tienen más que ver con SU interpretación de la justicia que con las leyes. En otras circunstancias esto podría pasar desapercibido, incluso ser hasta positivo, pero resulta que los jueces tienen unos valores antagónicos a los de una sociedad ya muy evolucionada, del siglo XXI. Las sentencias que dictan muestran cómo piensan, en qué creen, cuáles son sus valores. ¡Sus valores no son sólo caducos, es que son inmorales! La sociedad está descubriendo con alarma e indignación, por no decir repugnancia, esos valores que representan los jueces, ¡y que de ellos dependa decidir lo que es justo y lo que no!
Pero se les ve: nos desdeñan. Son prepotentes. Se sienten fuertes, y amparados en el mucho poder que tienen. Se autoconfirman a ellos mismos. Viven una realidad paralela, autista. Comparten entre ellos valores caducos, periclitados. Pero eso no sería lo más grave, ¡nada más faltaría! Si no fuera porque esos valores son dañinos, injustos y producen sufrimiento. Cuando liberan a violadores, o les imponen sentencias blandas, muestran sus convicciones sexistas, imponen su dominio machista, y aplican la violencia para imponerlo. Cuando persiguen la libertad de expresión, inventando miserables subterfugios legales que conculcan la más elemental regla de los derechos humanos, imponen por la fuerza sus ideas. Cuando permiten que se apalee a la gente, o encarcelan a adversarios políticos y dan órdenes para arrasar las instituciones y las iniciativas de las minorías, lo que hacen es doblegar y humillar a sus adversarios, implantar su orden injusto.
¡Ay, la justicia en España! Esos viejos mamotretos de la imagen, no son en absoluto inofensivos. Representan lo peor de nuestro Estado. Un Estado que, en muchos momentos de la historia, ha basado su gobierno en la imposición. La brutalidad y la fuerza han sido durante siglos la manera de imponer a los demás las convicciones de unas élites, cerriles, provincianas y brutales. Unas convicciones desprovistas de valores humanísticos, centrados exclusivamente en el lucro y el provecho injusto de unos pocos, élites egoístas, injustas y brutales. ¡Hasta cuándo!
No debemos, pues, extrañarnos de que liberen a violadores, imputen a periodistas que desvelan la verdad para nosotros con sus investigaciones, o metan en la cárcel a nuestros líderes por sus ideas. No debe extrañar que metan a chavales jóvenes en prisión por cantar, por expresar su opinión, por ejercer un derecho que les corresponde. ¿Hasta cuándo vamos a tolerar que nos sigan amedrentando?

Foto: Joan J. Queralt. El Periódico.


lunes, 13 de noviembre de 2017

Justicia inquisitorial


El día el 16 de febrero de 1616 es un día fundamental para la historia de Europa. Esta a punto de producirse uno de los acontecimientos más transcendentes de la historia de nuestra civilización. El prestigioso y reconocido sabio Galileo Galilei, eminente ciudadano, es convocado por el Santo Oficio. La Inquisición está escandalizada por sus tesis sobre el Heliocentrismo. Quieren censurarlo, escarmentarlo por su intolerable osadía. Días atrás, la poderosa Iglesia católica, el papado, el establishment europeo, escandalizada por la tesis expresada por Galileo de que la Tierra se mueve alrededor del Sol, deciden detenerlo y enviarlo a prisión. Su proposición revolucionaria dinamita los cimientos del pensamiento tradicional, sólidamente establecido. Un atentado, no ya contra las leyes, sino contra los principios divinos inamovibles, contra la concepción verdadera del mundo. Los inquisidores, astutos, comprenden que el sabio Galileo es una seria amenaza contra el poder establecido que ellos representan y que se sustenta en una determinada manera de concebir el mundo, asentada como verdad irrefutable. Ante el peligro que entraña tamaña osadía, se deciden por una estrategia tan astuta como miserable. Proponen a Galileo que abjure de su proposición heliocéntrica a cambio de entrar en prisión y recuperar así la libertad. El científico renacentista ya es casi un anciano, consciente de que no podrá resistir los duros rigores de la prisión. Acepta, humillado, la propuesta. Está a punto de retractarse de sus intolerables tesis sobre el Universo. Se dispone una pantomima en la plaza pública, a la vista de todos los ciudadanos. Se da amplia publicidad al acontecimiento. Los opulentos cardenales se sientan solemnes en el tribunal del Santo Oficio, haciendo bien visible su poder omnímodo. Galileo, humilde y vencido, declara humillado bien alto y fuerte para que pueda ser oído por todo el mundo:
—Me equivoqué cuando, en mi insolente vanidad, aseguré que la Tierra se mueve alrededor del Sol. La verdad, como rezan las Divinas Escrituras, es que la Tierra es el centro del Universo y el Sol gira a su alrededor, tal como Dios lo creó por los siglos de los siglos.
Con esta confesión, el poder inquisitorial se dio por satisfecho. Nada podía convenir más a sus intereses que el sabio abjurara de sus convicciones. Eran conscientes que el castigo infligido era mucho más severo y cruel que entrar en la prisión. Con esta miserable patraña la Iglesia Romana perpetuaba un tiempo más su injusta imposición sobre la sociedad y mantenía una mentira que daba aliento a sus mezquinos intereses.
Galileo Galilei, fundador de la ciencia moderna musitó para sí: “E pur si muove”. Con este hecho, Galileo alumbraba el nacimiento del mundo moderno, un paso de gigante de la humanidad hacia su liberación y su progreso.

El espíritu de Galileo Galilea campa hoy en el ambiente. España muestra una vez más que es una digna heredera de la intransigencia de la Inquisición, no en vano es una Institución que ella misma inventó y utilizó durante siglos para doblegar, torturar y asesinar a sus adversarios. Centenares de miles de víctimas fueron masacradas por su ciega, brutal y vengativa forma de hacer justicia. Con razón, los historiadores la consideran una de las instituciones más macabras y letales de la historia de Occidente.

Hoy flota en Catalunya un aire enrarecido. Se ha instalado en el ambiente, de forma sólo sutilmente perceptible, un clima de amedrentamiento. Nuestros líderes políticos están encarcelados. Los que no lo están, aparecen medrosos ante la opinión pública. De la noche a la mañana parecen haber cambiado su pensamiento. La prensa, sorprendentemente, modula sus convicciones, las suaviza, las disuelve imperceptiblemente en una blanca ambigüedad. Algunos responsables políticos, asustados, dicen estar convencidos que los espían, que les roban documentos. Una neblina como de un gas letal invade poco a poco todos los recovecos, como un veneno que no huele y no es visible, pero que transforma poco a poco el paisaje. Nuestros principales líderes, en el exilio, en la prisión o en la calle, manifiestan ahora incoherentes opiniones contradictorias. El veneno va impregnando todo poco a poco. La represión, ahora sutil y taimada, ejerce su inexorable presión. La intimidación se presiente, pero no se ve. Ya no son los burdos apaleamientos del uno de octubre. Ahora es el inexorable, terrible despliegue de la razón de Estado, que paralizando con el miedo ejerce su implacable poder.