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jueves, 21 de abril de 2016

Cementerio en la playa





Notas para un libro futuro


Los primeros marinos portugueses que surcaron las aguas del Atlántico, próximas a la costa de Brasil, quedaron absolutamente desconcertados. ¿Dónde estaban? Habían navegado durante semanas, rumbo suroeste, sin avistar tierra. Los empujaban los alisios, que favorecían su periplo hacia tierras americanas, aunque un fuerte temporal cerca del ecuador había desorientado a los navegantes. Una vez amainó la galerna divisaron, por fin, tierra, pero ante ellos se ofrecía un inmenso desierto de arena. Los más veteranos afirmaron que las corrientes y el temporal, en lugar de llevarlos al destino americano, los había devuelto a las costas de África. Las interminables dunas que vislumbraban a lo lejos, medio veladas por la cegadora luz tropical, dibujaban un paisaje blanco y monótono. No podían ser otra cosa que las costas atlánticas del gran desierto africano. ¡Esto es el Sahara! Exclamaron los más entendidos. Pero se equivocaban; habían llegado a América, a la costa más oriental de Brasil.

Estas costas de interminables dunas blancas, trabajadas por la constancia de los Alíseos, pertenecen al actual estado de Ceará. En brasileiro, se pronuncia seará, con ese, lo que se corresponde fonéticamente con Sahara. Así, por un equívoco, quedaron bautizadas estas orillas por esos aventureros desorientados tras su travesía del atlántico sur.

Mientras reflexiono sobre todo esto, sentado a la sombra de nuestro Toyota pickup 4x4 Hilux, contemplo el insólito paisaje. El Toyota está varado en la arena. En principio, un vehículo ideal para rodar por la arena, pero, ya sea por falta de pericia o por la dificultad del terreno, nos ha dejado encallados en un denso arenal cercano al viejo cementerio abandonado, llamado do Serafim. Nuestra posición es: latitud 3º 02’ 49,97’’ S y longitud: 39º 36’ 32,93’’ O. Tras intentos infructuosos de liberar el vehículo, hemos desistido, pues al girar las ruedas no hacen más que ahondar en su propia trampa. Hemos partido esta mañana de Guajirú a las 9 h. Poco después cruzábamos con la barcaza las azuladas aguas del río Mondaú y, desde ahí, nos dirigimos, sin incidencias, siempre por la playa, cerca de la orilla del mar, hasta Baleia. A partir de aquí y hasta Icaraí, la ruta discurre en una plataforma arenosa que queda por encima de la playa, a una cierta altura. La arena es muy seca y se amontona en grandes cantidades. El coche baila de un lado a otro como si se deslizara por una gruesa capa de nieve recién caída. Hay que estar muy atento en las pendientes, pues es fácil quedar atrapado si no vas con la reductora. Pero lo peor está antes de llegar al viejo cementerio. Hay que circular manteniéndose bien en las roderas de otros vehículos, visibles en la arena blanda. Pero ha sido inevitable, finalmente el viejo Toyota Hilux ha culeado en este denso mar de arena hasta quedar irremediablemente clavado. Es mediodía. El sol cae a plomo. El solitario paraje es impresionante: ante nosotros se extiende un inmenso desierto de arena junto al mar, un mar revuelto por el constante y cansino viento del oeste. Frente a nosotros, a escasos metros, aparecen las primeras lápidas de un insólito cementerio. Las gentes del país son muy sencillas y humildes. Se enterraban aquí, junto a la misma orilla del mar. Una vieja costumbre indígena. Poblados de pescadores. Son descendientes de los indios que poblaban estas costas cuando llegaron los pioneros europeos, portugueses u holandeses. Los primeros asentamientos europeos en esta zona fueron holandeses y no portugueses como se pudiera pensar. Los portugueses no vieron un interés inmediato en estas costas desangeladas y tiraron más hacia el sur, en busca de mayor prosperidad. Los holandeses, en cambio, se dedicaban al corso y hostigaban las naves españolas o portuguesas, para perjudicar su comercio con las Indias. Se escondían en estos parajes solitarios, dónde podían huir más fácilmente de las campañas de represalia, y cohabitaron con los pescadores indios del lugar. No es raro ver, aún hoy en día, niñas muy rubitas que desconciertan un poco, pues no se corresponden con la tipología étnica de estas gentes. Pero confirma el mestizaje con europeos del norte, en tiempos pasados.

Mientras espero a mis compañeros, que han salido andando hacia Icarai en busca de ayuda, se acerca un viejo pescador que, solitario, contemplaba el mar desde una de las lápidas del cementerio. Es el único ser humano a la vista, que ha llegado hasta aquí con su asno. Estos parajes no son muy concurridos, así que es habitual pararse a saludar y departir un rato, cuando uno se cruza con alguien. Es un hombre de unos cincuenta años, aunque aparenta más. Su tez y toda su piel en general está muy trabajada por el sol. Se hace llamar Abraham Lincoln y me asegura que ese es su nombre verdadero. El carácter de esta gente es desconcertante, pues por un lado son muy tímidos e introvertidos, pero por el otro amagan un sentido del humor con una considerable retranca. Le indago por el curioso cementerio y me explica que le gusta venir aquí, a recogerse junto a sus antepasados ante el infinito del océano. Le comento mi extrañeza por elegir este emplazamiento en la arena, a escasos metros de la orilla del mar, como sepultura. Abraham Lincoln me asegura, de forma vehemente, que este es un lugar milagroso, pues conserva los cuerpos intactos y no llegan a corromperse nunca.¿Será él mismo una reencarnación cearense del venerado presidente?

Son indígenas de la etnia Tremembé. Eran pueblos nómadas que habitaban estos litorales desde mucho antes de la llegada de los europeos. Algunos de ellos, los más pobres, bajaron desde las sierras próximas, más fértiles, y se instalaron en la costa para vivir de la pesca. Abraham Lincoln me explica la leyenda de Iracema, una bella princesa indígena que se desposó con uno de estos gigantes blancos y rubios llegados de allende los mares, para fundar un nuevo linaje, renovado y prometedor. La realidad es mucho menos poética; en el siglo XVII llegaron los jesuitas y los convirtieron al cristianismo, concentrándolos en aldeas, en las conocidas misiones. En 1863, el gobernador de la provincia, editó un decreto por el que los indígenas fueron declarados inexistentes a efectos legales. Diez años antes, ya habían perdido el derecho a la propiedad de la tierra. No será hasta la década de 1980 que los Tremembé, junto con las otras muy numerosas naciones, etnias y diferentes lenguas de raíz Tupí, serán reconocidas por el estado, así como sus derechos. Para esta tarea, fue fundada la FUNAI --Fundación Nacional del Indio--, que debe velar por su protección.