Viajar hoy ya no es la aventura romántica que representaba antaño. El acceso de las masas al viaje barato ha representado una invasión de los espacios singulares de este planeta, sean históricos o paisajísticos. Es el advenimiento del turismo, un fenómeno relativamente reciente en la historia. Nos podríamos remontar a la época de nuestros tatarabuelos, como mucho, para encontrar los orígenes de esta moderna afición. Washington Irving en Granada o el viaje a Italia de Goethe, podrían ser los antecedentes de los viajes modernos. De hecho, en mi propia infancia, aún representaba un gran privilegio poder viajar por ahí. Pero en cuestión de pocos años, todo ha cambiado completamente. El turismo lo prostituye todo.
En aquel entonces el viaje era
una ensoñación romántica. Porque se viaja más con la mente, que con el propio
cuerpo. Por descontado que hay un desplazamiento físico a un lugar más o menos
lejano. Pero es sobre todo nuestra imaginación, provista de una inmensa
ilusión, la que proyecta la belleza y toda la emoción del viaje. ¿Qué es un
paisaje en sí? Sin el poder de la mente, sin una buena predisposición de
nuestro espíritu y de nuestro anhelo, el paisaje, por muy bello que sea, se
transforma en una estampa desprovista de magia. De belleza, en definitiva.
Definitivamente no me produce
ninguna emoción viajar en determinadas condiciones. Desplazarse en avión en
pleno de mes de agosto, por ejemplo, es una pequeña tortura reservada a los
sufridos ciudadanos de hoy. Los vuelos baratos implican un servicio muy deficiente
que obliga a los usuarios a pasar, muchas veces, por un auténtico via crucis antes de llegar a su destino.
Aeropuertos sobrecargados de viajeros que deambulan entre perdidos y
desamparados. Largas colas. Controles policiales que implican muchas veces
medio desvestirse o abrir de nuevo maletas que se han cerrado milagrosamente en
casa. Insidiosas normas que no permiten llevar en cabina determinados objetos.
O, en algunos casos, la propia indiferencia o desdén de los empleados, cuando
no su abierta antipatía. Todas estas y muchas cosas se le presentan al viajero
actual al emprender su aventura. Cuando llega uno por fin a su destino, cansado
y desorientado, siente en principio una cierta ansiedad. Un desasosiego debido
a las dificultades del viaje, a la rapidez con la que uno se desplaza a lugares
lejanos, que no permiten que nuestro cuerpo se aclimate. Una vez en el lugar
tan largamente deseado, uno percibe hoy día que las cosas se han uniformizado
en todo el mundo. Por doquier proliferan las mismas tiendas, las mismas marcas.
Parece como si, poco a poco, fuéramos acabando con la diversidad que,
precisamente, constituyó en su día el verdadero acicate para emprender un
viaje, que se prometía exótico. En breve descubriremos también, con notable
desencanto, que los lugares que antes de partir soñábamos con visitar,
idealizándolos, se han convertido en lugares mancillados por ejércitos de
turistas. Ya no descubre uno con emoción la virginidad de las cosas bellas que
había imaginado. Ya nada parece auténtico, sino una inmensa impostura. Todo está
degradado por la conversión en bienes de consumo de lugares que fueron bellos.
El encanto se ha roto. Uno es conducido como un borrego, después de pagar en la
correspondiente taquilla, para recorrer por recintos vallados exprofeso espacios desvestidos ya de
todo misterio. Es una modernidad que ya no permite soñar, que no permite
imaginar, por ejemplo, la inmaculada grandeza de un templo de la antigüedad e
imaginar cómo nuestros antepasados respiraron aquí hace miles de años… Ahora es
un puro recorrer, con adocenada urgencia, los lugares señalados en millones de
guías, en centenares de idiomas, los “parques temáticos” que en el mundo han
sido. Es un juego absurdo que consiste en coleccionar lugares; Para poder llegar
de nuevo a nuestras vidas cotidianas, señalar con una muesca un nuevo lugar en
la colección y alardear frente a los amigos de nuestra mundología.
No. Yo añoro el viaje lento. El viaje
que permite entrar en otro tempo. El
que permite descubrir otras mentalidades. El que posibilita paladear sabores
diferentes a los nuestros. Quizás para descubrir que aún tenemos mucho que
aprender. El que te permitirá finalmente llenar tu espíritu con un nuevo
aliento. Alimentar tu alma. Sentirte pleno y purificado. Pero por desgracia,
esta forma de viajar requiere de un esfuerzo por nuestra parte. Obliga a huir
de lo manido y de lo fácil, del circuito habitual. Requiere también de un
cierto valor por nuestra parte. Y de una cierta capacidad de sacrificio. De
estar dispuesto a pasar por ciertas incomodidades.
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