Notas para un libro futuro
Los primeros marinos portugueses que surcaron las aguas del Atlántico, próximas a la costa de Brasil, quedaron absolutamente desconcertados. ¿Dónde estaban? Habían navegado durante semanas, rumbo suroeste, sin avistar tierra. Los empujaban los alisios, que favorecían su periplo hacia tierras americanas, aunque un fuerte temporal cerca del ecuador había desorientado a los navegantes. Una vez amainó la galerna divisaron, por fin, tierra, pero ante ellos se ofrecía un inmenso desierto de arena. Los más veteranos afirmaron que las corrientes y el temporal, en lugar de llevarlos al destino americano, los había devuelto a las costas de África. Las interminables dunas que vislumbraban a lo lejos, medio veladas por la cegadora luz tropical, dibujaban un paisaje blanco y monótono. No podían ser otra cosa que las costas atlánticas del gran desierto africano. ¡Esto es el Sahara! Exclamaron los más entendidos. Pero se equivocaban; habían llegado a América, a la costa más oriental de Brasil.
Estas costas de interminables dunas blancas, trabajadas por
la constancia de los Alíseos, pertenecen al actual estado de Ceará. En
brasileiro, se pronuncia seará, con
ese, lo que se corresponde fonéticamente con Sahara. Así, por un equívoco, quedaron
bautizadas estas orillas por esos aventureros desorientados tras su travesía
del atlántico sur.
Mientras reflexiono sobre todo esto, sentado a la sombra de
nuestro Toyota pickup 4x4 Hilux, contemplo el insólito paisaje. El Toyota está
varado en la arena. En principio, un vehículo ideal para rodar por la arena,
pero, ya sea por falta de pericia o por la dificultad del terreno, nos ha
dejado encallados en un denso arenal cercano al viejo cementerio abandonado,
llamado do Serafim. Nuestra posición
es: latitud 3º 02’ 49,97’’ S y longitud: 39º 36’ 32,93’’ O. Tras intentos
infructuosos de liberar el vehículo, hemos desistido, pues al girar las ruedas
no hacen más que ahondar en su propia trampa. Hemos partido esta mañana de
Guajirú a las 9 h. Poco después cruzábamos con la barcaza las azuladas aguas del
río Mondaú y, desde ahí, nos dirigimos, sin incidencias, siempre por la playa,
cerca de la orilla del mar, hasta Baleia. A partir de aquí y hasta Icaraí, la
ruta discurre en una plataforma arenosa que queda por encima de la playa, a una
cierta altura. La arena es muy seca y se amontona en grandes cantidades. El
coche baila de un lado a otro como si se deslizara por una gruesa capa de nieve
recién caída. Hay que estar muy atento en las pendientes, pues es fácil quedar
atrapado si no vas con la reductora. Pero lo peor está antes de llegar al viejo
cementerio. Hay que circular manteniéndose bien en las roderas de otros
vehículos, visibles en la arena blanda. Pero ha sido inevitable, finalmente el
viejo Toyota Hilux ha culeado en este denso mar de arena hasta quedar irremediablemente
clavado. Es mediodía. El sol cae a plomo. El solitario paraje es impresionante:
ante nosotros se extiende un inmenso desierto de arena junto al mar, un mar
revuelto por el constante y cansino viento del oeste. Frente a nosotros, a
escasos metros, aparecen las primeras lápidas de un insólito cementerio. Las
gentes del país son muy sencillas y humildes. Se enterraban aquí, junto a la
misma orilla del mar. Una vieja costumbre indígena. Poblados de pescadores. Son
descendientes de los indios que poblaban estas costas cuando llegaron los pioneros
europeos, portugueses u holandeses. Los primeros asentamientos europeos en esta
zona fueron holandeses y no portugueses como se pudiera pensar. Los portugueses
no vieron un interés inmediato en estas costas desangeladas y tiraron más hacia
el sur, en busca de mayor prosperidad. Los holandeses, en cambio, se dedicaban
al corso y hostigaban las naves españolas o portuguesas, para perjudicar su
comercio con las Indias. Se escondían en estos parajes solitarios, dónde podían
huir más fácilmente de las campañas de represalia, y cohabitaron con los
pescadores indios del lugar. No es raro ver, aún hoy en día, niñas muy rubitas
que desconciertan un poco, pues no se corresponden con la tipología étnica de
estas gentes. Pero confirma el mestizaje con europeos del norte, en tiempos pasados.
Mientras espero a mis compañeros, que han salido andando
hacia Icarai en busca de ayuda, se acerca un viejo pescador que, solitario, contemplaba
el mar desde una de las lápidas del cementerio. Es el único ser humano a la
vista, que ha llegado hasta aquí con su asno. Estos parajes no son muy
concurridos, así que es habitual pararse a saludar y departir un rato, cuando
uno se cruza con alguien. Es un hombre de unos cincuenta años, aunque aparenta
más. Su tez y toda su piel en general está muy trabajada por el sol. Se hace
llamar Abraham Lincoln y me asegura que ese es su nombre verdadero. El carácter
de esta gente es desconcertante, pues por un lado son muy tímidos e introvertidos,
pero por el otro amagan un sentido del humor con una considerable retranca. Le indago
por el curioso cementerio y me explica que le gusta venir aquí, a recogerse
junto a sus antepasados ante el infinito del océano. Le comento mi extrañeza
por elegir este emplazamiento en la arena, a escasos metros de la orilla del
mar, como sepultura. Abraham Lincoln me asegura, de forma vehemente, que este es
un lugar milagroso, pues conserva los cuerpos intactos y no llegan a
corromperse nunca.¿Será él mismo una reencarnación cearense del venerado
presidente?
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