Foto: Antonio Moreno
Me ha sorprendido la muerte de
Imre Kertész. Y digo que me ha sorprendido, pues me ha apenado conocer la
desaparición de un escritor cuya lectura me impresionó, me dejó una huella
profunda. Ya sé que se ha hablado mucho del holocausto y que a muchos les molesta
pues este discurso se ha apropiado de la barbarie, dejando de lado otros muchos
genocidios que sufre la humanidad.
Me refiero a la pequeña novela Sin destino. Es una obra autobiográfica
en la que Kertész relata el paso de un niño por Auschwitz y del que salió
milagrosamente vivo, gracias a la inmensa voluntad de vivir que tiene un niño y
a su enorme capacidad para la picardía y la supervivencia. Esa mirada del
horror desde la mente de un niño me impresionó mucho.
Pero recuerdo sobre todo
el final del libro, cuando el chico retorna a casa, si no recuerdo mal en un Budapest
devastado por la guerra, para encontrase con lo que queda de su familia. Es recibido
en su propia casa con frialdad y un punto de desconfianza, incluso de
incomodidad, como diciendo: ¡vaya hombre, no contábamos con esto! Durísimo.
Como diría Javier Cercas, en su excelente nuevo ensayo, este es el punto ciego de la novela, el enigma, una
pregunta sin respuesta sobre nuestra esencia como seres humanos, que nos deja
desolados en el fondo del abismo.
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