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domingo, 25 de junio de 2017

Experiencia esencial


Los comensales, circunspectos, entraron en la biblioteca. En completo silencio husmearon la estancia preparada para la ocasión. La mesa, impecablemente parada, anunciaba por anticipado las solemnidades gastronómicas que iban a tener lugar. El profesor Butrón, acentuando la trascendencia del momento, asentía pomposamente a medida que los invitados, algunos de ellos avezados especialistas del paladar, entraban en el improvisado comedor. Los viejos anaqueles cargados de libros se habían ocultado tras unas mamparas japonesas con la intención de distraer lo menos posible la atención de los comensales e invitarlos a concentrarse en la degustación que iban a servirles. Los doce invitados cuidadosamente seleccionados para este acontecimiento, escrutaban sobre la mesa los nombres que indicaban en dónde debía sentarse cada uno. ¿Por qué este número?, se preguntó el viejo editor… ¿acaso tenía que ver con los doce apóstoles? O, mejor… ¿con los doce componentes tradicionales de un jurado? Los profesores Butrón y Saguer, perfeccionistas y meticulosos, no habían dejado nada al azar, haciendo valer su máxima que la medida, el orden y la exactitud son valores esenciales de su oficio. La luz roja del rótulo Esencia, que anunciaba a través de la amplia fachada acristalada la existencia de este templo dedicado a los sabores complejos, extendía un vaporoso velo rojo sobre la estancia. Acentuaban esta atmósfera misteriosa las tenues luces blancas, que iluminaban los doce platos de madera clara de sendos comensales, subrayando el que debía ser el principal centro de atención a lo largo de la velada. Y, al mismo tiempo, proyectaban las sombras de los libros que se escondían detrás de las fusumas japonesas, levemente opacas, así como la silueta de una hormiga gigante que corría entre ellos. Así, a la experta circunspección de los expertos se añadía la jocosa ironía de la inquietante presencia de esta hormiga agigantada, acaso una sutil sugerencia, inconscientemente inducida por los profesores Butrón y Saguer, acerca de las hacendosas habilidades y de la tenaz persistencia en el trabajo de este insecto inverosímil.

El profesor Butrón pontificó sobre el sabor complejo. El mutismo de la sala confirmaba la trascendencia del tema expuesto. Fue entonces cuando los camareros, como si se tratara de un desfile de oficiantes en una ceremonia iniciática, sirvieron el primer plato frente a cada uno de los comensales. Con un gesto trascendente de su mano, la cabeza erguida y una mirada profesoral que planeó, condescendiente, sobre las cabezas de los comensales, el profesor Butrón, como un sacerdote de Amón, dio su aquiescencia para iniciar la degustación, seguro de los positivos resultados de su infalible sabiduría culinaria. Mientras tanto, el profesor Saguer, complemento perfecto de su colega en su carácter discreto y disciplinado, se aplicaba a preparar un spoiler del plato Mediterráneo –¿casualidad? …acaso, un inconfesable deseo de llevarle la contraria a su viejo colega, una forma sumergida en el inconsciente de rebelarse contra su preeminencia magistral-- depositando, con parsimoniosa maestría, unas gotas de un cremoso de aceite de oliva virgen extra de la variedad picual, con su manga pastelera, sobre la tepanyaki cryo, que humeaba vapores gélidos en la cabecera de la mesa.

El observador gastronómico Regol acabó, goloso, con el último bocado del plato Vinagre. Expectantes, los profesores Butrón y Saguer esperaban su veredicto, así como el resto de comensales, curiosos por conocer los sesudos algoritmos de su avezado paladar psicológico y su exhaustiva biblioteca de sabores. Contra el parecer del viejo editor, el observador Regol sentenció severo que, precisamente el vinagre, era el elemento estrella del postre, hilo conductor de la creación y el que dotaba al plato de su nervio, enlazando la equilibrada estructura de matices gustativos dulces, agrios, sutilmente salados… y las diferentes texturas acuosas, o cremosas o, aún, crujientes del apio y el hinojo.

Mientras el profesor Butrón aleccionaba a los presentes acerca de las virtudes de la pimienta sansho, entre las que destaca su original perfume cítrico, espolvoreando en la palma de sus manos, con la ayuda de un enorme molinillo, una exhalación de la exótica especie, el sumiller Caballero, verdadero mago de las pociones, artífice de singulares maridajes, servía la infusión que debía acompañar al siguiente plato, Cítricos. La infusión, era una delicia que utilizaba la hierbaluisa como elemento conductor hacia un ramillete de complejos matices, entre los que destacaban las medrosas tonalidades del hidromiel, que condujeron las ensoñaciones de algún comensal hasta los profundos bosques del Finisterre donde, a parte de las meigas, moran los secretos aromas de las resinas y el eucalipto.

Empireumático fue el postre culminante. En las profundidades de este plato se miden las singulares destrezas que se aprenden en esta escuela del sabor. Es aquí donde las dotes culinarias del profesor Butrón y su alter ego Saguer se mostraron más extraordinarias. En un alarde de conocimiento, buscando mayor complejidad y elegancia en el sabor, la sofisticada familia gustativa de los ingredientes que se caracterizan por las notas ahumadas, torrefactas, tostadas, de cavernosos retrogustos achocolatados, representadas en este portento por el café, el mascarpone, el té english breakfast, la melaza, el regaliz, el chocolate con leche y la ciruela, componían un raro equilibrio, en el que en un alarde técnico –como un triple salto mortal de la culinaria—dos ingredientes, el té y el café, aparentemente incompatibles en la paleta de las armonías, mostraban una perfecta integración en la arquitectura de este plato. Un postre realmente conseguido, lo que el profesor Butrón, en sus clases, arrastrado por la vehemencia de sus convicciones, llamaría la sublimación en la elegancia del sabor.


La medianoche marcó el fin de los murmullos que procedieron a la cena y los doce comensales se despidieron de los profesores Butrón y Saguer, así como de Caballero, el habilidoso druida de las pociones que había iluminado los platos con los líquidos de su sabiduría, un hombre alto, espigado y misterioso, con ojos pequeños y profundos en sus cavernosas cuencas, dotado de una perilla que acentuaba su quijotesca esbeltez y, acaso, acababa de construir su aspecto mefistofélico.