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domingo, 3 de julio de 2016

Socotra, la isla de los genios


El pasado jueves asistí a la proyección de la extraordinaria película “Socotra, la isla de los genios” en una sesión especial de la Filmoteca de Barcelona. La esperaba ansiosamente después de ver que ya se había estrenado en Madrid y otras ciudades. No defraudó mis esperanzas, al contrario; Jordi Esteva y su equipo han realizado un trabajo bellísimo y muy poético sobre uno de los últimos paraísos de la tierra. Los felicito con entusiasmo y os recomiendo aprovechar la próxima oportunidad para ver esta joya.



Inspirado en las fotografías de Jordi Esteva sobre Socotra, que ya venía siguiendo desde hacía tiempo en fb, escribí uno de los pasajes de mi novela, aún inédita, LA TRÍADA HELÉNICA Y EL ENIGMÁTICO ÍBICE DE ORO que os dejo a continuación. El pasaje es un cuento que explica la encantadora Birsífuni a Demetria durante su cautiverio en el Yemen:

El cuento de Birsífuni. Hace mucho tiempo, nació en Socotra, la isla de la felicidad de donde procede el preciado incienso, una joven muy bella que se llamaba Cretéis. Sus padres eran humildes pastores de cabras y, viendo las dificultades por la que tuvieron que pasar para sacarla adelante, con el fin de asegurarle una vida mejor, al cumplir los catorce años, decidieron enviarla a servir en el palacio del Sultán de Aswan en Saná. Cretéis se llevó consigo el valioso incienso, que su padre consiguió empeñando sus escasos ahorros, y que ofrecería al sultán a cambio de obtener su favor. Así que, un buen día, con lágrimas en los ojos y gran pena de sus padres, partió en el barco de unos mercaderes egipcios de Menfis. Después de un atropellado y largo viaje por mar, en el que tuvieron que soportar incontables peligros y un terrible temporal por el que a punto estuvieron de morir ahogados, desembarcaron en la encantada ciudad de Adén. Desde allí, la muchacha emprendió una dura marcha por el desierto con una caravanserai de doscientos camellos, que trasportaba la carga de los mercaderes egipcios para el sultán. Después de diez jornadas de marcha por las arenas inacabables y bajo un sol abrasador, la muchacha llegó a una ciudad que parecía salida de los sueños, con bellas casas y tan altas que tocaban las estrellas. Una vez en el palacio, fue aceptada al servicio del gran sultán, pero era tal la belleza de la muchacha, que el sultán quedó perdidamente enamorado. Al principio, ambos vivieron el fuego de la pasión. Pero muy pronto, Cretéis descubrió que su príncipe azul era en realidad un déspota cruel. El caprichoso sultán arrinconó a su abandonada amante en su bien surtido harén, como el que suelta un juguete roto del que ya está cansado. El tiempo pasó y Cretéis no era feliz, como no lo eran tampoco las bellas mujeres que ahí se encontraban, que se sentían prisioneras del cruel príncipe.
Una noche, Cretéis tiene un sueño. Se le aparece un genio y le augura que viajará a los lejanos países del Norte, más allá del gran río que surca el desierto, donde habitan los hombres de rubias cabelleras. Y tendrá un hijo.
Un buen día, acudieron a palacio los miembros de una embajada comercial de la lejana Tirrenia. Uno de ellos, un rico comerciante de Cumas, deslumbrado por la belleza de Cretéis, y viendo a la muchacha tan afligida, decide raptarla y llevarla con él de vuelta a Tirrenia. Así es como una madrugada, el sobornado eunuco del harén permite la salida de la hermosa Cretéis. Apenas han despuntado los rayos del sol, la joven ya se halla a salvo en la embarcación helena de la mano de su valeroso salvador. Durante el viaje de retorno, nace la pasión entre ellos. El griego de Cumas, que se llamaba Febo, es un hombre joven y apuesto, siempre radiante y alegre, que deslumbra a su amante con sus aventuras y su buen humor. Durante el viaje la nave recala finalmente en Bubastis, a la entrada del canal de los faraones en el país del gran río. Camino a Giza, por las abrasadoras arenas del desierto, Cretéis queda deslumbrada por las gigantescas pirámides que ahí levantaron los reyes de Egipto. Pero, reemprendido de nuevo su camino hacia el Mediterráneo, a la salida de las bocas del Nilo, cuando apenas llevaban media jornada navegando, corsarios fenicios los abordan. Se establece una enconada batalla para evitar el asalto, pero finalmente los piratas se hacen con el control de la nave mercante y la apresan con su carga y los pasajeros. Desgraciadamente, Febo muere en la reyerta. Cretéis llora desconsoladamente la pérdida de su amado. Presos en su propia nave, que ahora pilotan algunos de los piratas fenicios, se dirigen al puerto de Tiro, donde los corsarios pedirán un rescate por los ricos comerciantes. Al ser Cretéis una humilde muchacha, y no tener a quién reclamar una buena suma por ella, los corsarios la venderán a un traficante de esclavos.
En Tiro andaba, por aquellos días, un griego de Esmirna llamado Femio, que había acudido a la ciudad para conocer el alfabeto de los hombres rojos. Femio es un anciano sabio y bonachón, que ejerce de maestro y poeta en la próspera Esmirna y siente gran curiosidad por estudiar el nuevo alfabeto del que le han hablado. Un día, paseando por la bella ciudad amurallada, llega hasta el mercado. Aquel día el emporio está en plena actividad, pues se venden mercancías llegadas de todos los rincones del mundo. En todo esto, Femio descubre, en un lugar en el que se ha formado un ruidoso tumulto, a una hermosa muchacha que va a ser vendida como esclava. No era habitual la venta de esclavos en Tiro, pues los fenicios no son muy acordes con esta lacra. Menos lo es, aún, Femio; como hombre sabio y virtuoso, detesta esta práctica que no considera digna de los seres humanos. Indignado con la escena que presencia, al ver a una joven mujer atemorizada ante la posibilidad de ser vendida a cualquiera de los libidinosos desaprensivos que babean a su alrededor, decide pujar por ella. A Costa de todos sus ahorros, consigue adquirirla y, tranquilizándola, la lleva a su casa.
El afable Femio resultó ser un hombre bondadoso. Cuidó de Cretéis como si de su propia hija se tratara. Una noche llegó a casa y se encontró a Cretéis llorando desconsoladamente. No tardó mucho la muchacha de Socotra en descubrirle que estaba embarazada. Sin duda, era el fruto de su dulce amante Febo, acuchillado por la perfidia de un corsario. Viendo la profunda tristeza de la muchacha, Femio la consoló afirmando que su embarazo era una buena noticia. Debía sentirse feliz por el fruto de su amor, aunque el amado Febo ya no estuviera junto a ella. Él cuidaría de su hijo como un padre. Cretéis se tranquilizó, pues Femio era un hombre virtuoso que sabría cuidar de ambos y protegerlos. Además, un sabio maestro que velaría por darle la mejor educación a su hijo.
Al poco, nuestros personajes partieron de la bien amurallada Tiro, apoyados uno en el otro. Esta vez zarparon con una nave de pequeño cabotaje que transportaba púrpura para una compañía de Esmirna. El periplo fue placido y sin incidencias.
Se celebraban por entonces las fiestas de Efeso, que solemnizaban la entrada de la primavera, y una numerosa multitud se había reunido en los verdes prados ribereños del río Meles, que ya empezaban a llenarse de flores. Sintiéndo cercano el parto, la bella Cretéis se estiró en la mullida hierba, junto a la orilla y se sumergió en un profundo sueño. Se le apareció entonces Mnemosyne y le dijo:
Bella Cretéis, que en tu anterior vida fuiste la alegre Koré. Te raptó el torticero Hades, en la flor de tu vida, mientras compartías la alegre juventud con tus amigas inseparables. Viviste entonces en una región desolada, morada helada, reino de sombras y mundo del olvido. Los dioses han querido que encarnes ahora a la bella Cretéis, nacida en la isla donde el tiempo no fluye, hija del pastor Melanopo que cuidó de ti como el mejor de los padres. Concebirás hoy aquí a tu hijo, que será un gran sabio, príncipe de los aedos, y aunque será ciego, los dioses lo dotarán con la visión superior del intelecto y no con los engañosos sentidos. Este hijo, que los hombres y los dioses conocerán con el nombre de “el que lleva lazarillo”, escribirá la historia de la estirpe humana, y en ella estarán contadas para siempre jamás, todas las cosas que han sido y serán. Luego él renacerá en el rango de los dioses inmortales, compartiendo la morada de otros inmortales, libres de inquietudes humanas, escapando al destino y a la destrucción[1].
Y así es como la bella Cretéis parió aquel mismo día a un niño sano, que los numerosos asistentes a las alegres fiestas primaverales, inspirados por Baco, llamaron con ocurrente afecto Melesígenes, pues había nacido a la vera de este río. Femio y Cretéis celebraron el acontecimiento con contenida emoción y felicidad.

 Fotos: Jordi Esteva



[1] Jean-Pierre Vernant. Mito y pensamiento en la grecia antigua. Ariel 1973. Aspectos míticos de la memoria y del tiempo.