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miércoles, 23 de agosto de 2017

No nos dividirán


La otra tarde, apenas dos días después del atentado en Barcelona y Cambrils, me acerqué hasta las Ramblas. Un magnetismo inexplicable me conducía hasta allí, quizás con el inconfesable motivo de rendir un homenaje a las víctimas y reflexionar sobre las incomprensibles razones que llevan a algunos a cometer semejantes barbaridades. Cuando pienso en los dos niños, de tres y siete años, que murieron masacrados… Los periódicos han publicado la foto del niño australiano de siete años; es terrible, puede leerse en su mirada todo el brillo y la ilusión de una vida que empieza, truncada de repente por razones que en su inocencia no llegó ni a sospechar.
El trayecto de la Rambla que va desde Plaza Cataluña hasta El Liceo se había convertido en un santuario. La gente que llenaba el paseo se movía en silencio, conmocionada. La atmosfera estaba electrizada. En los lugares donde cayeron las víctimas, la gente se arracimaba, pensativa, alrededor de las velas, las dedicatorias y los objetos más diversos que una muchedumbre traumatizada ha venido ofreciendo en muestra de respeto por los muertos, un poco como si se tratara de una medicina espiritual para abjurar contra la violencia, contra el odio ciego, contra una barbarie que golpea de una forma imperturbable, de la mano de unos jóvenes que no parecen inquietarse lo más mínimo por la gravedad de sus actos. Es precisamente esta actitud la que más sorprende, la que nos deja anonadados, sin respuestas… Pero, ¿cómo puede ser?
Seguramente, a la mayoría de nosotros nos gustaría comprender las razones que pueden llevar a jóvenes veinteañeros a realizar acciones que suponen el paroxismo del mal, de la barbarie. Sin inmutarse. Ya sabemos la importancia que tienen los mecanismos de adoctrinamiento –un auténtico lavado de cerebro—para convertirlos en autómatas peligrosísimos. Pero, ¿cómo puede llevarse a cabo tan rápidamente, tan fácilmente? Hemos leído en las redes sociales la conmovedora historia de una profesora de Ripoll que los tuvo como alumnos y no da crédito a lo ocurrido, asegurando que sus pupilos, a los que conocía bien, eran buenos chicos, responsables y educados. ¿Qué ha pasado? Pero en cierto modo estos chicos son también víctimas, juguetes en manos de los verdaderos actores principales de esta tragedia: poderosos dirigentes islamistas radicales que mueven los hilos desde fuera, que cuentan con una inmensa influencia, poder y abundantes recursos y que están dispuestos a hacer lo que sea para hundir nuestro mundo. Son gentes sin escrúpulos que quieren levantar su poder para saciar mezquinos intereses personales, con la excusa de vengar a los musulmanes de las reiteradas ofensas que Occidente les ha infligido en el último siglo.
Pero la comunidad musulmana no se deja engañar por estos falsarios, una pandilla de piratas que sólo aspiran a aprovecharse de las difíciles circunstancias para hacerse con el poder y saquear así a los países y a las poblaciones a las que en sus delirantes discursos dicen querer defender. Ya hemos visto de que forma imponen el orden en los territorios en los que este Califato de pacotilla hace valer sus principios. Yo he tenido la suerte de viajar en países islámicos en mi juventud y puedo asegurar que siempre fui tratado con gran respeto. Tuve la suerte de comprobar la generosidad de sus gentes y la predisposición para agasajar a los forasteros. Nunca tuve la menor duda que estos principios son los preceptos que han aprendido del Islam. El verdadero Islam, y no este que profanan estos falsarios.
Ese mismo día en que paseaba por las Ramblas tuvo lugar una manifestación de las comunidades musulmanas de nuestro país. Por las pancartas podía verse que habían venido, no sólo de todos los barrios de Barcelona, sino de toda Cataluña. Esta demostración me pareció oportuna, pues mucha gente, equivocadamente, sigue pensando que esta es una lucha de civilizaciones. Nada más alejado de la realidad. Estoy convencido que nuestros conciudadanos musulmanes, en su inmensa mayoría, abominan de la barbarie y están junto a nosotros en todo esto. Más bien al contrario, pienso que muchos musulmanes se deben sentirse estigmatizados, intimidados por los ataques que unos locos dicen realizar en su nombre. Deben sentir una enorme presión sobre ellos y deben sufrir mucho por ello.
Yo creo que no debemos caer en esta trampa. Los bandidos del DAESH y todas las organizaciones criminales que explotan el radicalismo islamista buscan precisamente dividirnos y asentar la falsa creencia de que estamos en una guerra de civilizaciones. Es rotundamente falso.
Debemos mantenernos unidos, firmes y convencidos que una convivencia multirracial y multicultural es posible. Que nuestros valores de tolerancia, de respeto por la vida y la búsqueda pacífica y dialogada de los conflictos es lo que debe prevalecer. Yo estoy hasta tal punto convencido de esto, que no tengo duda que estos ataques, con todo lo crueles y duros que son, solo suponen un pellizco a nuestra forma de vida. No conseguirán nada. Prevaleceremos, claro que sí. Tarde o temprano, la historia barrerá a estos desalmados como al polvo en el camino. Y, por descontado, no tengo miedo.

Creo también que este es el mensaje que Barcelona ha enviado al mundo después de este ataque. Por esto me siento orgulloso de Barcelona.


viernes, 22 de abril de 2016

Don Quijote y Sancho Panza en Cataluña, tal como lo explica el auténtico y genial Cide Hamete Benengeli, flor de los historiadores



De los periódicos: 
Mariano Rajoy entrega a Carles Puigdemont
 un facsímil de la segunda parte del Quijote

Dedicado a Mariano Rajoy, inefable gobernante de las Españas… ¡en funciones!

La entrada de don Quijote y su escudero en Cataluña fue un poco inquietante. A decir verdad, si al despertar de la primera noche que durmieron en nuestro territorio no hubieran sido tan gallardos y decididos, –¡cómo iba a ser de otra manera, después de todas las cuitas por las que habían pasado! —habrían puesto pies en polvorosa, desandando el camino de vuelta. No habría para menos. La tarde anterior, cuando ya oscurecía, habían entrado en un espeso bosque de encinas y alcornoques. Seguramente coronaron el collado del Bruc, que por aquella época era una zona desangelada y peligrosa. Así que se apearon de sus bestias y se arrimaron al cobijo de un buen árbol para pasar la noche. A la mañana siguiente, al levantarse Sancho, se dio un susto de muerte, pues colgaban extraños racimos de los árboles. Lo tranquilizó, entonces, don Quijote, que no por loco, dejaba de ser un hombre culto y bien informado. Los tenebrosos frutos que colgaban de los árboles, no eran otra cosa que bandoleros ajusticiados en la horca. ¡Espeluznante panorama!

Se sabe que el bandolerismo constituía un problema muy severo en la Cataluña de los siglos XVI y XVII y, efectivamente, la justicia actuaba de forma sumarísima: cuando prendía a los bandidos, los ahorcaba de forma expeditiva e inmediata.

Aún no se habían repuesto del susto nuestros amigos manchegos cuando, con la luz del amanecer, vieron aparecer a otros cuarenta bandidos—esta vez vivos—que se dirigían hacia ellos, charlando animadamente entre ellos en lengua catalana. Era la famosa banda de Perot Roc Guinart, conocida y temida en toda la península—y más allá—por sus tremendos estragos. Estaban ya los forajidos puestos en faena, limpiando los bolsillos de Sancho Panza, cuando apareció el jefe, el mismísimo Perot Roc Guinart. Pero mira por dónde que, a Perot, pareció caerle en gracia don Quijote, al que vio apoyado en un árbol con la más triste y melancólica figura que pudiera formar la misma tristeza. Ordenó el bandolero a sus hombres devolver los peculios al escudero bonachón. Guinart era un bandolero justiciero, amigo y protector de los desheredados y ve en don Quijote a un pobre desvalido que, además, está como una cabra. En su compasión, decide protegerlo. Siente simpatía por él. Y así se entabla una sincera amistad.

¿Quién iba a decirnos, pues, que la entrada en Cataluña de nuestros famosos héroes sería de la mano de los antisistema de la época, de los revolucionarios de entonces que luchaban contra el poder establecido, pues no otra cosa eran estos bandoleros que menudeaban en los pasos estratégicos de Cataluña y Andalucía? Así la cosa, Perot Roc Guinart, entrega una carta de recomendación al caballero andante don Quijote de la Mancha, para que se presente con estas credenciales a un amigo suyo en Barcelona. Lo esperará, en una fecha concertada, en la playa de la ciudad. Hay un punto de malignidad en esta misiva de Perot a sus íntimos de Barcelona, pues ya se le escapa la risa de la rechifla que puede organizarse en la ciudad condal a la vista de tan curiosos personajes.

Don Quijote y su inseparable Sancho llegarán a la playa de Barcelona nada menos que la noche de san Juan. ¿saben lo que les espera? La noche de san Juan en Barcelona no es moco de pavo. La playa estaba espléndidamente vestida para las fiestas. Los vecinos de la ciudad paseaban por ella sobre sus monturas, ricamente ataviados. Sonaban fanfarrias, trompetas y clarines. Flameaban estandartes y gallardetes de las numerosas naves y galeones que estaban fondeadas. Y disparaban éstas sus cañones en son festivo, recibiendo cumplida respuesta de la artillería de Montjuic. La sorpresa de Sancho al ver el mar por primera vez fue mayúscula; él, ¡que sólo había visto la laguna de Ruidera! Y no menos asombro la de los barceloneses al ver a estos castellanos vestidos de esa guisa, con esas armas ya en desuso y sendas andrajosas cabalgaduras. El cachondeo fue monumental. El amigo barcelonés de Roc Guinart y sus secuaces reciben al hidalgo con estas palabras de pitorreo: Bien sea venido a nuestra ciudad el espejo, el farol, la estrella y el norte de toda la caballería andante, donde más largamente se contiene, bien sea venido, digo, el valeroso don Quijote de la Mancha. A continuación, todos ellos rodean a los héroes manchegos, montados en sus monturas, y los acompañan hacia la ciudad. Así encerrados en medio de la cuadrilla de maleantes, al son de las chirimías y los atabales, se encaminaron con él a la ciudad: al entrar de la cual, el malo que todo lo malo ordena –el diablo--, y los muchachos que son más malos que el malo, dos dellos traviesos y atrevidos se entraron por toda la gente y, alzando uno la cola del rucio y el otro la de Rocinante, les pusieron y encajaron sendos manojos de aliagas –plantas muy espinosas de bellas flores amarillas, pero que pinchan como un demonio--. Sintieron los pobres animales las nuevas espuelas y, apretando las colas, aumentaron su disgusto de manera que, dando mil corcovos, dieron con sus dueños en tierra. Don Quijote, corrido y afrentado, acudió a quitar el plumaje de la cola de su matalote, y Sancho, el de su rucio. Quisieran los que guiaban a don Quijote castigar el atrevimiento de los muchachos, y no fue posible, porque se encerraron entre más de otros mil que los seguían.

Sabedor de la inmensa fama de editores e impresores de Barcelona, tenía el hidalgo castellano la intención de visitar la reputada imprenta de Sebastià de Comellas. Para su sorpresa, descubrió que se estaban corrigiendo las galeradas de un libro falsario titulado Segunda parte del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha de un tal Alonso Fernández de Avellaneda. ¡Qué vergüenza!¡impostores!¡plagiarios!¡Indeseables! don Quijote sale decepcionado de la imprenta dejándolos por tontos; ¡qué saben ellos de esta historia y de su valiente caballero! La verdadera, ¡claro!, relatada por el mismísimo Cide Hamete Benengeli, su autor auténtico, reputado y genial.

Miguel de Cervantes. Don Quijote de la Mancha. Edición del Instituto Cervantes y Crítica, dirigida por Francisco Rico. Barcelona, 1998.


Foto: Jan Conerlisz Vermeyen (1572), basado en una imagen anterior del 1535, hoy desaparecida