sábado, 1 de septiembre de 2018

El desterrado de Calígula


Estoy escribiendo un libro de relatos ambientado en la isla griega de Andros. Las Cícladas son para mí una fuente de inspiración fascinante. Grecia, aparte de cuna de nuestra civilización, ha sido el escenario, a lo largo de la historia, del encuentro de prácticamente todos los pueblos del Mediterráneo. Quiero que este libro refleje, aparte de mi fascinación por estos parajes, el pulso de vida que aún late en ellos desde la noche de los tiempos. Aquí tenéis en primicia uno de los relatos que lo componen; espero que os guste.

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Por fin he llegado a mi destino. Es duro el destierro, amigo mío, pero el recuerdo de todos aquellos a los que amas, que sabes que te protegen y velan por ti, te reconforta en los momentos de infortunio. He sido leal a Roma, mi conciencia está tranquila. ¡Quién iba a decirme que el príncipe al que serví tan fielmente en mi puesto de gobernador de Egipto, me proscribiría a estos lejanos confines del Imperio! Calígula nunca me perdonó mi amistad con Tiberio Gemelo. Y no puedo evitar pensar que me cree afín a su partido. Dice el Príncipe que, en los confusos días previos a su coronación, yo me pronuncié partidario del nieto de Tiberio como legítimo heredero del trono. No es así. Yo oí del propio Tiberio, antes de morir, que era su voluntad que su nieto Tiberio Gemelo y el propio Calígula gobernaran el Imperio conjuntamente. Supongo que su intención era evitar la división del Imperio. ¡El eterno problema de Roma!
Como te decía, he llegado a mi destino. Te agradezco que hayas intervenido para suavizar mi destierro, de forma que pueda permanecer en Andros en lugar de Gyaros. Andros es una isla pequeña, pero muy agradable. En todo caso, infinitamente mayor y mejor que Gyaros, a decir de los propios Andriotas. Según ellos es un lugar espantoso, donde no crece ni un árbol, abrasado por el sol, castigado por el salitre y el viento. Peor, creo, que una prisión.
Llegué aquí en los idus de junio, después de un viaje horrible; primero en un mercante hasta Siracusa, luego me embarcaron en un navío apestoso de transporte de esclavos, que iba de vacío a Delos a recoger su mercancía. Tuvimos vientos del Oeste que levantaban una mar insidiosa, que te mantenía mareado día y noche. La humedad te calaba hasta los huesos. Por fin llegamos a Delos, donde pude ofrecer un sacrificio a Apolo en el mismísimo lugar de su nacimiento. Ah, amigo mío: ésta fue la única satisfacción del viaje. Delos ya no es ni una sombra de lo que fue. Hoy no se respeta nada. La isla sagrada de los antiguos se ha convertido en un puerto clave del comercio de esclavos. ¡No puedes imaginarte el trajín! Allí me embarcaron en un trirreme junto a la flota que se dirigía a Siria y que hacía escala en Andros. Me acordé de ti, cuando ambos nos embarcamos en un navío de la Armada en Alejandría para volver a Roma ¿recuerdas? El viaje discurrió aquella vez con fuertes vientos de levante, y mucho calor. Flavia estuvo encerrada en el camarote durante toda la travesía, pálida como la cera. Nunca agradeceré lo suficiente a esta mujer lo que ha hecho por mí, y tú lo sabes: ¿puede un hombre aspirar a una mujer más leal y sacrificada? No quiero ni pensar todo lo que tiene que haber sufrido con esto… La llegada a Andros resultó una bendición de los dioses. Fondeamos en Gavrion, un puerto tranquilo y bien protegido de los vientos, acondicionado durante la época de Tiberio. Allí me recogieron con la chalupa de la guarnición y me llevaron a tierra. En Gavrion, donde aparte del destacamento militar viven algunos pescadores con sus familias, ensillaron las caballerizas para Flavia y para mi y nos custodiaron camino arriba hacia un lugar donde se halla una torre de vigía. Desde ahí pudimos hacernos una buena idea de adónde hemos ido a parar. Andros parece minúscula en la inmensidad del mar, y es una más entre las numerosas islas que pude observar sembradas a lo largo del horizonte. En esta época del año la isla es tan verde como nuestros parajes de Etruria. Una vez en el collado, descendimos por un valle muy frondoso. Y luego, aún volvimos a ascender hasta un lugar llamado Arni. Se encuentra al pie de una montaña bastante alta. El lugar es muy húmedo, salen fuentes por todos lados, lo que convierte este emplazamiento en un lugar fresco y agradable para vivir. Ahí nos instalaron en una casa de campo donde ahora vivo. No me puedo quejar. Flavia dice que es el culo del mundo, pero en el fondo ambos nos consolamos pensando que estamos juntos. Las gentes aquí son amables y generosas. Son campesinos y ganaderos. Gentes sencillas que nos tratan con deferencia y nos observan con curiosidad, sin entender por qué ilustres patricios romanos como nosotros han decidido recluirse en este humilde rincón.
Querido Marco Emilio, buen amigo, una vez más agradezco tus desvelos ante el emperador, pues sin ti, mi restringida libertad sería hoy mucho más precaria. Sólo pienso en volver a verte pronto. Flavia te envía su saludo. Y ambos os deseamos nuestros mejores deseos a ti, a tu deliciosa hermana Emilia y a tu esposa Julia Drusila. Que los dioses os protejan.

Aulo Avilio Flaco, en Andros
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Marco Emilio Lépido saluda a su estimado Aulo Avilio Flaco

Nada puede satisfacerme más, noble Aulo Avilio, que saberte a salvo en Andros, donde, como esperaba, disfrutarás de mayores comodidades que en la áspera Gyaros, un yermo descampado ni siquiera digno para galeotes rebeldes. Estoy impaciente por saber cómo os habéis adaptado, ahora que ya lleváis varias semanas (y algunas más antes de que recibas mi carta). Espero que me expliques cómo discurre tu día.
En cuanto a las razones que te han llevado al destierro, no creo que sean otras que las que te condujeron a juicio en Roma como consecuencia de los graves disturbios en Judea y en la comunidad hebrea de Alejandría. Debes saber que los judíos tienen ahora gran influencia en Roma. Calígula los necesita, pues tiene importantes intereses compartidos. Ya sabes que hoy en día, el poder es insostenible si no eres fuerte en los negocios y viceversa. El César secundó el ascenso al trono de Herodes Agripa, pues aspira al apoyo financiero de la comunidad hebrea para sus proyectos de reconstrucción. A Calígula no le gustó la vehemencia con la que reprimiste las manifestaciones de los hebreos en Alejandría. Puso en pie de guerra a la facción gobernante en Judea, con Herodes Agripa a la cabeza, que se quejó al emperador. Los cargos por los que fuiste acusado fueron una simple pantomima, una excusa para relevarte como prefecto. El destierro, un castigo ejemplarizante, para calmar los ánimos. Ya sabes que los judíos son un pueblo combativo, orgulloso de sus costumbres milenarias y de sus dioses. No les gustó que sus templos fueran saqueados por militares a tus órdenes, sus sinagogas profanadas y sus símbolos sagrados sustituidos por nuestras divinidades. Créeme, amigo mío, la tempestad escampará y podrás volver a Roma. ¡Por Hércules, que la has servido con fidelidad en tus seis años de prefectura en Egipto y Libia! No son provincias fáciles de gobernar. Y tu lo has hecho con gran dignidad, hasta la nefasta aclamación de Herodes Agripa.
Julia Drusila ha intercedido por ti ante su hermano, el César. Me ha asegurado que Calígula siente por ti un gran aprecio y le ha confirmado que una vez se aplaquen los ánimos, permitirá tu regreso. Nada indica que tu amistad por Tiberio Gemelo pueda influir en su ánimo para perjudicarte. No se ha podido demostrar tu participación en la conspiración para derrocarle en favor de Tiberio gemelo. Y nada parece indicar, al decir de su hermana, que el César tenga alguna duda al respecto.
Por mi parte, el mes que viene parto para Germania, antes de que entren los rigores del invierno. Ahora debo partir, con harta frecuencia, a los confines del Imperio para supervisar las guarniciones del ejército. Ya sabes que en allí los combates son continuos, para mantener a raya a nuestros enemigos. Siempre he pensado que el Imperio se ha hecho demasiado grande y, poco a poco, se convierte en un monstruo ingobernable. El emperador, en Roma, ya no puede estar por todo. Y, finalmente, el Estado está en manos de una miríada de funcionarios que actúan como reyezuelos.
Saluda a Flavia de mi parte. Estoy seguro que pronto os veré de nuevo en Roma. Que los dioses os acompañen.

Marco Emilio Lépido, en Roma
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Aulo Avilio Flaco saluda a su estimado Marco Emilio Lépido

Recibí tu carta con gran regocijo. A Flavia y a mi nos liberó por un momento de la soledad de nuestro destierro.
Te agradezco igualmente tus esfuerzos y los de Julia Drusila, tu esposa, por levantar nuestros ánimos y tranquilizarnos respecto a las intenciones del Emperador hacia mí. Sigo pensando que las razones de mi destierro poco tienen que ver con el juicio por los acontecimientos de Alejandría. El Príncipe sabe que yo era un favorito de Tiberio, que me nombró hace siete años prefecto de Egipto y Libia. Yo gozaba entonces de su total confianza. El César me comentó con frecuencia sus intenciones respecto a la sucesión del trono. No se fiaba de Calígula, al que consideraba demasiado ambicioso, y optó por un reinado bicéfalo, en el que su nieto Tiberio Gemelo pudiera moderar los impulsos de su primo. Sin embargo, puedo asegurarte que Tiberio favorecía claramente a Calígula, por quién sentía una clara preferencia, como pude comprobar cuando lo visité en Capri y ambos herederos convivían con el Emperador. Yo hice entonces amistad con Tiberio Gemelo, por quién sentía mayor afinidad. ¿Acaso se puede culpar a alguien por mostrar las predilecciones de su corazón? Se ha dicho que Calígula mandó asesinar a Tiberio gemelo estando el Emperador enfermo, poco antes de morir. Yo no tengo constancia de ello. Es más, me permito dudarlo, y así lo he expresado numerosas veces en privado, cuando con cierta malacia era inquirido sobre ello, por patricios o senadores quisquillosos que pretendían sondearme, insinuando con sus miradas que yo debía saber más de lo que aparentaba.
Como te decía, querido Marco Emilio, mi falta consistió en caer en las provocaciones de Herodes Agripa y su partido. El nuevo rey de los hebreos fue aclamado por los judíos como un soberano con capacidad de resucitar los viejos anhelos nacionalistas judíos. Esta nación es muy quisquillosa con Roma, a la que ve con recelo como invasora. Son muy orgullosos de su independencia, de su religión y de su lengua, y rechazan de forma vehemente aprender el latín, asimilar nuestras costumbres o permitir que se construyan en su tierra templos donde poder adorar a nuestros dioses. Siempre andan conspirando, sólo faltó una chispa para que se encendiera todo. En Alejandría salió a la calle el populacho: miles de hebreos soliviantados por la profanación de las sinagogas. Hubo violencia. Ordené reprimir las manifestaciones. Hubo sangre, y muertos. La cosa se me escapó de las manos. Asumo mi responsabilidad. Tú sabes lo difícil que es mantener la unidad del Imperio. En cualquier caso, en el juicio se me acusó de haber ordenado la profanación de las sinagogas de Alejandría y se dictó sentencia en función exclusivamente de este delito. Es verdad que yo era el responsable, pero este acto execrable, que no apruebo, se realizó sin mi beneplácito, por centuriones desmandados del ejército, que actuaron por cuenta propia, sin órdenes —que se sepa— de sus superiores. Y mucho menos mías. Los responsables de estos actos ignominiosos nunca fueron detenidos. Lo que confirma la hipocresía de Roma, que por un lado contemporiza con los hechos, como represalia por el levantamiento de una provincia díscola, pero por el otro me condena a mí. ¿Con que intenciones? No lo dudes, noble amigo; Calígula no me quiere bien. Poco le importan los hechos de Alejandría. Me percibe como un riesgo potencial. Teme que pueda conspirar contra él.
Bien. Dejemos este asunto por el momento. Como insinúas, ahora es mejor mostrar un perfil bajo y esperar tiempos propicios, una vez la ira se aplaque. No importan las razones. Al fin y al cabo, todo está en manos del César.
En cuanto a Flavia y a mí, nos encontramos razonablemente bien, teniendo en cuenta las circunstancias (la procesión va por dentro). Flavia procura hacerme la vida tan agradable como puede, disimulando los momentos de angustia que sin duda padece como yo. Es una mujer fuerte; por las noches, cuando el desánimo se apodera de mí (¡ah, qué difíciles son las madrugadas!), Flavia me toma en su regazo y, sin decir una palabra, me acaricia suavemente el pelo. Es dulce y cariñosa, y agradezco cada día a Apolo su compañía.
Hemos adquirido una propiedad, cercana al lugar donde hemos vivido de forma provisional estos cuatro meses desde que llegamos a Andros la pasada primavera. Es un caserío muy agradable. Lo ha escogido Flavia y se muestra encantada. Se parece a nuestras mansiones romanas, con un atrio interior precioso. Flavia se ha entretenido en restaurarlo y plantar un verdadero vergel, con la ayuda de nuestro masovero Alexis y su mujer Ifigenia. También ha ordenado una reforma de las estancias, de tal forma que yo pueda disponer de un estudio y todo esté adecuadamente habilitado para nuestro confort este próximo invierno. Así se entretiene y olvida los sinsabores. ¡Quién te lo iba a decir! Nosotros que hemos conocido los lujos de la corte… ¡Y los esplendores de Alejandría! Nada se parece aquí al incomparable templo de Serapis, el edificio más fabuloso del mundo. ¡Y qué decir de la Biblioteca de Alejandría, con sus 700.000 volúmenes! Yo ahora debo conformarme con la lectura de Plinio, Julio César o Séneca (son los únicos volúmenes que he podido llevar conmigo) en el austero y humilde reducto de mi escritorio, con vistas a los bosques del monte Pétalo.
Ya que me preguntas como paso la jornada en Andros, ahí va. Mi vida aquí, estimado Marco Emilio, discurre de la siguiente manera: me levanto hacia las 6; aquí, este verano ha sido muy caluroso y a esa hora del día la sensación de frescor es deliciosa y despierta mis sentidos. Salgo a pasear hasta una fuente cercana (me gusta el rumor del agua). Cuando vuelvo a casa, Ifigenia nos ha preparado un buen desayuno. Flavia acude también, dejando sus labores (¡siempre anda ocupada!) y es uno de los momentos del día que aprovechamos para estar juntos y charlar. A las 9, según el tiempo, acudo al atrio, donde leo un rato en voz alta algún discurso latino de Séneca o repaso algún pasaje de la Guerra de las Galias de Julio César; o acudo a mi escritorio, donde he empezado a escribir mis memorias (sobre todo ahora, que ya ha entrado el otoño y el ambiente ha refrescado). Al mediodía, dedico un tiempo a la gimnasia. Y un día a la semana, acudimos con Flavia a los baños, en unas fuentes naturales cercanas. En la hora octava, comemos. Y luego aquí es obligada la siesta, una buena costumbre que los Andriotas usan como nosotros. De esta forma, sorteábamos los rigores del calor estival hace dos meses, en los peores momentos de la canícula. A la hora undécima, con la caída de la tarde, salimos a pasear; algunas veces caminando y otras a caballo. En ciertas ocasiones, sobre todo ahora en otoño, salimos a cazar perdices con Alexis. Cenamos tarde, pues ya sabes que Flavia y yo somos trasnochadores. A veces, en la velada, el joven hijo de nuestros masoveros, Antenor, tañe para nosotros un instrumento parecido al laúd, pero más rústico, lo que nos pone algo melancólicos, esa es la verdad. Y así, nos envuelve poco a poco el sueño de Morfeo.
Adiós, amigo. Que los dioses te guarden a ti y a los tuyos.

Aulo Avilio Flaco, en Andros
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Flavia Licinia Aurelia saluda a su estimado Marco Emilio Lépido

Salve, Marco Emilio. Te preguntarás por mi prolongado silencio, a pesar de las numerosas cartas que me has enviado. Una mujer debe guardar para sí las penas que afligen a su corazón, sobre todo si estas afectan a lo más hondo de su intimidad, a los asuntos del amor. Estos últimos meses han sido un tormento para mí. He debido (y he querido) afrontar en soledad, en mi casa de Andros, el infortunio al que me han sometido los dioses valiéndose de la mano de Cayo César. Son muy largas y amargas las noches llorando la muerte del ser al que has querido como a un hijo. Bueno, yo no he tenido hijos, pero ¿qué mujer no siente el instinto de madre? Aulo Avilio lo fue todo para mí; un padre, un esposo, un compañero (sobre todo mientras sufrimos ambos el destierro) y, por que no, un hijo. Así lo he amado.
Puesto que deseas conocer los pormenores de lo que pasó, ahí va. Guárdate mucho, estimado Marco Emilio, el Estado es un artefacto implacable (muchas veces ciego e imprevisible) y no se detiene ante nada cuando la voluntad del Emperador es firme a la hora de destruir a los que cree sus enemigos. Ingratitud es lo que hay, si no otra cosa. Ya no temo a nada, ni a nadie. No me asusta la muerte. ¡Por Zeus, que Roma ha perdido a uno de sus más fieles servidores! Pero así son los tiempos que nos tocan vivir. Lejos quedan ya los valores republicanos y el Estado se embrutece con la peste de la corrupción.
Poco después de empezado el nuevo año, hacia el final del invierno (pronto se cumpliría el ciclo anual desde nuestra llegada a Andros), llegó a la isla un destacamento romano al mando de Marco Arrecino. Entonces no sabíamos que era el flamante nuevo prefecto del Pretorio después del suicidio del nefasto Macrón. ¡Ah, Marco Arrecino, amigo mío! ¡qué dura prueba te mandó Cayo César! ¡Ejecutar (o debería decir asesinar) a tu compañero Aulo Avilio, con quién diste los primeros pasos en el ejército! ¿Acaso quería el Emperador asegurarse de tu lealtad comprobando si no te temblaba el pulso a la hora de hundir el frío metal en el pecho de tu amigo Aulo Avilio? ¿Pensaba Calígula que esta sería una prueba de que no estabas implicado en una conspiración que, por otro lado, nunca existió?
Esa fatídica noche llamaron a la puerta por sorpresa. Los perros ladraron. Ifigenia abrió y se hicieron paso diez centuriones al mando de Marco Arrecino. Al oír el tumulto, Aulo Avilio y yo saltamos de la cama. Inquietos. No parecía un buen augurio. Escuchamos voces severas abajo. Aulo Avilio me miró fijamente a los ojos, su mirada lo decía todo. Nunca lo olvidaré. Aunque hice un esfuerzo por evitarlo, no pude impedir que se me humedecieran los ojos. Nos abrazamos. Fue un abrazo largo, muy sentido. Uno y otro sabíamos que no nos volveríamos a ver. Descendimos abajo, cruzamos el atrio y nos dirigimos a la entrada de la casa. Al ver a Marco Arrecino, mi esposo quedó paralizado. “Amigo mío… ¿tú?”, inquirió mi marido. El prefecto del Pretorio cayó de rodillas desfondado, la mirada clavada en los adoquines, no se atrevía a mirarlo a la cara: “Cayo Julio César Augusto Germánico me ha ordenado que sea yo mismo quién te dé muerte. El Emperador piensa que la mano del amigo hará más dulce tu tránsito. Querido Aulo Avilio…”, balbuceó. Y la voz se le quebró. Fue entonces cuando mi esposo lo cogió del brazo por el codo y lo ayudó a levantarse. Se abrazaron. Marco Arrecino sollozaba. Un centurión leyó la orden imperial de ejecución. Debía procederse inmediatamente. Un centurión alto y robusto desenfundó su espada hispánica y esperó la orden del prefecto del Pretorio. Éste miró a Aulo Avilio a los ojos por primera vez. Mi esposo le hizo una leve señal de consentimiento. Marco Arrecino tomó el arma de las manos del centurión. Aulo Avilio lo tomo por el puño y apoyó la espada en su pecho junto al corazón. Ambos amigos se abrazaron. En ese momento, Aulo Avilio, mi querido Aulo, me miró por última vez. Nunca lo olvidaré. Y, entonces, ambos amigos se empujaron uno hacia el otro, firmes los puños, para que la espada penetrara hondo, y en un golpe certero, acabara con su vida.
El cadáver fue quemado a la orilla del mar. Nadie asistió a la sencilla ceremonia, salvo mis fieles Alexis, Ifigenia y Antenor. El ritual se cumplió al alba. Parecía que el mundo se hubiera detenido. Solamente se oía el crepitar del fuego. No hacía viento y la columna de humo apenas se disipaba en el aire fresco de la mañana. Ifigenia lloraba discretamente. Alexis cuidó de que todo se consumara decorosamente. En el horizonte marino, leves tonalidades púrpuras anunciaban la inmutable indiferencia del Universo. Entonces sentí un enorme vacío…
Algunos días más tarde ascendí hasta la ermita del monte Pétalo. Me conducía a lomos de un asno el benévolo Antenor. Ahí se encuentra, sobre una roca inmensa que mira a la costa lejana, sobre el valle, una pequeña capilla dedicada al dios Hermes, que los lugareños guardan desde los viejos tiempos helénicos. A Aulo Avilio le encantaba ese lugar, adónde acudía de vez en cuando para ahogar sus penas en la soledad del monte, apenas acompañado por la presencia ocasional de los rebaños de cabras y su cabrero. Allí deposité dos piedras blancas de la playa de Achla, donde habíamos incinerado su cuerpo, como ofrenda a Mercurio por las dos décadas de convivencia con él.
Ahora sólo me queda el recuerdo, el dulce recuerdo. He decidido no volver a Roma. Tampoco me veo con ánimos. Andros es ahora mi hogar. Aquí debo encontrar la paz y el sosiego que no conseguiría en la gran urbe. Sí, creo que quiero vivir en las recogidas montañas de Arni hasta el final de mi vida. Qué paradoja, ¿verdad?, pero, decepcionada de los hombres, mi alma ha aprendido a apreciar el canto de los pájaros, el rumor del agua en la fuente, o el suave mecer de los árboles en el viento. Adiós.

Flavia Licinia Aurelia, en Andros




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