jueves, 18 de enero de 2018

Él y ella

Él
Se dejó caer en el sofá, donde ella ya estaba y lo miraba. Parecía azorada. La impaciencia lo empujaba a dar un paso más. Ella le atraía de una forma salvaje. Su expresión ingenua daba a entender que su deseo podía más que su temor adolescente. “Arde”, pensaba él. Pero le excitaba la ocultación de su deseo, consecuencia de una mezcla de timidez, inseguridad y temor a la vez. Sí… ella anhelaba, a la vez que temía, el salto audaz de un deseo desencadenado, incontrolable, que un hombre como él representaba. Y esa sensación, percibida en la expresión de ella, le excitaba, retroalimentaba su fogosidad, ahora ya irreprimible. La había conocido esa misma noche. Le gustó en seguida. Ambos iban colocados. Él sintió que ella lo encontraba atractivo y cuando le propuso llevarla a casa no dijo que no. Ahora presintió que era suya.
—¿Me deseas? —inquirió él, excitado.
—¡Espera, espera, espera! —respondió ella, zafándose, mientras él acariciaba ya sus pechos turgentes.
—¡Me vuelves loco!¡Looccco…! —. Su deseo era tan intenso que la envolvía con sus brazos, la besaba y se sentía fuera de sí. Le embriagaba su olor, que ahora olía en su cuello. Ella intentaba escurrirse como una anguila, pero a él esta resistencia le parecía intencionada. Consideraba que era una treta más en su diabólica estrategia para atraparlo más, para excitarlo más.
—Espera, cariño… ¡espera! —decía ella, y lo miraba inquisitiva, incluso, le pareció, con un punto de solícita tristeza.
Él pensó: “es de las que quieren, pero no quieren”; una ambigüedad que lo llevaba al paroxismo.
—¡No!¡Noooo! déjame, por favor —solicitó ella. Y empezó a sollozar.



Ella
El chico le pareció atractivo y simpático. Se lo habían pasado bien. Se acababan de conocer en la discoteca. Él le gastó una broma a propósito de sus pantalones rosas, cuando se acercó a la barra después de bailar. La invitó a una copa. Y le mostró una amplia y tierna sonrisa. Pronto apreció ella que se había establecido una buena sintonía. Por eso dijo que sí cuando le ofreció tomar otra en su casa.
La casa estaba desordenada. La cuadra típica de un soltero. Él cerró la puerta de la vivienda con llave. Le extrañó y le preguntó la razón. Soy muy paranoico con los ladrones, dijo él. Se sentó en el sofá. El chico era muy guapo. Tenía un cuerpo perfecto. Él la miraba insinuante. Sintió que algo iba mal. Lo notó, de repente. Lo miró desasosegada, mientras él caía junta a ella en el sofá, como un fardo. La abrazó y le espetó:
—Me deseas. —Su mirada encendida denotaba que no había sido una pregunta, sino una rotunda afirmación, que la dejó helada.
—¡Espera, espera, espera! —respondió, asustada. Un pensamiento tenebroso cruzó como un relámpago por su cabeza. Su pulso aumentó. Demasiado tarde, se dijo.
—¡Me vuelves loco!¡Looccco…! —dijo él con los ojos inyectados en sangre, manoseando sus pechos. Intentó zafarse, en un vano intento, procurando no ofrecer demasiada resistencia, para no desatar su ira. Luego, el miedo la paralizó.
—Espera, cariño… ¡espera! —. Ahora sentía terror, pero un instinto mayor, de supervivencia, la animaba a impostar una estrategia para zafarse del agresor. Una vana esperanza de apelar a su humanidad.
Ahora ya era consciente del peligro que se cernía, inexorable, sobre ella, impotente para hacer nada. Sabía lo que estaba a punto de ocurrir, pero rehuía siquiera pensarlo.

—¡No!¡Noooo! déjame, por favor —imploró ella, impotente. Una espesa sombra negra cayó sobre ella en ese momento. Y, sollozando, sintió que ya nunca volvería a ser la misma, ni a ver el mundo de la misma manera. 


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