La construcción de la identidad
Es este un tema espinoso. Lo es en todo el mundo, también entre nosotros, en Europa, en España, en Cataluña. Una cuestión que levanta hondas emociones, que remueve cuestiones profundas. Con este asunto hay que ir con mucho tiento, como el artillero que inspecciona una mina anti-personal. La identidad nacional es un combustible altamente inflamable, que puede traer funestas consecuencias. Ya lo hemos vivido en Europa. En estas cuestiones conviene tener muy presente el pasado, para corregir errores. Ya sabemos que el que no conoce la historia, o la olvida, está condenado a repetirla.
Es este un tema espinoso. Lo es en todo el mundo, también entre nosotros, en Europa, en España, en Cataluña. Una cuestión que levanta hondas emociones, que remueve cuestiones profundas. Con este asunto hay que ir con mucho tiento, como el artillero que inspecciona una mina anti-personal. La identidad nacional es un combustible altamente inflamable, que puede traer funestas consecuencias. Ya lo hemos vivido en Europa. En estas cuestiones conviene tener muy presente el pasado, para corregir errores. Ya sabemos que el que no conoce la historia, o la olvida, está condenado a repetirla.
He releído a Manuel Castells,
para saber lo que dice sobre este tema. Hay una interesante reflexión sobre la
identidad en su libro La Era de la
información: el poder de la identidad. Me interesa exponer, muy resumidos,
algunos conceptos básicos que me servirán como punto de partida de mis
argumentos.
Empezaremos con una definición:
La identidad es la fuente de sentido y experiencia para la gente.
Por identidad, en lo referente a los actores sociales, Manuel Castells entiende
el proceso de construcción del sentido atendiendo a un atributo cultural, o a un
conjunto relacionado de atributos culturales, al que se da prioridad sobre el
resto de las fuentes de sentido. La identidad debe distinguirse del concepto de
rol: los roles sociales (ser madre,
futbolista, trabajadora…) son las funciones que realiza el actor social. Las identidades organizan el sentido, mientras que
los roles organizan las funciones. Pero, ¿qué se entiende por sentido? Se puede definir como la
identificación simbólica que realiza un actor social del objetivo de su acción.
Las identidades son fuentes de sentido para los propios actores sociales y son
construidas por ellos mismos mediante un proceso de individualización. Las
identidades sólo se convierten en tales si los actores sociales las
interiorizan y construyen su sentido en torno a esta interiorización.
Deseo centrarme en la identidad colectiva. Podemos
convenir que todas las identidades son construidas. Los individuos, las
sociedades, organizan los materiales de la historia, de la geografía, de la
biología, de su experiencia vital, etc., para darles un sentido: este sentido
es la identidad. Puesto que la construcción social de la identidad siempre tiene
lugar en un contexto marcado por las
relaciones de poder, Castells propone tres formas u orígenes de la
construcción de la identidad. Yo me quiero centrar en la forma que él denomina identidad
legitimadora.
La identidad legitimadora es aquella que ha sido introducida por las
instituciones dominantes de la sociedad para extender y racionalizar su
dominación frente a los actores sociales. Esta definición está en la base del
tema que me interesa: abordar el
nacionalismo. La identidad legitimadora genera una sociedad civil. Se entiende por tal, un conjunto de organizaciones
e instituciones, así como una serie de actores sociales estructurados y
organizados, que reproducen, si bien a veces de modo conflictivo, la identidad
que racionaliza las fuentes de dominación estructural.
Castells sostiene que la era de
la globalización es también la del surgimiento nacionalista. Esto es
interesante, pues supone una inquietante paradoja. ¿Cómo se entiende que, en un
momento en el que empieza a estructurarse una sociedad globalizada, se produzca
al mismo tiempo un intenso renacimiento de los nacionalismos? La tesis
tradicional es que los nacionalismos han estado ligados con el estado-nación moderno y soberano. El
autor opina que la explosión de los nacionalismos en la actualidad, en estrecha
relación con el debilitamiento de los estados-nación existentes, no encaja bien
con este modelo teórico que asimila naciones y nacionalismos al surgimiento y
la consolidación del estado-nación moderno tras la Revolución francesa. La
conclusión de Castells es que el nacionalismo, y las naciones, tienen vida
propia, independientemente de la condición de estado. Por ejemplo, Escocia,
Cataluña, Quebec, Kurdistán o Palestina son naciones o nacionalismos que no
alcanzaron la condición de estados-nación modernos, sin embargo, muestran una
fuerte identidad cultural/territorial que se expresa como un carácter nacional. Para resumir, Manuel
Castells considera que deben destacarse cuatro aspectos principales cuando se
analiza el nacionalismo contemporáneo:
- El nacionalismo contemporáneo puede, o no, orientarse hacia la construcción de un estado-nación soberano. Por tanto, las naciones son entidades independientes del estado.
- Las naciones y los estados-naciones no están históricamente limitados al estado-nación moderno constituido en Europa en los doscientos años posteriores a la Revolución francesa.
- El nacionalismo no es necesariamente un fenómeno de élite. De hecho, el actual suele ser una reacción contra las élites globales.
- Debido a que el nacionalismo contemporáneo es más reactivo que proactivo, tiende a ser más cultural que político y, por ello, se orienta más hacia la defensa de una cultura ya institucionalizada que hacia la construcción o defensa de un estado.
En conclusión, el nacionalismo se
construye por la acción y la reacción social, tanto por parte de las élites
como de las masas. Reducir las naciones y los nacionalismos al proceso de
construcción del estado-nación hace imposible explicar el ascenso simultaneo
del nacionalismo y el declive del estado-nación.
Naciones sin estado: Cataluña
No voy a entrar en el debate de
si Cataluña es o no una nación. Pienso que está suficientemente documentado y
explicado, no hay ninguna duda al respecto. Los historiadores y especialistas
lo saben. Otra cosa es la manipulación a la que está sujeta la población
española, a la que se le hace creer que los catalanes pertenecen exclusivamente
a la nación española.
Pensar que la nación y el
nacionalismo son un fenómeno directamente vinculado con la construcción del
estado moderno, es un error muy común y arraigado. La población, en general,
tiene esta falsa creencia, que le ha sido inducida a través de la educación
escolar. Una larga mayoría cree que el estado coincide con la nación y, por
tanto, el estado español es la consecuencia natural de la nación española. Pero
esto es un error. A muchos les parece inconcebible que el estado español sea
una estructura organizativa que engloba varias naciones, consecuencia de los
avatares de la historia en la península ibérica. Pero, en este caso, dado que
estamos hablando de identidad, el error no produce indiferencia –como sería el
caso si se tratara de otro tema--, sino una verdadera inflamación. Con esta
cuestión, estamos tocando una materia sensible que apela a las emociones, a
algo arraigado y profundo, pues implica al conjunto de símbolos que definen lo
que somos. Como decía antes, removemos un tema delicado, que levanta pasiones,
que puede llegar a ser explosivo: nuestra identidad nos conforma y sembrar
dudas al respecto produce un vértigo enorme, un gran vacío, como si uno ya no
supiera dónde sostenerse.
Deberíamos aprender a convivir
respetando las identidades ajenas. Sobre todo, no intentando imponer la propia
a los demás. El problema del nacionalismo no es el nacionalismo en sí, sino su
perversa voluntad de querer ser hegemónico. La obstinación de los que se
arrogan el papel de vigilantes de las esencias nacionales, tratando de imponer
el sentimiento propio a los otros, aquellos que no se identifican simbólicamente
con este marco de sentido. Es el caso del nacionalismo español, que trata de
imponer por la fuerza el sentimiento españolista en Cataluña. Pero, atención,
también es el caso del hegemonismo catalanista, que intenta imponer el suyo en
el País valenciano o en Mallorca. Este hegemonismo es directamente un reflejo fascistoide y está en el origen de todas
las explosiones de violencia que hemos conocido en la Europa moderna, desde el
Nazismo hasta el hegemonismo serbio que incendió los Balcanes en los años
noventa. Es curioso, pero los nacionalismos proactivos, es decir, aquellos que
están consolidados y plenamente reconocidos, que gozan de un estado, no se
consideran nacionalistas en el
sentido común del término. Consideran el nacionalismo como un mal que aqueja a
las naciones que no están plenamente reconocidas, cuyo nacionalismo es
reactivo, defensivo. Al no estar dotados de un estado, ponen en duda su
reconocimiento nacional. Una cosa lleva a la otra. Este es nuestro caso, el que
se da entre España y Cataluña. Un ejemplo muy ilustrativo de lo que digo: desde
las instituciones y administraciones públicas del estado español se habla del
nacionalismo catalán y vasco con cierto desdén y prevención, pero no se ven a sí
mismos como nacionalistas españoles, representantes de un nacionalismo bien más
agresivo que los que critican. No perciben su propio hegemonismo, pues al no
reconocer al otro como nación, no
reconocen tampoco sus símbolos. Es el caso de la lengua: para España es
inconcebible la política de inmersión lingüística --una ley de Normalización
Lingüística que se aprobó en Cataluña por unanimidad--, pues en el fondo no se
acaban de creer que el catalán sea la lengua propia de Cataluña e insisten,
cada cierto tiempo, en devolver las cosas al orden fomentando la vuelta del castellano como lengua hegemónica.
Si nos fijamos, la intransigencia
provoca un fenómeno reactivo que va en contra de la cohesión del estado español
como estado plurinacional. Cuando menor es el respeto y reconocimiento de las
diversas identidades plurinacionales del estado, mayor es el peligro de ruptura
y de que España salte por los aires. Con la llegada de la democracia y la
Constitución de 1978, las nacionalidades históricas aceptaron formar parte del
estado español y renunciar a un estado propio.
Fue un pacto acomodado a las circunstancias del momento. Ahora resurge
de nuevo un hondo sentimiento nacionalista, como consecuencia de que esos
pactos y acuerdos han quedado obsoletos y, sobre todo, que se produce una
fuerte recentralización por parte del estado. En la medida en que el poder
central ha estado en manos del bipartidismo PP/PSOE, ambos partidos fuertemente
españolistas, los catalanes se han vuelto más reactivos y, donde estuvieron
dispuestos a aceptar el statu quo
constitucional, ahora, casi un 50% de la población, desea independizarse de
España –a medida que el estado presiona e intenta reprimir este sentir, aumenta
proporcionalmente el anhelo de separarse y buscar una solución propia--.
Ya sabemos que son tres la
razones –básicamente--, por las que los catalanes han ido mostrando esa
progresiva reacción: la financiación,
la lengua y la educación. Son los tres pilares a dinamitar para evitar el
surgimiento de un nuevo estado-nación. Es una lucha por la hegemonía, una
competencia entre naciones --pues en definitiva se trata también de esto--, de
dos naciones que compiten entre ellas por la hegemonía política; en el caso de
Cataluña por encontrar un nuevo acomodo que le permita, aparte de ejercer
libremente sus derechos nacionales, ganar posiciones en el tablero de juego
global; en el caso de España, por evitar su desmantelamiento, perdiendo su
pieza más codiciada. Durante los sucesivos mandatos del PP ha ido aumentando de
forma vertiginosa el porcentaje de catalanes que se inclina por la
independencia, fruto de su política re-españolizadora.
Todo ello alimentado por la actitud cómplice del Partido socialista, que se ha
ido escorando hacia el nacionalismo español en contra del reconocimiento de las
otras nacionalidades, alineándose con el PP en esta cuestión y que ha llevado a
la exasperación a los catalanes, viendo como poco a poco este cerrado
bipartidismo bloqueaba cualquier posibilidad de adaptar la realidad catalana a
los tiempos. En definitiva, de la impotencia de la mitad –por lo menos—de los
catalanes que ven como los mecanismos del estado de derecho bloquean cualquier
solución a sus problemas y anhelos.
Ya hemos visto que los sociólogos
explican la identidad como una fuente de sentido para las comunidades
nacionales. Pues bien, nadie duda tampoco, que uno de los principales símbolos
de una comunidad nacional y su principal fuente de sentido es la lengua. Así pues, podemos afirmar
que la lengua catalana es el cimiento de la identidad catalana. Pero muchos se
preguntarán, ¿Puede considerarse al castellano una lengua más de la identidad
catalana? Espinosa cuestión, de difícil contestación. La lengua propia de
Cataluña es el catalán, claro. Pero la realidad es que los catalanes han
convivido en el estado español durante más de quinientos años. La lengua
estatal, el castellano, se ha impuesto en largos periodos. Los movimientos
migratorios han asentado el castellano entre nosotros. Hoy es una lengua
cooficial junto al catalán. ¿Tiene sentido hablar de que Cataluña tiene hoy dos
lenguas propias? Ya sé que los más puristas dirán que el castellano ha sido
impuesto por la fuerza. Incluso, los más enragés,
comentarán que hemos sido víctimas de invasiones que han desvirtuado nuestras
esencias. Bueno… ¿Y qué? ¿Acaso las invasiones y la promiscuidad étnica y
cultural no son consustanciales a las comunidades humanas, especialmente de una
comunidad mediterránea como la catalana? El tema de la lengua no es baladí, de
hecho, es el núcleo mismo del conflicto. Pues está bien determinado por los
estudiosos que la lengua es, y ha sido en la historia, un mecanismo de dominación, el principal instrumento por el que una
nación intenta imponer su sentido, su identidad, a otras. Esta es la razón que
explica, también, que los constitucionalistas que han inspirado la nueva constitución catalana propongan el
catalán como única lengua oficial del estado; son perfectamente conscientes del
papel determinante del castellano en la expansión de la identidad española. Y
reproducen su esquema fascistoide con
el catalán. Todo esto nos lleva a una cuestión interesante, ambigua: ¿Cómo
catalanes que hemos convivido tanto tiempo con otras nacionalidades de la
península, bajo un mismo estado, podemos hablar de una nación de naciones? ¿se
ha forjado en este tiempo una nueva identidad española? Yo creo que no. Por la sencilla razón de que los
catalanes—y otras comunidades ibéricas—no lo han sentido así. En definitiva, el
sentimiento nacional es eso: un sentimiento. Una adopción de identidad que se
hace por amor o vocación, o convicción, pero jamás por la fuerza. Si analizamos
la historia, veremos que se han dado pocas razones para que catalanes y vascos
se sientan españoles, por la simple razón de que esa nacionalidad moderna se ha intentado imponer por coacción,
suplantando la identidad nacional autóctona, violentando la situación en contra
de la voluntad de los afectados. En una palabra, fue voluntad del estado
español recién nacido, en el siglo XV, uniformizar la nueva “nación española”
bajo la pauta del código identitario de una de ellas: el hegemonismo
castellano.
No será fácil resolver la
cuestión nacional en España. El hecho mismo de que la población catalana esté
dividida a este respecto, apunta las enormes dificultades para acomodar una
solución que satisfaga a todo el mundo. El surgimiento de la Unión Europea y su
progresiva consolidación, podrían dar paso a un “nuevo estado” supranacional,
que esta vez sí, reconociera la plurinacionalidad de su constitución. De esta
forma, podría esperarse que el actual estado español fuese disolviéndose en
beneficio del estado europeo y, una vez consolidado, Cataluña –como
nación—encontrara su acomodo definitivo. Al igual que España, que sería fuerte
en Europa y no se vería desarmada de lo hoy es uno de sus principales
constituyentes –Cataluña--, sin el cual no cree poder sobrevivir.
*Mapa publicado en el año 1652 en Ámsterdam en la obra Atlantis nova pars secunda