Hay un poema de Antonio Machado* que es inquietante y misterioso. Grandísimo. Me
encanta. Aquí lo tenéis:
(un loco)
Es una tarde
mustia y desabrida
de un otoño sin frutos, en la
tierra
estéril y raída
donde la sombra de un centauro
yerra.
Por un camino
en la árida llanura,
entre álamos marchitos,
a solas con su sombra y su locura,
va el loco, hablando a gritos.
Lejos se ven
sombríos estepares,
colinas con malezas y cambrones,
y ruinas de viejos encinares,
coronando los agrios serrijones.
El loco
vocifera
a solas con su sombra y su
quimera.
Es horrible y grotesca su figura;
flaco, sucio, maltrecho y mal
rapado,
ojos de calentura
iluminan su rostro demacrado.
Huye de la
ciudad… Pobres maldades,
misérrimas virtudes y quehaceres
de chulos aburridos, y ruindades
de ociosos mercaderes.
Por los campos
de Dios el loco avanza.
Tras la tierra esquelética y
sequiza
–rojo de herrumbre y pardo de
ceniza—
hay un sueño de lirio en la
lontananza.
Huye de la
ciudad. ¡El tedio urbano!
--¡Carne triste y espíritu
villano!
No fue por una
trágica amargura
esta alma errante desgajada y
rota;
purga un pecado ajeno: la cordura,
la terrible cordura del idiota.
*Campos de castilla. Antonio Machado. Catedra, 1989
Tirando del hilo de este poema, me dejo llevar por
pensamientos apocalípticos. ¿Puede ser, este personaje, un quijote? ¡Sin duda!
Así avanzan muchas veces los cuerdos purgando la locura de otros. Hace ya
treinta años del desastre de Chernóbil.
Parece que fuera ayer, pero ya son un montón de años. Ahora pueden verse las
calles despobladas de ciudades abandonadas, como un mal sueño. La maleza se ha
comido el asfalto y trepa por las desamparadas paredes de los edificios. Una
ciudad fantasma. Y así seguirá durante centenares, quizás millares de años. Aquí
y allá objetos abandonados, ahora viejos y oxidados. Sombra triste de otro
tiempo. Una huella macabra del paso del hombre. Una prueba de su estulticia. Un
silencio sepulcral lo cubre todo, una tragedia muy gorda se masca todavía en el
ambiente. De repente aparece, como de la nada, una anciana. Apenas puede
caminar, si no fuera por la ayuda de un andador. Es una aparición
fantasmagórica, uno de los escasos seres humanos que no quisieron abandonar el
infierno de destrucción y muerte en que esto había de convertirse. Prefirieron
quedarse aquí, aún a costa de sus vidas. ¿A dónde iban a ir? Locos que purgan
una locura ajena, la terrible cordura del idiota.
La carrera de armamento nuclear. La proliferación infinita
de misiles. Un delirio en espiral
que ha alimentado la locura humana. Para destruir, no una, sino miles de veces
la Tierra. ¿Cómo se entiende? Imperios cuya razón de ser se basaron en acumular
poder de destrucción… ¡para destruirse, también, a sí mismos! ¿Dónde está este
mecanismo que nos impulsa hacia ese instinto de destrucción? Es la lógica del
idiota. ¿Cómo puede ser que apostemos antes por nuestro propio extermino que
por la prosperidad del adversario? Vilezas superiores, en fuerza, al instinto
de vivir. Gigantescos estados como el imperio soviético, se deslizaron por la
pendiente del delirio. Idiotas al frente de tales responsabilidades, locos de
los que dependía el poder de acabar con todo. Somos poderosos, podemos devastarlo
todo. Podemos arrasar con todo y convertir la superficie del planeta en ceniza.
Millones de personas, mientras, no disponían de los mínimos. Porque el dinero
se gastaba en construir más misiles, siempre más. Es un mundo de locos.
Dice Lucrecio, en su libro De rerum natura (Sobre la naturaleza de las cosas), un libro lúcido
y de una avanzada modernidad para su tiempo, escrito en el siglo I a.C., que el
fin del mundo es algo indudable, que acaecerá sin duda. Lo que pasa es que
Lucrecio pertenece a una época en la que era impensable que el final pudiera deberse
a la imprudencia o irresponsabilidad de los hombres. La causa sería natural.
Dice así:
… Considera, en primer lugar, los mares, las tierras y el cielo; son
tres materias, tres cuerpos, tres formas completamente distintas y tres
texturas; pues bien, un solo día las hará perecer, y esta mole y fábrica del
mundo se derrumbará después de estar en pie tantos años. Y no se me oculta cuán
nueva y sorprendente es la idea de que hayan de perecer la tierra y el cielo, y
cuán difícil me será convencerte con mis palabras; como sucede siempre que
hacer oír a los hombres cosas hasta entonces no oídas, sin que puedas
exponerlas ante los ojos ni situarlas al alcance de la mano; pues esta es la
vía más recta y segura para llevar la confianza hasta el corazón de los hombres
y los recintos de su mente. Hablaré, sin embargo. Quizá la realidad misma dará
fe de mis dichos, y tú mismo verás cómo espantosos terremotos hacen en un
momento caer el mundo en ruinas; lo cual desvíe lejos de nosotros la fortuna
que todo lo rige, y sea la razón, y no los hechos, lo que te convenza de que el
universo puede derrumbarse, vencido, con horrísono fragor.
El hombre contemporáneo ha perdido la inocencia y es mucho
más escéptico que, incluso, los adeptos milenaristas de Nostradamus. No
llegaremos a ver como el mundo llega a su fin de forma natural; antes
acabaremos nosotros con él. ¿De dónde brota este instinto malsano de la
autodestrucción? ¿Cómo estamos paridos? Cuando eres un niño, en tu ingenuidad, con
tu mente tan fresca y sana, no puedes creer que los adultos, en quién confías,
puedan jugar con la destrucción del mundo. No puede ser, te dices. De ninguna
de las maneras. Eso no pasará. Pero los años pasan, y acabas dándote cuenta de
que sí que es posible. Somos así de bestias e insensatos. Podemos pulverizar el
mundo. Y si eso no ha pasado ya, puede calificarse de auténtico milagro.
¿Qué esperanzas tenemos de que tamaña insensatez no se lleve
a cabo? Ninguna. Nos autodestruiremos y todo habrá acabado. La gran aventura de
la vida habrá saltado por los aires, en un segundo. ¡Puffff! Se acabó. El
Universo volverá a su silencio inmutable. Indiferente a la estupidez humana.
Quizás, dentro de unos cuantos miles de millones de años más, reaparecerá la
vida. Un pequeño corpúsculo. Una pequeña mota que irá creciendo, tozuda y
perseverante. Y así hasta que la creación surja de nuevo, una vez más, en toda
su esplendorosa diversidad y complejidad, tan fascinante como un dios.
Entonces, la cordura de un idiota dará con todo al traste, de nuevo.