El campamento de Idomeni se ha
desmantelado casi sigilosamente. La policía se presentó de buena mañana,
medrosamente, en una operación alejada de las cámaras. Se ha evitado la presencia
de periodistas. Poco a poco se han desalojado a las pobres gentes de sus
precarios campamentos. Se trata de mantener la mirada del mundo alejada de esta
ignominia. Europa esconde sus vergüenzas. Con caras tristes, decepcionados, los
refugiados se resignan a lo inevitable. Niños y mayores, miembros de estas
desvalidas familias que ahora esgrimen la faz real de nuestro hiriente mundo,
deshacen lo andado y reemprenden su camino de vuelta al infierno. La ostentosa
y lacerante presencia de las excavadoras, que recogen los restos andrajosos del
campamento, materializa el fracaso de Europa como civilización capaz de acoger
y dar asilo a los que huyen de la persecución y de la guerra, intentando
escapar de una muerte segura. Seres acorralados por la historia y, también, por
sus propios congéneres. Humanos que no tienen cabida en este mundo. Personas a
las que se les da la espalda y, con una resignada hipocresía, se mira hacia
otro lado esperando que, por arte de magia, desaparezcan de la faz de la Tierra
para no incomodar nuestras existencias egoístas. Son un estorbo, una escoria
sobrante de la humanidad. Material de rechazo.
Con estos hechos, se constata el
fin de la Europa de los derechos humanos y civiles, de un modelo de sociedad
que para muchos ha sido ejemplar, único en la historia. Una milagrosa y efímera
contingencia, una edad dorada que desaparece para siempre y nos conduce, de
nuevo, a la dura realidad de nuestro mundo, un lugar áspero y desabrido. Ya
estamos en otros tiempos. En tiempos aciagos dónde los individuos ya no
importan. El hombre ya no es la medida de todas las cosas. Hay otras
prioridades. En un abrir y cerrar de ojos, los ideales por los que han luchado
varias generaciones –y han estado dispuestos a dejarse la piel--, se han
esfumado.
Pero no seamos hipócritas. El
cierre de fronteras y la vuelta a casa de los refugiados no es sólo una
cuestión de mala gestión política. Siempre culpamos a nuestros políticos. Es
fácil echarles la responsabilidad de que haya fracasado la política de acogida.
La verdad es que la culpa es enteramente nuestra, del conjunto de los
ciudadanos europeos. La mayoría de los europeos, seamos francos, estaba en
contra de acoger a estas gentes. Pero esta mayoría callaba cobardemente. Sólo
una minoría, a quien no importaba que su conducta fuese tachada de
políticamente incorrecta e insolidaria, se mostraba claramente contraria a
aceptar a los refugiados. Otros, seguramente otra minoría, apelaba a los
valores supremos que sustenta nuestra civilización. Esgrimían el deber moral de
proteger a los desesperados, de anteponer, sin ningún tipo de excusa, por
encima de todo, los derechos humanos. Así, los políticos que mueven los
engranajes de esta máquina infernal en que se ha convertido Europa, han
maniobrado sigilosamente para frenar esta ola migratoria, a sabiendas de que
cuentan con la aquiescencia de una parte importante de la población del
continente.
Pero, podríamos preguntarnos: ¿por
qué tantos ciudadanos del viejo continente no aceptan a los refugiados? Esta es
una pregunta clave, pero que nadie se atreve a plantear abiertamente. ¿Lo que
late detrás es la xenofobia? ¿El miedo a lo diferente? ¿La convicción, vamos a
decir bienintencionada, de que estas olas migratorias pueden amenazar nuestra
civilización, diluir nuestra esencia, hasta hacerla desaparecer completamente?
Los europeos, en su mayoría, no quieren una sociedad pluricultural. ¡No! ¡ni
hablar! A lo sumo, aceptarían que los inmigrantes se integraran. Es decir, que
asumieran que, al ser acogidos por la generosidad y solidaridad europea, deberían
dejar atrás sus creencias y sus hábitos para integrarse en las costumbres
europeas. En una palabra, la condición sería que estuvieran dispuestos a convertirse en europeos. ¿Qué se
entiende por esta conversión? Pues
que aprendan los idiomas de los países de acogida, que se vistan como ellos,
que coman lo mismo que sus anfitriones y, en última instancia, que adopten sus
mismos ideales y valores. ¿Se puede exigir todo esto, como condición para ser
recibido y aceptado? Muchos creen firmemente que sí. Y lo defienden con
vehemencia. Alegan que los recién llegados lo hacen por elección y, al disfrutar
de la generosidad que representa la acogida entre nosotros, se les puede exigir
como mínimo que acepten integrarse plenamente en nuestro modo de vida. ¿Hemos
pensado lo que representaría para nosotros irnos a vivir, por ejemplo, a Afganistán
y adaptarnos plenamente a sus costumbres e ideales? ¿Seríamos capaces? No sé
cómo nos sentiríamos si, además de la humillación que representa la huida de la
guerra, sin nada, con una mano delante y otra detrás, nos viéramos obligados a
ponernos un nicab, escolarizar a nuestros hijos a una madrasa para que aprendan
El Corán…
Como dice Manuel Castells, la
oposición entre globalización e identidad está dando forma a nuestro mundo y a
nuestras vidas. La integración es una formula muy conflictiva. Sí, es cierto
que las culturas deben preservarse, que los europeos temen que la intromisión
de culturas foráneas pueda romper la homogeneidad y la cohesión social de sus
comunidades. En oposición, los extranjeros que llegan a Europa desean conservar
sus costumbres y, una vez entre nosotros, buscan la manera de convivir con los
suyos, amparados entre ellos, buscando formar comunidades cerradas donde puedan
reproducir la vida de sus países de origen. Dicho todo esto, hemos de convenir
que el conflicto convivencial es comprensible. Nacen los recelos entre unos y
otros. Hasta cierto punto, cabe comprender la dificultad de establecer una
convivencia sin alteraciones y tensiones. Claro. Pero, por desgracia, no
podemos escoger. Ya no es posible pensar el mundo como un lugar con
departamentos estancos, como si se tratara de un zoológico humano, aquí los
leones, allá las cebras… La progresiva mundialización, o globalización –como le
queramos llamar—aboca a la humanidad a un proceso imparable de convergencia.
Aunque este proceso es muy traumático, nada será capaz de detenerlo. Es como si
la humanidad tuviese trazado este camino de antemano. El lento caminar de
nuestra especie a través del tiempo, en su devenir, señala la convergencia de
la humanidad, a ser sólo una. Por mucho empeño que pongamos en revertir este
proceso, no lo conseguiremos. Es un devenir irrevocable, imposible de torcer o
de cambiar. En un futuro, más o menos lejano, la sociedad humana estará
plenamente integrada, será “una sola tribu”. Ya caminamos hacia ese nuevo
mundo.
El choque que provoca esta
globalización se opera, sobre todo, en las grandes urbes de Occidente; son las
verdaderas megalópolis cosmopolitas del mundo, el laboratorio en el que ya
podemos observar los conflictos que nos acechan y que señalan el camino hacia
el futuro. Este juntarse gentes de las más diversas procedencias, etnias,
religiones, lenguas y valores es lo que llamamos multiculturalismo. Desde mi
punto de vista, el multiculturalismo es una utopía. Lo digo muy a mi pesar,
pues que hay más bello que la diversidad humana. Se está demostrado muy
complicado y difícil establecer sociedades estables multiculturales. Pongamos
algún ejemplo, en Francia, por buscar un caso paradigmático: ¿Cómo conseguimos
casar el derecho de la igualdad, conquistada por los franceses en un
costosísimo proceso revolucionario y al que no están dispuestos a renunciar de
ninguna manera, con el derecho de los musulmanes a considerar a sus mujeres, en
muchos aspectos, subordinadas a los hombres? ¿Puede alguien, legítimamente,
erigirse en juez y parte y decidir que los musulmanes no están en su derecho de
establecer la prelación de derechos según el sexo, o como les plazca? ¿Cómo
hacemos para no romper la convivencia cuando las leyes de unos conculcan las de
los otros y viceversa? Es evidente que el futuro no pasará por subordinar una
cultura a otra. Por hacer pasar por el tubo a unos en favor de un supuesto
valor superior de los otros. Los europeos están convencidos de su superioridad,
pues consideran su sistema de derechos civiles mucho más evolucionado y justo
que el del mundo islámico, por ejemplo. Esta convicción los lleva a tratar a los
demás con prepotencia y a menoscabar sus costumbres por anticuadas y obsoletas,
tratando de imponer el sistema de valores propio como si se fuese un sistema
universal. La solución se establecerá por consenso, por un proceso lento de
asimilación. Surgirá, de algún modo, una síntesis cultural fruto de las
anteriores formas. De hecho, así ha sido en otras etapas de la formación de las
sociedades humanas; pensemos en el paso de los clanes y tribus a las sociedades
complejas avanzadas. También fue muy traumático, pero se consiguió.
Así que, por mucho que nos
opongamos, no podremos contener el río, la fuerza de la corriente se llevará
por delante nuestros prejuicios y nuestros legítimos deseos de conservar ese
patrimonio cultural intangible que ahora constituye nuestra identidad. Se
construirán nuevas identidades sobre las viejas. La humanidad dará un salto
cualitativo que implicará una nueva forma de organización. Un nuevo avance de
la vida, ineludible, en su camino hacia una mayor complejidad.
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