de nuevo Svetlana Aleksiévich (2)
Andamos a la búsqueda de un nuevo
sentido. Por esto me gusta el libro de Svetlana Aleksiévich. Sugiere caminos, y
narrando la incertidumbre y desasosiego del presente, muestra la luz al final
del túnel. No se puede vivir sin esperanza. Las sociedades, al igual que las
personas, pueden encontrarse en encrucijadas, incluso en caminos sin salida. La
perseverancia es esencial para la supervivencia.
Sigo leyendo con avidez y
fascinación a Aleksiévich. La versión catalana de su libro, Temps
de segona m: la fi del home roig. Ayer dio una conferencia en el CCCB de Barcelona. Lleno a
reventar. Llegué una hora antes, por prevención. No sirvió de nada; tuve que
seguirla por stremming, de vuelta a
casa. “Yo no puedo vivir sin esperanza” dice. Y también: “La vida puede
germinar a pesar de todas las adversidades” o aún, “el odio no nos salvará;
sólo nos salvará el amor”. La lectura de este libro le deja a uno totalmente
exhausto, anonadado. ¿Cómo es posible que colapse de esta manera un imperio –el
imperio soviético-- forjado con el esfuerzo y la fe ciega de centenares de
millones de personas? ¿Cómo puede haber terminado así el comunismo? ¿Qué ha ocurrido
para que una idea que sedujo a una parte de la humanidad se haya convertido en
la peor de las pesadillas de la historia? Rusia, o mejor, el vasto territorio
de lo que fuera la URSS, que comprendía varias repúblicas europeas y asiáticas,
se ha convertido en un campo devastado. Millones de ciudadanos se sienten
humillados, o desorientados, o directamente hundidos en la miseria física y
moral. Es un mundo sin perspectivas. La caída del imperio comunista, que muchos
vieron como la oportunidad de una vida nueva, de la recuperación de la
libertad, resultó igualmente un fiasco inmenso. A la ignominia del comunismo
han sucedido las “ratas” –término literal que utiliza la propia escritora-- del
capitalismo mafioso moscovita. Los delincuentes asaltaron el estado y arramblaron
con todo. Hoy los ladrones y los asesinos mandan en Rusia y la gente, que no
tiene nada, asiste impotente a esta tragedia.
Los rusos han sido triturados por
la rueda de la historia. Pero, cuidado… No seamos ingenuos; si bien no se puede
comparar la situación de Rusia con la de la UE, tampoco podemos afirmar que
caminamos por un sendero alfombrado con flores. Nuestros problemas son graves,
sin llegar al paroxismo de la sociedad soviética y post soviética y el
sufrimiento infinito de sus gentes. Por encima de todo, también nos afecta este
“cansancio de la civilización”. Estamos todos en un callejón sin salida. La
búsqueda de un nuevo sentido es también nuestro objetivo. Así lo ve Aleksiévich,
que saltó como un muelle de su asiento cuando le pareció interpretar –por un
malentendido a causa de la traducción simultánea—que el moderador insinuaba que
nosotros estamos libres de males y observamos la realidad rusa con cierta
condescendencia.
Lo que maravilla de la inmensa
novela de Aleksiévich, a parte de la emoción y la precisión de su relato, es la
tenue esperanza que subyace. Es posible reconstruir, volver a empezar… a pesar
del embrutecimiento que todo ello ha causado, del hastío, del agotamiento, “del
profundo sentimiento de derrota”. El ser humano es como una hormiga. Hacendoso
y persistente. Resiliente, que se dice ahora. La gran escritora bielorrusa sabe
que la reconstrucción sólo es posible desde el diálogo sincero con la historia
reciente. A partir de un relato fundado en la honestidad, en la franqueza, que
huya de la impostura del relato oficial con el que se ha engañado --¡y se sigue
engañando! --, de forma persistente, al pueblo ruso. Este es un objetivo
venerable de su libro.
Aleksiévich concibe la novela
como el relato de la vida. No es partidaria de la ficción. La literatura es
vida. El libro debe abrir su relato a la pulsión de lo vital. Temps de segona mà es como el retablo de
El Bosco, un ingente universo de personajes variopintos, donde cada uno tiene
su papel, su personalidad propia. Es esta inmensa sinfonía la que constituye el
sentido de ese universo. La novela es como el coro del antiguo teatro griego,
una polifonía que explica la cadencia del acontecer, del paso real del tiempo
–¡el tiempo humano! --. La verdad se encuentra ahora en la inmediatez de los
testimonios personales, centrándose en lo esencial: el modo como el destino
afecta a los humanos. En cierto modo, el libro es un libro de historia. Pero un
libro de historia en el que lo que importan son las voces de las personas, de “la
gente pequeña” --como le gusta recordar a Aleksiévich--. Es la pulsión
subjetiva de la historia, las voces de las gentes, de los que la sufren en sus
carnes, con toda su crudeza, los grandes hechos –cataclismos-- de la Historia
con mayúscula, que se lo lleva todo como un río desbordado. Podríamos poner un
símil: la Historia es como el registro de la propiedad, un lugar frío y
burocrático en el que están formalmente registrados –como las fincas--, con
precisión científica, la descripción de los grandes hechos. A la escritora, por el contrario, le interesan
los sentimientos y las emociones que se producen entre las frías paredes de esa
casa que describe el registro, ahí es dónde late la vida.
La lectura de su libro nos
permite descubrir a una escritora meticulosa. Ella misma dice que escribir es
una labor muy ardua y costosa, pues llegó a tardar hasta diez años para acabar
este libro. Se percibe la labor de síntesis, de depuración de los textos hasta
dejar lo esencial. Este trabajo minucioso nos deja un relato cristalino y de
gran simplicidad. Pero detrás de esta aparente simplicidad, se esconde mucho
trabajo. No hay nada que cueste más que depurar un texto para que refleje, de
forma clara y transparente, la esencia de las cosas. Vivimos –dice la
galardonada con el Nobel—en un mundo sobresaturado de información. Pero esta
información es esencialmente periodística y no nos acerca al secreto, al
misterio de las cosas.
Detrás de esta polifonía de voces
a través de la cual habla la vida, por encima de la literatura, se filtra
espontánea la verdad. Una verdad que se encuentra enterrada entre las múltiples
experiencias, a menudo contradictorias y ambiguas, de los personajes que han
conversado con Aleksiévich. Pues ella misma afirma que no son entrevistas, sino
conversaciones entre amigas, como aquellas que eran tan habituales en las
antiguas cocinas soviéticas, al amparo de las indiscreciones. Una verdad
fundada en las diversas visiones de la realidad –pues cada persona genera una
respuesta diferente ante los mismos hechos-- cuya principal y nada desdeñable
función, consistiría en abrir los ojos a los rusos. Y de esta forma, desde el
reconocimiento de su “ser en la historia”, construir una nueva “voluntad de ser”.
El hallazgo de un camino, de una salida del largo y amargo túnel en el que la
historia los ha metido. Por su bien, pero también por el nuestro.
Y ahí late el misterio, el
secreto, al que se refiere la escritora. La obra suscita más interrogantes que
los que uno se planteaba antes de leerla. Así es como debe ser; de esta forma se
mide un gran libro. Esta es una obra con punto
ciego, en el sentido que le atribuye Javier Cercas en su reciente libro y
del que ya he hablado en este blog*. Me atrevo a decir que ahí está el valor
primordial de su escritura, lo que explica la grandeza de su obra y justifica
la merecida entrega del premio Nobel. Un misterio que habla del alma rusa, pero
también del alma humana en general, de cómo somos, de hasta qué punto somos
inaprensibles y nos comportamos de una forma misteriosa, inexplicable, muchas veces
paradójica y contradictoria. Como la historia de amor, inaudita, de Elena
Razduieva, que se enamora de un preso --¡que no conoce! -- condenado a cadena
perpetua en la Siberia profunda, adonde se desplaza para verlo ¡sólo los días
de visita!, abandonando a su marido y a sus hijos, a los que por otra parte
quiere con locura. ¿Quién entiende esto? En este misterio está toda la esencia
del libro. El alma humana aparece como un inmenso agujero negro, inaprensible. La
eterna búsqueda del sentido.
*Ver el post La teoría del punto ciego de Javier Cercas