jueves, 9 de junio de 2016

La segunda transición democrática (1)


El estado español se encuentra hoy en una encrucijada. Es un momento muy difícil, histórico. Las circunstancias son muy graves. Es preciso buscar una solución a problemas que no pueden continuar enquistados. Identifico tres principales: el paro, la corrupción y la identidad nacional. La parálisis del sistema frente a los retos planteados es tal, que corremos el riego de que salte todo por los aires. Yo creo que una mayoría de ciudadanos concuerda en que hemos llegado a un camino sin salida, que estamos en un atolladero y urge tomar una decisión valiente para salir adelante. Yo quiero creer que todos nosotros, independientemente de nuestras ideas, estamos de acuerdo en que se necesita un profundo cambio. Hablo de una transformación pacífica, de un cambio contundente pero guiado por un escrupuloso proceso ciudadano de regeneración política. No importa a que ideas políticas se adhiere uno; o cualquiera que sea la nacionalidad a la que cada uno se sienta pertenecer. Ya nos sintamos españoles o, por el contrario, tengamos otro sentimiento identitario, todos estamos de acuerdo en que necesitamos una transformación profunda de las instituciones, de nuestras actitudes ante los retos planteados y de las estrategias para avanzar hacia una nueva etapa de nuestra historia que sea próspera y pacífica.

Todos somos conscientes de que la convivencia se ha enrarecido. Como pasa, desgraciadamente, en tantas ocasiones en la vida en común, ya sea en familia o en la sociedad nacional, la rutina, los malos hábitos y las propias condiciones de los seres humanos –que son imperfectos--, acaban pervirtiendo, deteriorando y pudriendo la propia convivencia. Cuando llega ese momento --circunstancia que es cíclica--, la paz está en peligro, pues se ha instalado la injusticia, a fuerza de pervertir las normas que hemos convenido entre todos, en favor de unos pocos egoístas y espabilados. Además, los tiempos cambian, y los hábitos deben adaptarse a las circunstancias. En definitiva, llega un momento en que se hace indispensable coger al toro por los cuernos, armarse de valor, dotarse de un espíritu elevado y avanzar hacia un cambio profundo que instale una nueva forma de convivencia, que garantice el bienestar y la prosperidad de todos los miembros de la comunidad.

Este momento ha llegado para nosotros, para el estado español. Hay gente que aún no lo ve. Otros que, por egoísmo y por conservar lo que tienen, dicen que no. Otros aún que dudan si lo que vendrá no será peor que lo que tenemos y con esta excusa no se mueven. Pero, por encima de todo, lo que hay es un establishment que no desea el cambio, pues su situación privilegiada se sustenta en el desequilibrio y la desgracia de otros. Ellos tienen las riendas y no quieren soltarlas. Por desgracia, nuestros organismos “democráticos” han sido violentados, poco a poco, para servir intereses ajenos a los de los ciudadanos. Nuestras instituciones han sido secuestradas, lentamente socavadas, para bien de unas minorías extractivas que arramblan con la riqueza común y dejan a la sociedad en la estacada. Desafortunadamente, también, los políticos que –en teoría—hemos elegido, resulta que estaban comprados por estas mismas minorías. Unas élites que han conseguido que nuestros representantes políticos gobiernen para ellos, a cambio de sobornarlos con cargos, dinero y privilegios. Ya sé que me diréis: ¡siempre ha sido así, es la historia del mundo! Sí… es verdad. Pero no podemos ser complacientes y mirar hacia otro lado, sino acabaran con nosotros. La codicia no tiene límites. Hemos de poner freno a esta situación y hemos de revertir las cosas para devolverlas a su cauce. Yo creo que es posible y también creo que ahora tenemos una gran oportunidad. Constato que la ciudadanía de este país está viva, que es capaz de impulsar movimientos ciudadanos de regeneración. La sociedad tiene nervio. Es una señal que invita al optimismo.

El problema que tenemos va mucho más allá de una disputa entre partidarios de distintas ideas políticas. Espero que estéis de acuerdo, en esto, conmigo. No se trata de pertenecer a una ideología o a otra. La prueba es que, en España, todos los partidos están implicados en la corrupción, por la simple razón de que el sistema es así, funciona de esta manera. El sistema actual ha funcionado básicamente con la alternancia de dos partidos, el PP y el PSOE. Ambos han llegado al poder por que han estado dispuestos a dejarse financiar de forma ilegal por aquellos que, precisamente, iban a sobornarlos e utilizarlos. Las comisiones ilegales afectan tanto al receptor como al dador. Ambos partidos están gravemente implicados en el desmantelamiento de nuestro sistema democrático. Ellos han sido los que han construido este sistema corrupto que ha funcionado en los últimos treinta años. Han llegado al poder político por selección natural, pues para llegar ahí había que entrar en complicidad con intereses corruptos. Había llegado un momento en que no se podía estar en la cúpula de un partido, si no estabas de acuerdo en hacer trampas, en favorecer intereses que dan la espalda a la gente.


Mientras las cosas nos iban bien, todos mirábamos hacia otro lado. Pero la dimensión, profundidad y gravedad de la gran recesión en la que aún estamos es tal, que se hace indispensable tomar cartas en el asunto. Hemos aprendido que la política es cosa de todos y no se puede delegar, a riesgo de que secuestren nuestros derechos. Las élites financieras internacionales, que hoy detentan un inmenso poder fáctico global, tienen una evidente responsabilidad en lo que ha ocurrido. No hay inocentes. El gravísimo delito que se ha cometido contra una extensa ciudadanía en todo el mundo, tiene responsables. Hoy, el poder político en España, no sólo esconde a estos responsables, sino que los sigue protegiendo y les sigue dotando de fondos que nos pertenecen. Estoy convencido que es una grave irresponsabilidad volver a votar a cualquiera de los partidos de la vieja política. No podemos permitir que el PP vuelva a gobernar en España, sería un gravísimo error del que nos arrepentiríamos más pronto que tarde. Sería, igualmente, negligente un gobierno en coalición PP-PSOE, como se nos intentará imponer por el propio viejo sistema. Tienen mucho que tapar y proteger. Buscarán la manera de sustraernos de la vista todos los trapos sucios en que han fundamentado sus desgobiernos e intentarán blindarse, no sólo para mantener sus privilegios, sino para esconder información adicional que delataría las fechorías cometidas a lo largo de sus mandatos. Es imperativo renovar completamente la política. Los viejos partidos no sirven. El 26 de junio tenemos la oportunidad de decir la nuestra en todo esto. Nos jugamos mucho, ahora es nuestra oportunidad. Hay que votar a partidos nuevos que nos garanticen que se someterán a nuestro estricto control.


viernes, 3 de junio de 2016

La receta es como una partitura


A mí siempre me ha gustado pensar que la receta de cocina es como la partitura de música. Un solfeo que permite interpretar la música que representa. Por si sola, la receta, como la partitura, no dicen nada. Tanto una como otra, precisan de un lector hábil, que interprete más allá de los símbolos escritos. Por esto no es lo mismo Daniel Baremboim que un mindundis cualquiera. Porque, en definitiva, la receta no es más que un burdo instrumento para intentar reproducir una fórmula culinaria. Por lo general, obra de un maestro. Una maestría que pretendemos interpretar en la receta para acercarnos, lo máximo posible al original.

Como muchos sabéis, he sido editor gastronómico durante más de 30 años y esta cuestión conceptual ha sido una de mis principales preocupaciones profesionales. ¿Cómo reproducir aquel plato magistral de tal maestro, en el papel, para que el lector --aquel cocinero aficionado o profesional--, lo pueda llevar a cabo con la máxima fidelidad? La cuestión no es baladí. Es mucho más difícil y complicado de lo que parece. Si sois cocineros o cocineras como se dice hoy en día, para ser políticamente correctos, cosa que encuentro horrible y desafortunado--, o aficionados a la cocina o, simplemente, cocineros eventuales, os habréis encontrado muchas veces con libros de recetas de cocina que no funcionan. ¿Qué quiero decir con ello? Pues que son libros que aportan recetas que, cuando las realizas, se obtiene un verdadero churro. Ahí se queda uno con cara de verdadero pasmarote, preguntándose qué caray ha hecho mal. La respuesta es muy sencilla: no ha hecho nada mal. Lo que ocurre es que el libro que tiene en las manos es un fraude.

¿Por qué se hacen tan mal tantos libros de cocina? Hay muchas razones. Intentaré aclararos algunas, aún a riesgo de no ser exhaustivo. La primera de todas es lo que podríamos llamar el pecado del editor. ¡Ay, dichoso beneficio, dichoso margen y dichosa codicia! ¡Si quieres ser un buen editor, olvídate de hacerte rico! ¡Escoge otro oficio!: por ejemplo, conviértete en un soldado del sistema financiero internacional y, así, sirviendo a tus señores, que nos esquilman despiadadamente a todos, comerás las suculentas migajas que te dejen. Pero volvamos a nuestro editor codicioso; ¿qué hace para ganar dinero? Pues sisa todo lo que puede en la edición del libro. Por ejemplo: evitará pagar un corrector especializado que repase y corrija las recetas o, en el peor de los casos, comprará por cuatro duros un libro de recetas en el mercado internacional y lo publicará aquí de cualquier manera. Este es un recurso muy manido. Pero, claro, los lectores quieren libros baratos. ¡Pues toma barato!

Un libro de cocina es un tema complicado, créeme. No se trata de ir a buscar al chef estrella de turno, pedirle cuatro recetas y traspasarlas al papel. Si haces esto, cosa que hacen un gran número de editores, obtendrás un libro de recetas que será una mierda --¡con perdón! —. Ese libro al que me refería, cuando uno intenta realizar la receta y le sale un churro. Para empezar, te diré que los cocineros – todos los cocineros, incluidos las estrellas—no tienen ni idea de escribir una receta. Una cosa es cocinar, incluso cocinar muy bien, y otra muy distinta es transformar esto en una partitura, en una receta. Para esto necesitas un editor de verdad. Y, además, que este editor entienda de cocina, lo que hace la cosa mucho más complicada. Sólo un editor de estas características, metiendo horas como un tonto, será capaz de interpretar lo que hace el cocinero –a veces, pasando largas horas con él en la cocina, observando y preguntando, paso a paso, todo lo que hace—Sólo de esta forma tan artesanal puede armarse un libro como dios manda. La conjunción del maestro cocinero y el conocimiento del editor para convertir la habilidad del chef en una receta interpretable por el lector aficionado, harán posible un libro de cocina único, diferente a los demás, que funcione y no defraude.

Pero volvamos a la imagen de la receta como partitura. Aún en el caso de haber conseguido un buen libro, la receta sigue siendo sólo una receta. Me explico; la receta no es una panacea, sólo contiene una parte del arte del cocinero. La cocina es un oficio misterioso en el que el gusto, la intuición y la experiencia son indispensables para llegar a la excelencia. Hay muchos procesos que no se pueden transcribir en el papel y que dependen de la pericia del cocinero lector. Me refiero a que, el lector, deberá interpretar la receta del maestro que tiene en el libro. ¿Cómo? Bueno… su experiencia le dará orientación de cómo realizar una determinada cocción, a qué intensidad debe estar el fuego, cómo se debe corregir en función de situaciones cambiantes del propio producto, de las condiciones técnicas específicas en las que estamos trabajando, etc. Todo eso no lo explica, ni puede explicarlo la receta; tiene que formar parte del acervo del cocinero lector. Cuanto mayor sea su pericia, mejor será el resultado culinario de la receta.

Y por último otra cosa. Durante años me desesperaba ver que muchos de mis clientes compraban los libros de cocina sólo por las recetas que contenían. Y se empeñaban en reproducir fielmente, como loros, las recetas ahí explicadas. Yo creo que esto es un error. Un libro de cocina, si es bueno, es una fuente de información inagotable: una salsa por aquí, el descubrimiento de un nuevo ingrediente por allá, una técnica que no conocíamos acullá… Un libro es, por encima de todo, una fuente de inspiración. Si no cumple con esta función, no es un gran libro de cocina. Y, lo que es peor, el cocinero lector no es un verdadero cocinero. Pues la característica principal que debe ostentar un verdadero cocinero es su afán por la creatividad. Por improvisar, pues ahí está el gran gusto por la cocina.


martes, 31 de mayo de 2016

La identidad y la nación


La construcción de la identidad
Es este un tema espinoso. Lo es en todo el mundo, también entre nosotros, en Europa, en España, en Cataluña. Una cuestión que levanta hondas emociones, que remueve cuestiones profundas. Con este asunto hay que ir con mucho tiento, como el artillero que inspecciona una mina anti-personal. La identidad nacional es un combustible altamente inflamable, que puede traer funestas consecuencias. Ya lo hemos vivido en Europa. En estas cuestiones conviene tener muy presente el pasado, para corregir errores. Ya sabemos que el que no conoce la historia, o la olvida, está condenado a repetirla.
He releído a Manuel Castells, para saber lo que dice sobre este tema. Hay una interesante reflexión sobre la identidad en su libro La Era de la información: el poder de la identidad. Me interesa exponer, muy resumidos, algunos conceptos básicos que me servirán como punto de partida de mis argumentos.
Empezaremos con una definición: La identidad es la fuente de sentido y experiencia para la gente. Por identidad, en lo referente a los actores sociales, Manuel Castells entiende el proceso de construcción del sentido atendiendo a un atributo cultural, o a un conjunto relacionado de atributos culturales, al que se da prioridad sobre el resto de las fuentes de sentido. La identidad debe distinguirse del concepto de rol: los roles sociales (ser madre, futbolista, trabajadora…) son las funciones que realiza el actor social. Las identidades organizan el sentido, mientras que los roles organizan las funciones. Pero, ¿qué se entiende por sentido? Se puede definir como la identificación simbólica que realiza un actor social del objetivo de su acción. Las identidades son fuentes de sentido para los propios actores sociales y son construidas por ellos mismos mediante un proceso de individualización. Las identidades sólo se convierten en tales si los actores sociales las interiorizan y construyen su sentido en torno a esta interiorización.
Deseo centrarme en la identidad colectiva. Podemos convenir que todas las identidades son construidas. Los individuos, las sociedades, organizan los materiales de la historia, de la geografía, de la biología, de su experiencia vital, etc., para darles un sentido: este sentido es la identidad. Puesto que la construcción social de la identidad siempre tiene lugar en un contexto marcado por las relaciones de poder, Castells propone tres formas u orígenes de la construcción de la identidad. Yo me quiero centrar en la forma que él denomina identidad legitimadora.  
La identidad legitimadora es aquella que ha sido introducida por las instituciones dominantes de la sociedad para extender y racionalizar su dominación frente a los actores sociales. Esta definición está en la base del tema que me interesa: abordar el nacionalismo. La identidad legitimadora genera una sociedad civil. Se entiende por tal, un conjunto de organizaciones e instituciones, así como una serie de actores sociales estructurados y organizados, que reproducen, si bien a veces de modo conflictivo, la identidad que racionaliza las fuentes de dominación estructural.

Castells sostiene que la era de la globalización es también la del surgimiento nacionalista. Esto es interesante, pues supone una inquietante paradoja. ¿Cómo se entiende que, en un momento en el que empieza a estructurarse una sociedad globalizada, se produzca al mismo tiempo un intenso renacimiento de los nacionalismos? La tesis tradicional es que los nacionalismos han estado ligados con el estado-nación moderno y soberano. El autor opina que la explosión de los nacionalismos en la actualidad, en estrecha relación con el debilitamiento de los estados-nación existentes, no encaja bien con este modelo teórico que asimila naciones y nacionalismos al surgimiento y la consolidación del estado-nación moderno tras la Revolución francesa. La conclusión de Castells es que el nacionalismo, y las naciones, tienen vida propia, independientemente de la condición de estado. Por ejemplo, Escocia, Cataluña, Quebec, Kurdistán o Palestina son naciones o nacionalismos que no alcanzaron la condición de estados-nación modernos, sin embargo, muestran una fuerte identidad cultural/territorial que se expresa como un carácter nacional. Para resumir, Manuel Castells considera que deben destacarse cuatro aspectos principales cuando se analiza el nacionalismo contemporáneo:
  1. El nacionalismo contemporáneo puede, o no, orientarse hacia la construcción de un estado-nación soberano. Por tanto, las naciones son entidades independientes del estado.
  2. Las naciones y los estados-naciones no están históricamente limitados al estado-nación moderno constituido en Europa en los doscientos años posteriores a la Revolución francesa.
  3. El nacionalismo no es necesariamente un fenómeno de élite. De hecho, el actual suele ser una reacción contra las élites globales.
  4. Debido a que el nacionalismo contemporáneo es más reactivo que proactivo, tiende a ser más cultural que político y, por ello, se orienta más hacia la defensa de una cultura ya institucionalizada que hacia la construcción o defensa de un estado.
En conclusión, el nacionalismo se construye por la acción y la reacción social, tanto por parte de las élites como de las masas. Reducir las naciones y los nacionalismos al proceso de construcción del estado-nación hace imposible explicar el ascenso simultaneo del nacionalismo y el declive del estado-nación.

Naciones sin estado: Cataluña
No voy a entrar en el debate de si Cataluña es o no una nación. Pienso que está suficientemente documentado y explicado, no hay ninguna duda al respecto. Los historiadores y especialistas lo saben. Otra cosa es la manipulación a la que está sujeta la población española, a la que se le hace creer que los catalanes pertenecen exclusivamente a la nación española.
Pensar que la nación y el nacionalismo son un fenómeno directamente vinculado con la construcción del estado moderno, es un error muy común y arraigado. La población, en general, tiene esta falsa creencia, que le ha sido inducida a través de la educación escolar. Una larga mayoría cree que el estado coincide con la nación y, por tanto, el estado español es la consecuencia natural de la nación española. Pero esto es un error. A muchos les parece inconcebible que el estado español sea una estructura organizativa que engloba varias naciones, consecuencia de los avatares de la historia en la península ibérica. Pero, en este caso, dado que estamos hablando de identidad, el error no produce indiferencia –como sería el caso si se tratara de otro tema--, sino una verdadera inflamación. Con esta cuestión, estamos tocando una materia sensible que apela a las emociones, a algo arraigado y profundo, pues implica al conjunto de símbolos que definen lo que somos. Como decía antes, removemos un tema delicado, que levanta pasiones, que puede llegar a ser explosivo: nuestra identidad nos conforma y sembrar dudas al respecto produce un vértigo enorme, un gran vacío, como si uno ya no supiera dónde sostenerse.
Deberíamos aprender a convivir respetando las identidades ajenas. Sobre todo, no intentando imponer la propia a los demás. El problema del nacionalismo no es el nacionalismo en sí, sino su perversa voluntad de querer ser hegemónico. La obstinación de los que se arrogan el papel de vigilantes de las esencias nacionales, tratando de imponer el sentimiento propio a los otros, aquellos que no se identifican simbólicamente con este marco de sentido. Es el caso del nacionalismo español, que trata de imponer por la fuerza el sentimiento españolista en Cataluña. Pero, atención, también es el caso del hegemonismo catalanista, que intenta imponer el suyo en el País valenciano o en Mallorca. Este hegemonismo es directamente un reflejo fascistoide y está en el origen de todas las explosiones de violencia que hemos conocido en la Europa moderna, desde el Nazismo hasta el hegemonismo serbio que incendió los Balcanes en los años noventa. Es curioso, pero los nacionalismos proactivos, es decir, aquellos que están consolidados y plenamente reconocidos, que gozan de un estado, no se consideran nacionalistas en el sentido común del término. Consideran el nacionalismo como un mal que aqueja a las naciones que no están plenamente reconocidas, cuyo nacionalismo es reactivo, defensivo. Al no estar dotados de un estado, ponen en duda su reconocimiento nacional. Una cosa lleva a la otra. Este es nuestro caso, el que se da entre España y Cataluña. Un ejemplo muy ilustrativo de lo que digo: desde las instituciones y administraciones públicas del estado español se habla del nacionalismo catalán y vasco con cierto desdén y prevención, pero no se ven a sí mismos como nacionalistas españoles, representantes de un nacionalismo bien más agresivo que los que critican. No perciben su propio hegemonismo, pues al no reconocer al otro como nación, no reconocen tampoco sus símbolos. Es el caso de la lengua: para España es inconcebible la política de inmersión lingüística --una ley de Normalización Lingüística que se aprobó en Cataluña por unanimidad--, pues en el fondo no se acaban de creer que el catalán sea la lengua propia de Cataluña e insisten, cada cierto tiempo, en devolver las cosas al orden fomentando la vuelta del castellano como lengua hegemónica.
Si nos fijamos, la intransigencia provoca un fenómeno reactivo que va en contra de la cohesión del estado español como estado plurinacional. Cuando menor es el respeto y reconocimiento de las diversas identidades plurinacionales del estado, mayor es el peligro de ruptura y de que España salte por los aires. Con la llegada de la democracia y la Constitución de 1978, las nacionalidades históricas aceptaron formar parte del estado español y renunciar a un estado propio.  Fue un pacto acomodado a las circunstancias del momento. Ahora resurge de nuevo un hondo sentimiento nacionalista, como consecuencia de que esos pactos y acuerdos han quedado obsoletos y, sobre todo, que se produce una fuerte recentralización por parte del estado. En la medida en que el poder central ha estado en manos del bipartidismo PP/PSOE, ambos partidos fuertemente españolistas, los catalanes se han vuelto más reactivos y, donde estuvieron dispuestos a aceptar el statu quo constitucional, ahora, casi un 50% de la población, desea independizarse de España –a medida que el estado presiona e intenta reprimir este sentir, aumenta proporcionalmente el anhelo de separarse y buscar una solución propia--.
Ya sabemos que son tres la razones –básicamente--, por las que los catalanes han ido mostrando esa progresiva reacción: la financiación, la lengua y la educación. Son los tres pilares a dinamitar para evitar el surgimiento de un nuevo estado-nación. Es una lucha por la hegemonía, una competencia entre naciones --pues en definitiva se trata también de esto--, de dos naciones que compiten entre ellas por la hegemonía política; en el caso de Cataluña por encontrar un nuevo acomodo que le permita, aparte de ejercer libremente sus derechos nacionales, ganar posiciones en el tablero de juego global; en el caso de España, por evitar su desmantelamiento, perdiendo su pieza más codiciada. Durante los sucesivos mandatos del PP ha ido aumentando de forma vertiginosa el porcentaje de catalanes que se inclina por la independencia, fruto de su política re-españolizadora. Todo ello alimentado por la actitud cómplice del Partido socialista, que se ha ido escorando hacia el nacionalismo español en contra del reconocimiento de las otras nacionalidades, alineándose con el PP en esta cuestión y que ha llevado a la exasperación a los catalanes, viendo como poco a poco este cerrado bipartidismo bloqueaba cualquier posibilidad de adaptar la realidad catalana a los tiempos. En definitiva, de la impotencia de la mitad –por lo menos—de los catalanes que ven como los mecanismos del estado de derecho bloquean cualquier solución a sus problemas y anhelos.
Ya hemos visto que los sociólogos explican la identidad como una fuente de sentido para las comunidades nacionales. Pues bien, nadie duda tampoco, que uno de los principales símbolos de una comunidad nacional y su principal fuente de sentido es la lengua. Así pues, podemos afirmar que la lengua catalana es el cimiento de la identidad catalana. Pero muchos se preguntarán, ¿Puede considerarse al castellano una lengua más de la identidad catalana? Espinosa cuestión, de difícil contestación. La lengua propia de Cataluña es el catalán, claro. Pero la realidad es que los catalanes han convivido en el estado español durante más de quinientos años. La lengua estatal, el castellano, se ha impuesto en largos periodos. Los movimientos migratorios han asentado el castellano entre nosotros. Hoy es una lengua cooficial junto al catalán. ¿Tiene sentido hablar de que Cataluña tiene hoy dos lenguas propias? Ya sé que los más puristas dirán que el castellano ha sido impuesto por la fuerza. Incluso, los más enragés, comentarán que hemos sido víctimas de invasiones que han desvirtuado nuestras esencias. Bueno… ¿Y qué? ¿Acaso las invasiones y la promiscuidad étnica y cultural no son consustanciales a las comunidades humanas, especialmente de una comunidad mediterránea como la catalana? El tema de la lengua no es baladí, de hecho, es el núcleo mismo del conflicto. Pues está bien determinado por los estudiosos que la lengua es, y ha sido en la historia, un mecanismo de dominación, el principal instrumento por el que una nación intenta imponer su sentido, su identidad, a otras. Esta es la razón que explica, también, que los constitucionalistas que han inspirado la nueva constitución catalana propongan el catalán como única lengua oficial del estado; son perfectamente conscientes del papel determinante del castellano en la expansión de la identidad española. Y reproducen su esquema fascistoide con el catalán. Todo esto nos lleva a una cuestión interesante, ambigua: ¿Cómo catalanes que hemos convivido tanto tiempo con otras nacionalidades de la península, bajo un mismo estado, podemos hablar de una nación de naciones? ¿se ha forjado en este tiempo una nueva identidad española? Yo creo que no. Por la sencilla razón de que los catalanes—y otras comunidades ibéricas—no lo han sentido así. En definitiva, el sentimiento nacional es eso: un sentimiento. Una adopción de identidad que se hace por amor o vocación, o convicción, pero jamás por la fuerza. Si analizamos la historia, veremos que se han dado pocas razones para que catalanes y vascos se sientan españoles, por la simple razón de que esa nacionalidad moderna se ha intentado imponer por coacción, suplantando la identidad nacional autóctona, violentando la situación en contra de la voluntad de los afectados. En una palabra, fue voluntad del estado español recién nacido, en el siglo XV, uniformizar la nueva “nación española” bajo la pauta del código identitario de una de ellas: el hegemonismo castellano.

No será fácil resolver la cuestión nacional en España. El hecho mismo de que la población catalana esté dividida a este respecto, apunta las enormes dificultades para acomodar una solución que satisfaga a todo el mundo. El surgimiento de la Unión Europea y su progresiva consolidación, podrían dar paso a un “nuevo estado” supranacional, que esta vez sí, reconociera la plurinacionalidad de su constitución. De esta forma, podría esperarse que el actual estado español fuese disolviéndose en beneficio del estado europeo y, una vez consolidado, Cataluña –como nación—encontrara su acomodo definitivo. Al igual que España, que sería fuerte en Europa y no se vería desarmada de lo hoy es uno de sus principales constituyentes –Cataluña--, sin el cual no cree poder sobrevivir.

*Mapa publicado en el año 1652 en Ámsterdam en la obra Atlantis nova pars secunda


sábado, 28 de mayo de 2016

La muerte de Europa


El campamento de Idomeni se ha desmantelado casi sigilosamente. La policía se presentó de buena mañana, medrosamente, en una operación alejada de las cámaras. Se ha evitado la presencia de periodistas. Poco a poco se han desalojado a las pobres gentes de sus precarios campamentos. Se trata de mantener la mirada del mundo alejada de esta ignominia. Europa esconde sus vergüenzas. Con caras tristes, decepcionados, los refugiados se resignan a lo inevitable. Niños y mayores, miembros de estas desvalidas familias que ahora esgrimen la faz real de nuestro hiriente mundo, deshacen lo andado y reemprenden su camino de vuelta al infierno. La ostentosa y lacerante presencia de las excavadoras, que recogen los restos andrajosos del campamento, materializa el fracaso de Europa como civilización capaz de acoger y dar asilo a los que huyen de la persecución y de la guerra, intentando escapar de una muerte segura. Seres acorralados por la historia y, también, por sus propios congéneres. Humanos que no tienen cabida en este mundo. Personas a las que se les da la espalda y, con una resignada hipocresía, se mira hacia otro lado esperando que, por arte de magia, desaparezcan de la faz de la Tierra para no incomodar nuestras existencias egoístas. Son un estorbo, una escoria sobrante de la humanidad. Material de rechazo.

Con estos hechos, se constata el fin de la Europa de los derechos humanos y civiles, de un modelo de sociedad que para muchos ha sido ejemplar, único en la historia. Una milagrosa y efímera contingencia, una edad dorada que desaparece para siempre y nos conduce, de nuevo, a la dura realidad de nuestro mundo, un lugar áspero y desabrido. Ya estamos en otros tiempos. En tiempos aciagos dónde los individuos ya no importan. El hombre ya no es la medida de todas las cosas. Hay otras prioridades. En un abrir y cerrar de ojos, los ideales por los que han luchado varias generaciones –y han estado dispuestos a dejarse la piel--, se han esfumado.
Pero no seamos hipócritas. El cierre de fronteras y la vuelta a casa de los refugiados no es sólo una cuestión de mala gestión política. Siempre culpamos a nuestros políticos. Es fácil echarles la responsabilidad de que haya fracasado la política de acogida. La verdad es que la culpa es enteramente nuestra, del conjunto de los ciudadanos europeos. La mayoría de los europeos, seamos francos, estaba en contra de acoger a estas gentes. Pero esta mayoría callaba cobardemente. Sólo una minoría, a quien no importaba que su conducta fuese tachada de políticamente incorrecta e insolidaria, se mostraba claramente contraria a aceptar a los refugiados. Otros, seguramente otra minoría, apelaba a los valores supremos que sustenta nuestra civilización. Esgrimían el deber moral de proteger a los desesperados, de anteponer, sin ningún tipo de excusa, por encima de todo, los derechos humanos. Así, los políticos que mueven los engranajes de esta máquina infernal en que se ha convertido Europa, han maniobrado sigilosamente para frenar esta ola migratoria, a sabiendas de que cuentan con la aquiescencia de una parte importante de la población del continente.

Pero, podríamos preguntarnos: ¿por qué tantos ciudadanos del viejo continente no aceptan a los refugiados? Esta es una pregunta clave, pero que nadie se atreve a plantear abiertamente. ¿Lo que late detrás es la xenofobia? ¿El miedo a lo diferente? ¿La convicción, vamos a decir bienintencionada, de que estas olas migratorias pueden amenazar nuestra civilización, diluir nuestra esencia, hasta hacerla desaparecer completamente? Los europeos, en su mayoría, no quieren una sociedad pluricultural. ¡No! ¡ni hablar! A lo sumo, aceptarían que los inmigrantes se integraran. Es decir, que asumieran que, al ser acogidos por la generosidad y solidaridad europea, deberían dejar atrás sus creencias y sus hábitos para integrarse en las costumbres europeas. En una palabra, la condición sería que estuvieran dispuestos a convertirse en europeos. ¿Qué se entiende por esta conversión? Pues que aprendan los idiomas de los países de acogida, que se vistan como ellos, que coman lo mismo que sus anfitriones y, en última instancia, que adopten sus mismos ideales y valores. ¿Se puede exigir todo esto, como condición para ser recibido y aceptado? Muchos creen firmemente que sí. Y lo defienden con vehemencia. Alegan que los recién llegados lo hacen por elección y, al disfrutar de la generosidad que representa la acogida entre nosotros, se les puede exigir como mínimo que acepten integrarse plenamente en nuestro modo de vida. ¿Hemos pensado lo que representaría para nosotros irnos a vivir, por ejemplo, a Afganistán y adaptarnos plenamente a sus costumbres e ideales? ¿Seríamos capaces? No sé cómo nos sentiríamos si, además de la humillación que representa la huida de la guerra, sin nada, con una mano delante y otra detrás, nos viéramos obligados a ponernos un nicab, escolarizar a nuestros hijos a una madrasa para que aprendan El Corán…

Como dice Manuel Castells, la oposición entre globalización e identidad está dando forma a nuestro mundo y a nuestras vidas. La integración es una formula muy conflictiva. Sí, es cierto que las culturas deben preservarse, que los europeos temen que la intromisión de culturas foráneas pueda romper la homogeneidad y la cohesión social de sus comunidades. En oposición, los extranjeros que llegan a Europa desean conservar sus costumbres y, una vez entre nosotros, buscan la manera de convivir con los suyos, amparados entre ellos, buscando formar comunidades cerradas donde puedan reproducir la vida de sus países de origen. Dicho todo esto, hemos de convenir que el conflicto convivencial es comprensible. Nacen los recelos entre unos y otros. Hasta cierto punto, cabe comprender la dificultad de establecer una convivencia sin alteraciones y tensiones. Claro. Pero, por desgracia, no podemos escoger. Ya no es posible pensar el mundo como un lugar con departamentos estancos, como si se tratara de un zoológico humano, aquí los leones, allá las cebras… La progresiva mundialización, o globalización –como le queramos llamar—aboca a la humanidad a un proceso imparable de convergencia. Aunque este proceso es muy traumático, nada será capaz de detenerlo. Es como si la humanidad tuviese trazado este camino de antemano. El lento caminar de nuestra especie a través del tiempo, en su devenir, señala la convergencia de la humanidad, a ser sólo una. Por mucho empeño que pongamos en revertir este proceso, no lo conseguiremos. Es un devenir irrevocable, imposible de torcer o de cambiar. En un futuro, más o menos lejano, la sociedad humana estará plenamente integrada, será “una sola tribu”. Ya caminamos hacia ese nuevo mundo.

El choque que provoca esta globalización se opera, sobre todo, en las grandes urbes de Occidente; son las verdaderas megalópolis cosmopolitas del mundo, el laboratorio en el que ya podemos observar los conflictos que nos acechan y que señalan el camino hacia el futuro. Este juntarse gentes de las más diversas procedencias, etnias, religiones, lenguas y valores es lo que llamamos multiculturalismo. Desde mi punto de vista, el multiculturalismo es una utopía. Lo digo muy a mi pesar, pues que hay más bello que la diversidad humana. Se está demostrado muy complicado y difícil establecer sociedades estables multiculturales. Pongamos algún ejemplo, en Francia, por buscar un caso paradigmático: ¿Cómo conseguimos casar el derecho de la igualdad, conquistada por los franceses en un costosísimo proceso revolucionario y al que no están dispuestos a renunciar de ninguna manera, con el derecho de los musulmanes a considerar a sus mujeres, en muchos aspectos, subordinadas a los hombres? ¿Puede alguien, legítimamente, erigirse en juez y parte y decidir que los musulmanes no están en su derecho de establecer la prelación de derechos según el sexo, o como les plazca? ¿Cómo hacemos para no romper la convivencia cuando las leyes de unos conculcan las de los otros y viceversa? Es evidente que el futuro no pasará por subordinar una cultura a otra. Por hacer pasar por el tubo a unos en favor de un supuesto valor superior de los otros. Los europeos están convencidos de su superioridad, pues consideran su sistema de derechos civiles mucho más evolucionado y justo que el del mundo islámico, por ejemplo. Esta convicción los lleva a tratar a los demás con prepotencia y a menoscabar sus costumbres por anticuadas y obsoletas, tratando de imponer el sistema de valores propio como si se fuese un sistema universal. La solución se establecerá por consenso, por un proceso lento de asimilación. Surgirá, de algún modo, una síntesis cultural fruto de las anteriores formas. De hecho, así ha sido en otras etapas de la formación de las sociedades humanas; pensemos en el paso de los clanes y tribus a las sociedades complejas avanzadas. También fue muy traumático, pero se consiguió.

Así que, por mucho que nos opongamos, no podremos contener el río, la fuerza de la corriente se llevará por delante nuestros prejuicios y nuestros legítimos deseos de conservar ese patrimonio cultural intangible que ahora constituye nuestra identidad. Se construirán nuevas identidades sobre las viejas. La humanidad dará un salto cualitativo que implicará una nueva forma de organización. Un nuevo avance de la vida, ineludible, en su camino hacia una mayor complejidad.


viernes, 20 de mayo de 2016

Las cuatro estaciones


Primavera
Amanece en el horizonte malva marino. Estalla súbita una atmósfera dorada. Despierta la bestia triunfante: el apoteósico disco solar emerge. La luz tiene una pureza primigenia. Un sol viril y joven se hace notar en las blanquísimas fachadas cubistas, con sus reflejos cálidos y anaranjados. El aire es cristalino, su frescura puede olerse, palparse con el alma. Es el principio del mundo.
Acaba de copular el astro con la inmensidad azulada del universo que despierta, y en la portentosa geometría surreal, nace Venus hermosa.
Del cálido y húmedo vientre de la tierra, brota el feto de su revolucionada raíz. Surge de la ciclópea lucha por la vida, renegando de las oscuras profundidades. Y anhela la etérea y soñada belleza de la luz. Verdes cotiledones se alzan al cielo en retorcidos espasmos. Y henchida la madre de fertilidad, sembrará un paraíso de perfumes y de formas. Estalla para el mundo la Edad de Oro, cuyo signo es la blanquísima luminosidad de los almendros.


Verano
Mediodía. Cegadora luz de un sol que aturde. Densa atmósfera abrasadora. Amarillo en los  trigales. Secano. El hipnótico riquirraca de las cigarras. Se arrapan las pitas amenazantes a los inmensos acantilados y en su rara belleza trasladan una hostilidad que seca la garganta y eriza la piel enfebrecida.
En el mar, sensualidad. El cristal del salitre en la piel. Embriagador perfume de algas y yodo. El suave sonido arrullador de las olas. La escórpora, pez misterioso de prehistóricas formas, enciende con su camaleónico fuego el placer más intenso del estío. Tiene su misterioso ojo negro, vivo y brillante, la profundidad del universo. Su sabrosa carne destila el Mediterráneo convertido en gelatina.
Mece el llaüt sus viejas costillas en el fondeo, mientras traquetea El taf-taf lejano de los motores marinos de dos tiempos. Más allá, ciñe al viento la ilusión de un nuevo puerto.
En las pulidas pizarras, despiertan al ávido oleaje del deseo las mórbidas formas de una ninfa. Pura sensualidad embrujada por el sol estival. Está tendida su hermosura junto a un mar convertido en millones de fragmentos; como espejos destellan la belleza de la luz.
Al atardecer, en la soledad monástica de los huertos, el embriagador aroma de los tomates y de la tierra recién regada. Los altos cipreses señalan la materia púrpura y rojiza tras los montes, mientras el mar es ya cobalto fundido. En breve, la inmensidad de la bóveda celeste mostrará su redondeada Edad de plata con el brillo afilado de infinitas estrellas.


Otoño
I
Enigma: El hombre es la medida de todas las cosas.
  
II
El vino es santo grial, pócima mágica, la piedra filosofal. Magia pura. Esconde en sus destellos de rubí los hondos secretos de la tierra. Decidme sino ¿qué otra cosa, creada de la mano del hombre, contiene y resume la naturaleza? Destilación del paisaje, es su imagen poética. Sello del mundo. Signo y metáfora de nuestra fuerza transformadora de la materia, para convertirla en una libación divina. Regalo para los sentidos. Origen de la pletórica bacanal de la vida. ¡Predispone a la alegría y momentánea locura de la embriaguez! Savia purificadora. Plenitud. Comunión con lo divino. ¿Qué otro brebaje oculta su belleza de forma tan seductora, forzando el viaje iniciático?
III
 Abre la tarde el colosal escenario del bosque otoñal con sus ocres, rojizos, naranjas, pajizos. Hayas y abedules, robles y encinas dibujan el vetusto color de la madurez en el cristal de los lagos. La lechuza observa con ojos atónitos. Negros nubarrones ciegan la luz del alma y hielan los corazones. Truena y retruena en la colosal campana del cielo. Retumba la ira del destino en la bóveda del mundo. Zigzaguea el relámpago en un sordo destello. Barre el valle un aire frío que presagiando tiempos más tristes descarga un portentoso aguacero. En la neblina de la atmósfera huele a húmedo sotobosque y a setas.


Invierno
Extiende el crepúsculo su manto de melancolía. La mar, ahora solitaria y vacía, sirve de lecho a gigantescos reptiles petrificados; Vivo mineral que el tiempo y el salitre han trabajado. Sopla la tramontana prometiendo, en el lejano escenario, un rojizo atardecer. En la recogida ensenada, las alegres gaviotas rasan con la punta de sus alas las aguas durmientes de la marea.
Es la bestia cansada que se sumerge en el sueño del ocaso. Que acaricia ya los oscuros límites de la nada.
Viejos y retorcidos troncos, abatidos por las violentas avenidas y trabajados por las rugientes mareas. Árboles desvestidos ya de sus ropajes vegetales, sometidos por efecto del salitre a una petrificación vegetal. Bruñidas esculturas, ¡Cuánto podrían explicar sobre las maravillas del mundo! Convertidos ahora en mudas osamentas, prefiguran su decadencia.
La luna pronto vestirá de plata la imponente estampa. Blancos pétalos de almendro ¿tan aprisa habéis marchitado? Y ya todo será como un sueño.


Paco Marfull


jueves, 19 de mayo de 2016

Andamos en busca de nuevo sentido

de nuevo Svetlana Aleksiévich (2)


Andamos a la búsqueda de un nuevo sentido. Por esto me gusta el libro de Svetlana Aleksiévich. Sugiere caminos, y narrando la incertidumbre y desasosiego del presente, muestra la luz al final del túnel. No se puede vivir sin esperanza. Las sociedades, al igual que las personas, pueden encontrarse en encrucijadas, incluso en caminos sin salida. La perseverancia es esencial para la supervivencia.
Sigo leyendo con avidez y fascinación a Aleksiévich. La versión catalana de su libro, Temps de segona m: la fi del home roig. Ayer dio una conferencia en el CCCB de Barcelona. Lleno a reventar. Llegué una hora antes, por prevención. No sirvió de nada; tuve que seguirla por stremming, de vuelta a casa. “Yo no puedo vivir sin esperanza” dice. Y también: “La vida puede germinar a pesar de todas las adversidades” o aún, “el odio no nos salvará; sólo nos salvará el amor”. La lectura de este libro le deja a uno totalmente exhausto, anonadado. ¿Cómo es posible que colapse de esta manera un imperio –el imperio soviético-- forjado con el esfuerzo y la fe ciega de centenares de millones de personas? ¿Cómo puede haber terminado así el comunismo? ¿Qué ha ocurrido para que una idea que sedujo a una parte de la humanidad se haya convertido en la peor de las pesadillas de la historia? Rusia, o mejor, el vasto territorio de lo que fuera la URSS, que comprendía varias repúblicas europeas y asiáticas, se ha convertido en un campo devastado. Millones de ciudadanos se sienten humillados, o desorientados, o directamente hundidos en la miseria física y moral. Es un mundo sin perspectivas. La caída del imperio comunista, que muchos vieron como la oportunidad de una vida nueva, de la recuperación de la libertad, resultó igualmente un fiasco inmenso. A la ignominia del comunismo han sucedido las “ratas” –término literal que utiliza la propia escritora-- del capitalismo mafioso moscovita. Los delincuentes asaltaron el estado y arramblaron con todo. Hoy los ladrones y los asesinos mandan en Rusia y la gente, que no tiene nada, asiste impotente a esta tragedia.
Los rusos han sido triturados por la rueda de la historia. Pero, cuidado… No seamos ingenuos; si bien no se puede comparar la situación de Rusia con la de la UE, tampoco podemos afirmar que caminamos por un sendero alfombrado con flores. Nuestros problemas son graves, sin llegar al paroxismo de la sociedad soviética y post soviética y el sufrimiento infinito de sus gentes. Por encima de todo, también nos afecta este “cansancio de la civilización”. Estamos todos en un callejón sin salida. La búsqueda de un nuevo sentido es también nuestro objetivo. Así lo ve Aleksiévich, que saltó como un muelle de su asiento cuando le pareció interpretar –por un malentendido a causa de la traducción simultánea—que el moderador insinuaba que nosotros estamos libres de males y observamos la realidad rusa con cierta condescendencia.
Lo que maravilla de la inmensa novela de Aleksiévich, a parte de la emoción y la precisión de su relato, es la tenue esperanza que subyace. Es posible reconstruir, volver a empezar… a pesar del embrutecimiento que todo ello ha causado, del hastío, del agotamiento, “del profundo sentimiento de derrota”. El ser humano es como una hormiga. Hacendoso y persistente. Resiliente, que se dice ahora. La gran escritora bielorrusa sabe que la reconstrucción sólo es posible desde el diálogo sincero con la historia reciente. A partir de un relato fundado en la honestidad, en la franqueza, que huya de la impostura del relato oficial con el que se ha engañado --¡y se sigue engañando! --, de forma persistente, al pueblo ruso. Este es un objetivo venerable de su libro.
Aleksiévich concibe la novela como el relato de la vida. No es partidaria de la ficción. La literatura es vida. El libro debe abrir su relato a la pulsión de lo vital. Temps de segona mà es como el retablo de El Bosco, un ingente universo de personajes variopintos, donde cada uno tiene su papel, su personalidad propia. Es esta inmensa sinfonía la que constituye el sentido de ese universo. La novela es como el coro del antiguo teatro griego, una polifonía que explica la cadencia del acontecer, del paso real del tiempo –¡el tiempo humano! --. La verdad se encuentra ahora en la inmediatez de los testimonios personales, centrándose en lo esencial: el modo como el destino afecta a los humanos. En cierto modo, el libro es un libro de historia. Pero un libro de historia en el que lo que importan son las voces de las personas, de “la gente pequeña” --como le gusta recordar a Aleksiévich--. Es la pulsión subjetiva de la historia, las voces de las gentes, de los que la sufren en sus carnes, con toda su crudeza, los grandes hechos –cataclismos-- de la Historia con mayúscula, que se lo lleva todo como un río desbordado. Podríamos poner un símil: la Historia es como el registro de la propiedad, un lugar frío y burocrático en el que están formalmente registrados –como las fincas--, con precisión científica, la descripción de los grandes hechos.  A la escritora, por el contrario, le interesan los sentimientos y las emociones que se producen entre las frías paredes de esa casa que describe el registro, ahí es dónde late la vida.
La lectura de su libro nos permite descubrir a una escritora meticulosa. Ella misma dice que escribir es una labor muy ardua y costosa, pues llegó a tardar hasta diez años para acabar este libro. Se percibe la labor de síntesis, de depuración de los textos hasta dejar lo esencial. Este trabajo minucioso nos deja un relato cristalino y de gran simplicidad. Pero detrás de esta aparente simplicidad, se esconde mucho trabajo. No hay nada que cueste más que depurar un texto para que refleje, de forma clara y transparente, la esencia de las cosas. Vivimos –dice la galardonada con el Nobel—en un mundo sobresaturado de información. Pero esta información es esencialmente periodística y no nos acerca al secreto, al misterio de las cosas.
Detrás de esta polifonía de voces a través de la cual habla la vida, por encima de la literatura, se filtra espontánea la verdad. Una verdad que se encuentra enterrada entre las múltiples experiencias, a menudo contradictorias y ambiguas, de los personajes que han conversado con Aleksiévich. Pues ella misma afirma que no son entrevistas, sino conversaciones entre amigas, como aquellas que eran tan habituales en las antiguas cocinas soviéticas, al amparo de las indiscreciones. Una verdad fundada en las diversas visiones de la realidad –pues cada persona genera una respuesta diferente ante los mismos hechos-- cuya principal y nada desdeñable función, consistiría en abrir los ojos a los rusos. Y de esta forma, desde el reconocimiento de su “ser en la historia”, construir una nueva “voluntad de ser”. El hallazgo de un camino, de una salida del largo y amargo túnel en el que la historia los ha metido. Por su bien, pero también por el nuestro.
Y ahí late el misterio, el secreto, al que se refiere la escritora. La obra suscita más interrogantes que los que uno se planteaba antes de leerla. Así es como debe ser; de esta forma se mide un gran libro. Esta es una obra con punto ciego, en el sentido que le atribuye Javier Cercas en su reciente libro y del que ya he hablado en este blog*. Me atrevo a decir que ahí está el valor primordial de su escritura, lo que explica la grandeza de su obra y justifica la merecida entrega del premio Nobel. Un misterio que habla del alma rusa, pero también del alma humana en general, de cómo somos, de hasta qué punto somos inaprensibles y nos comportamos de una forma misteriosa, inexplicable, muchas veces paradójica y contradictoria. Como la historia de amor, inaudita, de Elena Razduieva, que se enamora de un preso --¡que no conoce! -- condenado a cadena perpetua en la Siberia profunda, adonde se desplaza para verlo ¡sólo los días de visita!, abandonando a su marido y a sus hijos, a los que por otra parte quiere con locura. ¿Quién entiende esto? En este misterio está toda la esencia del libro. El alma humana aparece como un inmenso agujero negro, inaprensible. La eterna búsqueda del sentido.



miércoles, 18 de mayo de 2016

La ayuda, perversa maldad


Me causa una gran impresión el dibujo a lápiz La ayuda que Francisco de Goya, que forma parte del álbum H de Burdeos y que pude contemplar, hace unos años, en la soberbia exposición Goya; luces y sombras. Es un dibujo realizado hacia 1825 en lápiz negro. Representa a un pobre anciano, desvalido, atormentado por el insoportable dolor de un ataque de cólicos, al que están a punto de sentar en la taza del inodoro después de aplicarle una lavativa. Sus ayudantes presentan una actitud de lo más sorprendente. Son tres mujeres, la primera de las cuales parece ayudar piadosamente al anciano, mientras que las otras dos se burlan socarronamente, con una actitud de perversa satisfacción por la desgracia ajena. Produce un verdadero escalofrío comprobar cómo se deleitan unos de la desgracia e infortunio de los otros. La dureza y vileza de la escena es una ofensa a la sensibilidad del espectador. Pero constato que lo que me conmueve es la enorme verdad que este sencillo dibujo relata: la perversa maldad de la raza humana, su impiedad. El disfrute del sufrimiento ajeno, en este caso magnificado por la humillación que sufre, impotente, el pobre anciano. Fijaos en la anciana, armada con la imponente lavativa y su cara de satisfacción después de aplicarle el tormento. Y qué decir de la mujer más joven, que aparece a través de las piernas del enfermo, con su malévola risita. Una verdad plasmada por Goya que convierte a este rápido esbozo en un testimonio implacable, que conmueve con una potencia y ferocidad que sólo pocos artistas pueden conseguir.

Esta representación de la fragilidad del ser humano en ciertos momentos de su vida, se convierte en una metáfora del desvalimiento. El hombre mostrado en una situación indigna, expuesto al ridículo y sufriente, en lugar de concitar la compasión de sus congéneres, suscita la burla y el placer malsano de regodearse en el sufrimiento ajeno. La enorme fuerza de este dibujo reside en su perversidad, en su poder de provocación, en la indeseable depravación moral que muestra. En el fondo nos conmueve, porque reconocemos su implacable verdad. Es el lado oscuro del hombre, el que aquí nos muestra Goya en toda su crudeza… pero quien se atrevería a decir que ésta no es una parte sustancial de nuestra condición humana.