A mí siempre me ha gustado pensar
que la receta de cocina es como la partitura de música. Un solfeo que permite interpretar
la música que representa. Por si sola, la receta, como la partitura, no dicen nada. Tanto una como otra, precisan
de un lector hábil, que interprete más allá de los símbolos escritos. Por esto
no es lo mismo Daniel Baremboim que un mindundis
cualquiera. Porque, en definitiva, la receta no es más que un burdo instrumento
para intentar reproducir una fórmula culinaria. Por lo general, obra de un
maestro. Una maestría que pretendemos interpretar en la receta para acercarnos,
lo máximo posible al original.
Como muchos sabéis, he sido
editor gastronómico durante más de 30 años y esta cuestión conceptual ha sido
una de mis principales preocupaciones profesionales. ¿Cómo reproducir aquel
plato magistral de tal maestro, en el papel, para que el lector --aquel
cocinero aficionado o profesional--, lo pueda llevar a cabo con la máxima
fidelidad? La cuestión no es baladí. Es mucho más difícil y complicado de lo
que parece. Si sois cocineros o cocineras –como
se dice hoy en día, para ser políticamente correctos, cosa que encuentro horrible
y desafortunado--, o aficionados a la cocina o, simplemente, cocineros
eventuales, os habréis encontrado muchas veces con libros de recetas de cocina
que no funcionan. ¿Qué quiero decir con ello? Pues que son libros que aportan
recetas que, cuando las realizas, se obtiene un verdadero churro. Ahí se queda
uno con cara de verdadero pasmarote, preguntándose qué caray ha hecho mal. La
respuesta es muy sencilla: no ha hecho nada mal. Lo que ocurre es que el libro
que tiene en las manos es un fraude.
¿Por qué se hacen tan mal tantos
libros de cocina? Hay muchas razones. Intentaré aclararos algunas, aún a riesgo
de no ser exhaustivo. La primera de todas es lo que podríamos llamar el pecado
del editor. ¡Ay, dichoso beneficio, dichoso margen y dichosa codicia! ¡Si
quieres ser un buen editor, olvídate de hacerte rico! ¡Escoge otro oficio!: por
ejemplo, conviértete en un soldado
del sistema financiero internacional y, así, sirviendo a tus señores, que nos
esquilman despiadadamente a todos, comerás las suculentas migajas que te dejen.
Pero volvamos a nuestro editor codicioso; ¿qué hace para ganar dinero? Pues sisa todo lo que puede en la edición del
libro. Por ejemplo: evitará pagar un corrector especializado que repase y
corrija las recetas o, en el peor de los casos, comprará por cuatro duros un
libro de recetas en el mercado internacional y lo publicará aquí de cualquier
manera. Este es un recurso muy manido. Pero, claro, los lectores quieren libros
baratos. ¡Pues toma barato!
Un libro de cocina es un tema
complicado, créeme. No se trata de ir a buscar al chef estrella de turno,
pedirle cuatro recetas y traspasarlas al papel. Si haces esto, cosa que hacen
un gran número de editores, obtendrás un libro de recetas que será una mierda
--¡con perdón! —. Ese libro al que me refería, cuando uno intenta realizar la
receta y le sale un churro. Para empezar, te diré que los cocineros – todos los
cocineros, incluidos las estrellas—no
tienen ni idea de escribir una receta. Una cosa es cocinar, incluso cocinar muy
bien, y otra muy distinta es transformar esto en una partitura, en una receta.
Para esto necesitas un editor de verdad. Y, además, que este editor entienda de
cocina, lo que hace la cosa mucho más complicada. Sólo un editor de estas
características, metiendo horas como un tonto, será capaz de interpretar lo que
hace el cocinero –a veces, pasando largas horas con él en la cocina, observando
y preguntando, paso a paso, todo lo que hace—Sólo de esta forma tan artesanal
puede armarse un libro como dios manda. La conjunción del maestro cocinero y el
conocimiento del editor para convertir la habilidad del chef en una receta
interpretable por el lector aficionado, harán posible un libro de cocina único,
diferente a los demás, que funcione y no defraude.
Pero volvamos a la imagen de la
receta como partitura. Aún en el caso de haber conseguido un buen libro, la
receta sigue siendo sólo una receta. Me explico; la receta no es una panacea,
sólo contiene una parte del arte del cocinero. La cocina es un oficio
misterioso en el que el gusto, la intuición y la experiencia son indispensables
para llegar a la excelencia. Hay muchos procesos que no se pueden transcribir en
el papel y que dependen de la pericia del cocinero lector. Me refiero a que, el
lector, deberá interpretar la receta del maestro que tiene en el libro. ¿Cómo?
Bueno… su experiencia le dará orientación de cómo realizar una determinada
cocción, a qué intensidad debe estar el fuego, cómo se debe corregir en función
de situaciones cambiantes del propio producto, de las condiciones técnicas
específicas en las que estamos trabajando, etc. Todo eso no lo explica, ni
puede explicarlo la receta; tiene que formar parte del acervo del cocinero
lector. Cuanto mayor sea su pericia, mejor será el resultado culinario de la
receta.
Y por último otra cosa. Durante
años me desesperaba ver que muchos de mis clientes compraban los libros de
cocina sólo por las recetas que contenían. Y se empeñaban en reproducir
fielmente, como loros, las recetas ahí explicadas. Yo creo que esto es un
error. Un libro de cocina, si es bueno, es una fuente de información
inagotable: una salsa por aquí, el descubrimiento de un nuevo ingrediente por
allá, una técnica que no conocíamos acullá… Un libro es, por encima de todo, una
fuente de inspiración. Si no cumple con esta función, no es un gran libro de
cocina. Y, lo que es peor, el cocinero lector no es un verdadero cocinero. Pues
la característica principal que debe ostentar un verdadero cocinero es su afán
por la creatividad. Por improvisar, pues ahí está el gran gusto por la cocina.
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