Estoy escribiendo un libro de relatos ambientado en la isla griega de
Andros. Las Cícladas son para mí una fuente de inspiración fascinante. Grecia,
aparte de cuna de nuestra civilización, ha sido el escenario, a lo largo de la
historia, del encuentro de prácticamente todos los pueblos del Mediterráneo. Quiero
que este libro refleje, aparte de mi fascinación por estos parajes, el pulso
de vida que aún late en ellos desde la noche de los tiempos. Aquí tenéis en
primicia uno de los relatos que lo componen; espero que os guste.
*
Por fin he
llegado a mi destino. Es duro el destierro, amigo mío, pero el recuerdo de
todos aquellos a los que amas, que sabes que te protegen y velan por ti, te
reconforta en los momentos de infortunio. He sido leal a Roma, mi conciencia
está tranquila. ¡Quién iba a decirme que el príncipe al que serví tan fielmente
en mi puesto de gobernador de Egipto, me proscribiría a estos lejanos confines
del Imperio! Calígula nunca me perdonó mi amistad con Tiberio Gemelo. Y no
puedo evitar pensar que me cree afín a su partido. Dice el Príncipe que, en los
confusos días previos a su coronación, yo me pronuncié partidario del nieto de
Tiberio como legítimo heredero del trono. No es así. Yo oí del propio Tiberio, antes
de morir, que era su voluntad que su nieto Tiberio Gemelo y el propio Calígula
gobernaran el Imperio conjuntamente. Supongo que su intención era evitar la
división del Imperio. ¡El eterno problema de Roma!
Como te decía,
he llegado a mi destino. Te agradezco que hayas intervenido para suavizar mi
destierro, de forma que pueda permanecer en Andros en lugar de Gyaros. Andros
es una isla pequeña, pero muy agradable. En todo caso, infinitamente mayor y mejor
que Gyaros, a decir de los propios Andriotas. Según ellos es un lugar
espantoso, donde no crece ni un árbol, abrasado por el sol, castigado por el
salitre y el viento. Peor, creo, que una prisión.
Llegué aquí en
los idus de junio, después de un viaje horrible; primero en un mercante hasta
Siracusa, luego me embarcaron en un navío apestoso de transporte de esclavos,
que iba de vacío a Delos a recoger su mercancía. Tuvimos vientos del Oeste que
levantaban una mar insidiosa, que te mantenía mareado día y noche. La humedad
te calaba hasta los huesos. Por fin llegamos a Delos, donde pude ofrecer un
sacrificio a Apolo en el mismísimo lugar de su nacimiento. Ah, amigo mío: ésta
fue la única satisfacción del viaje. Delos ya no es ni una sombra de lo que
fue. Hoy no se respeta nada. La isla sagrada de los antiguos se ha convertido
en un puerto clave del comercio de esclavos. ¡No puedes imaginarte el trajín!
Allí me embarcaron en un trirreme junto a la flota que se dirigía a Siria y que
hacía escala en Andros. Me acordé de ti, cuando ambos nos embarcamos en un
navío de la Armada en Alejandría para volver a Roma ¿recuerdas? El viaje discurrió
aquella vez con fuertes vientos de levante, y mucho calor. Flavia estuvo
encerrada en el camarote durante toda la travesía, pálida como la cera. Nunca
agradeceré lo suficiente a esta mujer lo que ha hecho por mí, y tú lo sabes:
¿puede un hombre aspirar a una mujer más leal y sacrificada? No quiero ni
pensar todo lo que tiene que haber sufrido con esto… La llegada a Andros
resultó una bendición de los dioses. Fondeamos en Gavrion, un puerto tranquilo
y bien protegido de los vientos, acondicionado durante la época de Tiberio.
Allí me recogieron con la chalupa de la guarnición y me llevaron a tierra. En
Gavrion, donde aparte del destacamento militar viven algunos pescadores con sus
familias, ensillaron las caballerizas para Flavia y para mi y nos custodiaron
camino arriba hacia un lugar donde se halla una torre de vigía. Desde ahí
pudimos hacernos una buena idea de adónde hemos ido a parar. Andros parece
minúscula en la inmensidad del mar, y es una más entre las numerosas islas que pude
observar sembradas a lo largo del horizonte. En esta época del año la isla es
tan verde como nuestros parajes de Etruria. Una vez en el collado, descendimos
por un valle muy frondoso. Y luego, aún volvimos a ascender hasta un lugar
llamado Arni. Se encuentra al pie de una montaña bastante alta. El lugar es muy
húmedo, salen fuentes por todos lados, lo que convierte este emplazamiento en
un lugar fresco y agradable para vivir. Ahí nos instalaron en una casa de campo
donde ahora vivo. No me puedo quejar. Flavia dice que es el culo del mundo,
pero en el fondo ambos nos consolamos pensando que estamos juntos. Las gentes
aquí son amables y generosas. Son campesinos y ganaderos. Gentes sencillas que
nos tratan con deferencia y nos observan con curiosidad, sin entender por qué
ilustres patricios romanos como nosotros han decidido recluirse en este humilde
rincón.
Querido Marco
Emilio, buen amigo, una vez más agradezco tus desvelos ante el emperador, pues
sin ti, mi restringida libertad sería hoy mucho más precaria. Sólo pienso en
volver a verte pronto. Flavia te envía su saludo. Y ambos os deseamos nuestros
mejores deseos a ti, a tu deliciosa hermana Emilia y a tu esposa Julia Drusila.
Que los dioses os protejan.
Aulo Avilio
Flaco, en Andros
*
Marco Emilio
Lépido saluda a su estimado Aulo Avilio Flaco
Nada puede
satisfacerme más, noble Aulo Avilio, que saberte a salvo en Andros, donde, como
esperaba, disfrutarás de mayores comodidades que en la áspera Gyaros, un yermo
descampado ni siquiera digno para galeotes rebeldes. Estoy impaciente por saber
cómo os habéis adaptado, ahora que ya lleváis varias semanas (y algunas más
antes de que recibas mi carta). Espero que me expliques cómo discurre tu día.
En cuanto a las
razones que te han llevado al destierro, no creo que sean otras que las que te condujeron
a juicio en Roma como consecuencia de los graves disturbios en Judea y en la
comunidad hebrea de Alejandría. Debes saber que los judíos tienen ahora gran
influencia en Roma. Calígula los necesita, pues tiene importantes intereses
compartidos. Ya sabes que hoy en día, el poder es insostenible si no eres
fuerte en los negocios y viceversa. El César secundó el ascenso al trono de
Herodes Agripa, pues aspira al apoyo financiero de la comunidad hebrea para sus
proyectos de reconstrucción. A Calígula no le gustó la vehemencia con la que
reprimiste las manifestaciones de los hebreos en Alejandría. Puso en pie de guerra
a la facción gobernante en Judea, con Herodes Agripa a la cabeza, que se quejó
al emperador. Los cargos por los que fuiste acusado fueron una simple
pantomima, una excusa para relevarte como prefecto. El destierro, un castigo
ejemplarizante, para calmar los ánimos. Ya sabes que los judíos son un pueblo
combativo, orgulloso de sus costumbres milenarias y de sus dioses. No les gustó
que sus templos fueran saqueados por militares a tus órdenes, sus sinagogas
profanadas y sus símbolos sagrados sustituidos por nuestras divinidades. Créeme,
amigo mío, la tempestad escampará y podrás volver a Roma. ¡Por Hércules, que la
has servido con fidelidad en tus seis años de prefectura en Egipto y Libia! No
son provincias fáciles de gobernar. Y tu lo has hecho con gran dignidad, hasta
la nefasta aclamación de Herodes Agripa.
Julia Drusila ha
intercedido por ti ante su hermano, el César. Me ha asegurado que Calígula
siente por ti un gran aprecio y le ha confirmado que una vez se aplaquen los
ánimos, permitirá tu regreso. Nada indica que tu amistad por Tiberio Gemelo
pueda influir en su ánimo para perjudicarte. No se ha podido demostrar tu
participación en la conspiración para derrocarle en favor de Tiberio gemelo. Y
nada parece indicar, al decir de su hermana, que el César tenga alguna duda al
respecto.
Por mi parte, el
mes que viene parto para Germania, antes de que entren los rigores del
invierno. Ahora debo partir, con harta frecuencia, a los confines del Imperio
para supervisar las guarniciones del ejército. Ya sabes que en allí los
combates son continuos, para mantener a raya a nuestros enemigos. Siempre he
pensado que el Imperio se ha hecho demasiado grande y, poco a poco, se
convierte en un monstruo ingobernable. El emperador, en Roma, ya no puede estar
por todo. Y, finalmente, el Estado está en manos de una miríada de funcionarios
que actúan como reyezuelos.
Saluda a Flavia
de mi parte. Estoy seguro que pronto os veré de nuevo en Roma. Que los dioses
os acompañen.
Marco Emilio
Lépido, en Roma
*
Aulo Avilio
Flaco saluda a su estimado Marco Emilio Lépido
Recibí tu carta
con gran regocijo. A Flavia y a mi nos liberó por un momento de la soledad de
nuestro destierro.
Te agradezco
igualmente tus esfuerzos y los de Julia Drusila, tu esposa, por levantar
nuestros ánimos y tranquilizarnos respecto a las intenciones del Emperador hacia
mí. Sigo pensando que las razones de mi destierro poco tienen que ver con el
juicio por los acontecimientos de Alejandría. El Príncipe sabe que yo era un
favorito de Tiberio, que me nombró hace siete años prefecto de Egipto y Libia.
Yo gozaba entonces de su total confianza. El César me comentó con frecuencia sus
intenciones respecto a la sucesión del trono. No se fiaba de Calígula, al que
consideraba demasiado ambicioso, y optó por un reinado bicéfalo, en el que su
nieto Tiberio Gemelo pudiera moderar los impulsos de su primo. Sin embargo,
puedo asegurarte que Tiberio favorecía claramente a Calígula, por quién sentía
una clara preferencia, como pude comprobar cuando lo visité en Capri y ambos
herederos convivían con el Emperador. Yo hice entonces amistad con Tiberio
Gemelo, por quién sentía mayor afinidad. ¿Acaso se puede culpar a alguien por
mostrar las predilecciones de su corazón? Se ha dicho que Calígula mandó
asesinar a Tiberio gemelo estando el Emperador enfermo, poco antes de morir. Yo
no tengo constancia de ello. Es más, me permito dudarlo, y así lo he expresado
numerosas veces en privado, cuando con cierta malacia era inquirido sobre ello,
por patricios o senadores quisquillosos que pretendían sondearme, insinuando
con sus miradas que yo debía saber más de lo que aparentaba.
Como te decía,
querido Marco Emilio, mi falta consistió en caer en las provocaciones de
Herodes Agripa y su partido. El nuevo rey de los hebreos fue aclamado por los
judíos como un soberano con capacidad de resucitar los viejos anhelos
nacionalistas judíos. Esta nación es muy quisquillosa con Roma, a la que ve con
recelo como invasora. Son muy orgullosos de su independencia, de su religión y
de su lengua, y rechazan de forma vehemente aprender el latín, asimilar
nuestras costumbres o permitir que se construyan en su tierra templos donde
poder adorar a nuestros dioses. Siempre andan conspirando, sólo faltó una
chispa para que se encendiera todo. En Alejandría salió a la calle el
populacho: miles de hebreos soliviantados por la profanación de las sinagogas.
Hubo violencia. Ordené reprimir las manifestaciones. Hubo sangre, y muertos. La
cosa se me escapó de las manos. Asumo mi responsabilidad. Tú sabes lo difícil
que es mantener la unidad del Imperio. En cualquier caso, en el juicio se me
acusó de haber ordenado la profanación de las sinagogas de Alejandría y se
dictó sentencia en función exclusivamente de este delito. Es verdad que yo era
el responsable, pero este acto execrable, que no apruebo, se realizó sin mi
beneplácito, por centuriones desmandados del ejército, que actuaron por cuenta
propia, sin órdenes —que se sepa— de sus superiores. Y mucho menos mías. Los
responsables de estos actos ignominiosos nunca fueron detenidos. Lo que
confirma la hipocresía de Roma, que por un lado contemporiza con los hechos,
como represalia por el levantamiento de una provincia díscola, pero por el otro
me condena a mí. ¿Con que intenciones? No lo dudes, noble amigo; Calígula no me
quiere bien. Poco le importan los hechos de Alejandría. Me percibe como un
riesgo potencial. Teme que pueda conspirar contra él.
Bien. Dejemos
este asunto por el momento. Como insinúas, ahora es mejor mostrar un perfil
bajo y esperar tiempos propicios, una vez la ira se aplaque. No importan las
razones. Al fin y al cabo, todo está en manos del César.
En cuanto a
Flavia y a mí, nos encontramos razonablemente bien, teniendo en cuenta las
circunstancias (la procesión va por dentro). Flavia procura hacerme la vida tan
agradable como puede, disimulando los momentos de angustia que sin duda padece
como yo. Es una mujer fuerte; por las noches, cuando el desánimo se apodera de
mí (¡ah, qué difíciles son las madrugadas!), Flavia me toma en su regazo y, sin
decir una palabra, me acaricia suavemente el pelo. Es dulce y cariñosa, y
agradezco cada día a Apolo su compañía.
Hemos adquirido
una propiedad, cercana al lugar donde hemos vivido de forma provisional estos
cuatro meses desde que llegamos a Andros la pasada primavera. Es un caserío muy
agradable. Lo ha escogido Flavia y se muestra encantada. Se parece a nuestras
mansiones romanas, con un atrio interior precioso. Flavia se ha entretenido en
restaurarlo y plantar un verdadero vergel, con la ayuda de nuestro masovero
Alexis y su mujer Ifigenia. También ha ordenado una reforma de las estancias,
de tal forma que yo pueda disponer de un estudio y todo esté adecuadamente
habilitado para nuestro confort este próximo invierno. Así se entretiene y
olvida los sinsabores. ¡Quién te lo iba a decir! Nosotros que hemos conocido
los lujos de la corte… ¡Y los esplendores de Alejandría! Nada se parece aquí al
incomparable templo de Serapis, el edificio más fabuloso del mundo. ¡Y qué
decir de la Biblioteca de Alejandría, con sus 700.000 volúmenes! Yo ahora debo
conformarme con la lectura de Plinio, Julio César o Séneca (son los únicos
volúmenes que he podido llevar conmigo) en el austero y humilde reducto de mi escritorio,
con vistas a los bosques del monte Pétalo.
Ya que me
preguntas como paso la jornada en Andros, ahí va. Mi vida aquí, estimado Marco
Emilio, discurre de la siguiente manera: me levanto hacia las 6; aquí, este
verano ha sido muy caluroso y a esa hora del día la sensación de frescor es
deliciosa y despierta mis sentidos. Salgo a pasear hasta una fuente cercana (me
gusta el rumor del agua). Cuando vuelvo a casa, Ifigenia nos ha preparado un
buen desayuno. Flavia acude también, dejando sus labores (¡siempre anda
ocupada!) y es uno de los momentos del día que aprovechamos para estar juntos y
charlar. A las 9, según el tiempo, acudo al atrio, donde leo un rato en voz
alta algún discurso latino de Séneca o repaso algún pasaje de la Guerra de las
Galias de Julio César; o acudo a mi escritorio, donde he empezado a escribir
mis memorias (sobre todo ahora, que ya ha entrado el otoño y el ambiente ha
refrescado). Al mediodía, dedico un tiempo a la gimnasia. Y un día a la semana,
acudimos con Flavia a los baños, en unas fuentes naturales cercanas. En la hora
octava, comemos. Y luego aquí es obligada la siesta, una buena costumbre que
los Andriotas usan como nosotros. De esta forma, sorteábamos los rigores del
calor estival hace dos meses, en los peores momentos de la canícula. A la hora
undécima, con la caída de la tarde, salimos a pasear; algunas veces caminando y
otras a caballo. En ciertas ocasiones, sobre todo ahora en otoño, salimos a
cazar perdices con Alexis. Cenamos tarde, pues ya sabes que Flavia y yo somos
trasnochadores. A veces, en la velada, el joven hijo de nuestros masoveros,
Antenor, tañe para nosotros un instrumento parecido al laúd, pero más rústico,
lo que nos pone algo melancólicos, esa es la verdad. Y así, nos envuelve poco a
poco el sueño de Morfeo.
Adiós, amigo.
Que los dioses te guarden a ti y a los tuyos.
Aulo Avilio
Flaco, en Andros
*
Flavia Licinia Aurelia saluda a su estimado Marco
Emilio Lépido
Salve, Marco
Emilio. Te preguntarás por mi prolongado silencio, a pesar de las numerosas
cartas que me has enviado. Una mujer debe guardar para sí las penas que afligen
a su corazón, sobre todo si estas afectan a lo más hondo de su intimidad, a los
asuntos del amor. Estos últimos meses han sido un tormento para mí. He debido
(y he querido) afrontar en soledad, en mi casa de Andros, el infortunio al que
me han sometido los dioses valiéndose de la mano de Cayo César. Son muy largas
y amargas las noches llorando la muerte del ser al que has querido como a un
hijo. Bueno, yo no he tenido hijos, pero ¿qué mujer no siente el instinto de
madre? Aulo Avilio lo fue todo para mí; un padre, un esposo, un compañero
(sobre todo mientras sufrimos ambos el destierro) y, por que no, un hijo. Así
lo he amado.
Puesto que
deseas conocer los pormenores de lo que pasó, ahí va. Guárdate mucho, estimado
Marco Emilio, el Estado es un artefacto implacable (muchas veces ciego e
imprevisible) y no se detiene ante nada cuando la voluntad del Emperador es
firme a la hora de destruir a los que cree sus enemigos. Ingratitud es lo que
hay, si no otra cosa. Ya no temo a nada, ni a nadie. No me asusta la muerte.
¡Por Zeus, que Roma ha perdido a uno de sus más fieles servidores! Pero así son
los tiempos que nos tocan vivir. Lejos quedan ya los valores republicanos y el
Estado se embrutece con la peste de la corrupción.
Poco después de
empezado el nuevo año, hacia el final del invierno (pronto se cumpliría el
ciclo anual desde nuestra llegada a Andros), llegó a la isla un destacamento
romano al mando de Marco Arrecino. Entonces no sabíamos que era el flamante
nuevo prefecto del Pretorio después del suicidio del nefasto Macrón. ¡Ah, Marco
Arrecino, amigo mío! ¡qué dura prueba te mandó Cayo César! ¡Ejecutar (o debería
decir asesinar) a tu compañero Aulo Avilio, con quién diste los primeros pasos
en el ejército! ¿Acaso quería el Emperador asegurarse de tu lealtad comprobando
si no te temblaba el pulso a la hora de hundir el frío metal en el pecho de tu
amigo Aulo Avilio? ¿Pensaba Calígula que esta sería una prueba de que no
estabas implicado en una conspiración que, por otro lado, nunca existió?
Esa fatídica
noche llamaron a la puerta por sorpresa. Los perros ladraron. Ifigenia abrió y
se hicieron paso diez centuriones al mando de Marco Arrecino. Al oír el
tumulto, Aulo Avilio y yo saltamos de la cama. Inquietos. No parecía un buen
augurio. Escuchamos voces severas abajo. Aulo Avilio me miró fijamente a los
ojos, su mirada lo decía todo. Nunca lo olvidaré. Aunque hice un esfuerzo por
evitarlo, no pude impedir que se me humedecieran los ojos. Nos abrazamos. Fue
un abrazo largo, muy sentido. Uno y otro sabíamos que no nos volveríamos a ver.
Descendimos abajo, cruzamos el atrio y nos dirigimos a la entrada de la casa.
Al ver a Marco Arrecino, mi esposo quedó paralizado. “Amigo mío… ¿tú?”,
inquirió mi marido. El prefecto del Pretorio cayó de rodillas desfondado, la
mirada clavada en los adoquines, no se atrevía a mirarlo a la cara: “Cayo Julio César Augusto Germánico
me ha ordenado que sea yo mismo quién te dé muerte. El Emperador piensa que la
mano del amigo hará más dulce tu tránsito. Querido Aulo Avilio…”, balbuceó. Y
la voz se le quebró. Fue entonces cuando mi esposo lo cogió del brazo por el
codo y lo ayudó a levantarse. Se abrazaron. Marco Arrecino sollozaba. Un
centurión leyó la orden imperial de ejecución. Debía procederse inmediatamente.
Un centurión alto y robusto desenfundó su espada hispánica y esperó la orden
del prefecto del Pretorio. Éste miró a Aulo Avilio a los ojos por primera vez.
Mi esposo le hizo una leve señal de consentimiento. Marco Arrecino tomó el arma
de las manos del centurión. Aulo Avilio lo tomo por el puño y apoyó la espada
en su pecho junto al corazón. Ambos amigos se abrazaron. En ese momento, Aulo
Avilio, mi querido Aulo, me miró por última vez. Nunca lo olvidaré. Y,
entonces, ambos amigos se empujaron uno hacia el otro, firmes los puños, para
que la espada penetrara hondo, y en un golpe certero, acabara con su vida.
El cadáver fue quemado a la orilla
del mar. Nadie asistió a la sencilla ceremonia, salvo mis fieles Alexis,
Ifigenia y Antenor. El ritual se cumplió al alba. Parecía que el mundo se
hubiera detenido. Solamente se oía el crepitar del fuego. No hacía viento y la
columna de humo apenas se disipaba en el aire fresco de la mañana. Ifigenia
lloraba discretamente. Alexis cuidó de que todo se consumara decorosamente. En
el horizonte marino, leves tonalidades púrpuras anunciaban la inmutable
indiferencia del Universo. Entonces sentí un enorme vacío…
Algunos días
más tarde ascendí hasta la ermita del monte Pétalo. Me conducía a lomos de un
asno el benévolo Antenor. Ahí se encuentra, sobre una roca inmensa que mira a
la costa lejana, sobre el valle, una pequeña capilla dedicada al dios Hermes,
que los lugareños guardan desde los viejos tiempos helénicos. A Aulo Avilio le
encantaba ese lugar, adónde acudía de vez en cuando para ahogar sus penas en la
soledad del monte, apenas acompañado por la presencia ocasional de los rebaños
de cabras y su cabrero. Allí deposité dos piedras blancas de la playa de Achla,
donde habíamos incinerado su cuerpo, como ofrenda a Mercurio por las dos
décadas de convivencia con él.
Ahora sólo me
queda el recuerdo, el dulce recuerdo. He decidido no volver a Roma. Tampoco me
veo con ánimos. Andros es ahora mi hogar. Aquí debo encontrar la paz y el
sosiego que no conseguiría en la gran urbe. Sí, creo que quiero vivir en las
recogidas montañas de Arni hasta el final de mi vida. Qué paradoja, ¿verdad?,
pero, decepcionada de los hombres, mi alma ha aprendido a apreciar el canto de
los pájaros, el rumor del agua en la fuente, o el suave mecer de los árboles en
el viento. Adiós.
Flavia Licinia
Aurelia, en Andros