A sus treinta años, el carnicero
Fermín Bernades era ya un maestro en su oficio. Meticuloso, suspendió el cuerpo
de los ganchos por las patas, previamente decapitado, y tiró de las cadenas
para colgarlo a la altura de trabajo. Se paró frente a él afilando el cuchillo con
la chaira, equipado con su delantal y altas botas de agua. Desolló el cuerpo
como si fuera de ganado porcino, separando y desgajando las vísceras, y
depositándolas cuidadosamente en la mesa del obrador. Luego dio agua a la
manguera y limpió bien la cavidad abdominal, y la torácica, ya vacías. Prendió
el motor de la sierra circular. Acercó la cuchilla a la entrepierna, que emitió
un desagradable chirrido cuando comenzó a cortar el cuerpo, hasta quedar
separado en dos mitades. Ambas piezas se balancearon en la luz mortecina de la
vieja sala del matadero. El monótono sonido de una gota de agua, resonaba con
su eco cada vez que percutía en el fondo de la pica metálica. El lugar estaba
ahora medio abandonado, pues una normativa reciente obligaba a realizar la
matanza en los mataderos municipales y este viejo obrador de trastienda ya no
se utilizaba. Salvo hoy; la ocasión lo requería. Cuidadoso, afiló cuchillos
finos y, con profesional destreza, procedió, poco a poco, al despiece, separando
con la puntilla la carne de los huesos. Luego, recogió y lavó bien todas sus
herramientas. Limpió a fondo las picas y las mesas de trabajo, y dispuso el
resultado de su despiece en los frigoríficos. Finalmente, miró la cabeza con el
rabillo del ojo y sintió un escalofrío. No quería pensar, no quería recordar. Deshacerse
de ella sería más complicado.
Sonó la campanilla de la carnicería cuando María Pardal
entró. Se frotó las manos y retiró la capucha de su anorak.
—Maldito tiempo, Fermín. ¡Qué frío!
Fermín Bernades encendió los neones del frigorífico
expositor para que luciera el género expuesto. Una luz blanca, mortecina,
iluminó los solomillos, la casquería y los embutidos.
—María, ¿ternera como siempre? —inquirió el carnicero, mostrando
una pieza de culatín, que ahora aquilataba en su mano.
—Muy blanca la veo, Fermín. No sé.
—Blanca, de ternera lechal, María. Muy buen género. Me lo
traen de Girona. Si te quedas dos kilos, va de oferta un hígado y huesos para
el caldo —remachó Bernades.
Habían pasado apenas dos días desde que Genoveva Salas había
entrado en la carnicería. Era a última hora de una tarde fría de diciembre.
Poco antes, en su casa, Genoveva pensó que pasaría por donde Fermín, para
comprar unas butifarras y, de paso, charlar un rato con él. Se aburría. (la
tele aún no había invadido el tedio de los hogares). “A ver si aún lo engancho
abierto”, pensó. En invierno, las calles de Olot son frías y solitarias, y no
apetece mucho salir. Son días que la gente se recoge en su casa. Pero Genoveva
vivía sola, y las tardes se le hacían muy largas. ¡Maldito invierno! Así que
decidió airearse un poco. Fermín era un hombre de su edad y, que caray, no le
desagradaba.
—¿Te apetece un vaso de vino? —propuso el carnicero, después
de despacharla.
Fermín Bernades la invitó a la trastienda. Antes echó una
ojeada a la calle a través del escaparte entelado. Condensación, pensó. Nada,
ni un alma. Negro como boca de lobo. Cerró los portones de la carnicería. Ya no
atendería a nadie más aquel día.
El inspector Robledo entró en la oficina del comisario jefe.
Repantingado, con los pies sobre la mesa, y hurgándose el oído con un palillo,
el comisario jefe le señaló a su subalterno el diario que estaba encima de la
mesa, con el tacón de la bota.
—¿Lo ha leído, Robledo? Échele una ojeada al titular: Un año desde la misteriosa desaparición de
Genoveva Salas. ¿Alguna pista?
—No me joda comisario… —replicó el inspector.
—¡No me jodas tú a mí, Robledo! ¡Que ya tengo al Ministerio
encima! —despotricó el comisario, de mal humor—. ¡Cómo puede ser que la tía esa
se haya esfumado así! ¡Dónde coño está el maldito cuerpo, Robledo! ¿No decías
que había un testigo que la vio entrar en la carnicería la noche del 19 de
diciembre?
—Sí, un mendigo. Fue el último en verla. A partir de ahí,
parece que la tierra se la haya tragado.
Florencio
Gañán tenía instalado su campamento en las afueras de Olot. Vivía en la calle
desde que llegara un buen día a la ciudad y se instalara con su perro, Merlín, en una barraca abandonada. Nadie
parecía preocuparse mucho por él, más bien lo ignoraban, con esa actitud que a
veces adopta la gente frente a una situación incómoda, como es la miseria
ajena, y no se atreve a preguntar. Las autoridades hacían la vista gorda y
consentían que malviviera donde estaba. Bien es verdad que Florencio Gañán no
molestaba a nadie, hacia su vida de ermitaño y parecía totalmente inmune al
trato indiferente que recibía de los vecinos.
Una
semana después de la desaparición de Genoveva Salas, el inspector Robledo apareció,
como si no quisiera la cosa, por el descampado donde se levantaban las cuatro
chapas que cobijaban al mendigo y a su can Merlín. En ese momento, el indigente
calentaba una aguachirri en un pote de latón, sobre la lumbre de cuatro
carbones mal encendidos. Removía el mejunje con una cuchara vieja, torpemente,
pues llevaba puestos unos sucios mitones de lana que apenas evitaban la torpeza
de sus manos a causa de un frío inmisericorde. Mientras, Merlín, roía
entretenido un hueso de considerables dimensiones, mirando de reojo al policía
con esa astucia propia de los chuchos callejeros.
—Buenos
días, Florencio; ¿cómo te trata la vida? —dijo el inspector Robledo con un
punto de ironía.
—Pues
ya ve, inspector: hoy, desayuno intercontinental. ¿Qué le trae por aquí?
—Verás…
Ha desaparecido una vecina, Genoveva Salas. ¿La conoces? —inquirió el
inspector.
—¿Esa
chica tristona que vive sola? Claro. Le gustan los perros, hace buenas migas
con Merlín —dijo Florencio Gañán mirando a su amigo, que ahora movía la cola en
señal de aprobación—. La vi hará cosa de una semana, ¿verdad que sí, Merlín?
Era noche cerrada, fría de cojones. Ella entró donde Bernades.
—¿Y
qué hacías tú ahí?
—No
me mire mal, inspector, que soy pobre de solemnidad, pero no malo. A mi edad,
ya no ando tras las mozas, ¡dios me libre! Yo estaba acurrucado al otro lado de
la calle, en un rincón para evitar el frío, mecagüendiez.
A veces el carnicero me echa algo de carne, y algún hueso para mi Merlín, ¿a
que sí bonito? La vi como entraba… luego marché. Nada más.
Poco después, el juez había autorizado el registro de la
carnicería Bernades, pero nada, ni rastro. El inspector Robledo se sentía
impotente. El comisario jefe vertía sobre él toda su mala leche, como si de
esta manera fuese a aparecer la maldita Genoveva. Ni que yo fuera el culpable.
¡Que se había pensado, el muy hijoputa!
Ya está otra vez, pensó Fermín. Se llevó las manos a la
cabeza, como si fuera a arrancarse los cabellos. Tengo que acabar con esto,
tengo que acabar con esto, tengo que acabar con esto, repetía como una letanía,
sollozando para sí. De nuevo el tormento de los recuerdos. Aquello había pasado hacía ya mucho tiempo, pero lo atormentaba y
lo obligaba a actuar. No puedo evitarlo, se decía, gimoteando, escudándose en
viejos pretextos que el paso del tiempo había desdibujado. Y su mirada perdida,
desolada como una ciudad vacía, hablaba de un mal que provenía del pozo sin
fondo de su interior, como si las garras de una rapaz le agarraran por el
estómago. No puedo evitarlo, no puedo evitarlo, repetía, como una obsesión. Y
se miraba las manos, y miraba a Genoveva, una muñeca rota, los ojos sin
párpados, su mirada congelada en la luz fría de la solitaria trastienda. De
repente, su mente pareció recuperar la lucidez perdida. Su expresión se mudó de
tal forma que hubiera producido un escalofrió en un observador furtivo. Afirmó
su actitud con un punto de prepotente seguridad. ¡Mala puta, te lo merecías!,
dijo con un aplomo cargado de desprecio.
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