domingo, 1 de mayo de 2016

Divagaciones sobre el fin del mundo


Hay un poema de Antonio Machado* que es inquietante y misterioso. Grandísimo. Me encanta. Aquí lo tenéis:

(un loco)
Es una tarde mustia y desabrida
de un otoño sin frutos, en la tierra
estéril y raída
donde la sombra de un centauro yerra.

Por un camino en la árida llanura,
entre álamos marchitos,
a solas con su sombra y su locura,
va el loco, hablando a gritos.

Lejos se ven sombríos estepares,
colinas con malezas y cambrones,
y ruinas de viejos encinares,
coronando los agrios serrijones.

El loco vocifera
a solas con su sombra y su quimera.
Es horrible y grotesca su figura;
flaco, sucio, maltrecho y mal rapado,
ojos de calentura
iluminan su rostro demacrado.

Huye de la ciudad… Pobres maldades,
misérrimas virtudes y quehaceres
de chulos aburridos, y ruindades
de ociosos mercaderes.

Por los campos de Dios el loco avanza.
Tras la tierra esquelética y sequiza
–rojo de herrumbre y pardo de ceniza—
hay un sueño de lirio en la lontananza.

Huye de la ciudad. ¡El tedio urbano!
--¡Carne triste y espíritu villano!

No fue por una trágica amargura
esta alma errante desgajada y rota;
purga un pecado ajeno: la cordura,
la terrible cordura del idiota.

*Campos de castilla. Antonio Machado. Catedra, 1989

Tirando del hilo de este poema, me dejo llevar por pensamientos apocalípticos. ¿Puede ser, este personaje, un quijote? ¡Sin duda! Así avanzan muchas veces los cuerdos purgando la locura de otros. Hace ya treinta años del desastre de Chernóbil. Parece que fuera ayer, pero ya son un montón de años. Ahora pueden verse las calles despobladas de ciudades abandonadas, como un mal sueño. La maleza se ha comido el asfalto y trepa por las desamparadas paredes de los edificios. Una ciudad fantasma. Y así seguirá durante centenares, quizás millares de años. Aquí y allá objetos abandonados, ahora viejos y oxidados. Sombra triste de otro tiempo. Una huella macabra del paso del hombre. Una prueba de su estulticia. Un silencio sepulcral lo cubre todo, una tragedia muy gorda se masca todavía en el ambiente. De repente aparece, como de la nada, una anciana. Apenas puede caminar, si no fuera por la ayuda de un andador. Es una aparición fantasmagórica, uno de los escasos seres humanos que no quisieron abandonar el infierno de destrucción y muerte en que esto había de convertirse. Prefirieron quedarse aquí, aún a costa de sus vidas. ¿A dónde iban a ir? Locos que purgan una locura ajena, la terrible cordura del idiota.

La carrera de armamento nuclear. La proliferación infinita de misiles. Un delirio en espiral que ha alimentado la locura humana. Para destruir, no una, sino miles de veces la Tierra. ¿Cómo se entiende? Imperios cuya razón de ser se basaron en acumular poder de destrucción… ¡para destruirse, también, a sí mismos! ¿Dónde está este mecanismo que nos impulsa hacia ese instinto de destrucción? Es la lógica del idiota. ¿Cómo puede ser que apostemos antes por nuestro propio extermino que por la prosperidad del adversario? Vilezas superiores, en fuerza, al instinto de vivir. Gigantescos estados como el imperio soviético, se deslizaron por la pendiente del delirio. Idiotas al frente de tales responsabilidades, locos de los que dependía el poder de acabar con todo. Somos poderosos, podemos devastarlo todo. Podemos arrasar con todo y convertir la superficie del planeta en ceniza. Millones de personas, mientras, no disponían de los mínimos. Porque el dinero se gastaba en construir más misiles, siempre más. Es un mundo de locos.

Dice Lucrecio, en su libro De rerum natura (Sobre la naturaleza de las cosas), un libro lúcido y de una avanzada modernidad para su tiempo, escrito en el siglo I a.C., que el fin del mundo es algo indudable, que acaecerá sin duda. Lo que pasa es que Lucrecio pertenece a una época en la que era impensable que el final pudiera deberse a la imprudencia o irresponsabilidad de los hombres. La causa sería natural. Dice así:
… Considera, en primer lugar, los mares, las tierras y el cielo; son tres materias, tres cuerpos, tres formas completamente distintas y tres texturas; pues bien, un solo día las hará perecer, y esta mole y fábrica del mundo se derrumbará después de estar en pie tantos años. Y no se me oculta cuán nueva y sorprendente es la idea de que hayan de perecer la tierra y el cielo, y cuán difícil me será convencerte con mis palabras; como sucede siempre que hacer oír a los hombres cosas hasta entonces no oídas, sin que puedas exponerlas ante los ojos ni situarlas al alcance de la mano; pues esta es la vía más recta y segura para llevar la confianza hasta el corazón de los hombres y los recintos de su mente. Hablaré, sin embargo. Quizá la realidad misma dará fe de mis dichos, y tú mismo verás cómo espantosos terremotos hacen en un momento caer el mundo en ruinas; lo cual desvíe lejos de nosotros la fortuna que todo lo rige, y sea la razón, y no los hechos, lo que te convenza de que el universo puede derrumbarse, vencido, con horrísono fragor.

El hombre contemporáneo ha perdido la inocencia y es mucho más escéptico que, incluso, los adeptos milenaristas de Nostradamus. No llegaremos a ver como el mundo llega a su fin de forma natural; antes acabaremos nosotros con él. ¿De dónde brota este instinto malsano de la autodestrucción? ¿Cómo estamos paridos? Cuando eres un niño, en tu ingenuidad, con tu mente tan fresca y sana, no puedes creer que los adultos, en quién confías, puedan jugar con la destrucción del mundo. No puede ser, te dices. De ninguna de las maneras. Eso no pasará. Pero los años pasan, y acabas dándote cuenta de que sí que es posible. Somos así de bestias e insensatos. Podemos pulverizar el mundo. Y si eso no ha pasado ya, puede calificarse de auténtico milagro.

¿Qué esperanzas tenemos de que tamaña insensatez no se lleve a cabo? Ninguna. Nos autodestruiremos y todo habrá acabado. La gran aventura de la vida habrá saltado por los aires, en un segundo. ¡Puffff! Se acabó. El Universo volverá a su silencio inmutable. Indiferente a la estupidez humana. Quizás, dentro de unos cuantos miles de millones de años más, reaparecerá la vida. Un pequeño corpúsculo. Una pequeña mota que irá creciendo, tozuda y perseverante. Y así hasta que la creación surja de nuevo, una vez más, en toda su esplendorosa diversidad y complejidad, tan fascinante como un dios. Entonces, la cordura de un idiota dará con todo al traste, de nuevo.

viernes, 29 de abril de 2016

Sobre la (in)decencia de los políticos


Me sorprendió que, el otro día, Pedro Sánchez se arrepintiera de haber llamado indecente a Mariano Rajoy y le pidiera disculpas. Eso sí que me parece indecente. No por el hecho de disculparse, no. Eso me parece, hasta cierto punto, comprensible. Lo que me parece indecente es que el candidato del PSOE retirara su ofensa al presidente del Gobierno como consecuencia de una decisión mezquina y cobarde. Un acto que dice mucho de la escasa integridad ética de este político, de su poca dignidad como persona. ¿Alguien entiende este giro repentino de su pensamiento? Yo sí: como la jugada le ha salido mal, ahora ya está pensando en gobernar en coalición con el insultado, pues no le queda otra opción. Así de íntegro es el candidato socialista al gobierno del estado.

Yo no le hubiera retirado el calificativo a Rajoy. Las verdades ofenden. ¿De qué otra manera se puede calificar a quién ha gobernado como ha gobernado? ¿Acaso hace falta volver a repetir la lista de agravios con la que el gobierno de Mariano Rajoy ha castigado a los ciudadanos de este país? Yo resumo y destaco dos: su indiferencia por los más débiles, promoviendo políticas que favorecían a los que más tienen, en contra de la mayoría social, en medio de una gravísima crisis, aprovechando su control del estado para saquearlo a favor de las distintas tramas corruptas de las que está formado el PP. Y dos, su indiferencia y desprecio por un los anhelos y las necesidades de millones de ciudadanos catalanes, que no sólo ha ninguneado, sino que ha sometido a un verdadero chantaje y acoso, utilizando con malas artes el centro de control y comando central para doblegar por la fuerza la voluntad de los catalanes obligándolos a tragar. Yo, a eso, le llamo, como mínimo, indecencia.

Pero Pedro Sánchez, con el PSOE detrás, tampoco se queda corto. Este político, en su falsedad, nos intenta convencer que no ha logrado pactar un gobierno por culpa de Podemos y otros partidos de izquierda. Es un falso y miente; todos sabemos que la razón no es ésta. Pedro Sánchez no ha podido formar gobierno porque no está dispuesto a buscar una solución para Cataluña. Así de simple. Y ya lo dije en un post anterior –y lo reitero—, sin el concurso de Cataluña no se puede gobernar el estado español. Así de claro. Pero, además, no olvidemos que la corrupción también afecta a este partido, como afecta, entre otros, a CIU. De repente, nos hemos despertado, hemos abierto los ojos y nos hemos encontrado con el pastel. Mientras cada uno de nosotros trajinaba con sus propios asuntos, que no es poco --pues suficiente tiene cada uno para sobrevivir y tirar para adelante—nos estaban saqueando. Al principio nos parecía que se trataba de un ladronzuelo por aquí, otro por allá. Pero no, ha sido el crimen organizado. ¡Y bien organizado! Las mafias han asaltado el estado y se han ido llevando lo que producíamos, entre todos y para todos, para su casa. Leí hace unos días que el desfalco puede haber supuesto unos 200.000.000.000 euros, ¡dos cientos mil millones de euros! ¡Pero como puede haber pasado esto, bajo nuestras propias narices!


Pues bien, así las cosas, ahora el señor Sánchez, con el PSOE al lado, y el señor Rajoy, con el PP a sus costados, se aprestan a perdonarse agravios y preparar el terreno para, una vez celebradas las elecciones de junio 2016, previendo un resultado enrocado o poco diferente al anterior, quizás favorable para ellos, coaligarse para gobernar. Si esto ocurre será una tomadura de pelo. O, mejor dicho, un escándalo mayúsculo. Yo lo calificaría incluso de golpe de estado. Un golpe de estado contra todos nosotros. Un golpe de estado para que, de nuevo, los delincuentes se encastillen, borren las pruebas de sus indecencias y nos continúen robando. Porque, ¿Acaso van a acabar con la corrupción, o la evasión fiscal, los que se benefician de ella? Por descontado que no.
Me niego a creer que el PP y el PSOE tomarán de nuevo el poder. Me niego a creer que esto va a pasar. Quiero creer que los ciudadanos, en su conjunto, independientemente de nuestras ideas, no lo permitiremos. Nos merecemos algo mejor. No podemos tirar la toalla ahora que el crimen es evidente. No podemos permitir que esa gente siga mandando. Sí, ya sé… hay que mover el culo, da pereza. Preferimos mirar para otro lado, hacer ver que eso no va con nosotros. Inhibirse, la posición fácil. Esconder la cabeza debajo del ala. NO. Esto no funciona así; si no queremos perder definitivamente la libertad y todo lo que tenemos, aunque sea poco, deberemos enfrentar la lucha que representa empezar de nuevo.

martes, 26 de abril de 2016

¡Somos compulsivos acaparadores de cosas!


Cada vez somos más conscientes de que no podemos continuar así. Nuestro sistema de vida es simplemente inviable. El planeta tiene un tope, no soporta un crecimiento exponencial. No podemos consumir recursos sin límite. La demografía no puede crecer infinitamente. Generamos más basura, mayor polución que la que la Tierra puede razonablemente absorber: es infantil y estúpida nuestra actitud. Es una insensatez el mirar hacia otro lado, como si no quisiéramos darnos cuenta.
El consumo es una enfermedad compulsiva. Todos hemos sido inoculados con este virus. Objetos, objetos y más objetos… No podemos vivir sin ellos. Pero, al mismo tiempo, sentimos una enorme frustración al constatar que el vehemente impulso con el que los deseamos, no se corresponde después con la satisfacción que nos causan. Y así, a la compulsión sinfín por tener un nuevo juguete, sucede la frustración de constatar que el objeto que tenemos entre manos es insulso. La satisfacción que nos crea es muy efímera y desaparece tan pronto como la llama de una cerilla. Decepcionados, volvemos a desear uno nuevo y lo requerimos con una urgencia despótica. Y así de nuevo, en un ciclo que sólo nos produce desasosiego y frustración. Esta desazón no nos aporta la felicidad, nos vacía por dentro y nos convierte en muñecos rotos, en seres desvestidos de una verdadera esencia.
No hay otro camino que la recuperación de un nuevo sentido a nuestras vidas. Sólo las cosas profundas, los sentimientos, las emociones, la amistad, el amor, la vida interior nos convierten en personas plenas. Con esta plenitud llega la felicidad. Hemos de fomentar un sistema que busque la integridad de las personas, su calidad humana. Que ponga énfasis prioritario en los valores, frente a la acumulación de objetos. La humanidad precisa de un salto adelante. Hasta ahora hemos creído que este salto adelante estaba relacionado con los avances técnicos. Y no es así. El verdadero avance, el paso de gigante, se producirá cuando entendamos que el progreso no está tanto en el ámbito del ingenio, de la ciencia o de la tecnología, sino en la esfera de la ética. 

domingo, 24 de abril de 2016

Para Isabel



Haiku (2)

a Mamá, in memoriam

En el camino
emerge tu recuerdo,
piedra y escarcha



sábado, 23 de abril de 2016

Haiku III



Haiku III

La rosa roja,
sangre de primavera
que en mí florece


Barcelona, 23 de abril de 2016


viernes, 22 de abril de 2016

Don Quijote y Sancho Panza en Cataluña, tal como lo explica el auténtico y genial Cide Hamete Benengeli, flor de los historiadores



De los periódicos: 
Mariano Rajoy entrega a Carles Puigdemont
 un facsímil de la segunda parte del Quijote

Dedicado a Mariano Rajoy, inefable gobernante de las Españas… ¡en funciones!

La entrada de don Quijote y su escudero en Cataluña fue un poco inquietante. A decir verdad, si al despertar de la primera noche que durmieron en nuestro territorio no hubieran sido tan gallardos y decididos, –¡cómo iba a ser de otra manera, después de todas las cuitas por las que habían pasado! —habrían puesto pies en polvorosa, desandando el camino de vuelta. No habría para menos. La tarde anterior, cuando ya oscurecía, habían entrado en un espeso bosque de encinas y alcornoques. Seguramente coronaron el collado del Bruc, que por aquella época era una zona desangelada y peligrosa. Así que se apearon de sus bestias y se arrimaron al cobijo de un buen árbol para pasar la noche. A la mañana siguiente, al levantarse Sancho, se dio un susto de muerte, pues colgaban extraños racimos de los árboles. Lo tranquilizó, entonces, don Quijote, que no por loco, dejaba de ser un hombre culto y bien informado. Los tenebrosos frutos que colgaban de los árboles, no eran otra cosa que bandoleros ajusticiados en la horca. ¡Espeluznante panorama!

Se sabe que el bandolerismo constituía un problema muy severo en la Cataluña de los siglos XVI y XVII y, efectivamente, la justicia actuaba de forma sumarísima: cuando prendía a los bandidos, los ahorcaba de forma expeditiva e inmediata.

Aún no se habían repuesto del susto nuestros amigos manchegos cuando, con la luz del amanecer, vieron aparecer a otros cuarenta bandidos—esta vez vivos—que se dirigían hacia ellos, charlando animadamente entre ellos en lengua catalana. Era la famosa banda de Perot Roc Guinart, conocida y temida en toda la península—y más allá—por sus tremendos estragos. Estaban ya los forajidos puestos en faena, limpiando los bolsillos de Sancho Panza, cuando apareció el jefe, el mismísimo Perot Roc Guinart. Pero mira por dónde que, a Perot, pareció caerle en gracia don Quijote, al que vio apoyado en un árbol con la más triste y melancólica figura que pudiera formar la misma tristeza. Ordenó el bandolero a sus hombres devolver los peculios al escudero bonachón. Guinart era un bandolero justiciero, amigo y protector de los desheredados y ve en don Quijote a un pobre desvalido que, además, está como una cabra. En su compasión, decide protegerlo. Siente simpatía por él. Y así se entabla una sincera amistad.

¿Quién iba a decirnos, pues, que la entrada en Cataluña de nuestros famosos héroes sería de la mano de los antisistema de la época, de los revolucionarios de entonces que luchaban contra el poder establecido, pues no otra cosa eran estos bandoleros que menudeaban en los pasos estratégicos de Cataluña y Andalucía? Así la cosa, Perot Roc Guinart, entrega una carta de recomendación al caballero andante don Quijote de la Mancha, para que se presente con estas credenciales a un amigo suyo en Barcelona. Lo esperará, en una fecha concertada, en la playa de la ciudad. Hay un punto de malignidad en esta misiva de Perot a sus íntimos de Barcelona, pues ya se le escapa la risa de la rechifla que puede organizarse en la ciudad condal a la vista de tan curiosos personajes.

Don Quijote y su inseparable Sancho llegarán a la playa de Barcelona nada menos que la noche de san Juan. ¿saben lo que les espera? La noche de san Juan en Barcelona no es moco de pavo. La playa estaba espléndidamente vestida para las fiestas. Los vecinos de la ciudad paseaban por ella sobre sus monturas, ricamente ataviados. Sonaban fanfarrias, trompetas y clarines. Flameaban estandartes y gallardetes de las numerosas naves y galeones que estaban fondeadas. Y disparaban éstas sus cañones en son festivo, recibiendo cumplida respuesta de la artillería de Montjuic. La sorpresa de Sancho al ver el mar por primera vez fue mayúscula; él, ¡que sólo había visto la laguna de Ruidera! Y no menos asombro la de los barceloneses al ver a estos castellanos vestidos de esa guisa, con esas armas ya en desuso y sendas andrajosas cabalgaduras. El cachondeo fue monumental. El amigo barcelonés de Roc Guinart y sus secuaces reciben al hidalgo con estas palabras de pitorreo: Bien sea venido a nuestra ciudad el espejo, el farol, la estrella y el norte de toda la caballería andante, donde más largamente se contiene, bien sea venido, digo, el valeroso don Quijote de la Mancha. A continuación, todos ellos rodean a los héroes manchegos, montados en sus monturas, y los acompañan hacia la ciudad. Así encerrados en medio de la cuadrilla de maleantes, al son de las chirimías y los atabales, se encaminaron con él a la ciudad: al entrar de la cual, el malo que todo lo malo ordena –el diablo--, y los muchachos que son más malos que el malo, dos dellos traviesos y atrevidos se entraron por toda la gente y, alzando uno la cola del rucio y el otro la de Rocinante, les pusieron y encajaron sendos manojos de aliagas –plantas muy espinosas de bellas flores amarillas, pero que pinchan como un demonio--. Sintieron los pobres animales las nuevas espuelas y, apretando las colas, aumentaron su disgusto de manera que, dando mil corcovos, dieron con sus dueños en tierra. Don Quijote, corrido y afrentado, acudió a quitar el plumaje de la cola de su matalote, y Sancho, el de su rucio. Quisieran los que guiaban a don Quijote castigar el atrevimiento de los muchachos, y no fue posible, porque se encerraron entre más de otros mil que los seguían.

Sabedor de la inmensa fama de editores e impresores de Barcelona, tenía el hidalgo castellano la intención de visitar la reputada imprenta de Sebastià de Comellas. Para su sorpresa, descubrió que se estaban corrigiendo las galeradas de un libro falsario titulado Segunda parte del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha de un tal Alonso Fernández de Avellaneda. ¡Qué vergüenza!¡impostores!¡plagiarios!¡Indeseables! don Quijote sale decepcionado de la imprenta dejándolos por tontos; ¡qué saben ellos de esta historia y de su valiente caballero! La verdadera, ¡claro!, relatada por el mismísimo Cide Hamete Benengeli, su autor auténtico, reputado y genial.

Miguel de Cervantes. Don Quijote de la Mancha. Edición del Instituto Cervantes y Crítica, dirigida por Francisco Rico. Barcelona, 1998.


Foto: Jan Conerlisz Vermeyen (1572), basado en una imagen anterior del 1535, hoy desaparecida


jueves, 21 de abril de 2016

Cementerio en la playa





Notas para un libro futuro


Los primeros marinos portugueses que surcaron las aguas del Atlántico, próximas a la costa de Brasil, quedaron absolutamente desconcertados. ¿Dónde estaban? Habían navegado durante semanas, rumbo suroeste, sin avistar tierra. Los empujaban los alisios, que favorecían su periplo hacia tierras americanas, aunque un fuerte temporal cerca del ecuador había desorientado a los navegantes. Una vez amainó la galerna divisaron, por fin, tierra, pero ante ellos se ofrecía un inmenso desierto de arena. Los más veteranos afirmaron que las corrientes y el temporal, en lugar de llevarlos al destino americano, los había devuelto a las costas de África. Las interminables dunas que vislumbraban a lo lejos, medio veladas por la cegadora luz tropical, dibujaban un paisaje blanco y monótono. No podían ser otra cosa que las costas atlánticas del gran desierto africano. ¡Esto es el Sahara! Exclamaron los más entendidos. Pero se equivocaban; habían llegado a América, a la costa más oriental de Brasil.

Estas costas de interminables dunas blancas, trabajadas por la constancia de los Alíseos, pertenecen al actual estado de Ceará. En brasileiro, se pronuncia seará, con ese, lo que se corresponde fonéticamente con Sahara. Así, por un equívoco, quedaron bautizadas estas orillas por esos aventureros desorientados tras su travesía del atlántico sur.

Mientras reflexiono sobre todo esto, sentado a la sombra de nuestro Toyota pickup 4x4 Hilux, contemplo el insólito paisaje. El Toyota está varado en la arena. En principio, un vehículo ideal para rodar por la arena, pero, ya sea por falta de pericia o por la dificultad del terreno, nos ha dejado encallados en un denso arenal cercano al viejo cementerio abandonado, llamado do Serafim. Nuestra posición es: latitud 3º 02’ 49,97’’ S y longitud: 39º 36’ 32,93’’ O. Tras intentos infructuosos de liberar el vehículo, hemos desistido, pues al girar las ruedas no hacen más que ahondar en su propia trampa. Hemos partido esta mañana de Guajirú a las 9 h. Poco después cruzábamos con la barcaza las azuladas aguas del río Mondaú y, desde ahí, nos dirigimos, sin incidencias, siempre por la playa, cerca de la orilla del mar, hasta Baleia. A partir de aquí y hasta Icaraí, la ruta discurre en una plataforma arenosa que queda por encima de la playa, a una cierta altura. La arena es muy seca y se amontona en grandes cantidades. El coche baila de un lado a otro como si se deslizara por una gruesa capa de nieve recién caída. Hay que estar muy atento en las pendientes, pues es fácil quedar atrapado si no vas con la reductora. Pero lo peor está antes de llegar al viejo cementerio. Hay que circular manteniéndose bien en las roderas de otros vehículos, visibles en la arena blanda. Pero ha sido inevitable, finalmente el viejo Toyota Hilux ha culeado en este denso mar de arena hasta quedar irremediablemente clavado. Es mediodía. El sol cae a plomo. El solitario paraje es impresionante: ante nosotros se extiende un inmenso desierto de arena junto al mar, un mar revuelto por el constante y cansino viento del oeste. Frente a nosotros, a escasos metros, aparecen las primeras lápidas de un insólito cementerio. Las gentes del país son muy sencillas y humildes. Se enterraban aquí, junto a la misma orilla del mar. Una vieja costumbre indígena. Poblados de pescadores. Son descendientes de los indios que poblaban estas costas cuando llegaron los pioneros europeos, portugueses u holandeses. Los primeros asentamientos europeos en esta zona fueron holandeses y no portugueses como se pudiera pensar. Los portugueses no vieron un interés inmediato en estas costas desangeladas y tiraron más hacia el sur, en busca de mayor prosperidad. Los holandeses, en cambio, se dedicaban al corso y hostigaban las naves españolas o portuguesas, para perjudicar su comercio con las Indias. Se escondían en estos parajes solitarios, dónde podían huir más fácilmente de las campañas de represalia, y cohabitaron con los pescadores indios del lugar. No es raro ver, aún hoy en día, niñas muy rubitas que desconciertan un poco, pues no se corresponden con la tipología étnica de estas gentes. Pero confirma el mestizaje con europeos del norte, en tiempos pasados.

Mientras espero a mis compañeros, que han salido andando hacia Icarai en busca de ayuda, se acerca un viejo pescador que, solitario, contemplaba el mar desde una de las lápidas del cementerio. Es el único ser humano a la vista, que ha llegado hasta aquí con su asno. Estos parajes no son muy concurridos, así que es habitual pararse a saludar y departir un rato, cuando uno se cruza con alguien. Es un hombre de unos cincuenta años, aunque aparenta más. Su tez y toda su piel en general está muy trabajada por el sol. Se hace llamar Abraham Lincoln y me asegura que ese es su nombre verdadero. El carácter de esta gente es desconcertante, pues por un lado son muy tímidos e introvertidos, pero por el otro amagan un sentido del humor con una considerable retranca. Le indago por el curioso cementerio y me explica que le gusta venir aquí, a recogerse junto a sus antepasados ante el infinito del océano. Le comento mi extrañeza por elegir este emplazamiento en la arena, a escasos metros de la orilla del mar, como sepultura. Abraham Lincoln me asegura, de forma vehemente, que este es un lugar milagroso, pues conserva los cuerpos intactos y no llegan a corromperse nunca.¿Será él mismo una reencarnación cearense del venerado presidente?

Son indígenas de la etnia Tremembé. Eran pueblos nómadas que habitaban estos litorales desde mucho antes de la llegada de los europeos. Algunos de ellos, los más pobres, bajaron desde las sierras próximas, más fértiles, y se instalaron en la costa para vivir de la pesca. Abraham Lincoln me explica la leyenda de Iracema, una bella princesa indígena que se desposó con uno de estos gigantes blancos y rubios llegados de allende los mares, para fundar un nuevo linaje, renovado y prometedor. La realidad es mucho menos poética; en el siglo XVII llegaron los jesuitas y los convirtieron al cristianismo, concentrándolos en aldeas, en las conocidas misiones. En 1863, el gobernador de la provincia, editó un decreto por el que los indígenas fueron declarados inexistentes a efectos legales. Diez años antes, ya habían perdido el derecho a la propiedad de la tierra. No será hasta la década de 1980 que los Tremembé, junto con las otras muy numerosas naciones, etnias y diferentes lenguas de raíz Tupí, serán reconocidas por el estado, así como sus derechos. Para esta tarea, fue fundada la FUNAI --Fundación Nacional del Indio--, que debe velar por su protección.