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sábado, 8 de diciembre de 2018

Ibrahim, el sirio


¡Anda, mira, hermano! ya están ahí en el puerto. Claro, ya son las nueve. Uf, a estas horas ya no corre ni gota de aire, de aquí a un rato el calor será insoportable. Ya han llegado del caladero, bueno… ya debe hacer un buen rato. ¿Los ves?, son aquellos de allí, son pescadores egipcios ¿sabes?, que trabajan por cuenta de un armador griego, calan al atardecer y al alba vuelven para levantar las redes. Ahora faenan en el muelle junto a su barca, la Cap Spiros, limpiando las redes y todo eso. Es un rincón apacible, junto al aparcamiento, apartado del barullo de los turistas. Ya te imaginarás que les pagan dos duros, ¿qué griego quiere ahora hacer esta faena, horas en el mar, de noche, calado hasta los huesos?, bah. Ese es su atracadero, un recodo tranquilo del muelle, apartado de la playa de los turistas, sí, aquella de allá, a lo lejos. Están al lado de la pescadería de Batsí, aquí detrás nuestro, pero no creas que le venden el pescado, no; todo va a parar a los restaurantes, ¡estaríamos buenos!, así sacan una buena pasta; a los guiris se lo venden a 50 euros el kilo, ¡te imaginas! bueno, qué sabrás tú de euros, hermano; son unas 600 libras sirias, esto en el caso de que la libra no se haya venido abajo de nuevo. Sí, Khalil, esa es la Cap Spiros, ahí la tienes, la barca en la que me quiero enrolar, insha’Allah, ¿a qué es bonita?, sólida y buena para navegar, fíjate la línea. ¿Qué te parece? Y este lugar, ¿qué me dices? Este es un pueblo de esos turísticos de postal, ¿sabes?, muy chic, con las casitas blancas frente al mar, los bares de copas y todo eso, la iglesia arriba…  y, fíjate, playas de arenas blancas, aguas transparentes, turquesas. Un sueño.
¡Eh!, Ibrahim, ¿qué te cuentas?
Es Fadil. Es el más joven del grupo de mis amigos pescadores egipcios. Me cae bien. Aquí no es fácil hacer amigos, ya te imaginarás. Llegaron hace dos años de no sé qué sitio, Nilo arriba o algo así, huyendo de la miseria, claro. Fadil quiere ser futbolista, un día jugaré en el Barça, dice (no es ambicioso ni nada). Son una pandilla curiosa; al menos, con ellos me entiendo, hablan árabe, ¿sabes?, qué alivio.
Ibrahim, pero ¿qué coño murmuras?; pareces un viejo loco de esos, hablando solo(Risas).
Estos chavales egipcios son la monda, no se cortan por nada. Siempre están de guasa. ¡Fíjate!, ahora mismo se enrollan con ese turista (¿será francés?), que los ronda con su cámara para hacerles una foto, me imagino. No se atreve. Estampa de pescadores tipical (si supieran), todos ellos formando un corro junto a la barca remendando las redes, hace ya rato que han retirado el pescado, ya me dirás que va a fotografiar. Debe pensar que son lugareños y no se atreve a retratarlos, ¡foto, yes, foto, okey!, ese Fadil no se corta, ¡mira! ahora le dice que se acerque, posando, y hace gestos a los demás para que poseen como él, ¡será carota! Así que ya ves, esta es mi pandilla aquí, hermano. ¿Te gustan? Son algo mayores que yo. ¿Tú que edad dirías que tiene Fadil?, ¿no sabes?, hum… pues yo diría que diecinueve o veinte, como tú. ¿Qué no? ¡Anda, tío, Khalil!, al menos tiene dos años más que yo. Son quisquillosos (ya sabes, hermano, bromitas pesadas), pero simpáticos. A Fadil ya le expliqué mi historia, es al único, ¿qué no debiera habérsela explicado?, nunca explico nada a nadie, a quién le importa, no me gusta dar pena, desnudarme, así, delante de la gente. Hay cosas que deben guardarse para uno mismo. Sí, ya sé que no debo atormentarme con el pasado, pero, hermano, es que aquí estoy muy solo, con alguien me tengo que desahogar, ¿no?, Fadil se enrolla bien. Me ha prometido que hablará con el armador (lo tiene medio enchufado, ¿sabes?). Cada día me dice lo mismo: hoy no he podido verlo, Ibrahim, mañana sin falta, te lo prometo. También los otros: Ibrahim, no te preocupes, la semana que viene ya estarás faenando con nosotros (todos a coro). Todos los días la misma cantinela. Para serte sincero, no sé si me toman en serio o no. Siempre están de guasa. Pero son emigrantes como yo y me siento bien entre ellos. Glorificado sea Allah.
¡Ibrahim!, explica que quieres ser de mayor —Todos serios.
Ese es Manu, siempre de guasa, le llamamos el negrote. Como si al turista ese inglés (no es francés), le interesara mi futuro:
¡Ibrahim, doctor, Ibrahim, doctor! —Y todos se desternillan.
Para los europeos, en cambio, no existes, Khalil, te lo digo yo. Pasan de ti. Eres transparente. Recuerdo que me decías: Ibrahim, salgamos de este infierno, vayamos a Europa; allí seremos felices de nuevo, allí podremos construir un futuro, ¡a la mierda, Siria! ¡Ja!, déjame que me ría. Se nota que tú no has vivido esto, hermano. Perdona, Khalil, no debería hablarte en este tono; ¡qué más quisiera que estuvieras ahora conmigo! Sí, ya lo sé, no debo perder la esperanza, tú siempre lo decías. Europa es un universo de oportunidades… Bah. Un futuro mejor, ¡insha’Allah! Perdona, hermano, no pretendo faltarte el respeto, que para algo eres mi hermano mayor, pero si estuvieras ahora aquí conmigo verías que todo esto no tiene nada que ver con el anhelado paraíso que soñábamos tú y yo día tras día. Te miran como si fueras un don nadie; otro miserable, piensan, ¡y qué sabrán ellos!, yo no estoy acostumbrado a vivir así, ¿qué se creen? Hasta que estalló la guerra en Siria yo vivía muy bien, ¿sabe?, tenía una buena vida, les digo mentalmente a todos esos que me miran con desdén. Pero siempre hay un buen samaritano en el mundo, claro que sí, algunos me han ayudado, ¡alabado sea Allah! Atanasios dice que tengo mucho talento, que no debo desperdiciarlo en un buque pesquero en una isla perdida como esta. Atanasios es mi amigo griego. Por eso estoy aquí, en Andros. Aún no te había hablado de él. No me atrevía; ya sé como eres, hermano, y no te hubiera gustado. Tu siempre tan formal. Pero gracias a Atanasios pude salir de la pesadilla de la plaza Sintagma. Por fin dormía bajo techo, después de tanto tiempo. Plaza Sintagma, ¡ja!, mucho relevo de la guardia, mucho folklore y todo eso, pero en cuanto caía la noche, se volvía tenebrosa, un infierno, uf. En aquella plaza, hermano, he visto cosas terribles, las peleas y eso entre extranjeros… ¡Y nosotros que pensábamos que los humanos se vuelven animales en las guerras!, ¡tendrías que ver la plaza Sintagma por la noche! ¡Que Allah nos proteja! La ley de la selva, Khalil. Europa, un futuro mejor, ¡y un huevo, hermano! Por las noches había que pelearse por encontrar un rincón para dormir (con lo fino que eres, lo hubieras pasado fatal). La plaza Sintagma la controlan las mafias de emigrantes, ¿sabes?, te juegas la vida. Y cuando no son estos, pasan los energúmenos racistas, que aquí los hay, Khalil, y nos odian, por ser extranjeros, por ser pobres y miserables (qué saben ellos) y nos apalean, sí Khalil, nos apalean, tú que te creías que esto era el paraíso, que si Europa, Europa y toda la mandanga. La primera noche me echaron a patadas del lugar en dónde me había instalado para dormir. ¡Largo de aquí, pedazo de mierda!, me dijeron unos tipos con la cabeza rapada, borrachos. Y cuidado con pelearte, pues la pasma se lo mira impasible. Y si detienen a alguien, a quién va a ser. Atanasios me sacó de allí, sí, fue él, gracias a él. No te dije nada porque es homosexual. Ya sé lo que piensas, siempre me decías: hermano, apártate de esos degenerados. Tipos que tú llamas pederastas y maricas… sí, rondan la plaza Sintagma toda la noche. Pero Atanasios es diferente. Sí, sí, ya sé lo que opinas. Tranquilízate. ¿Que qué dirían padre y madre?, bien que tengo que sobrevivir, ¿no?, ¿qué hubieras hecho tú, a ver? No te pongas triste, Khalil, que me duele. ¡Necesito tu apoyo, tío! Créeme, estoy bien. Atanasios me cuida como a un hijo. Tú no puedes seguir aquí, me dijo una noche, te van a matar, y por eso me sacó de la plaza Sintagma. Y me llevó a su casa. Habla francés, ¡te imaginas!, vaya, menos mal. El francés, uf. ¿Te acuerdas del cole, en Alepo?, Madame Creuset; uf, con lo poco que me gustaba el francés, ahora le tendría que hacer un monumento. Atanasios es un hombre rico, Khalil, tiene recursos. Me quiere. Y está dispuesto a ayudarme. Hermano, no he visto otra para salir de esta. No es lo que piensas. Me trata bien. Con él no me falta de nada. Ahora estoy con él aquí, en Andros. Es una isla muy bonita, tranquila. Mira la vista, Khalil, mira que sitio, ¿a qué es hermoso? Él veranea aquí. ¿Te imaginas? Con todo lo que hemos pasado y yo veraneando aquí, en Grecia, en el paraíso del turismo, qué chic, ¿no?, es que es para troncharse, yo aquí en Greeeece, ¿te imaginas, hermano? Atanasios me pasea por Grecia de tapadillo, como un polizón. ¿Y si nos para la Policía?, le pregunto; tú no te preocupes, me dice, vas conmigo. Le he pedido que me ayude a que me enrolen en la Cap Spiros, ¡venga, Atanasios!, tu eres griego, tienes influencia, te harán caso, puedes dar buenos informes de mí. ¡Va, Atanasios!, que quiero trabajar, le suplico yo. Es una barca de pesca que embarca una tripulación de seis hombres además del patrón, le explico, les falta un marinero. Les va bien. Atanasios, aquí puedo ganar algo de dinero, le digo. Que no, que no, Ibrahim, tesoro, que esto no es para un chico fino y guapo como tú. Además, no tienes papeles; te pueden detener y expulsar de Grecia, me dice. Mis amigos egipcios son también inmigrantes sin papeles (me lo ha confesado Fadil), ¿por qué voy a ser yo menos? Conmigo no te faltará de nada, insiste. Es que yo quiero ir a Francia; mi sueño, Atanasios, es estudiar medicina allá, ya lo sabes. Es por madre. Quiero que se sienta orgullosa de mí. ¿Recuerdas, Khalil? Tú eras el estudioso, el aplicado, el serio, el todo… Cuando vi a madre herida, me sentí tan impotente que me prometí a mí mismo que estudiaría medicina: quiero ser cirujano, así no morirán tantos y tantos inútilmente. Mamá, pienso tanto en ti… ¡cómo me hubiera gustado salvarte!, te prometo que seré un chico de provecho, que estudiaré mucho, en Francia, ¡por ti, mamá!, que Allah te tenga en su gloria. Hermano, ¿te acuerdas cuando madre se enfadaba porque jugábamos en la habitación hasta altas horas de la noche?, entraba con una zapatilla en la mano, diciendo ya está bien, a dormir, y nosotros corríamos a escondernos bajo las sábanas, para que los zapatillazos no nos hicieran efecto, y ella gritaba y nosotros nos reíamos bajo las sábanas. ¿Te acuerdas, Khalil? Mamá tenía malgenio, ¡y tanto que lo tenía! Siempre me las cargaba yo, deja a tu hermano, que tiene que descansar, uy, míralo él, que tiene que desscannsarrr, ¿y yo qué? Fue siempre muy exigente conmigo, a ti te tenía mimado, no me digas que no. Tú saliste aplicado, yo era un trasto; este niño no para, nunca se le acaban las pilas, decía papá, dejándome por perdido ¿te acuerdas?; pero ahora he cambiado, os lo prometo. Haré de mí un hombre de provecho, como quería papá, os lo prometo a todos. En Francia. Dicen que allí sí se respetan a las personas. Es un país civilizado, con derechos humanos y todo eso. No como en Siria, donde todo es destrucción y muerte. Desgraciadamente, no hay terror que no hayamos conocido, ¿verdad, Khalil? Los misiles cayendo día y noche, las calles, las casas, los rincones de nuestra infancia convertidos en montones de escombros polvorientos, ¿y ese polvo blanco que se te metía por todos lados?, y la gente teñida de blanco, despavorida, los bombardeos, huyendo en todas direcciones, el griterío desesperado de los supervivientes y tú, hermano, sentado junto a mamá, llorando, y ella como un juguete roto, inmóvil, sucia de polvo blanco, pobre mamá, ensangrentada. Y, luego, la muerte… ¿Cómo puedes digerir, en un instante, que ya no existe, que ya no está? Mamá, mamá… Nos abrazamos, y allí esperamos hasta que alguien nos rescató, ¿recuerdas, Khalil? ¿Sabes?… una cosa que me sorprendió es que a nadie parecía importarle nuestra desgracia. Mamá sin vida, yaciendo allí. Y tú decías, no, no puede ser, que el tiempo vuelva atrás, no ha pasado nada, es una pesadilla. No, no y no… No ha muerto, no es posible. El mundo se hundió para nosotros, ¿verdad, Khalil, hermano? Pero todo seguía igual para los demás, indiferentes a nuestro dolor. La vida sigue, como un gran torbellino. A nadie parece importarle lo que nos ha pasado. Todo es tan absurdo. Dicen que Francia está dispuesta a recibir a refugiados sirios, y más si son niños, ¡insha’Allah! Bueno, yo ya tengo diecisiete años, pero aún soy menor de edad. Dicen que allí hay gente buena, que está dispuesta a recibirte en su casa. Digo yo que un huérfano lo tendrá más fácil. He visto fotos, Khalil. Me gusta París. Sólo sueño con eso. Le he pedido a Atanasios que me ayude a pedir asilo político en la embajada, el sabrá cómo rellenar los papeles y eso, además habla francés. A la vuelta del verano, Ibrahim, no seas impaciente, me dice. Pero yo sí estoy impaciente. Esta isla es un paraíso, disfrútalo, me dice. Y, sí, es verdad, pero yo quiero empezar el cole en París, porque deberé estudiar primero en el cole, ¿no, hermano? Tenías razón: debo cursar el último curso antes de la universidad, eso creo, ya hace dos años que se interrumpieron las clases, allá. No sé, a ver.
—¡Doctor Ibrahim, tío! Vente a sentar con nosotros, hombre, que siempre estás pensando en las musarañas.
—¡Que te den, Fadil!
Cuando padre marchó al frente, se puso muy serio y le dijo a madre que cuidara de nosotros. ¿Recuerdas? En la sala de estar, que ahora ya no existe, que se convirtió en polvo y, con ella, toda nuestra vida. A veces pienso que aquella vida no existió más que en mi mente, como un paraíso perdido, y siento un nudo en el estómago. Pienso que padre sabía que no volvería a vernos. Pero yo creo que está vivo. Tú me dijiste una vez que unos milicianos lo habían visto con vida, en una cárcel del Régimen. No sé. Algo me dice que está en Francia, y que yo lo encontraré… insha’Allah. Recuerda, siempre dijo que en Siria no había futuro, que Francia era un buen país para vivir… Papá es duro de pelar, habrá sabido como escapar, ¿no crees, Khalil? A mala hora se alistó en el Ejército Libre Sirio. Recuerdo que siempre estaba que si Bashar el Asad por aquí, que si corrupción por allá, todo el día protestando y yo le decía déjalo ya papá que al final te vas a meter en un lío. Calla, que no entiendes nada, renacuajo, me decía. ¡Y tanto que entendía!, mira sino en que ha acabado todo esto, primero unas manifestaciones en la calle, cuatro exaltados y luego mira como hemos terminado, mira qué tragedia, papá.  ¿Valía la pena todo esto? Al final son cuatro aprovechados que defienden lo suyo y a los demás que los zurzan. Siempre pagan los mismos. Y mamá, papá… hemos perdido a mamá. Ya-Allah. Y también a Khalil, sí papá, ¡también a Khalil! No te había dicho nada aún, no me atrevía, claro que no; pensaba contártelo todo cuanto nos reuniéramos en Paris. Huimos juntos de Alepo, no fue fácil, cruzamos la frontera turca de noche, con otros refugiados. Aún no me creo que pudiéramos escaparnos de la guerra. Muchos nos decían que el viaje era demasiado peligroso, que arriesgábamos mucho. Caminamos varios días, de noche, para evitar las patrullas diurnas. Llegamos a Esmirna, ¡hemos llegado a Esmirna, Ibrahim!, me decía Khalil, con un brillo en los ojos, y se quedaba embobado exclamando: ¡Europa, Europa!... ¿Que qué pasó?... No pude hacer nada por salvarlo, padre. Fue en el mar. Sí, cerca de Lesbos. Con el dinero que llevábamos, compramos nuestro pasaje en una barca, que debía conducirnos hasta una isla de Grecia, no teníamos ni idea adónde nos llevaban, es igual, decíamos con Khalil, mientras entremos en la Unión Europea. Mil dólares nos costó el viaje a cada uno, mientras los guiris iban tranquilamente en Ferry por diez, ¿te imaginas, papá?… ¡es de locos, este mundo está loco! Era una noche oscura como la boca de un lobo. La goma iba cargada hasta los topes, se levantó mar, la gente empezó a inquietarse, cundió el pánico. Algunos cayeron al agua. Gritos. Otros trataban de salvar a sus familiares cogiéndoles por el brazo, por el sobaco, por donde fuera, pero no podían. ¡Era horrible, papá! Las ropas mojadas pesaban demasiado, muchos no sabían nadar. Era un caos. Nadie ponía orden, y se entorpecían entre sí, agravando la situación. En un nuevo golpe de mar, Khalil cayó al agua; ¡Khaliiil! Me tiré al agua para ayudarlo, pero era tan oscuro que no lo veía, de verdad papá, no lo veía, ¡Khaliiiil!, pero no respondía. Algunos náufragos se me aferraban, desesperados, me ahogaban, y yo me aferré a su vez a la borda de la goma, agotado. ¡Khaliiiil!, grité toda la noche desesperado, ¡Khaliiiiiil! Lo siento papá, no pude salvarlo, no pude…
—¡Eh!, Ibrahim, cuéntanos de nuevo como piensas llegar a París. ¿Cómo es eso del asilo no sé qué?…
—¡Callad, pringaos! que vosotros aún estaréis aquí manoseando redes cuando yo sea ya todo un médico reputado en Francia. Entonces os vendré a ver y seré yo el que se dé un buen hartón de reír.
Y a ti también te encontraré, papá, te lo prometo, aunque sea lo último que haga en el mundo. Al fin y al cabo, estamos solos, tu y yo. Viviremos juntos, ¿verdad, papá?, buscaremos una casa que se parezca a nuestro hogar en Alepo. ¿Sabes?, me acuerdo tanto de los olores de casa, y del kebab asándose en las brasas, ¿tú, no?… Atanasios siempre me dice; pero Ibrahim, tesoro, ¿tú sabes lo grande que es París?, ¿cómo quieres encontrar a tu padre allí?, ¿no ves que es cómo buscar una aguja en un pajar? Pero yo te encontraré, papá, te lo prometo. Reharemos nuestra vida, ya verás, papá, volveremos a ser felices, yo seré médico, estoy preparado para empezar de cero, y salvaré vidas, sí, salvaré vidas, papá, ya verás. Pronto estaremos juntos, ya verás. Que Allah te bendiga, papá.




martes, 4 de abril de 2017

Gran chef de la cocina francesa muere haciendo un corte de mangas

Yo mismo asistí al funeral, que era de lo menos habitual. Estaba estupefacto. El finado, que exhibía una posición grotesca, estaba perfectamente aseado, niquelado y amortajado con una impecable y almidonada chaquetilla, lo que denotaba sin lugar a dudas su condición de cocinero –en vida, claro—. Un congelado gesto burlesco, o mejor dicho, tragicómico, despedía a su postrera audiencia. Para sorpresa de los presentes, el traspasado exhibía de forma ostentosa, sorprendente y me atrevería a decir que indigna de tan trascendente momento, un solemne corte de mangas. Con este gesto inmortalizado, imposible de cambiar por el rigor mortis, recibía el difunto la respetuosa presencia de quienes habían acudido a despedirle. Lo han leído bien: el muerto brindaba a los discretos asistentes con un indecoroso e inapropiado corte de mangas, lo que los catalanes llamamos una butifarra de payés. ¿Deseaba el fenecido, en un último gesto de franqueza o de afirmación personal insinuar algún mensaje póstumo?
El finado, Didier Chante-Canard, prestigioso chef francés, Tres Estrellas Michelin, Chevalier de l’Ordre des Manduquaires de France y Médaille de La Légion d’Honneur, destacadas distinciones entre una larga lista de condecoraciones, yacía en su lecho de muerte con atusados bigotes dalinianos, impecable peinado con raya en medio y abundante brillantina. Más chocante todavía era su expresión: con ojos abiertos como de congelada sorpresa –lo que no es habitual, incluso considerado de mal gusto y perturbador para los vivos, que aterrados observan la muerte cara a cara—, reforzaba aún más si cabe ese acto de reafirmación final: este enigmático, soberano y torero corte de mangas… ¡ala, ahí va eso!
El fallecido parecía una alimaña disecada – ¡perdón! --, de esas que se ven en las viejas películas en las que aparecen huraños taxidermistas en sus abarrotados y polvorientos talleres de disecación. Su gesto, entre cómico y agresivo, potenciado por los estupefactos ojos inermes, como de vidrio, recordaba el detenido instante del felino disecado a punto de saltar sobre su presa.
No podía sustraerme a la fascinación. Entre el estupor y la curiosidad, no pude por menos que preguntarme qué podría haber llevado al chef Chante-Canard a tan sorprendente afirmación final. Sabemos que la cocina francesa no pasa por sus mejores momentos, pero esto no parece afectar en demasía al cerrado y soberbio Club des Grands Chefs de France.
¿Acaso rabiaba por no haber logrado la excelencia con su última langosta Termidor, o sus Vieiras Façon Dupérrier, o aún su reciente Carré d’Agneau sur feuille Églantine, mi cuit côté-côté et potiron soignée confit? Sin duda, los cocineros galos siguen siendo los más perseverantes y disciplinados, vehementes y tenaces hasta dar con la perfección. Pero nos resistimos a creer que el fracaso en una elaboración suprema pueda haber sido el motivo de su grotesco gesto, mordazmente apuntando hacia la eternidad. ¿Acaso mostraba así su enfado por la humillante Declaración-de-la-cocina-francesa-como-Patrimonio-de-la-Humanidad? Seguro que a un hombre sagaz como Didier Chante-Canard no se le escapaba la burla que esta Declaración representa para la Alta Cocina Francesa: una condena al museo, al desván de los recuerdos de la Historia. ¿O acaso era un último gesto en honor de Ferran Adrià, en un sarcástico y póstumo homenaje a la cocina molecular? ¿Cabe plantearse la posibilidad de que un cocinillas de chichinabo, vendedor de crecepelos cocineriles, artífice de espurias sferificaciones, pueda ni siquiera haber inquietado al Chef Chante-Canard, luz y faro de la haute cuisine française? Me pregunto, y lo hago con la boca pequeña, si por el contrario no recibió en el último momento, en el trascendental trance de entregar su alma, una postrera iluminación que lo hiciera dudar de su forma de cocinar, de las pautas académicas heredadas de sus maestros desde los lejanos tiempos de los clásicos de la Grande Cuisine Française… ¿Pudo realmente abjurar a última hora de Vétel, de Carême, de Escoffier, de Bocusse y de tantos otros astros del art culinaire?
¿A quién dio el gran Chante-canard las muy precisas instrucciones para ser mostrado de esta manera, en este exabrupto final con vocación de permanecer congelado en la memoria de los tiempos?
Mi innata timidez y discreción, sumadas a mi condición de único extranjero en la ceremonia, no me permitieron indagar, entre la compungida concurrencia, la razón de tamaña afirmación existencial. Puedo decir que los presentes parecían menos sorprendidos que yo mismo, como si fueran conocedores y cómplices del póstumo manifiesto y, entendiendo y compartiendo las razones del finado, se dispusieran a amparar con su presencia la indignada militancia del admirado Chante-Canard. Las estrafalarias últimas voluntades del fallecido parecían recibir aquí una soterrada aceptación. Un truculento desafío a las desafortunadas circunstancias del destino que habían obligado al laureado chef a dedicarnos este explicito corte de mangas. El desabrido despido de quién en vida servía la mesa de los principales con inmaculada sonrisa, con un punto de orgullo –marca de la casa entre los profesionales galos-- pero siempre con humildad. La magna cocina tiene razones que la razón no entiende…

P.S.: Ya han pasado algunos meses desde la muerte y feliz entierro del portentoso Chef Didier Chante-Canard. No hemos podido descubrir los reivindicativos motivos del condecorado cocinero. Nada dicen los periódicos y las revistas especializadas. Silencio. Las razones del despechado gesto continúan sumidas en el más grande de los misterios. Mutis por la audiencia. Un tupido velo se ha extendido alrededor de este hecho. La corporación de los Grands Chefs de France ha cerrado filas en torno a su venerado colega, y como si de un agujero negro se tratara que todo se lo traga, nada ha trascendido del singular gesto cocineril. Apelo aquí a otros colegas de profesión, para que aporten algo de luz a esta misteriosa historia, en el caso de ser conocedores de algún detalle que nos acerque al curioso enigma de Chante-Canard. Hoy, desde su tumba, nos sigue inquietando con su solemne y póstumo corte de mangas.


jueves, 21 de julio de 2016

Yo confieso, soy el fitipaldi de la silla de ruedas


Sí, yo soy el que se lanzó a toda pastilla por la calle Muntaner de Barcelona, el lunes 18 de julio. (Pinchar aquí). Me llamo Wolfgang Schäuble. Soy ministro de finanzas de Alemania, ¡mi país! Estoy en España de vacaciones. En esta fecha tan señalada, de nostálgica memoria, estábamos celebrando en Barcelona el 80 aniversario de tan significado acontecimiento en la hermandad germano-española, que se encuentra en la plaza de la Bonanova. Mediada la mañana, corría la cerveza de Munich a raudales, que nos dispensaban bellas señoritas de Baviera, cuando mi buen amigo y colega Jorge Fernández Díaz –a quien aprovecho para felicitar por su brillante carrera al frente del Ministerio del Interior—me filtró la siguiente información; al parecer, un desaprensivo que atiende al nombre de Paco Marfull, acababa de publicar un post en su blog Pensando en voz alta (pinchar aquí) titulado ¡Heil! En este breve artículo subversivo, en el que se me describe despectivamente, me compara nada menos que con Peters Sellers en un film de infausta memoria ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú.

Enardecido y rojo de rabia, puse rumbo al domicilio del subversivo. ¡Scheisse! Qué se ha pensado este catalanufo – Me dije, no pudiendo dominarme. Así que, cegado por la ira, me lancé calle Muntaner abajo con la intención de dar su merecido a semejante mequetrefe. Detrás de mí venía en taxi mi amigo Jorge – que los amigotes conocemos como el fuché—intentando, desesperadamente, calmar mis ánimos. Inútilmente alzaba las manos, con grandes aspavientos, sacando medio cuerpo fuera del taxi, que yo, cegado como estaba, sólo pensaba en una cosa: dar caza al agitador y aplicarle un severo correctivo.

De nuevo en mi puesto en Berlín, dirigiendo los destinos de Europa, deseo pedir perdón a los ciudadanos de Barcelona por mi conducta. Sin duda un exabrupto, debido a la indignación que me producen estos individuos subversivos que minan la moral de ésta nuestra Europa. ¡Heil!



lunes, 4 de abril de 2016

Spinning


Acudo al gimnasio a las doce y media. Hay que entrar antes de la una, sino te quedas fuera con un palmo de narices. Cosas del low cost: una modalidad para pagar menos. Como me gusta la bicicleta, me llama la atención el spinning. Una modalidad gimnástica que consiste en rodar sobre una bicicleta estática al ritmo de la música. Algunos días, cuando paso por delante de la sala de spinning, que se encuentra a la salida del vestuario, me asalta la música infernal, a todo volumen, que acompaña a este ejercicio. Con un ruido ensordecedor, retumba todo el gimnasio al ritmo de la música a todo taco. Un montón de ciclistas, en pleno frenesí y a un ritmo frenético, pedalean como locos en el interior oscuro, con efectos sicodélicos, como si se tratara de una discoteca sui generis. Es un auténtico aquelarre del ciclismo indoor.

Discretamente y con cierta timidez, hoy he decido entrar antes de la sesión oficial. El local está casi vacío, más tranquilo y discreto. Apenas dos o tres personas pedalean medrosas en una esquina oscura de la sala. Uno puede entregarse a ensayar el invento lejos de las miradas y del ajetreo del spinning en su climax. En el centro de sala, frente a las bicicletas estáticas que están dispuestas formando un anfiteatro semicircular, han instalado un enorme televisor que emite las sesiones virtuales. La pantalla ya ha empezado a emitir una sesión de treinta minutos de la mano de una atractiva monitora. Hoy toca subir a una cumbre, así que el paseo será duro. La monitora muestra un excelente humor y una energía desbordante, contagiosa. Todo invita a subirse a la bici cuanto antes y empezar a pedalear. El recorrido virtual discurre por un paisaje alpino, amplio, despejado. Circulamos virtualmente por el llano, a una agradable velocidad de crucero, durante los primeros minutos de pre-calentamiento. Formidable sensación. La monitora, y la música, marcan un ritmo que embriaga. Uno se siente bien, en plena forma, con la moral alta. Embargado por un enorme optimismo, la cadencia del pedaleo me pone poco a poco en forma, con una grata sensación de flexibilidad. Progresivamente empieza la pendiente, el esfuerzo sube de tono y las piernas empiezan a pesar. El escenario muestra ahora montañas de ensueño, con las cumbres nevadas a lo lejos. La monitora, sonriente, cada vez más eufórica, marca el compás y anima a pedalear más duro: y va, y va, y va… y dos, y dos, y dos. La sudoración es intensa, las piernas apenas pueden. Sensación de sofoco, pero cuando estoy a punto de bajar el ritmo, la monitora emite un sorprendente gemido acompañado de un comentario perentorio: ¡¡¡no, no, nooo abandones ahora!!! Y marcando siempre el ritmo, embriagada y con los ojos en blanco recita cadenciosa: ¡¡¡Sigue, y sigue y sigue!!! Sacando fuerzas de flaqueza, me reengancho al esfuerzo. Al poco, la mente me traiciona persuadiéndome para bajar el ritmo. ¡Oooh, aaahhh, no, no, no abandones, noooaaaahhj! La situación es embarazosa, ¡cualquiera abandona! Hay que seguir como sea, no faltaría más. La cuesta es criminal y el pedaleo, ya muy intenso, puesto en pie sobre la bicicleta, me acerca al límite de mi resistencia. La pantalla muestra ya las heladas laderas de la cumbre. Lejos quedan los suaves llanos. Las piernas pesan, la cadencia deviene casi imposible. La mente pide a gritos tirar la toalla. Ya estoy a punto de rendirme. No puedo más. Pero la voz cruelmente sensual de la monitora es fatal: envolvente como el canto de una sirena emite un nuevo gemido, infinitamente más inquietante que el anterior: ¡¡ no abandones!! ¡¡Nooo!! uuuummm, oooohhh, uuuaaaahh…siiigue, oh si sigueee, uuum siiiggguuueee… y dos, y dos, y dos. El orgullo me mantiene al pie del cañón. ¡Ay, ay, ay, que nos vamos a matar! –me digo-- pero aquí no se puede abandonar: antes morir que quedar mal. Uf. Las pulsaciones están que se salen, el corazón retumba en la caja torácica, el calor es intenso, las sienes laten como locas. Resoplo como un jabalí. La mente gira en torbellinos. ¡¡Ya no puedo maaaaassssss!! Pero nuestra sirena olímpica no perdona: ¡No lo dejes ahora, nnooooo! ¡Un poooco maaaás y ya... YA… ¡YAAA… caasiii es-ta-mos!! Y dos, y dos, y dosss… Mi cabeza reposa ya directamente en el manillar, con la lengua fuera y los ojos que bizquean. Las piernas giran solas por la propia inercia de los pedales, como si fuera un muñeco de trapo. Y dos, y dos y dossss… --gime la monitora-- ¡ya llegamos, ya llegamos…siiiií, siiiiiií y siiiií. No lo puedo creer: ¡lo he conseguido! Me bajo de la bici con una sensación equívoca. Tiemblo como un flan. Apenas me puedo sostener sobre las piernas. Dando tumbos salgo de la sala y me dirijo, medroso, al refugio seguro del vestuario. Me espera una ducha reconfortante. ¡Uf, qué dura es la vida del ciclista!
Foto: Pintura de Ramon Casas (1897), Tandem de Ramon Casas y Pere Romeu

martes, 15 de marzo de 2016

En el gimnasio


Hoy he pasado mala noche, con sueños que insinuaban malos presagios. A pesar de mi malestar, o quizá por su causa, con el fin de disipar el malhumor que deja esta circunstancia, me preparo para ir al gimnasio como cada lunes por la mañana. No es cuestión de dejarse llevar por las pesadillas. Al fin y al cabo, no son más que sueños. El día es radiante, la temperatura ideal; condiciones óptimas para levantar el ánimo. Llego al gimnasio paseando, lo que ayuda a disipar la modorra que una noche de duermevela y el desasosiego de las pesadillas deja inevitablemente, como un poso amargo, en los rincones de nuestro pensamiento. El gimnasio está hoy especialmente tranquilo, con mucho menos público de lo habitual. Supongo que, siendo lunes y temprano, los dinámicos usuarios de otros días sufren hoy la pereza de un fin de semana con fiesta y amigos. Practico mis ejercicios habituales, en las amplias salas solitarias. Es un gusto disponer de tantas máquinas para uno sólo, sin las inevitables premuras de otros momentos. Tras una buena sudada, el ejercicio me ha dejado con un buen tono vital y, después de una ducha tonificante de agua fría, el cuerpo me pide entrar en el baño turco para relajarme y sudar algo más, por aquello de eliminar toxinas. Entro en el recinto opaco y neblinoso del hammam, que es el nombre que dan los árabes a este tipo de baño de vapor. Es una estancia de unos veinte metros cuadrados revestida de azulejos, con un sencillo banquillo de mármol blanco alrededor de todo su perímetro. Estoy solo. Me siento cómodamente en el vaporoso espacio solitario. La temperatura, claro está, es bastante alta, y empiezo a sudar rápidamente. Alrededor, la vista descubre un aburrido decorado a base de pálidas losetas de cerámica amarilla. Del techo gotea el agua debido a la condensación. En estos lugares tiene uno la sensación de flotar en medio de una niebla densa y caliente, en la que no se ve más allá de tus narices. Sólo un elemento rompe la monotonía del ambiente: un reloj digital de pared que, con sus estridentes números rojos, percibidos vagamente a través del vaho, indica las 25:07 h. Curiosa anomalía, pues los relojes sólo tienen programadas las veinticuatro horas que dura un día; ¿cómo puede ser? Pero, sin darle más importancia, lo olvido rápidamente envuelto en los vapores de mi propio pensamiento. Aturdido por el calor y chorreante de una humedad que proviene a medias de mi cuerpo y a medias del vapor ambiente, reparo en que no sé cuánto tiempo ha transcurrido, pues el reloj marca, de nuevo, un dato absurdo: las 77:07 h. Esta vez, empiezo a inquietarme; la hora sigue siendo imposible. Por un momento tengo la duda de si han pasado 52 horas desde la anterior lectura. Evidentemente, no puede ser; sería absurdo. La cosa es simple, debo considerar que el funcionamiento de este reloj es erróneo y no cabe sacar ninguna lectura racional del asunto. Además, el minutero vuelve a marcar el 07, lo cual podría ser una coincidencia o una prueba que ratifica la avería. De repente, un sibilante soplido me arranca, sobresaltado, de mis disquisiciones. Un ruido infernal, como de antigua máquina de tren que suelta presión, es el causante de que salga de mi profundo ensimismamiento. Me reincorporo un poco en el asiento y procuro poner en alerta a mis sentidos, espabilando de la evidente modorra. En el fondo de la sala solitaria se adivina la boca negra por la que inyectan vapor a toda mecha. Cada cierto tiempo reponen vapor en el hammam para mantener las condiciones adecuadas. El espacio del baño turco pronto se sumerge en una atmósfera densa y blanquinosa, no se ve nada y el calor deviene insoportable. Son momentos difíciles de resistir, pues el vapor recién introducido provoca una subida brusca de la temperatura. Parece que la piel de uno se abrase y la respiración se vuelve densa y sofocante. De esta forma, un poco masoquista, siente uno los efectos deseados del baño turco con mayor intensidad. De pronto, vencido de nuevo por un sopor inevitable, veo surgir del oscuro orificio, que expele la densa nube blanca, una forma fantasmal, animada de un inquietante movimiento vital, como si se tratara de un duende de vapor. Me quedo pasmado. Al instante surge otro fantasma y, poco después, un tercero. No puedo dar crédito a lo que veo. Me levanto y froto mis ojos. Mi corazón late con intensidad. ¿Estoy soñando? Seguramente el excesivo calor ha afectado mis facultades, y sufro alucinaciones. Pero no, pronto percibo que no, que lo que estoy viviendo es real. Sorprendido y desconcertado, paralizado por la incredulidad, estos seres misteriosos formados de vapor de agua me toman en volandas por debajo de las axilas y en un santiamén me introducen a través del negro orificio de la chimenea de vapor. El miedo, mezclado a la estupefacción, me han paralizado hasta tal punto que no ofrezco la menor resistencia y me dejo llevar dócilmente. A través de un espacio etéreo, transportado como por un ululante tornado, llegamos a unas gigantescas cavernas en las que miles de humanos, desnudos como yo, trabajan arduamente alimentando titánicas calderas de vapor. Puedo verlos desde lo alto, como a vista de pájaro. Por doquier se oyen lamentos y quejidos. No cabe duda que es un sitio infernal. El insólito lugar es de una amplitud fuera de lo normal. Las bóvedas inmensas no parecen tener fin, y permiten ver abajo una miríada de humanos que se mueven como hormigas. Todo este espacio gigantesco está cubierto a su vez de una espesa niebla blanca de vapor. Aterrizamos en el fondo de la inmensa nave, transportado hasta aquí desde las alturas en las que, intuyo, se hallan las chimeneas que introducen el vapor. El espectáculo que se ofrece me deja boquiabierto. A mi alrededor se mueven febrilmente miles de hombres y mujeres. Parecen muy atareados y todo indica que son obligados a realizar lo que hacen. Algunos individuos parecen tener más de cien años y su mirada perdida denota una total desesperación, como si no hubieran salido de aquí en lustros. La situación es dantesca. Es como una gigantesca cárcel de vapor. Un campo de concentración anodino. Sin más dilación, me destinan a un puesto de trabajo;
 __Aquí hay que darle duro y sin descanso. __ me dice un desgraciado a hurtadillas, que no deja de echar carbón en una de las colosales calderas.
 Atenazado por el miedo, acato con docilidad las instrucciones de un severo capataz. En un reloj idéntico al del baño turco, con los mismos destellos de neblinosa luz rojiza, vuelvo a consultar la hora: son las 99:07 h. Estoy desconcertado… y atrapado, no es un sueño. Parece evidente que he traspasado a otra realidad. Horripilado inquiero, con voz angustiosa:
__ ¿Hay alguien ahí afuera que pueda oírme? ¡Eeeeoohh!
y de nuevo, en un ruego desesperado, ya tembloroso de pavor:
__ ¿Hay a alguien, que pueda rescatarme? Estoy atrapado: ¡socorro! __
Pero ya siento el aliento del capataz en la nuca, que me conmina gritando que vuelva al trabajo.
__¡por favor, que alguien me saque de aquiiiiiÍ!