El pasado jueves asistí a la proyección de la extraordinaria
película “Socotra, la isla de los genios” en una sesión especial de la
Filmoteca de Barcelona. La esperaba ansiosamente después de ver que ya se había
estrenado en Madrid y otras ciudades. No defraudó mis esperanzas, al contrario;
Jordi Esteva y su equipo han realizado un trabajo bellísimo y muy poético sobre
uno de los últimos paraísos de la tierra. Los felicito con entusiasmo y os
recomiendo aprovechar la próxima oportunidad para ver esta joya.
Inspirado en las fotografías de Jordi Esteva sobre Socotra,
que ya venía siguiendo desde hacía tiempo en fb, escribí uno de los pasajes de
mi novela, aún inédita, LA TRÍADA HELÉNICA Y EL ENIGMÁTICO ÍBICE DE ORO que os
dejo a continuación. El pasaje es un cuento que explica la encantadora
Birsífuni a Demetria durante su cautiverio en el Yemen:
El cuento de Birsífuni. Hace mucho tiempo, nació en Socotra, la isla de la
felicidad de donde procede el preciado incienso, una joven muy bella que se
llamaba Cretéis. Sus padres eran humildes pastores de cabras y, viendo las
dificultades por la que tuvieron que pasar para sacarla adelante, con el fin de
asegurarle una vida mejor, al cumplir los catorce años, decidieron enviarla a
servir en el palacio del Sultán de Aswan en Saná. Cretéis se llevó consigo el
valioso incienso, que su padre consiguió empeñando sus escasos ahorros, y que
ofrecería al sultán a cambio de obtener su favor. Así que, un buen día, con
lágrimas en los ojos y gran pena de sus padres, partió en el barco de unos
mercaderes egipcios de Menfis. Después de un atropellado y largo viaje por mar,
en el que tuvieron que soportar incontables peligros y un terrible temporal por
el que a punto estuvieron de morir ahogados, desembarcaron en la encantada
ciudad de Adén. Desde allí, la muchacha emprendió una dura marcha por el
desierto con una caravanserai de
doscientos camellos, que trasportaba la carga de los mercaderes egipcios para
el sultán. Después de diez jornadas de marcha por las arenas inacabables y bajo
un sol abrasador, la muchacha llegó a una ciudad que parecía salida de los
sueños, con bellas casas y tan altas que tocaban las estrellas. Una vez en el
palacio, fue aceptada al servicio del gran sultán, pero era tal la belleza de
la muchacha, que el sultán quedó perdidamente enamorado. Al principio, ambos
vivieron el fuego de la pasión. Pero muy pronto, Cretéis descubrió que su
príncipe azul era en realidad un déspota cruel. El caprichoso sultán arrinconó
a su abandonada amante en su bien surtido harén, como el que suelta un juguete
roto del que ya está cansado. El tiempo pasó y Cretéis no era feliz, como no lo
eran tampoco las bellas mujeres que ahí se encontraban, que se sentían
prisioneras del cruel príncipe.
Una noche,
Cretéis tiene un sueño. Se le aparece un genio y le augura que viajará a los
lejanos países del Norte, más allá del gran río que surca el desierto, donde
habitan los hombres de rubias cabelleras. Y tendrá un hijo.
Un buen día,
acudieron a palacio los miembros de una embajada comercial de la lejana Tirrenia.
Uno de ellos, un rico comerciante de Cumas, deslumbrado por la belleza de
Cretéis, y viendo a la muchacha tan afligida, decide raptarla y llevarla con él
de vuelta a Tirrenia. Así es como una madrugada, el sobornado eunuco del harén
permite la salida de la hermosa Cretéis. Apenas han despuntado los rayos del
sol, la joven ya se halla a salvo en la embarcación helena de la mano de su
valeroso salvador. Durante el viaje de retorno, nace la pasión entre ellos. El
griego de Cumas, que se llamaba Febo, es un hombre joven y apuesto, siempre
radiante y alegre, que deslumbra a su amante con sus aventuras y su buen humor.
Durante el viaje la nave recala finalmente en Bubastis, a la entrada del canal
de los faraones en el país del gran río. Camino a Giza, por las abrasadoras
arenas del desierto, Cretéis queda deslumbrada por las gigantescas pirámides
que ahí levantaron los reyes de Egipto. Pero, reemprendido de nuevo su camino
hacia el Mediterráneo, a la salida de las bocas del Nilo, cuando apenas
llevaban media jornada navegando, corsarios fenicios los abordan. Se establece
una enconada batalla para evitar el asalto, pero finalmente los piratas se
hacen con el control de la nave mercante y la apresan con su carga y los
pasajeros. Desgraciadamente, Febo muere en la reyerta. Cretéis llora
desconsoladamente la pérdida de su amado. Presos en su propia nave, que ahora
pilotan algunos de los piratas fenicios, se dirigen al puerto de Tiro, donde los
corsarios pedirán un rescate por los ricos comerciantes. Al ser Cretéis una
humilde muchacha, y no tener a quién reclamar una buena suma por ella, los
corsarios la venderán a un traficante de esclavos.
En Tiro andaba,
por aquellos días, un griego de Esmirna llamado Femio, que había acudido a la
ciudad para conocer el alfabeto de los
hombres rojos. Femio es un anciano sabio y bonachón, que ejerce de maestro
y poeta en la próspera Esmirna y siente gran curiosidad por estudiar el nuevo
alfabeto del que le han hablado. Un día, paseando por la bella ciudad
amurallada, llega hasta el mercado. Aquel día el emporio está en plena
actividad, pues se venden mercancías llegadas de todos los rincones del mundo.
En todo esto, Femio descubre, en un lugar en el que se ha formado un ruidoso
tumulto, a una hermosa muchacha que va a ser vendida como esclava. No era
habitual la venta de esclavos en Tiro, pues los fenicios no son muy acordes con
esta lacra. Menos lo es, aún, Femio; como hombre sabio y virtuoso, detesta esta
práctica que no considera digna de los seres humanos. Indignado con la escena
que presencia, al ver a una joven mujer atemorizada ante la posibilidad de ser
vendida a cualquiera de los libidinosos desaprensivos que babean a su alrededor,
decide pujar por ella. A Costa de todos sus ahorros, consigue adquirirla y,
tranquilizándola, la lleva a su casa.
El afable Femio
resultó ser un hombre bondadoso. Cuidó de Cretéis como si de su propia hija se
tratara. Una noche llegó a casa y se encontró a Cretéis llorando desconsoladamente.
No tardó mucho la muchacha de Socotra en descubrirle que estaba embarazada. Sin
duda, era el fruto de su dulce amante Febo, acuchillado por la perfidia de un
corsario. Viendo la profunda tristeza de la muchacha, Femio la consoló afirmando
que su embarazo era una buena noticia. Debía sentirse feliz por el fruto de su
amor, aunque el amado Febo ya no estuviera junto a ella. Él cuidaría de su hijo
como un padre. Cretéis se tranquilizó, pues Femio era un hombre virtuoso que
sabría cuidar de ambos y protegerlos. Además, un sabio maestro que velaría por darle
la mejor educación a su hijo.
Al poco, nuestros
personajes partieron de la bien amurallada Tiro, apoyados uno en el otro. Esta
vez zarparon con una nave de pequeño cabotaje que transportaba púrpura para una
compañía de Esmirna. El periplo fue placido y sin incidencias.
Se celebraban
por entonces las fiestas de Efeso, que solemnizaban la entrada de la primavera,
y una numerosa multitud se había reunido en los verdes prados ribereños del río
Meles, que ya empezaban a llenarse de flores. Sintiéndo cercano el parto, la
bella Cretéis se estiró en la mullida hierba, junto a la orilla y se sumergió
en un profundo sueño. Se le apareció entonces Mnemosyne y le dijo:
Bella Cretéis, que en tu anterior vida fuiste la
alegre Koré. Te raptó el torticero Hades, en la flor de tu vida, mientras
compartías la alegre juventud con tus amigas inseparables. Viviste entonces en
una región desolada, morada helada, reino de sombras y mundo del olvido. Los dioses
han querido que encarnes ahora a la bella Cretéis, nacida en la isla donde el
tiempo no fluye, hija del pastor Melanopo que cuidó de ti como el mejor de los
padres. Concebirás hoy aquí a tu hijo, que será un gran sabio, príncipe de los
aedos, y aunque será ciego, los dioses lo dotarán con la visión superior del
intelecto y no con los engañosos sentidos. Este hijo, que los hombres y los
dioses conocerán con el nombre de “el que lleva lazarillo”, escribirá la
historia de la estirpe humana, y en ella estarán contadas para siempre jamás,
todas las cosas que han sido y serán. Luego él renacerá en el rango de los
dioses inmortales, compartiendo la morada de otros inmortales, libres de
inquietudes humanas, escapando al destino y a la destrucción[1].
Y así es como
la bella Cretéis parió aquel mismo día a un niño sano, que los numerosos
asistentes a las alegres fiestas primaverales, inspirados por Baco, llamaron
con ocurrente afecto Melesígenes, pues había nacido a la vera de este río.
Femio y Cretéis celebraron el acontecimiento con contenida emoción y felicidad.
Fotos: Jordi
Esteva
Jean-Pierre Vernant.
Mito y pensamiento en la grecia antigua.
Ariel 1973.
Aspectos míticos de la
memoria y del tiempo.