La democracia arrastra un grave
defecto desde su implantación en la era moderna. Las élites nunca han querido
someterse a ella y, desdeñándola, se han mantenido fuera del sistema. No les
convenía estar bajo el control democrático, que nos iguala a todos, ni mucho
menos les interesaba la redistribución de la riqueza, que unos pocos acaparan
desde la noche de los tiempos. Así, la revolución democrática, en su punto de
partida, no pudo abarcar a todos los estamentos sociales. Las nuevas reglas del
juego se aplicaron a la sociedad en su conjunto, pero los verdaderamente ricos
encontraron la manera de zafarse. Los que acumulaban la riqueza, se mantuvieron
fuera del sistema. Impusieron, de forma soterrada, su propia exclusión para no
ser arrollados por la ola democratizadora. Por el otro lado, las incipientes
instituciones democráticas, temerosas del verdadero poder fáctico que éstas
representaban, consintieron estas condiciones, en un pacto no escrito, para
evitar la guerra y preservar el nuevo orden naciente. La situación, aunque
injusta, representaba aun así una clara mejora para las gentes, con respecto a
las condiciones anteriores.
De aquellos vientos, cosechamos
estas tempestades. Después de un periodo socialdemócrata, en el que parecía que
las democracias mejoraban poco a poco, gracias a políticas fiscales y
redistributivas cada vez más eficaces, hemos entrado de nuevo en una edad
oscura. Parece como si, de repente, anduviéramos para atrás como los cangrejos.
No voy a entrar ahora en las razones de este retroceso, que se debe sin duda a
las condiciones históricas que han facilitado el desarrollo sin límite del
capitalismo neoliberal.
Lo cierto es que seguimos pagando
el precio de ese acuerdo injusto, de ese pacto no escrito, que hace que la
riqueza se quede a la orilla del sistema democrático. Se entiende por una
verdadera democracia, aquel sistema por el que todos –sin ningún tipo de
exclusión-- debemos contribuir al bien común, proporcionalmente a nuestra
riqueza. Así, nos encontramos ahora, a la entrada del siglo XXI, con que la
riqueza de las naciones se sigue volatilizando como antaño, pues los muy ricos
disponen de mecanismos “legales” que les permiten pagar muchos menos impuestos
de los que les tocarían. En muchos casos, incluso, rehúyen la propia ley,
aunque les sea favorable, y en su codicia por llevarse el máximo al saco,
deciden evadir sus capitales ilegalmente. Yo diría que con mucha más facilidad
y sofisticación que antes y en cantidades inmensamente más importantes, pues la
riqueza que ha producido Occidente desde la Segunda Guerra Mundial es
fabulosamente gigantesca. Una parte muy significativa de este patrimonio se nos
ha escurrido de las manos y escapa de nuestro control gracias a la perversidad
del lado malo de la globalización, que permite emboscarse con la riqueza que se
ha generado en nuestros países y esconderla en paraísos que medran a la orilla
del estado de derecho democrático.
Es un hecho que la polarización
entre ricos y pobres está creciendo. Es decir, que vamos para atrás. Es la
muestra evidente de la ineficacia de nuestros sistemas fiscales. Esta situación
de estancamiento a la que ha sido conducida la democracia, en la que los
recursos han vuelto a concentrarse –más que nunca-- en las manos de cuatro, que los retiran del terreno de juego, nos aboca a la gente común
a una situación perversa, pues en lugar de buscar los mecanismos para recuperar
los recursos ahí donde ilegítimamente se han acumulado, nos despedazamos entre
nosotros para repartirnos las migajas que nos dejan “en casa” los poseedores de
grandes fortunas. Me explico: ante la impotencia que sentimos por no poder dar
caza a los poderosos evasores, nos devoramos entre nosotros. Así vemos, con
desanimo, como los partidos en el poder, sean de izquierdas o de derechas --es
igual--, sangran al pobre contribuyente –sea más rico o no tanto--, ante la
imposibilidad de gravar a quienes realmente deberían gravar, pues son los que
realmente acumulan el grueso de la riqueza. Por esto se dice, y con razón, que las
clases medias están desapareciendo, pues están siendo esquilmadas por el propio
estado de derecho, ante su urgente y desesperada necesidad de recursos. Una
situación peligrosa, pues las clases medias han sido la argamasa que ha hecho
posible la cohesión social y la paz después de la Gran guerra. Con su
desaparición, el mundo volverá a ser un polvorín.
Así pues, lo apropiado es dar la
gran batalla en el campo de la evasión fiscal. Dinamitar de una vez por todas
los paraísos que han existido hasta ahora, off
shore, con impunidad y hasta con una cierta connivencia de muchos estados
occidentales. El momento histórico está maduro para acabar con ese pacto no
escrito y emprender la gran transformación que representaría cazar a los
evasores y a sus inmensas fortunas. Asistimos, insisto, con impotencia, al
desvío de esta inmensa riqueza fuera del control del fisco, que pierde así los
tan necesarios recursos para asistir a la gente desamparada después de una
crisis tan devastadora y remontar nuestras pequeñas y medianas empresas, que
son el verdadero nervio de nuestra sociedad. El dinero está globalizado y se
mueve a la velocidad de la luz, escapando del control de los estados nacionales
y de las situaciones de “riesgo”, buscando la rentabilidad puntual aquí y allá,
en los vericuetos del mercado global, ocultándose en el paraíso off shore. Pero las personas estamos aquí
y no podemos estar sometidos a la incertidumbre, a esta volatilidad de la
inversión por la que el dinero fluye a un sitio u a otro en función de
criterios de rentabilidad, haciéndonos ahora ricos según sopla el viento, ahora
sumidos en la pobreza, cuando los inversores consideran que las condiciones ya
no son óptimas. Hay que colocar a los seres humanos en el centro de las cosas.
Son dos, por lo tanto, las
grandes tareas pendientes para conquistar la plena democracia a nivel global: regular
democráticamente el sistema financiero y acabar con la evasión fiscal. Poco a
poco, las nuevas generaciones empiezan a contestar el principio de impunidad
–conforme al pacto no escrito al que nos referíamos más arriba—por el que las
élites evaden su capital fuera del sistema. Parece evidente que la siguiente
revolución pendiente de la humanidad es abolir estos limbos y hacer entrar en
vereda a los evasores. También, y sobre todo, someter al sistema financiero a
una regulación que considere al hombre la medida de todas las cosas. Acabar ya
de una vez por todas con ese doble estado, a la sombra del democrático, y que
socava gravemente la prosperidad de la humanidad. Es revolucionario que jóvenes
empleados del sistema bancario hayan tenido las agallas de desvelar las listas
de los evasores, de centenares de periodistas de investigación que –en un
esfuerzo de trabajo ingente-- unen sus recursos a nivel internacional para
poder desvelar las redes de evasores, con nombres y apellidos, forzando de esta
manera a los estados –muchas veces en connivencia con los evasores—a
perseguirlos y a plantear batalla, por primera vez en la historia, contra este
doble estado ilegal consentido a los largo de los siglos XVIII, XIX y XX, como
forma de preservar los privilegios. La Gran recesión impide sostener por más
tiempo esta situación. Ahora está madura la fase para iniciar el gran salto, la
gran transformación pendiente de la humanidad, que tendrá consecuencias altamente
benéficas, consiguiendo una sociedad más justa e integrada y, lo que es más
importante, representará un avance gigantesco hacia la erradicación de la pobreza y las
desigualdades.