jueves, 20 de septiembre de 2018

El pope


Este es un nuevo cuento del libro de relatos ambientado en la isla griega de Andros que estoy escribiendo. El otro día, publiqué “El desterrado de Calígula”. Las Cícladas son para mí una fuente de inspiración fascinante. Grecia, aparte de cuna de nuestra civilización, ha sido el escenario, a lo largo de la historia, del encuentro de prácticamente todos los pueblos del Mediterráneo. Quiero que este libro refleje, a parte de mi fascinación por estos parajes, el pulso de vida que aún late en ellos desde la noche de los tiempos. Aquí tenéis en primicia un nuevo relato del libro, esta vez una historia que ocurre en la actualidad y con un tono muy distinto al anterior; espero que os guste.

Irene dijo que la habitación le parecía bien. Me la quedo. Yes, yes, it’s okey. El casero salió y, tras de sí, cerró la Puerta. Se asomó a la modesta terraza que daba al mar, como desganada, pensativa. Las paredes descascarilladas por el salitre. No me extraña, ¡qué humedad! Había una mesa y una silla oxidadas, balanceadas por las ráfagas de aire. El viento del Norte entraba casi directo en su terraza, frente a la bahía de Ormos Korthiou (¡qué pueblo más desangelado!). Era una tarde desapacible, las olas batían (el mar rugiente) en la playa y contra las rocas que protegían el solitario paseo marítimo. Una bruma pegajosa descendía, rauda, desde los montes cercanos. Una luz sucia, amarillenta, anunciaba la inminente llegada de la noche. Se ajustó la chaquetilla al cuerpo con ambas manos, uy qué frío (a pesar de ser el 19 de agosto) y, recogiéndose como pudo su largo pelo rizado, desmelenado por el viento, entró de nuevo en la oscura habitación y cerró las batientes de la puerta de la terraza.
Estaba cansada, pero sobre todo estupefacta. ¿Cómo estaba, además? ¿rabiosa? ¿decepcionada? ¿triste? No lo sabía, se sentía confundida, con sentimientos encontrados. Eso es: sentimientos encontrados. Tenía que asimilar los hechos. Había sido un día largo, muy largo. Lo que me ha ocurrido es tan fuerte, se decía, (¡sólo me puede pasar a mí!) que no me lo acabo de creer. El espejo le devolvía una imagen que no le gustaba, desaliñada. Bah, vaya día. ¡Churri, cuando te lo cuente vas a alucinar!, le dijo a su amiga, imaginándola junta a ella, mirándose en el espejo y arreglándose el pelo. Estoy hecha unos zorros. Hizo una mueca con los labios, carnosos. Sí, ya lo sabía, era uno de sus encantos, e hizo un gesto como de burla. Se acercó algo más y examinó sus ojos (preciosos, negros, grandes y almendrados; ella lo sabía), como un entomólogo escruta un insecto con la lupa. Hizo un gesto de contrariedad, pura impostura. ¡Qué ojeras! Se ajustó la falda, puso ambas manos en la cadera y la cimbreó con un movimiento sexi. Estudió el efecto con cara de mujer fatal (ojos achinados) y se dio media vuelta dejándose caer como un saco sobre la cama.
No podía dormir, su cabeza no paraba de darle vueltas, y los acontecimientos del día, de los últimos meses, se agolpaban en su mente.
Había llegado a Andros con el ferry de las 7.30 h. Dos horas de trayecto. Un viento del demonio. Poco después de embarcar, al salir del puerto, salió un momento afuera; imposible. Volvió al confort de la sala interior, con aire acondicionado y sillones cómodos. ¡Qué guay! Echó una dormidita. La noche anterior llegó a Atenas con un vuelo nocturno. Llegada a las cuatro de la madrugada. ¡Qué palo! El aeropuerto solitario. Bares cerrados. Ni un puto café. Solamente el personal de limpieza. La peña estirada por el suelo durmiendo, con la mochila y eso, de cojín. Pues yo también. Hasta las seis no sale el primer bus a Rafina. Así que se repantingó a gusto en el sofá del ferry. Música de Twenty One Pilots. A él también le molaba; ¿recuerdas Irenita? Stressed out. Now I´m insecure and care for what people thinkUf.
Se enteró que llegaba a Gavrio por el movimiento de la gente. Se quitó los auriculares. Una voz estridente, en griego, luego en inglés, anunció por megafonía la llegada. Salió a cubierta. El ferry, enorme, enfocaba su popa hacia el dique para atracar (parece imposible con este viento). Dos marinos con chalecos amarillos recogían los cabos y los amarraban. En un santiamén, el buque escupió su carga humana, como hormigas recién atizadas se desparramaban nerviosas entre los coches, que pitaban. Ya estoy aquí, se dijo Irene. Y echó una larga ojeada sobre el pequeño puerto y su tranquila avenida marítima a estas horas de la mañana. Un café, lo primero. Luego veremos.
¿Y ahora qué, nenita? ¡Churri, que ya estoy aquí! Aún no sabías, Irenita, que él no te esperaba. Sí, lo habías escrito decenas de veces. Y él no te había contestado. Claro, dijiste, todos lo tíos son iguales. Primero te enamoran, te dicen cosas bonitas… los ves tan dulces, ¿verdad, Elías? Y, luego, si te he visto no me acuerdo. Bueno, miento; al final me envió un correo, ¡por fin! Vente si quieres, yo estaré ocupado, pero ya encontraremos el momento de vernos. ¿Quería o no quería verla? Firmaba: love, Ilías. A ver, ¿cómo lo entiendes? Dudas. Bah, pues sabes qué: para allá voy. Ya verás cuando te lo cuente, Churri, no te lo vas a creer. Elías no decía ni mu, pero yo dale que te dale. Que sí, que voy a verlo. No contestaste ninguno de mis emails, bribón. Eres un empanao. ¿Se arrepentía, Irene, de haber ido? No; había saciado un cierto morbo. Sí, Churri, estoy enamorada; el chico es mono, me gusta, le había confesado en Barcelona. Mi griego morenito, mi Elias, con esa cara de buen niño, que no ha roto un plato. ¡Bribón! Irenita, con la de sitios, de países distintos a los que podrías acudir estas vacaciones, le decía su amiga Núria. Núria era su Churri, (con la que ahora hablaba para sí), la Coneja, que así la llamaban cariñosamente por sus dientes superiores ligeramente salidos. Pero, ¡ojo!, muy mona. Atractiva. Incluso, algunos chicos decían, que así, tenía un cierto sex appeal. ¡Tú sí que eres mona!, le decía la Coneja a Irene. Ves con cuidado con los tíos, son todos unos violadores en potencia, le decía en broma cuando Irene le contó que quería ir a Andros, a la aventura, a ver si daba con Elías, aquel chico que conoció en Formentera. ¡Olvídate!, le decía la Coneja con un gesto de la mano; con la de tíos buenos que corren por el mundo y la de sitios guais que te quedan por visitar… ¡Qué yo no quiero ir a pasar frío a Alaska, ni se me ha perdido nada en los templos de Birmania! Llámale romanticismo trasnochado, pero Irene quería ir a ver a su chico. ¡Qué guapo!, decía. Sí, ya sé que es bajito y con gafotas, con montura de concha negra. Parece un empollón de primero de informática. Pero a Irenita le hacía gracia. Un escalofrío le recorría ahora de la cabeza a los pies al pensar en la escena de esta tarde, en el monasterio. Aún no se lo podía creer. Alucinaba pepinos de colores. El corazón se le aceleró.
Inquieta, se levantó de la cama. Definitivamente, no podía pegar ojo. Fue hacia la puerta de la terraza. Miró a través del cristal. La noche ya había caído sobre Ormos Kortiou. A lo lejos, apenas se veían algunas luces macilentas de las escasas tabernas abiertas que servían a un turismo incipiente, basado principalmente en los andriotas que habían emigrado a los Estados Unidos y que, enriquecidos, volvían a su tierra para pasar el verano. Las sencillas casas blancas, en la lontananza, le recordaron a Formentera. Abrió su móvil instintivamente: una foto suya con Ilías, en Espalmador, iluminó la estancia.
What´s your name?
—Me llamo Ilías (Elías). Soy griego, pero hablo un poco de español.
Ilías le explicó entonces que era de Andros, una isla muy bella en el Egeo, que formaba parte de la Cícladas.
—¿No la conoces? ¡Te encantaría!
Se dedicaba al turismo, le dijo. Por eso estaba en España: “Es un modelo para nosotros, y me envían aquí para aprender”, dijo Ilías. “Hace ya varios años que vengo, he aprendido un poco el español, me gusta mucho Formentera. Es un modelo para nuestras islas, ¿sabes?; se parecen a esto”. ¡Y un huevo!, me tomaste bien el pelo, sinvergüenza. Con esa carita de empollón. Y apagó su móvil.
Aquel verano, Irene había decidido veranear en Formentera. ¡Qué guay! Alquiló una habitación en Es Pujols. La consiguió por enchufe. Uf, sino, en Formentera, imposible. Aquel día, se había acercado hasta La Sabina. Quería ir a Espalmador. Alquilaron la barca entre varios. Así es como Irene se juntó con un grupo de guiris franceses y, claro, Ilías. Ahí estaba, solo como ella. Mirando cómo un bobo, tímido, me apunto o no me apunto. Se miraron el uno al otro, disimulando. Qué mono, pensó; es como un osito de peluche. Ella hizo como que no le interesaba, mirándolo con desdén. En Espalmador, precioso, aguas transparentes turquesas, se dieron unos baños inolvidables. Una pasada. Y tomaron el sol, uf. Pura sensualidad. Ilías pescaba lenguaditos diminutos con un tenedor, que se arracimaban alrededor del cabo del ancla. ¡Cómo nos reíamos! Vaya guasa verlo, con esas piernas como palillos que le salían de su traje de baño bermuda, que parecía una talla mayor, y ese pelo tan rizado y espeso que no le calaba el agua, y qué risa verlo aparecer por la borda con un lenguadito clavado en su tenedor. Al caer la tarde, ¡qué colores!, decidieron acercarse hasta la playa. Les habían dicho que había baños de barro. ¿De qué? Sí, allá, dijo uno. No, no, es por ahí. Yo, aquí, no me meto, dijo otro. Ilías, desnudo, fue el primero en enfangarse en la charca. El niño no estaba nada mal, tal como te lo digo, Churri. Irene se retiró el bikini (guau, qué cuerpazo, pensó él) y también se embadurno con el fino limo, uf, que suave, parece una segunda piel. Churri, que para qué voy a seguir. A la vuelta (puesta de sol brutal), me sentía flotar ¿él también? El barro y las risas los pusieron de buen humor. Luego vinieron los mojitos, primero uno, después otro, y luego otro. Qué risa. Sí, Churri, me gustaba; ¿quién me iba a decir a mí que luego me encontraría con lo que me encontré? ¡Es qué hay que ver!, la cosa tiene morbo.
Por la noche, qué quieres… borrachina, luna llena, sííí, Coneja, luna llena, además. A Irene le tentaba una historia de verano, intrascendente. Pero romántica, ¿eh? Las cosas no le habían ido del todo bien ese invierno. Desengaños, podríamos decir. ¿Soledad? También. Vivía sola. Había roto con su novio. Ya hacía tiempo. Una historia triste. Él la había dejado, sin más. Eso era lo peor, Coneja; nunca me dio una explicación. Pero yo sé que había otra; no tuvo huevos de decirme nada, ¡calzonazos! Irene paso el invierno reconcomida, triste, llorosa. Necesitaba oxigenarse, aire puro. Olvidar (¡qué difícil!). Había acabado la carrera. Estaba de vacaciones, merecido descanso. Habitación para ella solita. Y yo, ven, mi osito de peluche. Uy, qué risa. No sabes lo tímido que es. Me excitaba. ¡Uyy! ¡qué me lo como! Aún no te lo había explicado, Churri, pero lo manejé a mi antojo. No me negó nada, Coneja, qué vergüenza.
Por la mañana, Irene se despertó sobre el pecho de él. Ilías la acariciaba. Una luz cálida entraba por la pequeña ventana entreabierta. Afuera ya cantaban las cigarras. Sí, Churri; por una vez un tío no se me levantaba de la cama con la excusa que he de marcharme, me esperan, uy qué tarde. Y yo me sentía en la gloria. Así pasamos quince días, Coneja…Tan bonito, de verdad.
Irene volvió a la cama. Luces apagadas, apenas un resplandor entraba por las puertas de la terraza. El viento silbaba, la mesa y la silla seguían traqueteando (¡uf, qué bronca!) y el mar rujía contra la costa de Ormos Kortiou. Ya era medianoche y seguía sin poder dormir. Vuelta hacia arriba, veía como en el techo se dibujaban extrañas sombras. ¡Churri, como me gustaría tenerte ahora mismo a mi lado!
Esa misma mañana, en el puerto de Gavrio, nada más desembarcar, había pedido por un taxi en el bar donde le sirvieron el café (Uf, qué bueno; frappé, le llaman). El taxista no tenía ni puta idea de inglés. Mi go to Ormos Kortiou, suplicaba Irene; Ne, ne, la tranquilizaba el taxista, un tipo rubio y fornido. El trayecto duró una hora, después de cruzar un par de valles y atravesar de un lado a otro la isla. Irene constató la belleza del paisaje, la soledad salvaje de esos parajes. También constató que Kortiou era el valle más remoto hacia el sur de Andros, y, también, el más rústico y abandonado. Pero, no sé, tenía un algo mágico, como de cuento; parecía que una hubiera atravesado el túnel del tiempo y regresado cien años atrás. El taxista la dejó a la entrada del pueblo. Cuatro casas desparramadas en la costa a resguardo del norte. Frente al mar, al final del poblado, una ermita blanca inmaculada, campanario azul eléctrico. Un pequeño pueblo de pescadores, se dijo. Más allá, hacía el sur, una sierra considerable caí hacia el mar cerrando la amplía bahía que se abría hacia el Este. A esa hora del mediodía, las calles estaban abandonadas. Calor mortal. Solamente unos niños jugaban al futbol en una callejuela lateral al amparo de la sombra. Les preguntó por un bar, y se arracimaron en torno a ella formando una gran algarabía; allí, allí, señalaban varios con el índice, y la miraban como un extraterrestre. Siguiendo el paseo marítimo (las algas secas barrían el paseo, había un viento del demonio) llegó hasta la taberna Vintsi. Preguntó, mostrando las señas escritas en un papel: Ilías Theonas, Ormos Kortiou. Su interlocutor le hizo ver, en un perfecto inglés, que no había una dirección concreta. Irene lo miraba impotente. Un momento, le dijo él, comprensivo, con un gesto de la mano; ¡Dimitriiiii!, y se acercó el cocinero. Y, movida por la curiosidad, se acercó también una camarera jovencita. Se pasaron el papel entre ellos, discutiendo. Irene sólo entendía Ilías Theonas, por aquí, Ilías Theonas por allá. Parecían enzarzados en un complicado litigio, hasta que, al fin, uno de ellos se alzó con la palabra y le indicó que indagara en la pastelería del pueblo; eran familiares de Ilías y sabrían indicarle dónde localizarlo. Irene se dirigió hacia donde le habían dicho, por una calle paralela al paseo marítimo, en el interior del pueblo. Qué coñazo, Elías ya me podría haber dado la dirección completa, pensó. En la pastelería del pueblo la atendió una mujer bajita de mediana edad, risueña y rechonchita (debía ser la pastelera). Simpática, pero ni pajolera idea de inglés. Le lanzó a Irene una parrafada en griego. Irene se quedó igual. La pastelera la miró unos segundos, hasta que constató que no entendía nada. Sonrió (qué simpa). Se armó de paciencia (pobrecilla, esta no se entera de nada) y haciendo un esfuerzo por sintetizar la respuesta en una palabra milagrosa, declaró: ¡Moni! La pastelera espero ansiosa la reacción. ¿Moni? ¡Moni qué!, repitió Irene, suplicante. Ilías: moni… monastry, anunció de nuevo la pastelera, señalando con el índice la montaña que tenía enfrente. ¡Ah!, ¿un monasterio? ¿en la montaña?, adivinó, por fin, Irene. ¡Moni Panachrandou, Moni Panachrandou!, abundó la buena mujer, en el momento en que ya salía su marido, el pastelero, en camiseta de tirantes. El hombre andaba con parsimonia, como si fuera cojo. Se arrimó a la conversación. Intentó ayudar él también, y escupiendo sus palabras sobre sus dedos cerrados hacia arriba, como para enfatizar la simpleza de su mensaje, dijo: Ilías Moni Panachrandou taxi éxi kilometro y, cambiando el gesto de su mano, señaló con la palma abierta la carretera y, luego, a lo alto de la montaña que teníamos enfrente.
Irene (ya lo he entendido) se dirigió de nuevo a la entrada del pueblo. Uf. Era una rotonda que hacía las veces de plaza donde se reunían los vecinos al caer la tarde para charlar. Al llegar, se encontró al taxista que la había acompañado desde Gavrio, dentro de su taxi aparcado, con la ventanilla abierta, y sacando el codo por ella. (Qué sorpresa, pensó que ya estaría de vuelta en Gavrio). El rubio fornido la miraba como si ya hubiera adivinado desde el principio todo lo que tenía que ocurrirle a Irene. La vio acercarse impertérrito, con un punto de impostura en su mirada solícita. ¿Taxi, free?, preguntó ella; y el hombre saltó raudo a abrirle la puerta y colocó de nuevo su bolsa de viaje (¿o era una mochila?) en el maletero. Entró en el coche, se giró inquisitivo y, ella, seria, solemne, espetó: Moni Pacanchandru, please. Se produjeron unos segundos de embarazoso silencio. Él entornó la mirada, y justo en el momento en que ella entraba en el umbral de la desolación, el taxista contestó: ¡Moni Panachrandou! ¡Ne,ne, no problem!
El taxi tomó la carretera que salía del pueblo y, poco después, se enfilaba por una pista de montaña, con tantas curvas y tan empinada que Irene pensó que el coche no subiría. Lo que te decía, al cabo de un rato, traqueteó un momento (¡que se cala, que se cala!) y se paró bruscamente. Joder, joder, Churri, adónde me lleva este tío. ¡Qué estoy en el culo del mundo! Parecía que estuviera colgada de un precipicio, ¡qué miedo, tía! El valle al fondo, y a lo lejos el pueblecito de Ormos Kortiou, junto al mar, todo a vista de pájaro. No problem, no problema, dijo el colega forzudo y, patinando, arrancamos no sé cómo cuesta arriba, culeando, hasta que, al cabo de veinte minutos, ¡por fin!, llegamos a un edificio enorme de altísimas paredes blancas, antiguas y muy rústicas, acabadas en sardineta: ¡el monasterio!, como si estuviéramos en el mismísimo Potala, churri.
El taxista hizo un gesto con las manos en señal de que habían llegado. Irene pagó con un billete de 20 euros, le pidió que la esperara y le dijo que guardara el cambio a cuenta de la próxima carrera (Churri, aquí los taxis son más baratos que en Barcelona). Accedió al recinto a través de una escalinata que daba acceso a un patio con una fuente y un plátano centenario. Uf, ¡que sombra!, ¡qué alivio! Bebió agua de la fuente, ¡qué fresca! Coneja, no te puedes imaginar el calor que hacía. Bueno, pensó, ahora a ver si lo encuentro. ¿Y si no está aquí? Vaya sitio más raro para hacer de guía turístico. Uy, Cuqui, qué emoción. Todo un año esperando para verlo. Irene entró a través de un largo pasillo abovedado de piedra seca y encalado que abocaba a un patio interior (¡qué guay!, ¡qué paz!). No te lo pierdas, Núria: aquí te hacen poner una falda para taparte las piernas y un pañuelo en la cabeza. ¡Puretas a tope! Avanzó algo más hacia el interior. Nadie. A la izquierda una puerta abierta, el interior iluminado. Hasta ahora, el monasterio parecía sumido en la más perfecta soledad. Silencio total. Irene asomó la cabeza. ¿Hello? Una ancianita con el pelo blanco como la nieve, recogido en un moño, que se entretenía ensobrando souvenirs en papel de celofán, se giró sobre su asiento: Yassas, saludó, y miró a Irene como si fuera un bicho raro, con una mezcla de fastidio y curiosidad. ¿Elías Theonas?, inquirió Irene. La mujer dudó un instante, luego abrió los ojos y declaró: ¡Iliiaas Zionas! Miro la hora y proclamó de nuevo: Yes, Ilías church now, y señaló con la mano la entrada de la iglesia, al otro lado del patio. Estará con un grupo de guiris, dándoles la turra con que si esto es del tal siglo o de tal otro, aquello del estilo cuál, pensó Irene. Qué mono, tan modosito él, y se lo imaginó con sus maneras apocadas, medio tímido, largándoles el rollo, con esas gafas de concha que parece un estudiante en un concurso de la tele. Entró en la iglesia. Desde afuera se oían los salmos cantados ¿Había misa, o cómo se llame? Sí. Eran las cinco de la tarde. Dentro, oscuridad total. Olor penetrante a incienso. La capilla le pareció chulísima; era un recinto pequeño, acogedor, muy recargado, super antiguo. Las paredes con pinturas al fresco, como aquellas que vio en el Pirineo (aquel viaje con sus padres). De la cúpula colgaban varias lámparas de plata, a cual más bonita. Molaba. Algunas personas, pocas, asistían a la misa. Una mujer, también mayor (uf, esto parece un geriátrico), situada de pie frente al atril, replicaba Kyrie Eleison, Kyrie Eleison a las letanías del cura (se llama pope). ¿Dónde estaba? Irene solamente oía la voz, pero no lo veía. Claro, el pope oficia en el altar, que en la iglesia ortodoxa se halla oculto a la vista de los feligreses. Churri, parecía una película de tan antiguo. Y ya estaba por salir, pues era evidente que allí no estaba Ilías, cuando por fin apareció el dichoso pope, salmodiando, de detrás de unas puertas de filigrana, cantando sus letanías con voz de pito. ¡Noooo! ¡A-di-vi-na-quién-era, churriiii! Sí, ya lo sé; ya hace rato que lo has adivinado (que poca gracia tengo para contarte las cosas): ¡Elíííaasss! ¡Qué heavy, Coneja! El puto Elías vestido como un papa, que le sobraba el atuendo por todos lados. ¡Me quería morir, Churri! ¿te imaginas?
  Irene estaba de pie, en el pasillo central de la pequeña capilla, demasiado pequeña para pasar desapercibida. ¡Trágame tierra! Esto le pasaba por estúpida, a quién se le ocurre pasarse un año embobada por un tío que conoció en Formentera. ¡Por-fa-vorrr! ¡que ya tienes veintitrés años!¡cuándo aprenderás de una puta vez!
El pope avanzó por el pasillo central saludando a los feligreses con un gesto de cabeza. ¿La había visto? Claro que sí. Disimulaba. ¡Qué cabrón! Avanzaba, aparentando seguridad en sí mismo, por el pasillo central. Estudiaba su reacción. Despedía a sus feligreses con un gesto displicente de la mano, brazos abiertos, como si fuera Jesucristo.
—Elías, ¿de qué vas?
—¡Iriiiina! ¡bienvenida a Andros!
—¡Qué bienvenida a Andros ni que leches! ¡Qué eres un puto cura, tío! ¿de qué vas?
—Puto cura, ¿qué es?
—¡Pope!, o cómo coño le llames.
—Irina, Irina, cálmate.
—Te he enviado al menos veinte emails, porque tú del WhatsApp pasas totalmente. Y ni puto caso. Tío… ¿y todo lo que me dijiste en Formentera? Nos queríamos…
—Irina, espera…
—Me has engañado, Elías; eres un mierder.
Flipa, Núria, flipa por un tubo. El tío me estuvo troleando todo el tiempo, con esa cara de empanao. Pero es que yo lo quiero, churri, me gusta mogollón. ¿Por qué tendré tan mala suerte con los tíos, tía? ¡Un pope! ¡y vestido como el Papa, tía! Pero no sé, mola, tiene un punto. Guárdame el secreto, dime que se me ha ido la olla, pero vestido de pope está super molón. Sí, ya sé; es muy friki. Pero he venido hasta aquí por él, ¿no? Pues aquí me quedo, a ver qué pasa.
Ilías acompañó a Irene hasta una sala que los monjes hacían servir de recepción y sala de estar. Era una amplia estancia, muy luminosa, paredes de piedra seca, muy rústicas, con vistas muy chulas sobre el valle de Korthi y la bahía cercana. Mirando a través de las ventanas, parecía que una estuviera colgada de un precipicio. Hay que ver dónde viven estos monjes, pensó Irene. Y no saliendo de su asombro, se preguntaba por qué Ilías la había engañado diciéndole que se dedicaba al turismo, cuando en realidad era un pope ortodoxo. Irene esperó cómodamente sentada a que Ilías, que le había servido una infusión y unas cookies, se cambiara de ropa. Apareció poco después con una sotana negra que le llegaba hasta los pies (flipa, Cuqui). Tan zalamero como siempre, cariñoso a tope. Como si no hubiera roto un plato. Y, ¡míralo! Con sus gafotas y su cara de buen niño de siempre.
—Irene, ¡me hace tanta ilusión que hayas venido! —y la estrechó hacia su cuerpo con un abrazo largo y sentido, apoyando su mejilla contra la suya.
No sabes como lloré, churri. Y le golpeaba en el hombro con el puño, impotente. Y él me acariciaba el pelo. Irene se dio cuenta que no podía sustraerse a él, era un sentimiento más fuerte que ella. Por un lado, se sentía humillada, vejada; por el otro, la aparición del Ilías de carne y hueso, la atraía poderosamente. Era un sentimiento contradictorio, pero no podía evitarlo. Hablaron largo y tendido. Luego, Ilías miró por la ventana como declinaba el día (el sol pronto se pondría detrás de los montes de Kaparia). Le sugirió a Irene una pensión en Ormos Kortiou (estarás bien; yo mismo me ocuparé de llamar desde aquí y reservarte una habitación). El jardinero del monasterio, un monje sudoroso y desgarbado, la bajaría en un coche destartalado antes de anochecer. Mañana sería otro día. Ilías la tranquilizó; él debía quedarse en el monasterio, pero mañana bajaría al pueblo y podrían estar juntos.
Irene seguía sin pegar ojo. Las dos de la madrugada. Se levantó de nuevo de la cama. El viento del norte se había incrementado y silbaba con fuerza. Los rugidos del mar, cada vez más levantado, acrecentaban su sensación de desamparo y tristeza. Apoyó las manos contra el vidrio húmedo de la ventana. A través del vaho veía el paisaje distorsionado, y su propio reflejo en la luz mortecina de la habitación: el aleteo furioso de las adelfas, las brumas frente al mar, su cabello revuelto, sus ojeras… todo parecía irreal. Qué solita me siento ahora, Churri. Lo que daría por que estuvieras conmigo. Te pediría consejo: mañana, ¿qué hago?, Coneja. Si es que estoy perdida. Pero este chico me gusta, churri, que le vamos a hacer. Soy una friki, ya lo sé. Pero el sentimiento es más fuerte que yo, que quieres que le haga. Es un amor imposible, ¿no? Dímelo, Coneja. No me engañes. Pero es que lo quiero, Cuqui, que voy a hacerle.



sábado, 1 de septiembre de 2018

El desterrado de Calígula


Estoy escribiendo un libro de relatos ambientado en la isla griega de Andros. Las Cícladas son para mí una fuente de inspiración fascinante. Grecia, aparte de cuna de nuestra civilización, ha sido el escenario, a lo largo de la historia, del encuentro de prácticamente todos los pueblos del Mediterráneo. Quiero que este libro refleje, aparte de mi fascinación por estos parajes, el pulso de vida que aún late en ellos desde la noche de los tiempos. Aquí tenéis en primicia uno de los relatos que lo componen; espero que os guste.

*



Por fin he llegado a mi destino. Es duro el destierro, amigo mío, pero el recuerdo de todos aquellos a los que amas, que sabes que te protegen y velan por ti, te reconforta en los momentos de infortunio. He sido leal a Roma, mi conciencia está tranquila. ¡Quién iba a decirme que el príncipe al que serví tan fielmente en mi puesto de gobernador de Egipto, me proscribiría a estos lejanos confines del Imperio! Calígula nunca me perdonó mi amistad con Tiberio Gemelo. Y no puedo evitar pensar que me cree afín a su partido. Dice el Príncipe que, en los confusos días previos a su coronación, yo me pronuncié partidario del nieto de Tiberio como legítimo heredero del trono. No es así. Yo oí del propio Tiberio, antes de morir, que era su voluntad que su nieto Tiberio Gemelo y el propio Calígula gobernaran el Imperio conjuntamente. Supongo que su intención era evitar la división del Imperio. ¡El eterno problema de Roma!
Como te decía, he llegado a mi destino. Te agradezco que hayas intervenido para suavizar mi destierro, de forma que pueda permanecer en Andros en lugar de Gyaros. Andros es una isla pequeña, pero muy agradable. En todo caso, infinitamente mayor y mejor que Gyaros, a decir de los propios Andriotas. Según ellos es un lugar espantoso, donde no crece ni un árbol, abrasado por el sol, castigado por el salitre y el viento. Peor, creo, que una prisión.
Llegué aquí en los idus de junio, después de un viaje horrible; primero en un mercante hasta Siracusa, luego me embarcaron en un navío apestoso de transporte de esclavos, que iba de vacío a Delos a recoger su mercancía. Tuvimos vientos del Oeste que levantaban una mar insidiosa, que te mantenía mareado día y noche. La humedad te calaba hasta los huesos. Por fin llegamos a Delos, donde pude ofrecer un sacrificio a Apolo en el mismísimo lugar de su nacimiento. Ah, amigo mío: ésta fue la única satisfacción del viaje. Delos ya no es ni una sombra de lo que fue. Hoy no se respeta nada. La isla sagrada de los antiguos se ha convertido en un puerto clave del comercio de esclavos. ¡No puedes imaginarte el trajín! Allí me embarcaron en un trirreme junto a la flota que se dirigía a Siria y que hacía escala en Andros. Me acordé de ti, cuando ambos nos embarcamos en un navío de la Armada en Alejandría para volver a Roma ¿recuerdas? El viaje discurrió aquella vez con fuertes vientos de levante, y mucho calor. Flavia estuvo encerrada en el camarote durante toda la travesía, pálida como la cera. Nunca agradeceré lo suficiente a esta mujer lo que ha hecho por mí, y tú lo sabes: ¿puede un hombre aspirar a una mujer más leal y sacrificada? No quiero ni pensar todo lo que tiene que haber sufrido con esto… La llegada a Andros resultó una bendición de los dioses. Fondeamos en Gavrion, un puerto tranquilo y bien protegido de los vientos, acondicionado durante la época de Tiberio. Allí me recogieron con la chalupa de la guarnición y me llevaron a tierra. En Gavrion, donde aparte del destacamento militar viven algunos pescadores con sus familias, ensillaron las caballerizas para Flavia y para mi y nos custodiaron camino arriba hacia un lugar donde se halla una torre de vigía. Desde ahí pudimos hacernos una buena idea de adónde hemos ido a parar. Andros parece minúscula en la inmensidad del mar, y es una más entre las numerosas islas que pude observar sembradas a lo largo del horizonte. En esta época del año la isla es tan verde como nuestros parajes de Etruria. Una vez en el collado, descendimos por un valle muy frondoso. Y luego, aún volvimos a ascender hasta un lugar llamado Arni. Se encuentra al pie de una montaña bastante alta. El lugar es muy húmedo, salen fuentes por todos lados, lo que convierte este emplazamiento en un lugar fresco y agradable para vivir. Ahí nos instalaron en una casa de campo donde ahora vivo. No me puedo quejar. Flavia dice que es el culo del mundo, pero en el fondo ambos nos consolamos pensando que estamos juntos. Las gentes aquí son amables y generosas. Son campesinos y ganaderos. Gentes sencillas que nos tratan con deferencia y nos observan con curiosidad, sin entender por qué ilustres patricios romanos como nosotros han decidido recluirse en este humilde rincón.
Querido Marco Emilio, buen amigo, una vez más agradezco tus desvelos ante el emperador, pues sin ti, mi restringida libertad sería hoy mucho más precaria. Sólo pienso en volver a verte pronto. Flavia te envía su saludo. Y ambos os deseamos nuestros mejores deseos a ti, a tu deliciosa hermana Emilia y a tu esposa Julia Drusila. Que los dioses os protejan.

Aulo Avilio Flaco, en Andros
*
Marco Emilio Lépido saluda a su estimado Aulo Avilio Flaco

Nada puede satisfacerme más, noble Aulo Avilio, que saberte a salvo en Andros, donde, como esperaba, disfrutarás de mayores comodidades que en la áspera Gyaros, un yermo descampado ni siquiera digno para galeotes rebeldes. Estoy impaciente por saber cómo os habéis adaptado, ahora que ya lleváis varias semanas (y algunas más antes de que recibas mi carta). Espero que me expliques cómo discurre tu día.
En cuanto a las razones que te han llevado al destierro, no creo que sean otras que las que te condujeron a juicio en Roma como consecuencia de los graves disturbios en Judea y en la comunidad hebrea de Alejandría. Debes saber que los judíos tienen ahora gran influencia en Roma. Calígula los necesita, pues tiene importantes intereses compartidos. Ya sabes que hoy en día, el poder es insostenible si no eres fuerte en los negocios y viceversa. El César secundó el ascenso al trono de Herodes Agripa, pues aspira al apoyo financiero de la comunidad hebrea para sus proyectos de reconstrucción. A Calígula no le gustó la vehemencia con la que reprimiste las manifestaciones de los hebreos en Alejandría. Puso en pie de guerra a la facción gobernante en Judea, con Herodes Agripa a la cabeza, que se quejó al emperador. Los cargos por los que fuiste acusado fueron una simple pantomima, una excusa para relevarte como prefecto. El destierro, un castigo ejemplarizante, para calmar los ánimos. Ya sabes que los judíos son un pueblo combativo, orgulloso de sus costumbres milenarias y de sus dioses. No les gustó que sus templos fueran saqueados por militares a tus órdenes, sus sinagogas profanadas y sus símbolos sagrados sustituidos por nuestras divinidades. Créeme, amigo mío, la tempestad escampará y podrás volver a Roma. ¡Por Hércules, que la has servido con fidelidad en tus seis años de prefectura en Egipto y Libia! No son provincias fáciles de gobernar. Y tu lo has hecho con gran dignidad, hasta la nefasta aclamación de Herodes Agripa.
Julia Drusila ha intercedido por ti ante su hermano, el César. Me ha asegurado que Calígula siente por ti un gran aprecio y le ha confirmado que una vez se aplaquen los ánimos, permitirá tu regreso. Nada indica que tu amistad por Tiberio Gemelo pueda influir en su ánimo para perjudicarte. No se ha podido demostrar tu participación en la conspiración para derrocarle en favor de Tiberio gemelo. Y nada parece indicar, al decir de su hermana, que el César tenga alguna duda al respecto.
Por mi parte, el mes que viene parto para Germania, antes de que entren los rigores del invierno. Ahora debo partir, con harta frecuencia, a los confines del Imperio para supervisar las guarniciones del ejército. Ya sabes que en allí los combates son continuos, para mantener a raya a nuestros enemigos. Siempre he pensado que el Imperio se ha hecho demasiado grande y, poco a poco, se convierte en un monstruo ingobernable. El emperador, en Roma, ya no puede estar por todo. Y, finalmente, el Estado está en manos de una miríada de funcionarios que actúan como reyezuelos.
Saluda a Flavia de mi parte. Estoy seguro que pronto os veré de nuevo en Roma. Que los dioses os acompañen.

Marco Emilio Lépido, en Roma
*
Aulo Avilio Flaco saluda a su estimado Marco Emilio Lépido

Recibí tu carta con gran regocijo. A Flavia y a mi nos liberó por un momento de la soledad de nuestro destierro.
Te agradezco igualmente tus esfuerzos y los de Julia Drusila, tu esposa, por levantar nuestros ánimos y tranquilizarnos respecto a las intenciones del Emperador hacia mí. Sigo pensando que las razones de mi destierro poco tienen que ver con el juicio por los acontecimientos de Alejandría. El Príncipe sabe que yo era un favorito de Tiberio, que me nombró hace siete años prefecto de Egipto y Libia. Yo gozaba entonces de su total confianza. El César me comentó con frecuencia sus intenciones respecto a la sucesión del trono. No se fiaba de Calígula, al que consideraba demasiado ambicioso, y optó por un reinado bicéfalo, en el que su nieto Tiberio Gemelo pudiera moderar los impulsos de su primo. Sin embargo, puedo asegurarte que Tiberio favorecía claramente a Calígula, por quién sentía una clara preferencia, como pude comprobar cuando lo visité en Capri y ambos herederos convivían con el Emperador. Yo hice entonces amistad con Tiberio Gemelo, por quién sentía mayor afinidad. ¿Acaso se puede culpar a alguien por mostrar las predilecciones de su corazón? Se ha dicho que Calígula mandó asesinar a Tiberio gemelo estando el Emperador enfermo, poco antes de morir. Yo no tengo constancia de ello. Es más, me permito dudarlo, y así lo he expresado numerosas veces en privado, cuando con cierta malacia era inquirido sobre ello, por patricios o senadores quisquillosos que pretendían sondearme, insinuando con sus miradas que yo debía saber más de lo que aparentaba.
Como te decía, querido Marco Emilio, mi falta consistió en caer en las provocaciones de Herodes Agripa y su partido. El nuevo rey de los hebreos fue aclamado por los judíos como un soberano con capacidad de resucitar los viejos anhelos nacionalistas judíos. Esta nación es muy quisquillosa con Roma, a la que ve con recelo como invasora. Son muy orgullosos de su independencia, de su religión y de su lengua, y rechazan de forma vehemente aprender el latín, asimilar nuestras costumbres o permitir que se construyan en su tierra templos donde poder adorar a nuestros dioses. Siempre andan conspirando, sólo faltó una chispa para que se encendiera todo. En Alejandría salió a la calle el populacho: miles de hebreos soliviantados por la profanación de las sinagogas. Hubo violencia. Ordené reprimir las manifestaciones. Hubo sangre, y muertos. La cosa se me escapó de las manos. Asumo mi responsabilidad. Tú sabes lo difícil que es mantener la unidad del Imperio. En cualquier caso, en el juicio se me acusó de haber ordenado la profanación de las sinagogas de Alejandría y se dictó sentencia en función exclusivamente de este delito. Es verdad que yo era el responsable, pero este acto execrable, que no apruebo, se realizó sin mi beneplácito, por centuriones desmandados del ejército, que actuaron por cuenta propia, sin órdenes —que se sepa— de sus superiores. Y mucho menos mías. Los responsables de estos actos ignominiosos nunca fueron detenidos. Lo que confirma la hipocresía de Roma, que por un lado contemporiza con los hechos, como represalia por el levantamiento de una provincia díscola, pero por el otro me condena a mí. ¿Con que intenciones? No lo dudes, noble amigo; Calígula no me quiere bien. Poco le importan los hechos de Alejandría. Me percibe como un riesgo potencial. Teme que pueda conspirar contra él.
Bien. Dejemos este asunto por el momento. Como insinúas, ahora es mejor mostrar un perfil bajo y esperar tiempos propicios, una vez la ira se aplaque. No importan las razones. Al fin y al cabo, todo está en manos del César.
En cuanto a Flavia y a mí, nos encontramos razonablemente bien, teniendo en cuenta las circunstancias (la procesión va por dentro). Flavia procura hacerme la vida tan agradable como puede, disimulando los momentos de angustia que sin duda padece como yo. Es una mujer fuerte; por las noches, cuando el desánimo se apodera de mí (¡ah, qué difíciles son las madrugadas!), Flavia me toma en su regazo y, sin decir una palabra, me acaricia suavemente el pelo. Es dulce y cariñosa, y agradezco cada día a Apolo su compañía.
Hemos adquirido una propiedad, cercana al lugar donde hemos vivido de forma provisional estos cuatro meses desde que llegamos a Andros la pasada primavera. Es un caserío muy agradable. Lo ha escogido Flavia y se muestra encantada. Se parece a nuestras mansiones romanas, con un atrio interior precioso. Flavia se ha entretenido en restaurarlo y plantar un verdadero vergel, con la ayuda de nuestro masovero Alexis y su mujer Ifigenia. También ha ordenado una reforma de las estancias, de tal forma que yo pueda disponer de un estudio y todo esté adecuadamente habilitado para nuestro confort este próximo invierno. Así se entretiene y olvida los sinsabores. ¡Quién te lo iba a decir! Nosotros que hemos conocido los lujos de la corte… ¡Y los esplendores de Alejandría! Nada se parece aquí al incomparable templo de Serapis, el edificio más fabuloso del mundo. ¡Y qué decir de la Biblioteca de Alejandría, con sus 700.000 volúmenes! Yo ahora debo conformarme con la lectura de Plinio, Julio César o Séneca (son los únicos volúmenes que he podido llevar conmigo) en el austero y humilde reducto de mi escritorio, con vistas a los bosques del monte Pétalo.
Ya que me preguntas como paso la jornada en Andros, ahí va. Mi vida aquí, estimado Marco Emilio, discurre de la siguiente manera: me levanto hacia las 6; aquí, este verano ha sido muy caluroso y a esa hora del día la sensación de frescor es deliciosa y despierta mis sentidos. Salgo a pasear hasta una fuente cercana (me gusta el rumor del agua). Cuando vuelvo a casa, Ifigenia nos ha preparado un buen desayuno. Flavia acude también, dejando sus labores (¡siempre anda ocupada!) y es uno de los momentos del día que aprovechamos para estar juntos y charlar. A las 9, según el tiempo, acudo al atrio, donde leo un rato en voz alta algún discurso latino de Séneca o repaso algún pasaje de la Guerra de las Galias de Julio César; o acudo a mi escritorio, donde he empezado a escribir mis memorias (sobre todo ahora, que ya ha entrado el otoño y el ambiente ha refrescado). Al mediodía, dedico un tiempo a la gimnasia. Y un día a la semana, acudimos con Flavia a los baños, en unas fuentes naturales cercanas. En la hora octava, comemos. Y luego aquí es obligada la siesta, una buena costumbre que los Andriotas usan como nosotros. De esta forma, sorteábamos los rigores del calor estival hace dos meses, en los peores momentos de la canícula. A la hora undécima, con la caída de la tarde, salimos a pasear; algunas veces caminando y otras a caballo. En ciertas ocasiones, sobre todo ahora en otoño, salimos a cazar perdices con Alexis. Cenamos tarde, pues ya sabes que Flavia y yo somos trasnochadores. A veces, en la velada, el joven hijo de nuestros masoveros, Antenor, tañe para nosotros un instrumento parecido al laúd, pero más rústico, lo que nos pone algo melancólicos, esa es la verdad. Y así, nos envuelve poco a poco el sueño de Morfeo.
Adiós, amigo. Que los dioses te guarden a ti y a los tuyos.

Aulo Avilio Flaco, en Andros
*
Flavia Licinia Aurelia saluda a su estimado Marco Emilio Lépido

Salve, Marco Emilio. Te preguntarás por mi prolongado silencio, a pesar de las numerosas cartas que me has enviado. Una mujer debe guardar para sí las penas que afligen a su corazón, sobre todo si estas afectan a lo más hondo de su intimidad, a los asuntos del amor. Estos últimos meses han sido un tormento para mí. He debido (y he querido) afrontar en soledad, en mi casa de Andros, el infortunio al que me han sometido los dioses valiéndose de la mano de Cayo César. Son muy largas y amargas las noches llorando la muerte del ser al que has querido como a un hijo. Bueno, yo no he tenido hijos, pero ¿qué mujer no siente el instinto de madre? Aulo Avilio lo fue todo para mí; un padre, un esposo, un compañero (sobre todo mientras sufrimos ambos el destierro) y, por que no, un hijo. Así lo he amado.
Puesto que deseas conocer los pormenores de lo que pasó, ahí va. Guárdate mucho, estimado Marco Emilio, el Estado es un artefacto implacable (muchas veces ciego e imprevisible) y no se detiene ante nada cuando la voluntad del Emperador es firme a la hora de destruir a los que cree sus enemigos. Ingratitud es lo que hay, si no otra cosa. Ya no temo a nada, ni a nadie. No me asusta la muerte. ¡Por Zeus, que Roma ha perdido a uno de sus más fieles servidores! Pero así son los tiempos que nos tocan vivir. Lejos quedan ya los valores republicanos y el Estado se embrutece con la peste de la corrupción.
Poco después de empezado el nuevo año, hacia el final del invierno (pronto se cumpliría el ciclo anual desde nuestra llegada a Andros), llegó a la isla un destacamento romano al mando de Marco Arrecino. Entonces no sabíamos que era el flamante nuevo prefecto del Pretorio después del suicidio del nefasto Macrón. ¡Ah, Marco Arrecino, amigo mío! ¡qué dura prueba te mandó Cayo César! ¡Ejecutar (o debería decir asesinar) a tu compañero Aulo Avilio, con quién diste los primeros pasos en el ejército! ¿Acaso quería el Emperador asegurarse de tu lealtad comprobando si no te temblaba el pulso a la hora de hundir el frío metal en el pecho de tu amigo Aulo Avilio? ¿Pensaba Calígula que esta sería una prueba de que no estabas implicado en una conspiración que, por otro lado, nunca existió?
Esa fatídica noche llamaron a la puerta por sorpresa. Los perros ladraron. Ifigenia abrió y se hicieron paso diez centuriones al mando de Marco Arrecino. Al oír el tumulto, Aulo Avilio y yo saltamos de la cama. Inquietos. No parecía un buen augurio. Escuchamos voces severas abajo. Aulo Avilio me miró fijamente a los ojos, su mirada lo decía todo. Nunca lo olvidaré. Aunque hice un esfuerzo por evitarlo, no pude impedir que se me humedecieran los ojos. Nos abrazamos. Fue un abrazo largo, muy sentido. Uno y otro sabíamos que no nos volveríamos a ver. Descendimos abajo, cruzamos el atrio y nos dirigimos a la entrada de la casa. Al ver a Marco Arrecino, mi esposo quedó paralizado. “Amigo mío… ¿tú?”, inquirió mi marido. El prefecto del Pretorio cayó de rodillas desfondado, la mirada clavada en los adoquines, no se atrevía a mirarlo a la cara: “Cayo Julio César Augusto Germánico me ha ordenado que sea yo mismo quién te dé muerte. El Emperador piensa que la mano del amigo hará más dulce tu tránsito. Querido Aulo Avilio…”, balbuceó. Y la voz se le quebró. Fue entonces cuando mi esposo lo cogió del brazo por el codo y lo ayudó a levantarse. Se abrazaron. Marco Arrecino sollozaba. Un centurión leyó la orden imperial de ejecución. Debía procederse inmediatamente. Un centurión alto y robusto desenfundó su espada hispánica y esperó la orden del prefecto del Pretorio. Éste miró a Aulo Avilio a los ojos por primera vez. Mi esposo le hizo una leve señal de consentimiento. Marco Arrecino tomó el arma de las manos del centurión. Aulo Avilio lo tomo por el puño y apoyó la espada en su pecho junto al corazón. Ambos amigos se abrazaron. En ese momento, Aulo Avilio, mi querido Aulo, me miró por última vez. Nunca lo olvidaré. Y, entonces, ambos amigos se empujaron uno hacia el otro, firmes los puños, para que la espada penetrara hondo, y en un golpe certero, acabara con su vida.
El cadáver fue quemado a la orilla del mar. Nadie asistió a la sencilla ceremonia, salvo mis fieles Alexis, Ifigenia y Antenor. El ritual se cumplió al alba. Parecía que el mundo se hubiera detenido. Solamente se oía el crepitar del fuego. No hacía viento y la columna de humo apenas se disipaba en el aire fresco de la mañana. Ifigenia lloraba discretamente. Alexis cuidó de que todo se consumara decorosamente. En el horizonte marino, leves tonalidades púrpuras anunciaban la inmutable indiferencia del Universo. Entonces sentí un enorme vacío…
Algunos días más tarde ascendí hasta la ermita del monte Pétalo. Me conducía a lomos de un asno el benévolo Antenor. Ahí se encuentra, sobre una roca inmensa que mira a la costa lejana, sobre el valle, una pequeña capilla dedicada al dios Hermes, que los lugareños guardan desde los viejos tiempos helénicos. A Aulo Avilio le encantaba ese lugar, adónde acudía de vez en cuando para ahogar sus penas en la soledad del monte, apenas acompañado por la presencia ocasional de los rebaños de cabras y su cabrero. Allí deposité dos piedras blancas de la playa de Achla, donde habíamos incinerado su cuerpo, como ofrenda a Mercurio por las dos décadas de convivencia con él.
Ahora sólo me queda el recuerdo, el dulce recuerdo. He decidido no volver a Roma. Tampoco me veo con ánimos. Andros es ahora mi hogar. Aquí debo encontrar la paz y el sosiego que no conseguiría en la gran urbe. Sí, creo que quiero vivir en las recogidas montañas de Arni hasta el final de mi vida. Qué paradoja, ¿verdad?, pero, decepcionada de los hombres, mi alma ha aprendido a apreciar el canto de los pájaros, el rumor del agua en la fuente, o el suave mecer de los árboles en el viento. Adiós.

Flavia Licinia Aurelia, en Andros




miércoles, 18 de julio de 2018

Gregorio



—¡Gregorio, Gregorio! —susurró alguien—. Creo que te has dormido.
Era mi dentista, que a menudo me hacía esperar. Yo acudía siempre a última hora de la tarde, al salir del trabajo. Cansado. Odiaba esta triste y desangelada sala de espera, en la que sólo se oía el monótono tictac de un antiguo reloj de sobremesa. La sala estaba llena de vitrinas como esas que tienen los viejos laboratorios de las universidades. En ellas se exhibían, como en un museo, viejos utensilios médicos, aparatos de medición, truculentas dentaduras postizas con dientes de oro y plata, y otras estrafalarias herramientas de ortodoncista que recordaban tiempos felizmente pasados. Uno se sentía como en esos laboratorios de las películas de miedo antiguas, en la que taimados aprendices de brujo le cambiaban la cabeza al franquestein de turno.
La enfermera me acomodó en el sillón de dentista con una sonrisa. Con un gesto maquinal accionó unas palancas metálicas para ponerme en posición horizontal, sirvió agua en el vasito de plástico y prendió la luz del foco, que me deslumbró. Luego, con una sonrisa, presionó suavemente mi mano, y me dijo:
—Ahora mismo lo atiende el doctor. 
Me extraño constatar que me encontraba en un espacioso salón con grandes ventanales góticos. Las paredes, interminables, parecían no tener techo. Qué curioso, no lo recordaba así. Los últimos rayos de sol entraban casi horizontales en la estancia, como haces de colores en medio del polvo. Pensé que me encontraba en uno de esos delirantes castillos de Baviera. Intente moverme, pero no podía. Oía el monótono tictac del péndulo de un reloj. Era uno de esos ridículos relojes de cuco. Estaba situado muy alto, en una de las paredes laterales, y el péndulo era largo, larguísimo, demasiado grande en proporción al chaletito del que pendía. Qué raro. Me reí, y pensé en Alicia en el País de las Maravillas. Al sonar la hora en punto, se oyeron los sonidos metálicos de las ruedas y engranajes de sus tripas y apareció del interior del mecanismo la figura de la muerte, representada por un esqueleto que llevaba una campanilla en la mano derecha y una clepsidra en la izquierda. La inquietante figura avanzaba hacia adelante y agitaba su campanita, mientras sonaba música fúnebre. Me fijé que el esqueleto me guiñaba un ojo. Un acto grotesco que su sonrisa congelada hacía aún más inquietante. Intenté moverme de nuevo, pero me di cuenta que estaba atado, inmovilizado con correas de cuero en las muñecas y los tobillos, como esos condenados a muerte cuando los sientan en la silla eléctrica.
No había pasado ni un segundo desde que, una vez marcada la hora, la muerte volviera a las tripas del cuco, cuando pude oír el eco de una carcajada. “Es la risotada de un ogro”, pensé, con un escalofrió. Quise taparme los oídos, pero no podía. Iba a cerrar los ojos cuando apareció desde el fondo de la estancia un insecto gigantesco. Era tan grande, que apenas cabía en el frío e inmenso salón. Su piel de queratina era una gruesa coraza brillante y sus patas articuladas y peludas se desplazaban lentamente. Lo que me llamó más la atención, eran sus inmensos ojos inexpresivos, formados por miles de celdillas geométricas, parecidas a los panales de las abejas. Yo solamente había visto algo así en el cole, en los libros de ciencias naturales que mostraban los cuerpos de moscas, arañas o escarabajos vistos bajo el microscopio. Las últimas luces del crepúsculo, a mi espalda, iluminaron las enormes mandíbulas del animal. Al abrir sus fauces, exhaló un olor pestilente. ¡Qué asco! De su aparato bucal, emergió una larga lengua granulosa de formas irregulares que acercaba hacia mí, amenazante. Por un instante pensé que el insecto quería trepanarme el cerebro y sorber todos mis líquidos, pero la idea era tan horripilante que me quedé como paralizado, la mente en blanco. Yo temblaba, y noté que me había orinado encima. Empecé a respirar entrecortadamente. La lengua del bicho repugnante, goteando saliva, se acercó más y más, y noté una presión. Una sensación húmeda y rasposa en la mejilla. Era la lengua, que parecía alargarse por momentos. Recordé que estaba inmovilizado, no podía defenderme. Los globos oculares del animal, como la escafandra de un alienígena, me devolvieron en su mirada vacía repetidos reflejos de mi propio espanto. Intenté desprenderme de las correas. Imposible. Moví la cabeza a un lado y otro, pero no pude evitar que el insecto introdujera su asquerosa trompa por mi boca, que fue penetrando poco a poco por mi esófago. Notaba una sensación viscosa y peluda al mismo tiempo. El largo apéndice del animal penetró más y más en mi interior, hasta que lo sentí en la boca del estómago. Apenas podía respirar por la nariz. Se apoderó de mi un pavor que aún no había sentido en mi vida. Sudaba. Sentí que el insecto me iba vaciando por dentro, como si yo fuera un simple gusano y sorbiera toda mi linfa hasta dejarme seco como la piel recién mudada de una serpiente.
Fue entonces cuando sentí que poco a poco… No se como explicarlo. Mi cerebro parecía haberse mudado de lugar. Para ser más preciso, noté que mi punto de vista se había cambiado al del insecto. Sí… Pensaba desde la mente del insecto. ¡Eso es! No sé si me entendéis. Una sensación muy curiosa. Me había convertido en el insecto. Mis ojos reticulares reproducían en blanco y negro mil imágenes iguales de los restos de lo que antes había sido mi cuerpo. Un pellejo inerte que apenas recordaba a quién yo fuera algún día. No sentí pena, sino todo lo contrario: una petulante satisfacción que me hacía mirar el seco cadáver con un punto de desprecio.
El reloj de cuco dio de nuevo las campanadas. Una vez más apareció la figura de la muerte con su sonrisa de esqueleto. Sonaron las notas, como de caja de música. Gregorio movió su pesado armatoste como si se tratara de un artefacto acorazado de ciencia ficción. Todas las articulaciones de sus patas chirriaron y las pezuñas repiquetearon en el suelo, al mismo tiempo que se oía el ric-rac de los engranajes del cuco. Los ojos enfocaron ahora, como en un caleidoscopio, la imagen de mil pacientes aterrorizados sentados en la silla de dentista. Gregorio se acercó lentamente hacia su presa. Con un placer morboso, estiró su larga lengua en busca de nueva vida.  

El carnicero de Olot


A sus treinta años, el carnicero Fermín Bernades era ya un maestro en su oficio. Meticuloso, suspendió el cuerpo de los ganchos por las patas, previamente decapitado, y tiró de las cadenas para colgarlo a la altura de trabajo. Se paró frente a él afilando el cuchillo con la chaira, equipado con su delantal y altas botas de agua. Desolló el cuerpo como si fuera de ganado porcino, separando y desgajando las vísceras, y depositándolas cuidadosamente en la mesa del obrador. Luego dio agua a la manguera y limpió bien la cavidad abdominal, y la torácica, ya vacías. Prendió el motor de la sierra circular. Acercó la cuchilla a la entrepierna, que emitió un desagradable chirrido cuando comenzó a cortar el cuerpo, hasta quedar separado en dos mitades. Ambas piezas se balancearon en la luz mortecina de la vieja sala del matadero. El monótono sonido de una gota de agua, resonaba con su eco cada vez que percutía en el fondo de la pica metálica. El lugar estaba ahora medio abandonado, pues una normativa reciente obligaba a realizar la matanza en los mataderos municipales y este viejo obrador de trastienda ya no se utilizaba. Salvo hoy; la ocasión lo requería. Cuidadoso, afiló cuchillos finos y, con profesional destreza, procedió, poco a poco, al despiece, separando con la puntilla la carne de los huesos. Luego, recogió y lavó bien todas sus herramientas. Limpió a fondo las picas y las mesas de trabajo, y dispuso el resultado de su despiece en los frigoríficos. Finalmente, miró la cabeza con el rabillo del ojo y sintió un escalofrío. No quería pensar, no quería recordar. Deshacerse de ella sería más complicado.

Sonó la campanilla de la carnicería cuando María Pardal entró. Se frotó las manos y retiró la capucha de su anorak.
—Maldito tiempo, Fermín. ¡Qué frío!
Fermín Bernades encendió los neones del frigorífico expositor para que luciera el género expuesto. Una luz blanca, mortecina, iluminó los solomillos, la casquería y los embutidos.
—María, ¿ternera como siempre? —inquirió el carnicero, mostrando una pieza de culatín, que ahora aquilataba en su mano.
—Muy blanca la veo, Fermín. No sé.
—Blanca, de ternera lechal, María. Muy buen género. Me lo traen de Girona. Si te quedas dos kilos, va de oferta un hígado y huesos para el caldo —remachó Bernades.
Habían pasado apenas dos días desde que Genoveva Salas había entrado en la carnicería. Era a última hora de una tarde fría de diciembre. Poco antes, en su casa, Genoveva pensó que pasaría por donde Fermín, para comprar unas butifarras y, de paso, charlar un rato con él. Se aburría. (la tele aún no había invadido el tedio de los hogares). “A ver si aún lo engancho abierto”, pensó. En invierno, las calles de Olot son frías y solitarias, y no apetece mucho salir. Son días que la gente se recoge en su casa. Pero Genoveva vivía sola, y las tardes se le hacían muy largas. ¡Maldito invierno! Así que decidió airearse un poco. Fermín era un hombre de su edad y, que caray, no le desagradaba.
—¿Te apetece un vaso de vino? —propuso el carnicero, después de despacharla.
Fermín Bernades la invitó a la trastienda. Antes echó una ojeada a la calle a través del escaparte entelado. Condensación, pensó. Nada, ni un alma. Negro como boca de lobo. Cerró los portones de la carnicería. Ya no atendería a nadie más aquel día.

El inspector Robledo entró en la oficina del comisario jefe. Repantingado, con los pies sobre la mesa, y hurgándose el oído con un palillo, el comisario jefe le señaló a su subalterno el diario que estaba encima de la mesa, con el tacón de la bota.
—¿Lo ha leído, Robledo? Échele una ojeada al titular: Un año desde la misteriosa desaparición de Genoveva Salas. ¿Alguna pista?
—No me joda comisario… —replicó el inspector.
—¡No me jodas tú a mí, Robledo! ¡Que ya tengo al Ministerio encima! —despotricó el comisario, de mal humor—. ¡Cómo puede ser que la tía esa se haya esfumado así! ¡Dónde coño está el maldito cuerpo, Robledo! ¿No decías que había un testigo que la vio entrar en la carnicería la noche del 19 de diciembre?
—Sí, un mendigo. Fue el último en verla. A partir de ahí, parece que la tierra se la haya tragado.

Florencio Gañán tenía instalado su campamento en las afueras de Olot. Vivía en la calle desde que llegara un buen día a la ciudad y se instalara con su perro, Merlín, en una barraca abandonada. Nadie parecía preocuparse mucho por él, más bien lo ignoraban, con esa actitud que a veces adopta la gente frente a una situación incómoda, como es la miseria ajena, y no se atreve a preguntar. Las autoridades hacían la vista gorda y consentían que malviviera donde estaba. Bien es verdad que Florencio Gañán no molestaba a nadie, hacia su vida de ermitaño y parecía totalmente inmune al trato indiferente que recibía de los vecinos.
Una semana después de la desaparición de Genoveva Salas, el inspector Robledo apareció, como si no quisiera la cosa, por el descampado donde se levantaban las cuatro chapas que cobijaban al mendigo y a su can Merlín. En ese momento, el indigente calentaba una aguachirri en un pote de latón, sobre la lumbre de cuatro carbones mal encendidos. Removía el mejunje con una cuchara vieja, torpemente, pues llevaba puestos unos sucios mitones de lana que apenas evitaban la torpeza de sus manos a causa de un frío inmisericorde. Mientras, Merlín, roía entretenido un hueso de considerables dimensiones, mirando de reojo al policía con esa astucia propia de los chuchos callejeros.
—Buenos días, Florencio; ¿cómo te trata la vida? —dijo el inspector Robledo con un punto de ironía.
—Pues ya ve, inspector: hoy, desayuno intercontinental. ¿Qué le trae por aquí?
—Verás… Ha desaparecido una vecina, Genoveva Salas. ¿La conoces? —inquirió el inspector.
—¿Esa chica tristona que vive sola? Claro. Le gustan los perros, hace buenas migas con Merlín —dijo Florencio Gañán mirando a su amigo, que ahora movía la cola en señal de aprobación—. La vi hará cosa de una semana, ¿verdad que sí, Merlín? Era noche cerrada, fría de cojones. Ella entró donde Bernades.
—¿Y qué hacías tú ahí?
—No me mire mal, inspector, que soy pobre de solemnidad, pero no malo. A mi edad, ya no ando tras las mozas, ¡dios me libre! Yo estaba acurrucado al otro lado de la calle, en un rincón para evitar el frío, mecagüendiez. A veces el carnicero me echa algo de carne, y algún hueso para mi Merlín, ¿a que sí bonito? La vi como entraba… luego marché. Nada más.

Poco después, el juez había autorizado el registro de la carnicería Bernades, pero nada, ni rastro. El inspector Robledo se sentía impotente. El comisario jefe vertía sobre él toda su mala leche, como si de esta manera fuese a aparecer la maldita Genoveva. Ni que yo fuera el culpable. ¡Que se había pensado, el muy hijoputa!

Ya está otra vez, pensó Fermín. Se llevó las manos a la cabeza, como si fuera a arrancarse los cabellos. Tengo que acabar con esto, tengo que acabar con esto, tengo que acabar con esto, repetía como una letanía, sollozando para sí. De nuevo el tormento de los recuerdos. Aquello había pasado hacía ya mucho tiempo, pero lo atormentaba y lo obligaba a actuar. No puedo evitarlo, se decía, gimoteando, escudándose en viejos pretextos que el paso del tiempo había desdibujado. Y su mirada perdida, desolada como una ciudad vacía, hablaba de un mal que provenía del pozo sin fondo de su interior, como si las garras de una rapaz le agarraran por el estómago. No puedo evitarlo, no puedo evitarlo, repetía, como una obsesión. Y se miraba las manos, y miraba a Genoveva, una muñeca rota, los ojos sin párpados, su mirada congelada en la luz fría de la solitaria trastienda. De repente, su mente pareció recuperar la lucidez perdida. Su expresión se mudó de tal forma que hubiera producido un escalofrió en un observador furtivo. Afirmó su actitud con un punto de prepotente seguridad. ¡Mala puta, te lo merecías!, dijo con un aplomo cargado de desprecio.

viernes, 6 de julio de 2018

Rehenes


La furia desató sobre ellos
su frío vendaval
de odio y resentimiento.

La frágil concordia
estalló en mil pedazos:
ya eran ellos y los otros.

Y después del rompimiento
un estupor vestido de helado silencio
invadió la paz rota del ágora.

*

Así cundió la fetidez de la venganza.
Un tufo tan palpable como invisible
envenenó todos los rincones.

La cólera liquidaba frágiles convicciones.
Volátiles eran los pactos.
Y jueces torticeros tomaron parte.

¡Ay de aquellos que fundan su ser
en la negación del otro!

*

Fue entonces cuando a ellos
les negaron la libertad.
Y podían, porque tenían más fuerza.

Y los otros los mantenían presos
porque necesitaban rehenes.
Tenían miedo…

Sí… el miedo pudo sobre las leyes.
Pensaban que así, evitarían lo peor:
¡No podían vivir sin ellos!

¡Que perverso sentido de posesión
el que atenaza al otro para ser!
Hay un miedo atávico a perderlo.

No sabe este atavismo de sutiles seducciones:
solamente conoce la imposición cerril.
¡Que peligrosa es la torpeza! ¡Y la arrogancia!

*

Supieron entonces los presos
que de nuevo habían despertado a la bestia.
Recordaron que sus aspiraciones no valían.

¡Ay de aquellos que fundan su ser
en la negación del otro!

No sabían que eran rehenes todos:
rehenes del miedo, ellos;
presos de un equívoco deseo, los otros.


Barcelona, julio de 2018



viernes, 22 de junio de 2018

¡Ay, la justicia española!


Un juez, Llarena, aparece en el centro de la imagen. Parece satisfecho; no es en vano: poco a poco ha ido escalando las intrincadas cumbres del viejo mamotreto, el aparato del Estado, hasta llegar a lo más alto. ¡El tribunal Supremo! Sus colegas, sentados alrededor, con sus puñetas de puntilla, sus añejas togas, aplauden al colega. La escena parece salida de un cuadro de mediados del siglo XIX. El poder. El orgullo de elevados funcionarios que, envueltos en sus prendas de otros tiempos, se endiosan y nos miran altivos desde su endiosada altura. La sala, con sus fríos mármoles y sus bruñidos despachos de nogal, barrocos, representan perfectamente la alta judicatura española: un escenario obsoleto, periclitado.
Un amigo mío, que conoce el mundo de la judicatura, me decía que no nos podemos imaginar hasta qué punto son carcas los altos magistrados de este país. ¡No me extraña! ¿Los habéis visto cuando hablan? ¿Cómo visten sus togas trasnochadas? ¿El ambiente decimonónico en el que se mueven? ¿La prepotencia con el que nos miran a la gente común?
Mi amigo me dice también que los jueces están desbordados: ¡los jueces comunes tienen más de mil casos que atender cada año! Descontando los días festivos, ¿a cuántos tocan diariamente… tres, cuatro, cinco? ¿Os imagináis semejante desmadre? A buen seguro que, si eso os pasara a vosotros, gestionando una empresa privada, ya os habrían echado a patadas a la calle. ¿Habéis entrado alguna vez en un juzgado? ¿Habéis visto el desmadre que hay, con montañas de papeles por todos lados? Esta gente sigue trabajando como hace cien años, ¡o más! ¡¿in-for-má-ti-caaa?! ¡Qué es eso!... ¡Por dios! ¿Quién manda aquí? ¡Cómo se puede ser tan inútil!
Uno de los temas más hirientes de la quiebra del estado democrático actual es la prepotencia de quienes ostentan la máxima representación del Estado, sobre todo en el ámbito del poder judicial. Parecen saber que el poder lo detentan ellos y no la gente. “Bahh!”, piensan, “aquí mandamos nosotros”. Cuando las cosas se han tensados, hemos descubierto la verdad. ¡Qué triste! O, peor aún, ¡qué timo!
¡Ay, la justicia en España!
Poco a poco hemos ido comprobando que las sentencias de los jueces tienen más que ver con SU interpretación de la justicia que con las leyes. En otras circunstancias esto podría pasar desapercibido, incluso ser hasta positivo, pero resulta que los jueces tienen unos valores antagónicos a los de una sociedad ya muy evolucionada, del siglo XXI. Las sentencias que dictan muestran cómo piensan, en qué creen, cuáles son sus valores. ¡Sus valores no son sólo caducos, es que son inmorales! La sociedad está descubriendo con alarma e indignación, por no decir repugnancia, esos valores que representan los jueces, ¡y que de ellos dependa decidir lo que es justo y lo que no!
Pero se les ve: nos desdeñan. Son prepotentes. Se sienten fuertes, y amparados en el mucho poder que tienen. Se autoconfirman a ellos mismos. Viven una realidad paralela, autista. Comparten entre ellos valores caducos, periclitados. Pero eso no sería lo más grave, ¡nada más faltaría! Si no fuera porque esos valores son dañinos, injustos y producen sufrimiento. Cuando liberan a violadores, o les imponen sentencias blandas, muestran sus convicciones sexistas, imponen su dominio machista, y aplican la violencia para imponerlo. Cuando persiguen la libertad de expresión, inventando miserables subterfugios legales que conculcan la más elemental regla de los derechos humanos, imponen por la fuerza sus ideas. Cuando permiten que se apalee a la gente, o encarcelan a adversarios políticos y dan órdenes para arrasar las instituciones y las iniciativas de las minorías, lo que hacen es doblegar y humillar a sus adversarios, implantar su orden injusto.
¡Ay, la justicia en España! Esos viejos mamotretos de la imagen, no son en absoluto inofensivos. Representan lo peor de nuestro Estado. Un Estado que, en muchos momentos de la historia, ha basado su gobierno en la imposición. La brutalidad y la fuerza han sido durante siglos la manera de imponer a los demás las convicciones de unas élites, cerriles, provincianas y brutales. Unas convicciones desprovistas de valores humanísticos, centrados exclusivamente en el lucro y el provecho injusto de unos pocos, élites egoístas, injustas y brutales. ¡Hasta cuándo!
No debemos, pues, extrañarnos de que liberen a violadores, imputen a periodistas que desvelan la verdad para nosotros con sus investigaciones, o metan en la cárcel a nuestros líderes por sus ideas. No debe extrañar que metan a chavales jóvenes en prisión por cantar, por expresar su opinión, por ejercer un derecho que les corresponde. ¿Hasta cuándo vamos a tolerar que nos sigan amedrentando?

Foto: Joan J. Queralt. El Periódico.


martes, 15 de mayo de 2018

¿Qué será de Cataluña?



El conflicto

No es fácil adivinar cómo será Cataluña dentro de unos años. Hay una cosa cierta: después de los hechos de septiembre y octubre de 2017, España ya no volverá a ser lo que fue. Después de la durísima represión del uno de octubre y de las humillaciones deliberadas del Estado hacia Cataluña los meses previos y los posteriores, se produjo una ruptura emocional que acabó para siempre con la posibilidad de que un número importante de catalanes (hoy, la mitad de los ciudadanos de Cataluña) vuelvan a sentirse españoles. Y hemos de presumir que otra parte significativa, los que quieren seguir formando parte de España —pero que se sienten también catalanes—, no vieran con buenos ojos como se apaleaba a sus conciudadanos partidarios de la independencia. Hay muchos catalanes que, sin ser independentistas, demandan también otro trato para Cataluña. Así, con distintos grados, pues Cataluña es muy diversa, son muchos los ciudadanos que están convencidos que la relación Cataluña-España debe cambiar.
El Estado español ha apostado por la fuerza, por la imposición. Y ha reconocido que está dispuesto a pagar el alto precio que representa sujetar a Cataluña, aunque ello represente degradar la democracia. Los catalanes, lejos de amilanarse, se han puesto en pie. Ahora ya no se trata sólo de impulsar la independencia, sino de defender la democracia. Los derechos civiles y las libertades están amenazadas, como se ha podido comprobar en las amenazas y las detenciones arbitrarias que en algunos casos han acabado en penas de prisión. De ahora en adelante, después de esta brutal acometida, el Estado español tendrá en contra a una de sus “regiones” más ricas, más prósperas, más dinámicas (sino la más). ¿Cómo se puede construir un país con más dos millones de ciudadanos, entre los más preparados y motivados, yendo a la contra y soñando con formalizar una República? ¿Alguien se imagina a un empresario encauzando su proyecto con una parte importante de la plantilla en contra, por ejemplo? ¿Adónde va así? Todos sabemos que a ningún sitio.
El Estado español, con su política autoritaria del ordeno y mando, ha apostado por la imposición en lugar del diálogo, renunciando a la negociación, a seducir a los ciudadanos de Cataluña convenciéndoles con un proyecto para seguir en España, buscando la manera de satisfacer sus legítimas reivindicaciones por la vía de la mano tendida, de las concesiones, sin renunciar a la astucia que se le supone a un estadista de altura para contentar a todas las partes, sin lesionar los intereses de nadie. Eso era perfectamente posible. Pero la mediocridad de nuestros políticos, su incapacidad para hacer política inteligente, los ha enrocado en una actitud cerril, inmovilista, que ha acabado dejando la política en manos de los jueces. ¿Qué proyecto se le ha propuesto a Cataluña desde el Estado central para seducirla? Ninguno.

Democracia, esta es la cuestión

Pero a las gentes que hoy colonizan el aparato del Estado esto no les importa: “Los someteremos a la fuerza”, piensan. Se equivocan. La democracia se acabará imponiendo. Porque el meollo del asunto de lo que está ocurriendo no es tanto el separatismo, ni el nacionalismo catalán, sino la incapacidad de respetar las ideas ajenas. El problema de fondo tiene que ver con la democracia; con una concepción de la vida, de los valores y de las actitudes que las élites que hoy están en el poder en España —y que por cierto siempre han estado, por eso se les llama franquistas—, no comparten. Se abre una brecha cada vez más grande entre las élites conservadoras en el poder y los ciudadanos. El juicio de “la manada” ilustra bien la distancia entre los valores del stablishment y una parte significativa de la opinión pública. Nos encontramos ante una revuelta masiva de las mujeres —pero, ojo, también de muchos hombres— que están perplejos ante la ideología machista de legisladores y jueces, de un código penal obsoleto. Los jueces, a su vez, se muestran desconcertados por esta oleada de indignación, delatando así su incapacidad para conectar con los valores de la sociedad actual. Lo mismo ocurre con los presos políticos; muchos ciudadanos son abiertamente contrarios a la independencia de Cataluña, pero eso no quiere decir que compartan la arbitrariedad de los jueces que mantienen en prisión a ciudadanos pacíficos imputándoles delitos que no han cometido, y sometiéndoles a una larga e injusta pena de prisión, sin condena previa y sin respetar la preceptiva presunción de inocencia. Hoy, el mundo democrático es un clamor contra esta injusticia. Los propios jueces europeos no se han atrevido a respaldar a sus colegas españoles, con lo que el descrédito de nuestras instituciones crece cada día. Y son muchos los que empiezan a señalar a España como un país que se desliza cuesta abajo en los principios democráticos, en una progresiva y creciente vulneración de los derechos civiles. Véase un reciente artículo del prestigioso NYT, nada menos, sobre esta cuestión.

Insisto; España no podrá imponer por la fuerza la permanencia de Cataluña dentro del Estado español, obligándola a acatar un sistema legal que considera injusto y que repudia una mayoría de los catalanes. El camino que se impondrá será el democrático, es decir: aquel que busque la convivencia entre las distintas naciones de España a través de la seducción, del trato entre iguales, del respeto mutuo, de la restauración de la fraternidad. Esto implica, previamente, el reconocimiento de la realidad plurinacional del Estado. Ahora estamos muy lejos de eso, pero se acabará aceptando. En mi opinión, la sociedad española está preparada para asumir este hecho. Pero, una vez más, el Estado —el viejo Estado autoritario e intransigente— se niega a aceptarlo. Este es el camino que se ha cerrado precisamente ahora, como consecuencia de las formas antidemocráticas de las derechas españolas hoy en el poder. Una derecha que ha dejado de tener el contrapeso opositor del Partido Socialista, que ha abandonado su tradicional concepción federal y plurinacional de España, y que se ha aliado con ella en este embate ultranacionalista. Hay razones que explican esta actitud: el PSOE busca un rédito electoral apoyando al nacionalismo español y, sobre todo, se protege de su connivencia con el PP en asuntos de corrupción durante lo que se ha dado en llamar el Régimen del 78, haciendo piña con la derecha para neutralizar la acción de la justicia y el previsible castigo de la opinión pública.

Imponer en lugar de seducir

Esta es la clave para entender porqué el Estado español ha implosionado. Esto ha sido fatal. Pues este desequilibrio está en la base del resurgimiento de un nacionalismo español furibundo, que ve en los legítimos anhelos de muchos catalanes una odiosa maniobra contra la unidad de la patria y los sagrados principios de la nación española. Así pues, con tal de eliminar el riesgo de una secesión en Cataluña, los partidos que han conformado el bipartidismo durante los años de la democracia, tradicionalmente mayoritarios, han atizado a la bestia negra del nacionalismo españolista radical—de claros orígenes fascistas (franquistas), de infausta memoria en nuestro país— contra Cataluña, con una brutalidad que causa verdadero estupor, y que está en la base de una desafección traumática que durará generaciones. Pagarán caro este desaguisado, pues cuando las aguas vuelvan a su cauce, no sólo los catalanes, sino muchos españoles se avergonzarán de lo que aquí ha pasado. Y sentará las bases para justificar moralmente el derecho a decidir de los catalanes, una vez se imponga la previsible reconciliación. Y cabe suponer que este derecho a decidir se decantará hacia la elección de un Estado independiente, pues después de lo que ha pasado muchos catalanes tienen ahora la certeza de que España no los quiere, que existe un movimiento de odio contra Cataluña y que, dado el caso, las fuerzas armadas son perfectamente capaces de volverse contra los propios catalanes, pues lo han tratado como a un pueblo extranjero, en los hechos infaustos del uno de octubre. Este, estoy seguro, es uno de los hechos más dolorosos de todo lo que ha pasado. Así, se ha producido una terrible paradoja; frente a la propaganda del Estado que acusa a los “separatistas” de desafectos, el propio Estado español es el que, con su brutal intervención en Cataluña, ha demostrado que no nos quiere y nos trata como una tierra invadida, convirtiendo en ciertos los argumentos que ellos mismos atribuyen a los independentistas. El Gobierno no debió lanzar nunca a la Policía Nacional y a la Guardia Civil contra gente pacífica. A parte de una ignominia miserable es, también, un tremendo error. Con esta estrategia deplorable, terrible, el gobierno del PP ha enemistado al pueblo catalán con las fuerzas armadas, que ahora sienten hacia ellas una desafección parecida a la que siente una víctima hacia su violador. Esto es tremendo, pues todo el prestigio que estos cuerpos se habían ganado durante treinta años de democracia, se ha perdido de golpe en las infaustas jornadas de represión del uno de octubre. Las fuerzas de seguridad creen ahora que su enemigo son los independentistas catalanes, pero la realidad es que su peor enemigo ha sido el propio Estado, a través de un Gobierno irresponsable: ¡En dónde se ha visto que un país civilizado lance sus fuerzas armadas contra su propio pueblo! Estoy seguro que el Gobierno Rajoy, tarde o temprano, pagará muy cara su irresponsabilidad criminal. Igualmente miserable es humillación de los Mossos por parte del Estado, en el que subyace la mezquina estrategia de socavar el prestigio de un excelente y eficiente cuerpo policial, por el hecho de serlo, en una zafia maniobra para evitar que le haga sombra a los “cuerpos nacionales”.

La confrontación

Hay una confrontación. Es evidente que existen dos posiciones irreconciliables, una polarización entre independentistas y españolistas. Es una situación reduccionista, pues borra los contornos de una sociedad llena de matices, desdibuja el colorido de una Cataluña muy rica en su diversidad: las posiciones moderadas, las sutilezas, los matices se desdibujan a favor de la confrontación entre dos bandos que parece que vivan en mundos distintos, hasta tal punto ven las cosas de manera diferente. Y la tensión entre ambos bandos crece, el fantasma del odio aparece entre las brumas de la incomprensión. Este es el drama.
Las posiciones intermedias tienen a hora la sordina puesta. Los sentimientos, las reacciones emocionales, se imponen sobre la frialdad de la razón, una razón necesaria para acometer el pacto que ineludiblemente deberá llegar. Atiza esta situación una mayoría parlamentaria española que se caracteriza por la intransigencia. Hay fundadas sospechas de que el Partido Popular, a través de sus ideólogos, de sus think tanks, de sus foros, vienen impulsando desde hace años una recentralización y españolización, en una clara “declaración de guerra” a las comunidades históricas. La emergencia de Ciudadanos, un partido que ha nacido para españolizar a Cataluña, populista, con un sesgo que nos recuerda el Lerrouxismo del siglo pasado y también el “buenismo impostor” del falangismo de los años treinta. Este ha sido el reactivo para la aparición del soberanismo en Cataluña. La decantación del Partido Socialista hacia las posiciones ultranacionalistas del Estado ha roto el equilibrio y decantado la situación hacia la grave confrontación en la que nos encontramos.
Es previsible que la derecha conservadora siga gobernando en España. Y todo indica que la derecha populista que representa Ciudadanos gane las próximas elecciones. El reactivo ultra españolista está en marcha. Tenemos confrontación para rato. España degradará progresivamente su democracia, reprimiendo las aspiraciones de Cataluña. Y Cataluña persistirá en su lucha por la emancipación. Es previsible que entre más gente en la cárcel, que se agudice el conflicto. Tarde o temprano, en un país ingobernable, con su principal economía en pie de guerra, se impondrá la negociación. En mi opinión, la solución pasará por satisfacer los anhelos de los catalanes sin perjudicar a los españoles; lo que implica disimular la independencia de Cataluña, que se producirá de facto, como una nueva relación de interdependencia entre Cataluña, España y Europa.

La cuestión económica

Hay otras cuestiones de fondo más allá de las emocionales para explicar cómo se ha llegado hasta aquí: la rivalidad en el terreno económico. El poder central siempre ha visto con recelo la voluntad de poder catalana, su extraordinario empuje industrial, su capacidad de trabajo e iniciativa privada. Cataluña intenta emerger como un poder económico con libertad y autonomía frente a Madrid. Por el contrario, las élites funcionariales de la “corte” tienen desde siempre una vocación extractiva, y ven en Cataluña, como en otras regiones de España, las locomotoras de un desarrollo y las generadoras de una riqueza que ellos desean administrar y distribuir. Siempre fue así. En consecuencia, lo que está ocurriendo en Cataluña puede verse como un conflicto en el seno de esta lucha económica. Por una parte, una élite extractiva —la de siempre— que defiende un modelo radial de España y que ahora fuerza una recentralización; y por otra, una España liberal, descentralizada, de polos de desarrollo periféricos —eje mediterráneo: Cataluña-Valencia-Baleares; y eje del norte: Euskadi-Navarra-La Rioja, por ejemplo—, que desea obtener una mayor emancipación. Esta cuestión económica, de la que se habla poco fuera del manido déficit fiscal, no es una cuestión menor en lo que está sucediendo. Y es determinante para entrever lo que será Cataluña en el futuro. Se argumenta que la secesión de Cataluña sería un desastre, pues saldría de la Unión Europea. Nada más lejos de la realidad, pura propaganda. Cataluña tiene una fortísima vocación europea y no la abandonará por su independencia. La prueba más firme de lo que digo es que, en el fondo, a lo largo de esta crisis quién más ha confiado en la UE ha sido Cataluña, que ha fiado la resolución de su conflicto a Europa, en una campaña de internacionalización del conflicto con procesos en sus tribunales internacionales, exiliados, etc. Para Cataluña todo este proceso es impensable sin el anclaje en Europa. Y España, aunque europeísta y disciplinada en el seno de UE, recela de Europa, pues en el fondo nunca se fio de las ideas liberales que inspira y que ahora percibe como una amenaza contra su arbitraria intervención de Cataluña.

¿Cataluña independiente?

Y todo esto nos permite abordar una cuestión que genera un enorme malentendido: ¿qué se quiere decir cuando se habla de una Cataluña independiente? ¿entiende todo el mundo lo mismo? Los nacionalistas españoles responden furibundos que la unidad de la patria es indisoluble, y amenazan con los sables. Imaginan una patria amputada, con un muro divisorio en la frontera catalana. Pero pocos de estos furibundos ultranacionalistas saben que el Estado español ya hace tiempo que ha iniciado una operación de cesión de soberanía a la UE. Como debe ser. Esta cesión de soberanía implica que España ya no decide sola en temas esenciales, como la política monetaria, etc. Ese es el camino. Estamos en un proceso de creación de un Estado supranacional. Y dentro de este gran Estado europeo la España radial, por ejemplo, no cabe. Las interconexiones económicas y de otra índole se realizarán de otra manera, con otras prioridades y seguramente con mayor eficiencia. Lo mismo ocurrirá para las interconexiones culturales, para los reposicionamientos de identidades; en este contexto cabe interpretar “la independencia” de Cataluña. Este es el reto. Cataluña quiere reubicarse dentro del nuevo contexto europeo de una forma diferente a cómo lo ha estado hasta ahora dentro del viejo Estado español: consiguiendo el respeto a su identidad y encontrando nuevos ámbitos en los que desarrollar plenamente sus inquietudes económicas, políticas, sociales y culturales. Hay un tremendo potencial en la sociedad catalana. Y es bien cierto que ahora no se puede desarrollar plenamente. También es bien cierto que existe una amplia base social cohesionada para ver cumplida esta ilusión. Y nadie podrá frenarla. Antes o después eclosionará y se realizará con plenitud.

Solidaridad catalana

Lo que Cataluña pretende es gestionar su presupuesto. Uno de los temas más mezquinos que se han esgrimido es el de la supuesta falta de solidaridad de Cataluña, de su egoísmo hacia el resto de España. No es cierto; es pura propaganda. Cataluña es solidaria y quiere seguir siéndolo. Este es un falso debate que busca desprestigiar una reclamación legítima: el de un mayor equilibrio fiscal. Es más, sostengo que una futura Cataluña independiente será igualmente solidaria con España, en el marco de la UE.

Monarquía o república

Otra cuestión de gran importancia que ha eclosionado con fuerza durante este conflicto es el de la forma del Estado. El rey Felipe VI cometió un grave error en su discurso del 3 de octubre perdiendo su tradicional imparcialidad y posicionándose contra los catalanes, y avalando la brutal agresión contra la población indefensa y pacífica. Esto le costará la monarquía, no sólo la corona. Tiempo al tiempo. Los catalanes hirvieron de indignación ese 5 de octubre; en Barcelona, el ruido ensordecedor de la cacerolada de ese día seguirá resonando en los anales de la historia. Con ese discurso, el borbón perdió la credibilidad y el apoyo que pudiera tener entre los catalanes. Los borbones no tienen precisamente un historial prestigioso. Si con la restauración de la democracia y la acción de Juan Carlos I defendiéndola frente al golpe de estado del 23 F, parecía que la monarquía se consolidaba en España, con las noticias que se han ido conociendo en los últimos años el prestigio de la monarquía se ha venido abajo. Los ciudadanos van conociendo poco a poco, pues el Estado y la prensa lo han escondido a la ciudadanía, que el rey Juan Carlos amasó una enorme fortuna a base de cobrar comisiones en las compras del Estado, por ejemplo, de petróleo a las monarquías del Golfo. Así, el corrupto enriquecimiento del rey y otros miembros de la familia real, han acabado definitivamente con el crédito que tenían. Sólo faltaba lo de Cataluña, donde impera desde siempre una tradición republicana, para echar por la borda la última esperanza de salvar la monarquía borbónica. Estoy convencido que el futuro de Cataluña, pero también el de España, pasa por la abolición de esta institución obsoleta, que no ha sido votada por el pueblo, y veremos la instauración definitiva de la república, la forma de Estado democrática por excelencia.

La cuestión de la lengua

¡ay, aquí está una de las cuestiones esenciales de todo este embrollo! La lengua es el signo más objetivo de la existencia de una nación. El catalán, esa bestia a batir por los ultranacionalistas… ¿Por qué el catalán genera tanto odio a sus detractores? Seguramente por que la identifican con la resistencia irredenta de los catalanes a españolizarse. Sí, es triste, pero a una parte nada desdeñable de los españoles le cuesta aceptar que los catalanes tienen una identidad catalana y una lengua propia. Lo ven como una disfunción, como el empeño impertinente de no aceptar la “verdad” de que son españoles. Esa persistencia en mantener una lengua que consideran residual es un insulto a la razón, consideran; no puede haber otro motivo que la provocación, la persistencia de una rebeldía para joder la marrana. “El español es una lengua hablada en todo el mundo”, dicen; “¿A qué viene enseñar el catalán en la escuela en preeminencia sobre el español? Está bien hablar el catalán en casa, en la calle… ¡pero en la escuela! ¡es un anacronismo!” esgrimen. “¡Pero es nuestra lengua, ¿no lo entendéis?!” se desgañitan los otros. Los ataques al sistema de inmersión lingüística en Cataluña están en el epicentro de la gravísima crisis actual. Para los que vivís fuera de Cataluña, debéis saber que este sistema funciona perfectamente, contra lo que dice la propaganda ultra. La comunidad catalana ha funcionado con este sistema durante décadas con una armonía total, sin el menor problema. Nuestros hijos son bilingües, hablan el catalán y el castellano sin más. Cataluña es una tierra de acogida, los numerosos inmigrantes de las más diversas procedencias que han llegado, se han adaptado sin el menor problema. Pero hay poderosos intereses obsesionados con tirar todo esto por la borda. Se ha hecho un daño inmenso. Se han intentado verdaderas barbaridades para desmantelar el sistema, recurriendo al juego sucio, a las trampas, a las mentiras, y ahora a las falsas denuncias. Pero a pesar de todo ello, Cataluña seguirá siendo bilingüe, su lengua continuará protegida y el catalán continuará siendo la lengua vehicular en la escuela. Hay una imagen falsa en España respecto al uso del castellano en Cataluña: se dice que está en retroceso. Se habla del poco respeto por el castellano en Cataluña y del acoso al que se somete a los que lo hablan. Es rotundamente falso. Las declaraciones recientes del ministro Rafael Catalá, por ejemplo, son infames; rotundamente falsas, y él lo sabe. En una situación hipersensible, echa gasolina al fuego. Por eso es un miserable. Los españoles del resto del Estado deben saber que en Cataluña se habla sobre todo el castellano, que predomina sobre el catalán. El catalán, a pesar de lo mucho que ha progresado, sigue siendo la lengua frágil. Todos los que vivimos aquí lo sabemos perfectamente. También es rotundamente falso el que los catalanes nos neguemos a hablar en castellano con aquellos que nos interpelan en esta lengua. No es así. Nunca ha habido conflicto en este asunto y los que afirman que no es así, mienten, manipulan zafiamente la situación, dando a entender que este asunto rompe la convivencia en nuestra tierra. Cataluña es una tierra de acogida. Siempre lo ha sido. Los que dicen lo contrario, hablan desde un resentimiento difícil de entender.

El procés

La mayoría parlamentaria independentista del Parlament y el President que salga investido y su Govern deberán encontrar una nueva estrategia para avanzar en los anhelos del pueblo de Cataluña. El proceso que hoy está en marcha no es el fruto del capricho de cuatro políticos radicales que manipulan la situación, sino el efecto de una activa mayoría social muy transversal, que empuja a sus lideres hacia la emancipación nacional. Cualquier ciudadano que viva en Cataluña puede constatar este hecho fácilmente. Ahora bien, el proceso aún no es lo suficientemente potente como para iniciar un proceso unilateral de independencia. No tiene todavía suficiente masa social. Es aún una mayoría dudosa. Ahí radica uno de los problemas fundamentales del procés, que le ha restado legitimidad y que ha supuesto el gran error aún no reconocido por los independentistas y que ha abocado a la proclamación ficticia de la República y la consiguiente frustración de mucha gente. Yo creo que tarde o temprano los líderes catalanes harán autocrítica y reconocerán los errores, fruto de la precipitación, de una excesiva impaciencia y, digámoslo claramente, de una mezcla de rabia, de impotencia, ante la intransigencia del Estado a dialogar y de incontenible ilusión empujada por la coercitiva presión de una ciudadanía cegada por llegar cuanto antes al objetivo. En consecuencia, los independentistas deberán trabajar para ampliar la base social del independentismo, dotándose de una mayor legitimidad para emprender el gran paso. Y eso sólo se conseguirá si convence a muchos ciudadanos, hoy escépticos, de las virtudes de una Cataluña emancipada, explicando bien los pros y los contras de esta aventura, sin engaños, explicando a los ciudadanos qué arriesgan y qué ganarán con todo esto. Otra forma de ampliar esta base es la de convencer a ciudadanos suspicaces que el castellano continuará siendo, como hasta ahora, una lengua oficial de Cataluña, respetada, querida y protegida como propia de los catalanes. Esto es fundamental. Sostengo que sin convencer a todos los catalanes que ambas lenguas serán protegidas y estimadas como propias, será imposible conseguir la tan anhelada mayoría social independentista por encima del 50%.

Artículo 155

Uno de los hechos que más han humillado a Cataluña ha sido la aplicación del polémico artículo 155 de La Constitución. Todos los españoles, no solamente los catalanes, hemos podido comprobar, con estupor, como se desmantela una autonomía en 24 horas. De la noche a la mañana, los ciudadanos de este país, constatamos estupefactos que el estado autonómico es un paripé que devuelve al Estado central todos los poderes, si las cosas no van como a él le gustan. En un abrir y cerrar de ojos, el engaño por fin se ha desvelado en toda su crudeza. Con la aplicación del 155 hemos verificado las debilidades de una Constitución que ahora comprobamos que no instauró un Estado autonómico sólido, sino un simulacro con un mecanismo para recuperar ipso facto el poder en caso de alarma. Una Constitución que se redactó en la frágil situación de una democracia que nacía bajo la amenazante mirada del poder franquista. Y así, ese fatídico día 27 de octubre en que el Gobierno Rajoy intervino la Generalitat, los catalanes pudimos asistir al triste espectáculo de ver como un gobierno, que tiene una representación residual en el parlamento de Cataluña, desmantelaba con furor vengativo años de labor de las instituciones elegidas por el pueblo de Cataluña. ¡Que tremenda desilusión! ¡Cómo volver a convencer a los catalanes de las bondades de retornar al autonomismo!
¿Cómo piensan que se sienten los catalanes al ver que sus instituciones son pisoteadas, desmantelados algunos de sus departamentos, despedidos fulminantemente algunos empleados y sometidos los funcionarios a la humillación de acatar por la fuerza una obediencia que no comparten? ¿Alguien se ha parado a pensar en el rencor que genera todo esto? El Partido Socialista de Cataluña habla de reconciliación, de cerrar las heridas… ¡qué cinismo! ¿Esta es la manera de cerrar las heridas, entrando a saco en las instituciones catalanas en lo que se puede considerar una ocupación en toda regla, mientras se mantiene a los adversarios políticos en la cárcel, en condiciones indignas y humillantes, lejos de sus familias?
Reitero estos argumentos, no tanto para hurgar en la herida, sino para demostrar que nos hemos adentrado en un camino sin retorno, que el empeño de los unionistas de continuar con el autonomismo ya no es una opción realista.

Los catalanes unionistas

Por otra parte, los derechos de estos ciudadanos deben ser respetados: no se les puede imponer antidemocráticamente la República. Deberá revertirse la confrontación y buscar un nuevo escenario en el que se dé una lucha pacífica y leal, en el que cada bando aporte argumentos para convencer a los ciudadanos de sus proyectos respectivos. No vale encarcelar al adversario, minándolo con el abuso del poder que se detenta. Y, al final, aceptar un referéndum. Y acatar el resultado. No es aceptable esgrimir el acatamiento de la ley, de la Constitución, cuando en 2010 el Tribunal Constitucional rompió el pacto constitucional de 1978 laminando el Estatut aprobado por el pueblo de Cataluña. Pero tampoco es aceptable conducir atados por el morro a los unionistas hacia la República. Es una imposición inaceptable. Los españolistas tienen razón cuando esgrimen que una mayoría de escaños no implica una mayoría social y que, en esas condiciones, fue antidemocrático aprobar la llamada ley de desconexión antes incluso de conocer los resultados del referéndum del uno de octubre. 
  
Diálogo y mediación

Hoy he leído en la prensa que Rajoy quiere negociar con Cataluña tan pronto como haya Govern. ¿Es creíble este mensaje? Yo creo que no, si tenemos en cuenta el camino recorrido. Son muchos los que pensarán que vuelve a ser una invitación vacua, tramposa, que sigue la estrategia del cinismo que caracteriza al presidente del Gobierno más nefasto, me atrevo a decir más peligroso, que ha tenido España desde el final de la dictadura franquista. Por la misma razón, no parece probable, en el actual estado de crispación de las partes, que el President investido esté dispuesto a establecer un diálogo sin condiciones con el Estado que vaya más allá de un dialogo de sordos. La mediación internacional se impone. La UE debe ayudar, tiene el deber moral de implicarse, mostrando que poco a poco se gana la autoridad necesaria para convertirse en el Estado supranacional en el que confiemos todos los europeos. Por decirlo de otra manera, con el conflicto catalán, la Unión Europea tiene la oportunidad de demostrarle a los ciudadanos europeos que está madura para liderar el continente, implicándose en la resolución de los conflictos planteados y ganándose el prestigio y la confianza para custodiar la soberanía de todos. Sólo así ira consolidando el nuevo supraestado de todos los europeos. Intentando vislumbrar ese futuro, yo auguro que esa mediación se producirá, pues España será impotente para imponerse por la fuerza en Cataluña; a su vez, Cataluña, no podrá hacer efectiva una República con la sola fuerza de su gente. Necesita complicidades, necesita adhesiones. Y parece lógico pensar que esos cómplices externos de unos y de otros, intermediaran por conseguir un acuerdo que satisfaga a ambas partes. Nadie ganará, pero tampoco nadie perderá. Ni nadie estará enteramente satisfecho. Pero en ese proceso, España habrá madurado en su respeto hacia Cataluña; y las instituciones catalanas deberán buscar la manera de encajar sus planes de autodeterminación en el gran puzle europeo. 
  
Conclusión

El conflicto entre Cataluña y España entrará en una fase larga de confrontación, pues todo apunta a que la situación no estará madura, a corto plazo, para avanzar hacia la distensión. La distensión vendrá cuando se restablezca el respeto mutuo entre las partes. Es previsible pensar que PP y Ciudadanos estarán en el poder en los próximos años. Mientras sea así, habrá confrontación. A mi entender, sólo la llegada de gobiernos liberales, de mayorías progresistas en las Cortes, propiciarán una negociación que será mediada por un organismo internacional, previsiblemente la UE. No veo una solución al conflicto antes de diez años por lo menos. No se producirá una ruptura unilateral, no habrán más DUI; será un acuerdo consensuado entre las partes. Habrá un referéndum; ambas partes tendrán que luchar arduamente para ganarlo, y sigo pensando que los unionistas tienen enormes posibilidades de ganarlo. El juego limpio, la buena lid democrática, les favorecerá; dentro de Cataluña, en Europa y el mundo. Mantengo que la cuestión de la(s) lengua(s) es esencial. Si Cataluña quiere ganar su independencia, deberá asumir que el castellano es una lengua de Cataluña. Si no, no arrastrará a la masa social que necesita para el sí. El artículo 155 no se debería volver a aplicar. Lo cual no quiere decir que no vuelva a serlo. Si así ocurriera, perjudicará gravemente los intereses de una España unida y favorecerá a la fábrica de independentistas. Lo mismo puede decirse de la aplicación de la violencia del Estado sobre una revuelta que es pacífica y democrática; es una mala táctica, que favorecerá los intereses de una República Catalana, legitimándola moralmente.  El procés no afectará a la prosperidad económica de Cataluña, como no ha afectado hasta ahora, por mucho que la propaganda estatal intente hacer creer lo contrario. Los jueces no pueden decidir por encima de la voluntad popular, que es la que detenta la soberanía. Esta es una grave disfunción, y es una de las razones principales del conflicto. En unos años veremos a jueces como Llarena o Lamela severamente reprendidos por los tribunales internacionales. La clase dirigente española tiene un grave problema de adaptación a los tiempos; es corrupta, retrógrada, anticuada, anclada en los vicios del pasado, incapaz de sintonizar con los valores de la sociedad del siglo XXI. Es previsible el advenimiento de una nueva generación de políticos, mejor formados, más cosmopolitas, con mejores reflejos democráticos, que posibilitarán un entendimiento entre España y Cataluña. La solución del problema, la convivencia entre las distintas comunidades españolas, depende de un concepto tan sencillo como el siguiente: seducir, no imponer. Las comunidades, como las personas, se juntan cuando entra en juego la seducción. Ello implica un trato entre iguales, un respeto mutuo. España es un Estado plurinacional, es un hecho. Hay que abrir un debate sereno sobre este tema; los españoles, a los que la derecha ha tratado como si fueran menores de edad, están perfectamente maduros para abordar este debate. Se habla de adoctrinamiento: adoctrinamiento es explicarles a los niños que España no es un Estado plurinacional. No seamos cínicos. Hay que tratar a los ciudadanos como seres maduros, libres y, por tanto, con capacidad crítica. Este debate se producirá, y facilitará las cosas.
La monarquía en España se abolirá. Es una institución obsoleta. Y ahora sabemos que corrupta. Cataluña lucha por su república, pero arrastrará fraternalmente a España en este asunto. Veremos resurgir con fuerza el viejo republicanismo, ahora latente, pero tan arraigado en la historia de España.
Auguro que la independencia de Cataluña se producirá una vez consolidado el Estado europeo. De esta manera no se verá como una secesión respecto a España, un tema traumático en la mente de mucha gente. Es más, la lucha por la independencia de Cataluña entroncará —junto con otros muchos reposicionamientos europeos— con la necesaria configuración de la nueva Unión Europea, una UE que no sea el club de mercaderes que es ahora, sino la Europa de los ciudadanos que todos deseamos.