La globalización es el proyecto
hacia la aldea global, que ya preconizaban los sociólogos en los años ochenta.
Ya hemos llegado, gracias a la sociedad de la información. Internet ha
acelerado el proceso y lo ha hecho inevitable. Pero, sobre todo, la telefonía
móvil y las redes sociales, que son su consecuencia más incisiva, son las que
han hecho realidad esta interconectividad humana y todo lo que conlleva. La
globalización, que tenía que tener efectos benéficos para la humanidad, se ha
convertido de momento en un infierno para la mayoría. En esta primera fase, ha
tenido un efecto perverso, sobre todo, en las democracias occidentales. Ha
empobrecido a las clases medias y ha precarizado a las clases trabajadoras. En
definitiva, ha acabado con millones de puestos de trabajo en Occidente, ha
empobrecido a millones de familias y ha tenido un efecto demoledor sobre el
Estado del Bienestar.
La globalización ha producido la
siguiente perversión; mientras que, por un lado, ha favorecido el capitalismo
global, con la libre circulación de capitales e inversiones, que ha conseguido
escapar a las regulaciones de los Estados nacionales, por el otro, ha
dinamitado las conquistas sociales que las democracias occidentales habían
conquistado en los últimos dos siglos. El Estado del Bienestar está en franca
regresión y los ciudadanos se ven impotentes para obligar a sus Estados a
preservarlo y a defenderlos de los embates de una globalización caótica. De
hecho, los Estados nacionales ya son impotentes para defender los derechos de
sus ciudadanos en este sentido, pues su ámbito nacional no les permite regular
más que en su propio territorio, pero las leyes económicas y las regulaciones
del mercado ya son a escala global. Lo que se llama la desregulación: una
situación que favorece al poder fáctico financiero, a las grandes
corporaciones, a la élite de millonarios que ahora se miran el mundo desde
arriba.
Este efecto perverso de la
globalización está en el origen del resurgimiento de los populismos de cualquier
signo. Las mayorías nacionales votan ahora a partidos que, contra toda lógica,
defienden una vuelta al pasado reinstaurando fronteras e intentando devolver al
Estado nación su poder regulador. A este fenómeno contribuye el miedo que
genera la inmigración, que los occidentales perciben como una amenaza.
Asustados, los votantes dirigen sus votos hacia partidos que les garantizan la
“vuelta al pasado”. Pero, eso ya no es posible. La globalización ha venido para
quedarse. Resistirse a ella es ilusorio e ineficaz.
Es curioso constatar que muchos
votantes de la izquierda, votan ahora a los partidos populistas neofascistas,
pues se acogen a sus mensajes falsarios como a un clavo ardiendo. A su vez, los
partidos de izquierda se decantan ahora por la antiglobalización y el anti
europeísmo. Véase el ejemplo de Mélanchon en las últimas elecciones francesas,
aconsejando a sus votantes abstenerse en la segunda vuelta, en lugar de frenar
al Frente Nacional. Ahora, más que nunca, los extremos se tocan.
Los políticos visionarios
deberían hacer hincapié en las ventajas que se vislumbran, de todas maneras, en
el horizonte de la globalización. Por de pronto, la pérdida de poder
adquisitivo de los europeos como consecuencia de la rebaja de sus sueldos
durante el periodo de austeridad, es consecuencia del acceso al mercado de
millones de puestos de trabajo de países del tercer mundo. Muchos millones de
personas tienen ahora un trabajo y un sueldo en lugares como India o China,
donde antes no tenían nada. Se está produciendo un efecto de vasos comunicantes
que tenderá, a lo largo de las próximas décadas, a igualar a los trabajadores
de todo el mundo. Es cierto que se han acabado los privilegios de las clases
trabajadoras occidentales. Pero es en favor de un proceso de igualación en todo
el mundo. Se dirá, con razón, que lo que se ha conseguido es precarizar a la
humanidad en su conjunto, mientras una élite de privilegiados acumula una
riqueza inmensa, nunca igualada antes. Es rigurosamente cierto. La humanidad ya
ha entrado en un periodo de fuerte polarización en lo que a la riqueza se
refiere. La globalización ha permitido esta abominable perversión: los ricos
escapan del control de los Estados, acumulan más riqueza que nunca, en pocas
manos, se escabullen de los sistemas fiscales…
Pero la humanidad acomete un
nuevo episodio de su evolución: la lucha por los derechos de la humanidad en su
conjunto. Solamente unas leyes universales, una regulación universal del
mercado, únicas e iguales para todos, permitirán la recuperación del orden
lógico de las cosas, la lucha contra la injusticia y una nueva etapa de
prosperidad para la humanidad en su conjunto. Ya lo dije en reflexiones
anteriores en este mismo blog; se precisa un neo-humanismo. Un código de
valores que ponga por encima de todo, la conservación del planeta y la vida, e
instaure la supremacía de la solidaridad humana.
Y aquí apunto el tema esencial, el
regulador de toda la cuestión. El factor determinante que regulará la
globalización: el cambio climático o, lo que es lo mismo, la conservación de la
naturaleza. Si no nos aplicamos en construir un sistema sostenible con la
conservación de la Tierra, estamos perdidos. La posibilidad de su destrucción
es real y muy cercana. Ya no nos queda tiempo. No podemos perdernos en excusas
y dilaciones. ¡Va, apuremos unos añitos
más! – dicen los populistas de uno y otro signo--. No, imposible.
Así pues, la globalización está
en directa relación con esta amenaza: el cambio climático. En el sentido que es
el regulador para evitar nuestra destrucción. La amenaza es tan grave que sólo
la podremos enfocar todos juntos. Paradójicamente, uno de los países que más
puede hacer por revertir la situación, Estados Unidos, acaba de elegir a un presidente
negacionista. Trump ha prometido a los americanos un sueño imposible. Y él lo
sabe. No se puede hacer como si no supiéramos que estamos al borde del
cataclismo ecológico. No se puede volver atrás, como si la grave amenaza que
tenemos planteada, inminente, no existiera. El presidente Trump miente: sabe
perfectamente que las amenazas climáticas son ciertas. Pero ha preferido
esconder la cabeza debajo del ala y hacer ver que la cosa no existe. ¡Grave irresponsabilidad!
Según Bruno Latour*, experto en ciencia política, lo que Trump y los
negacionistas hacen es mucho más grave que esconder la cabeza debajo del ala.
Trump y las élites enriquecidas planean una traición a la humanidad. En una
palabra, quieren salvarse ellos y vender al resto de la humanidad, pues saben
que, con sus planes, no hay vida futura para todos. Desean deshacerse rápido
del lastre de la solidaridad. En su desesperación, las clases medias y las
clases trabajadoras, se han refugiado en sus promesas. Pero son falsas
promesas, que no pueden cumplirse de ninguna manera. El engaño consiste en
alargar un poco más la orgía del dividendo ilimitado –maniobran las élites
oscurantistas--. ¡Vamos a sangrar al
animal herido un poco más! –piensan—, pues ellos deliran con conseguir su
objetivo egoísta y traicionero. Y el precio para ello, es abandonar al resto de
la humanidad.
Bruno Latour pone un ejemplo
escalofriante para ilustrar la situación; el símil del Titánic: Las personas iluminadas (las élites) ven
llegar el iceberg claramente desde la proa. Saben que se producirá el naufragio.
Se apropian de los botes salvavidas. Piden a la orquesta que no deje de tocar
amables melodías, mientras aprovechan la oscuridad de la noche para pirarse,
antes de que la excesiva escora del barco alerte a las demás clases. Esta minoría
privilegiada, las élites que en adelante llamaremos oscurantistas, han
comprendido que, si querían sobrevivir, había
que dejar de parecer que compartían el espacio con los demás. De pronto, la
globalización toma un cariz muy diferente: desde la borda, las clases
inferiores, en ese momento ya totalmente despiertas, ven cómo los botes
salvavidas se alejan cada vez más. La orquesta sigue tocando Cerca de ti,
Señor, pero la música no basta para
ahogar los gritos de rabia…
*Bruno Latour: El gran retroceso: La Europa refugio. Editorial
Seix barral, 2017