Ceará
Navega en el infinito azul y
blanco
una nave española de
exploración.
Se suceden largas jornadas de singladura,
de extenuante monotonía,
y no tiene la costa, ¡maldita!
abrigos donde recalar.
Hasta donde la vista alcanza
interminables dunas de arena
blanca;
arenales de cegadora luz al sur
y un mar omnipresente al norte.
¿Es pura ensoñación o es
paisaje?
Procede de Pernambuco, tierra de
marañones,
en busca de puerto seguro y
oportunidades.
Al mando, el capitán Diego de
Lepe.
Pero está inquieta la marinería
que enloquece de sed y de codicia;
ya delira en este océano de
arena y agua.
Ya crece a bordo la impaciencia y
el escorbuto,
que alimenta el veneno de un
motín,
cuando al fin se avista al
sudeste
la desembocadura de un río:
es el Ceará, ¡inesperado
destino!
Aquí recala la nave que ha de
unir,
en esta parte del mundo, América
y Europa.
Es un mal presagio con sabor
amargo:
no será una historia fácil, ni
siquiera oportuna…
Pero así es la historia de los
hombres.
Desde el principio del mundo
habitan estas tierras los tremembés:
son un pueblo pacífico estos
indígenas
que vive en aldeas del interior
y busca su sustento en el
manglar, donde pescan.
Ese día, en la barra del Ceará,
los tremembés, que acuden de
Caucaia
¡y hasta de Itarema, Itapipoca o
Mundaú!
reciben a los exploradores
con vino de cajú, mocororó
y danzan el torém en honor
a los emisarios de sus
antepasados.
¡Burlas del azar!
No enraízan aquí los españoles;
será sólo una incursión
que da paso a holandeses
y, por fin, a portugueses,
que se asentarán ya para
siempre.
No es la historia del
descubrimiento
un idilio entre América y Europa:
la civilización, corrupta y
codiciosa,
funda aquí un amargo reino
de opresión e injusticia
alentando un pillaje sin freno.
Sobre estas nuevas tierras,
ahora lusitanas,
abrirá la metrópoli una fisura,
--una herida profunda --
que aún separa a los humanos:
¡y todo a causa de la codicia
extractiva!
En mil setecientos y pico los
colonizadores
decretan la inexistencia de los
indígenas
¡perversa absurdidad!
y la expropiación forzosa de sus
tierras.
Es esta ignominia el estigma
que marca la convivencia de hoy:
dos mundos separados,
blancos e indios, propietarios e
excluidos,
ricos y pobres.
¡Sociedad rota!
I
Fortaleza, ciudad en el extremo este.
Vientre de Brasil que entra en
el océano
cansinamente azotada por los alisios.
Salitre y arena, cegadora luz,
sol plomizo.
Excrecencia del siglo veinte
horribles rascacielos, desolados
inoportunos y desubicados
fantasmas blancos frente al mar.
Estos inmuebles de brillante
azulejo
son hoy cubículos infames
donde chingan pederastas de
medio mundo;
folladero Inmundo, paraíso de
pedófilos.
Buscan su vampírico alimento
en las miserables favelas
que se extienden interminables
en esta ciudad lacerante.
Niños y mayores están aquí
condenados
sin futuro, su mirada perdida,
abandonados a la suerte de su
hiriente exclusión.
Élites locales, avariciosos
cómplices
de la explotación sexual de
menores,
que hipócritas se esconden
en su asfixiante puritanismo.
Guajirú
Guajirú es un Macondo
bañado por aguas turquesas
de un océano perdido,
suspendido en el tiempo.
Su contundente paisaje
de adusta belleza sugiere
la irrealidad de un sueño:
pacíficas playas
y arenales que los alisios
empujan,
con terca obstinación, tierra
adentro.
Bíblico paraje
de imponentes dunas de arena
blanca
que retienen el agua clara
en inverosímiles lagunas.
La silueta de la sierra,
frondosa floresta ecuatorial,
se insinúa tierra adentro.
En las ensenadas de este
desierto
de arenas deslumbrantes, en
eterno movimiento,
se forman pequeños vergeles,
cocoteros que mecen sus altas
palmas
al persistente silbido de los alisios.
En sus calles tranquilas,
mal adoquinadas,
bajo un sol que apelmaza el
aire,
nadie circula al mediodía;
sólo un perro flaco cruza
somnoliento la ardiente acera.
Discretos habitantes se esconden
a la sombra de sus simples
casas.
Apenas cuatro paredes,
bajo un techo de nada,
mecen la hamaca en la que sestean
un sueño eternamente detenido.
Se dice que aquí vivió antaño
un español generoso y huraño
que cuidó de sus siete hijas.
Fue su mujer una Iracema,
una india de raza y casta
que el tiempo se llevó por
delante
víctima de las drogas y la
perdición.
Dicen los lugareños que él moría
de pena
y, en su locura, pasó mil noches
vagando
por los alrededores de su casa,
--una noble mansión extravagante
perdida entre dunas y cocotales--,
aullando de tristeza.
Cuentan aún los del lugar,
gente buena e ingenua,
indios cabales de otro tiempo,
que su espíritu se encarnó en
serpiente
y, desde los altos cocoteros,
vela por este Macondo perdido
entre el cielo azul y la tierra.
Dice Mardem el brujo
que el español era un gigante
de ojos claros y pelo rubio,
que en su vida vivió varias
vidas
y que solo siendo mendigo,
conoció bien este mundo.
Bien lo saben en el morro da Urca en Río
en donde compartió marmita
con otros pendejos aparcacoches.
Cuatro monedas les echaban:
daba para mala cachaça y dormirla
en la calle.
Una fuerte y numerosa estirpe
señorea aún sus singulares
rasgos;
descendientes de siete mujeres
de piel aceitunada y ojos almendrados.
Cuenta aún la leyenda
que fue enterrado junto al mar,
en el viejo cementerio indio
que llaman do Serafim.
Ahí su cuerpo se conserva
intacto como una momia:
guiño truculento e irónico
de que también Europa puede
congeniar su alma
con el espíritu de América.
El sertón
Por un camino de la quemada
llanura,
dura tierra estéril y raída
entre secarrales y espinosos
cactus,
camina a solas con su sombra,
su asno y su desolación,
un hombre pensativo, viejo y
cascado.
Un sol abrasador abre brecha
en su oscuro pellejo.
Viste de blanco inmaculado
y tras su delgada estampa
se esconde la fortaleza de un
toro.
A lo lejos está su hacienda,
un humilde cobijo para recogerse
de una naturaleza tan áspera:
ardiente brasa este sertón
donde una raza firme y
resignada,
esquilmada por el polvo y la
sequía
arranca su sustento a duras
penas.
Pasea su tenacidad este
campesino;
nunca nadie obtuvo tan poco de
la tierra
a cambio de tan duro sacrificio.
Así transita por el paraje más esquelético
de la Tierra
este anciano enjuto y resignado
arrastrando su soledad y su
quimera
en estos campos hechizados.
II
Aquí tuvo lugar en otro tiempo
la Guerra del fin del mundo
¿Salvación o república?
Tanta sangre vertida a cambio
de una quimera.
En este infierno de sertaneros,
cielo plomizo, árboles ralos
y caminos polvorientos.
En esta tierra de santones,
macumberos y candomblé
que alumbraron la desesperación
y la miseria,
vivió entonces o Conselheiro
para combatir contra el demonio.
Dicen que a su paso acompañado
de una muchedumbre de fervientes
seguidores,
--ciega devoción--
hasta las serpientes de cascabel
se apartaban.
Eran los tiempos de la
abolición;
huían entonces los esclavos de
los ingenios
en los cañaverales bahianos
y se adentraban en la intrincada
caatinga
para probar la libertad.
En este desierto salvaje
de cactus, favela y pedruscos
--y de harapientos devotos que
huyen
de la hambruna--
refulge la encalada blancura
de sembradas ermitas
como o Senhor do Bonfim.
Acuden los pasmados romeros,
carne de milagreros
que las cuajan de velas y
exvotos;
tétrica estampa
la de estos miembros mutilados
a la luz de mil candelas:
piernas, pies y manos, brazos y
cabezas,
pechos y ojos de cristal o de
madera
--esperpéntico espectáculo--
que piden o agradecen milagros.
¡Qué disparatado rincón de mundo
--Calcinado por el sol--
este apartado sertón!
¿quién iba a decir que aquí se
dirimiría
el fin del mundo?
singular combate que libran
el fervor milagrero cristiano
el animismo africano
y el espíritu de la revolución.
Amazonas
En el territorio remoto de
Rondonia
Vivió antaño el Coronel,
un catalán severo y contundente.
Con madera de aventurero
pronto abandonó su patria para
buscar fortuna
y dejar atrás los sinsabores
de una existencia difícil y sin
futuro.
No fue fácil para él el nuevo
mundo:
los sueños del colonizador son
eso, una quimera
y una vida dura y desabrida le
espera.
La Amazonia es aquí un océano
verde;
intransitables bosques, pantanos
e igarapés,
inmensos ríos y una fauna
fabulosa
tienden la peor trampa que se
pueda imaginar.
En este agobiante universo,
donde el ser humano es mota
insignificante,
los insectos y una naturaleza
invasiva se ceban en él.
Apenas una carretera, titánica
construcción,
perdido sendero rojo a vista de
pájaro,
atraviesa la inmensidad para
instalar la codicia y la determinación.
Es la frontera; aquí sólo medran
los valientes o los desesperados:
buscadores de oro, garimpeiros, campesinos desahuciados,
muertos de hambre y bandoleros;
ladrones, chantajistas y aventureros;
locos y soñadores.
Por aquí campaba
con aire chulesco el Coronel.
Era entonces el principio de una
nueva ola
migratoria hacia el lejano
oeste.
Llegaban hombres
miserables huyendo del hambre y
la sequía
montados en pao de arara y aferrados a una promesa:
un pedazo de tierra, una azada y
la ilusión de una vida nueva.
Proliferaron entonces cacaotales
y cafetales.
Sitios que antes fueran
enmarañada jungla
se transformaron ahora, a costa de
un alto precio
trabajo duro, malaria y muerte
en cumplidos cultivos.
El
Coronel, con
ojo vivo y mirada altiva,
compraba este nuevo oro vegetal
y lo enviaba hacia Europa.
Desde Porto Velho hasta
Ariquemes se temía su astucia
y su disciplina de capataz
colonial.
En su soledad de mayoral encontró,
muchas veces, el consuelo de
bellas mulatas,
escasos amigos entre los que le
temían
y, más tarde, la propia muerte
que, al fin, pudo con este diablo.
Eran entonces comunes los
asaltos
amparados por la soledad de la
transamazónica;
bandidos bien armados y con
pocos reparos
medraban entonces al acecho de
camiones bien cargados.
En uno de estos lances, murió el
catalán.
Conducía solo camino de Porto Velho
un camión destartalado cargado
de cacao.
Era una noche de luna y
surgieron
tres embozados de la exótica
tiniebla de la selva;
sigilosos subieron a la caja del
camión, aprovechando una cuesta.
Pero era El Coronel de la casta del jabalí y quiso morir de perfil.
Empeñado en un tiroteo desigual
recibió cuatro balazos y tuvo
que sucumbir.
Dice la leyenda que este es el
sino
del que tiene afán de conquista,
intrépidos que el ciego destino
guía:
la selva es como un dios que
todo lo engulle,
indómita inmensidad.
Aleijadinho
Se asciende en Congonhas la
cuesta
que conduce al calvario por
etapas,
hasta el santuario barroco do Bom Jesus de Matosinhos.
Pero quiere la historia que aquí
el escultor Aleijadinho, manco,
negro y osado
diera forma obstinada a su idea
en dura madera y piedra.
Saben los negros esclavos
que sus dioses orixás encarnan en imágenes cristianas
¡Ay, astuto recurso de humanidad
oprimida,
cuya espiritualidad jamás será
encadenada!
Representó aquí el negro,
--un hombre geniudo, pequeño y
contrahecho--,
la historia de Cristo Tiradentes
y doce inconfidentes:
tiene un precio la libertad y
aquí se salda.
Tiradentes pagó con su ejecución
tan osada rebeldía; decapitado
su cabeza expuesta al escarnio
en la plaza de Ouro Preto.
Su cuerpo mutilado y desmembrado
repartido y mostrado en los
cuatro costados del imperio:
no quiere Portugal renunciar al
objeto de su codicia, el oro.
Y así paga con muerte injusta y
cruel
el primero de los brasileños, el
anhelo de libertad.
Es por esto que Congonhas,
fascinante escenario naïf y
simbólico,
es sello y cuna de la
independencia de Brasil.
Aquí nace el sincretismo de
Africa, America e Europa:
en estas capillas blancas y
coloniales, estaciones al calvario;
en la iglesia do Bom
Jesus de Matosinhos y sus doce esculturas de piedra,
inhiestos apóstoles de Cristo y de
la inconfidencia,
en este artista ingenuo que
inaugura
el camino de la cultura
brasileña.
Ouro preto
En ese estrada real que parte de
Río de Janeiro,
que se adentra en la exuberante
espesura
salvando altas sierras e
intrincados caminos
abrieron paso la ambición y la
codicia de los hombres
hacia el corazón de esta
tiniebla americana.
Continente adentro se esconde
el oro tan ansiado.
Ahí donde la tierra es negra,
--oscuro augurio--
y muestra la sierra su fálico
perfil.
¡Ay, portugueses, cómo habéis
expoliado
este nuevo mundo!
Quedará para siempre la
lacerante herida, negra,
en esta tierra funesta devastada
por la avaricia.
En esas minas, hoy abandonadas y
tristes,
sus húmedas paredes aún relatan
el sacrificio
el dolor y el esfuerzo inhumano,
de tantos africanos
arrancando, para otros, su dorada
entraña.
Joana D’arc, neginha bonita
Bajo la cúpula de una inmensidad
verde
otro Ouro Preto existe
en los confines de la frontera,
remota aldea olvidada del mundo
en el oeste del Brasil.
Vivió antaño en este territorio
de colonos,
aventureros y buscavidas
--ahí donde la selva se resiste
aún
a dejar de ser una polifonía--
una negra de ébano, con formas
turgentes y redondas,
de piel brillante y suave como
la de un recién nacido.
Como neginha bonita la conocían
los nativos: se llamaba D’arc,
Joana D’arc,
tenía veinticinco años y la
socarrona astucia
de las mulatas de Bahía.
Dulce y alegre,
cuando hablaba se le iluminaba
la sonrisa
y contagiaba simpatía.
Una mujer cabal, D’arc, la bella
neginha.
Era libre, independiente,
inteligente y buena.
Brasileña de casta… enamoradiza
y sentimental
¡brillaban sus ojos de pasión!
Así cayó perdidamente enamorada
¡quién iba a decirlo de esta
soberbia mulata!
de un forastero escuchimizado,
taciturno y melancólico.
Era frecuente en esa época de
miseria, hambre y aventura
ver aparecer en el
fantasmagórico poblado
mercachifles y aventureros;
gente rara
que no siempre explicaban las
razones
ni de su estancia ni de su
pasado.
Así Apareció o contador
--un tipo canijo y aflautado,
ojos saltones y nariz
pronunciada--,
una tarde de sol plomizo y enrarecida
atmósfera
--por las constantes queimadas--
en la destartalada rodoviaria de Ouro Preto.
Venía mancillado por el polvo rojizo
del camino:
no en balde había cruzado,
en un viejo bus destartalado,
un ancho tramo de la
transamazónica
para recalar en este rincón perdido.
Era un chupatintas, un contable
de poca monta
que venía para sacar las cuentas
del aserradero do Espanhol.
En la Serrería se instaló el
misterioso extranjero.
Oculto entre las toras de ipé, jacarandá y sus números
contó con la complicidad del patrón
español
--un viejo demonio devorado por
sus sueños y la cachaça--
y vivió una historia de amor legendaria
con esta morena robusta.
Fue en una noche de embrujo,
a la lumbre de la luna y el
aguardiente de caña
en esta selva de enredadas
formas
que un amor tan improbable, pero
tan ardiente
prendiera en seres tan
distintos.
Barcelona, septiembre
de 2016